ID de la obra: 35

La Camisa

Slash
G
Finalizada
1
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4 páginas, 2 capítulos
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Capítulo 1

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      Razumovski contenía apenas un temblor nervioso, al mismo tiempo anticipando y temiendo la inminente presentación. Nunca se había sentido seguro en público. Ese era Oleg, el que sabía mantener el rostro firme en cualquier situación, apartándolo con confianza de los paparazzi, como cuando de niños lo protegía de los matones, para quienes el tímido y débil       Seryozha siempre era un blanco deseado para las burlas. Serguéi seguía siendo resuelto solo en las líneas de código que escribía para sus proyectos favoritos. Ahí siempre sabía qué debía salir y cómo, pero si su creación era necesaria para alguien más aparte de él, eso aún no lo entendía del todo. Ahora necesitaba calmarse, concentrarse y salir al público para mostrar los frutos de tantas noches sin dormir, con sangre mezclada de cafeína y energizantes. Mostrar y explicar para qué servía todo esto, cómo esa nueva actualización podía mejorar la vida de la gente común. Convencer a los escépticos periodistas de que no se trataba de una moda pasajera ni de conspiraciones disfrazadas de buenas intenciones.       Serguéi se detuvo por un segundo frente al espejo, alisó su cabello con nerviosismo y examinó críticamente su traje perfectamente entallado. Se veía impecable, pero eso no le daba ni una pizca de confianza. Extrañaba terriblemente el apoyo de Oleg, su mirada firme y sus manos fuertes que se posaban tranquilizadoras sobre sus hombros cuando Volkov le aseguraba que todo saldría bien.       De pronto se apartó bruscamente de su reflejo y caminó con decisión hacia el vestidor. Abrió el armario donde colgaban en filas prendas de diseñador para todas las ocasiones. Apartó una fila de chaquetas clásicas, atravesó con las manos las camisas caras de todos los colores y estilos, y sacó una percha con una camisa blanca, simple, que colgaba en el fondo del armario.       Era la camisa de Oleg, que había terminado ahí no por casualidad. Volkov la había manchado y, al cambiarse por una de repuesto, la dejó en la lavadora junto con la ropa de Serguéi. Y cuando su amigo se fue en una misión especial, Razumovski la sacó de la ropa recién lavada y notó que, a pesar del detergente fuerte, aún persistían leves notas del perfume familiar, ese olor tan tranquilizador y propio de Oleg.       Al principio, Seryozha solo la colgó en el armario con la idea de devolvérsela cuando regresara, y luego olvidó ese pequeño incidente. Las semanas se fundieron en meses. Oleg no volvía, no daba señales de vida. Razumovski estaba inquieto, y solo el trabajo sin fin, que mezclaba los días y las noches en un torbellino de planes y tareas, lo ayudaba a no caer en la desesperación ni rendirse ante el dolor punzante de la soledad sin su amigo.       Un día encontró esa camisa blanca, colgada tranquilamente en su lugar. Otro día, no pudo resistir y la abrazó, buscando al menos una sombra efímera del calor de aquel ser querido. Una noche se quedó dormido apretando contra el pecho la sencilla tela de algodón, y luego le costó devolverla a su lugar. En algún momento, por pura fuerza de voluntad, la escondió más al fondo del armario, para no remover sus sentimientos. Pero justo ahora, necesitaba tanto esa presencia, aunque fuera ilusoria, que la idea de ponérsela le pareció, de pronto, perfectamente sensata.       Apresuradamente, antes de arrepentirse, se quitó la chaqueta tan cuidadosamente escogida, luego la elegante camisa y, con dedos temblorosos, se puso la de Oleg… Siempre había sido más corpulento, y ahora Serguéi además había adelgazado mucho, comiendo a deshoras y durmiendo poco. Las mangas quedaban largas y tuvo que remangarlas, y la tela metida en los pantalones se inflaba en la espalda, destacando lo delgada que se había vuelto su figura, como si hubiera vuelto a la adolescencia, cuando sus rodillas chocaban al caminar. Sabía que se veía extraño, que mejor no debía hacer muchos movimientos con los brazos, porque la tela amenazaba con salirse y desacomodarse. Pero sintió tal calidez cuando la tela rozó su piel, como si lo abrazara y acariciara con ternura los hombros, que no le importó en lo más mínimo lo que dijeran los malditos reporteros sobre su gusto en ropa.       Porque, si cerraba los ojos, podía imaginar que Oleg estaba justo detrás de él, con su mano grande y fuerte sobre su hombro anguloso, susurrándole con esa voz profunda y familiar que Seryozha era un genio y todo saldría bien. Sonriendo a esos pensamientos, Razumovski sacudió la cabeza, echó el flequillo hacia un lado y voló como un ave blanca hacia el ascensor, rumbo a los flashes de las cámaras y las miradas ávidas del público.       La chaqueta azul oscura quedó hecha un ovillo en el suelo frente al espejo. Pero su hora llegaría. Y no tardaría mucho.
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