ID de la obra: 369

Un nuevo curso en Hogwarts

Het
R
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6
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planificada Maxi, escritos 143 páginas, 68.176 palabras, 23 capítulos
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Decisiones e indecisiones

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La oscuridad se filtraba por los ventanales de Hogwarts alargando las sombras de las armaduras y envolviendo los pasillos en un manto de inquietud. Eve Riddle con los nudillos blancos al apretar los puños, intentaba contener la rabia e impotencia que le corroía el pecho. La fría piedra de la gárgola que conducía al despacho de Dumbledore le recordaba la expresión glacial de Severus Snape, un muro impenetrable erigido para rechazarla. Conocía su pasado atormentado, sus lealtades envenenadas. ¿Habría sido solo un pasatiempo para él?, se preguntó con amargura, un respiro efímero en su mar de penumbras? Al mostrarle su corazón desnudo, había descubierto demasiado tarde que lo que creía un puente entre ellos era, en realidad, un abismo que siempre estuvo allí. Su orgullo, agrietado pero aún firme, le impedía perseguirlo, suplicar explicaciones. Había algo más urgente: si Snape había regresado a Hogwarts bajo las órdenes del Señor Tenebroso, su vida pendía de un hilo demasiado fino. Ascendió la escalera de caracol hacia el despacho del director con la premura de quien huye de sus propios pensamientos. Al entrar, encontró a Albus Dumbledore sumido en una profunda contemplación, la mirada perdida tras sus gafas de media luna, surcada por arrugas de preocupación inusuales. El ambiente, normalmente cálido por el crepitar del fuego y el olor a caramelos de limón ahora parecía denso, cargado de presagios. — Albus —su voz sonó más ronca de lo que esperaba—. Necesito saberlo todo. Dumbledore la miró, y en sus ojos azules Eve leyó una verdad devastadora antes de que hablara. Con una calma funeraria, el director le relató lo acontecido en la Mansión Malfoy: la sospecha ahora pesaba sobre ella. Cada palabra era un martillazo en su realidad. No era solo su vida lo que estaba en juego; era la de cualquiera que osara protegerla, o peor aún, que ella amara. — ¿Qué opciones tengo, Albus? —preguntó, ya sabiendo la respuesta, necesitando oírla de todos modos. Su voz fue un susurro cargado de fatalismo. Dumbledore se levantó, su larga figura proyectando una sombra alargada y triste. —Enfrentarte... o huir, querida. El laberinto de esta guerra a menudo sólo ofrece dos salidas, y ambas están llenas de espinas. —Hizo una pausa, observando la palidez de su rostro—. Si eliges Hogsmeade... estarás sola. Mis manos están atadas más allá de estos muros. Tu vida dependerá de tu astucia, tu magia y la clemencia que tus enemigos no poseen. Sabes lo que aguarda. Puedes evitarlo. Yo... no puedo dictar tu destino. Sé que encontrarás el valor para elegir el camino que tu conciencia te dicte. El peso de la decisión la aplastaba. Huir. La palabra resonó como un eco cobarde en su mente. ¿Podría vivir con el estigma de haber abandonado Hogwarts, su refugio? ¿Podría soportar saber que otro, tal seguramente él, pagaría el precio de su escape? Su instinto de supervivencia clamaba a gritos que corriera, que se escondiera en los confines del mundo. ¿Por qué morir por alguien que te desprecia?, le susurraba la voz del miedo. Pero otra voz, más profunda y obstinada, se alzó. ¿Qué valor tenía su vida ahora que Voldemort sabía de su existencia? Era un peón revelado, un riesgo. Morir con dignidad, enfrentando la oscuridad de frente, parecía el único final acorde a la elección que la había traído aquí. La única forma de negarle a su padre la satisfacción de su sumisión. Su habitación, cuando llegó, le ofreció un frío consuelo. Rebuscó con manos temblorosas en su armario hasta encontrar el pequeño frasco de cristal azul: Sueño Sin Suen̈os. Un regalo de Pomfrey. Se tumbó en la cama, observando cómo el líquido viscoso brillaba a la luz de la luna que se filtraba por la ventana. Un trago amargo, luego otro. La calma química la envolvió como un sudario suave, arrastrándola a un abismo sin sueños, un breve interludio de nada. El amanecer la encontró descansada en cuerpo, pero no en espíritu. La claridad mental inicial fue barrida por el brutal recordatorio del día que empezaba. Quizás su último día. Vistió sus ropas de profesora con meticulosidad, como una armadura. El Gran Comedor, con su bullicio matutino y el olor a tostadas y bacon, fue una agresión a sus sentidos. Evitó mirar la cabecera de la mesa de profesores, pero sintió el peso de dos miradas: la cálida y aprobadora de Dumbledore, y otra, gélida y penetrante, que le quemaba la nuca desde el sitio de Snape. — Querida —la voz práctica de Minerva McGonagall cortó el murmullo—, ¿preparada para tu primera salida de supervisión a Hogsmeade? —preguntó con voz afable. Eve alzó la cabeza, desafiante. — Por supuesto, Minerva. — Las palabras, claras y firmes, resonaron en el silencio repentino. Vio el rápido destello de preocupación en los ojos de Dumbledore y, al girarse ligeramente, captó la mueca de desaprobación que crispó los labios de Snape, su tenedor clavado con fuerza en la mesa. — Bien —continuó Minerva, lanzando una mirada reprobatoria hacia Snape—. Ya que el profesor Snape ha encontrado razones para eludir su responsabilidad de supervisión, intentaré unirme a ti en Hogsmeade lo antes posible. Esperemos que las tutorías de hoy no se alarguen demasiado. — Gracias, Minerva —respondió Eve, forzando una sonrisa que no llegó a sus ojos—. No creo que los alumnos de séptimo año me den muchos problemas hoy. Bebió el último sorbo de su café como un trago de coraje. Se levantó. — Si me disculpan, debo recoger una lista de materiales para comprar durante la salida. — Su saludo fue general, pero su escape, rápido, hacia la puerta, fue un alivio momentáneo. En el instante en que su figura desapareció tras la gran puerta de roble, Severus Snape se levantó de su asiento con una brusquedad que hizo rechinar la silla. Su plato, prácticamente intacto, fue abandonado. Una fuerza primaria, irracional, lo impulsaba. Detenerla. Obligarla a ver la locura de su decisión. Arrancarle esa estúpida valentía suicida. Nada más importaba en ese instante febril. — Severus. — La voz de Dumbledore, grave y llena de advertencia, lo detuvo en seco. La mirada del director era un espejo que reflejaba su propia tormenta interior. Negó lentamente con la cabeza. Snape no necesitó palabras. Su respuesta fue una mirada cargada de furia, desesperación y algo más, algo indefinible y peligroso, que hizo que Dumbledore apartara la vista. Sin vacilar, Snape giró sobre sus talones y salió del comedor con paso largo y decidido. Su destino: los aposentos de Eve Riddle. Eve estaba de pie frente a la ventana de su habitación. Observaba el lago negro bajo un cielo plomizo, sus dedos acariciando inconscientemente la madera pulida de su varita. Sabía lo que la esperaba en Hogsmeade. Si su padre, o sus esbirros, la capturaban... Las advertencias de las lecciones de crueldad de Bellatrix Lestrange, los rumores de las mazmorras de Malfoy Manor, le helaron la sangre. Moriré antes de hablar, se juró por enésima vez. Moriré con mi mente intacta, aunque mi cuerpo se rompa. La decisión la llenó de una paz macabra. La puerta de su habitación se abrió de golpe, estrellándose contra la pared de piedra. Snape irrumpió como una tempestad, llenando el espacio con su presencia oscura y su furia contenida. El aire se electrizó. — ¿Qué quieres? —Eve se volvió bruscamente, su varita ahora empuñada con instinto defensivo, aunque apuntando al suelo. Su corazón galopaba contra sus costillas. Él cerró la puerta con un golpe seco y avanzó. El olor a libros y tinta de su túnica la envolvió, un aroma que ahora no quería cerca. — Te creía dotada de algo más que un valor temerario, Riddle. —escupió—. Parece que subestimé tu capacidad para la estupidez suicida. ¿Acaso no comprendes lo que te espera? — ¿Tanto dudas de mi capacidad para defenderme? —replicó ella, levantando la barbilla, desafiando su mirada oscura. — ¡Insensata! —rugió, perdiendo por un instante su control habitual. Un destello de pánico genuino cruzó sus ojos negros—. ¡Te destrozarán! — Y eso —respondió ella, fingiendo una frialdad que no sentía, cruzando los brazos sobre el pecho— no debería importarte en lo más mínimo. — Y no lo hace —se apresuró a añadir, recuperando la máscara de hielo, aunque demasiado tarde. La grieta ya se había mostrado—. Pero tu papel en este conflicto sí importa. Tienes acceso a su mente, Riddle, una conexión que él teme. A mí... solo me dan migajas, lo que quieren que sepa. — la mentira sonó hueca incluso para sus propios oídos. Sabía que ella podría desmontarla con un solo argumento lógico. Pero admitir la verdadera razón que lo había llevado allí, corriendo como un poseso, era imposible. Reconocer ese sentimiento incómodo, ardiente, que lo consumía por ella significaría traicionar décadas de aislamiento autoimpuesto, de lealtad a un amor pasado que solo le había dejado cenizas. Su mente era un campo de batalla: el pasado doloroso luchando contra un presente sin futuro, ambos condenados a pagarle con la misma moneda de sufrimiento. — Yo también te creía más inteligente, Snape —dijo Eve con desdén, avanzando un paso—. Sabes tan bien como yo que esa conexión dejó de tener valor en el momento en que me descubrió en su mente. Espero que le des explicaciones más convincentes al Señor Tenebroso que las que me das a mí. —hizo una pausa, conteniendo la emoción que le cerraba la garganta—. No hay más opciones. No pienso huir. No soy una cobarde. Si me disculpas... —señaló hacia la puerta con un gesto brusco— Tengo asuntos que atender antes de mi paseo a Hogsmeade. — necesitaba que se fuera. Cada palabra, cada mirada suya, era un cuchillo retorciéndose en su herida. — Estúpida —masculló él, pero sin la fuerza anterior. Un tono casi... desesperado—. ¿Adónde crees que te llevará ese orgullo necio? ¿A la gloria? ¿Al martirio? Solo te lleva a la tumba. — Vete, Severus —suplicó ella, y esta vez su voz flaqueó, delatando la fatiga, el dolor. Sus ojos, húmedos, se encontraron con los suyos, y en ellos vio reflejada la misma lucha desgarradora que consumía su interior. Él no se movió. — Por favor —añadió, con un hilo de voz. — ¡Maldita sea, Riddle! —La explosión fue visceral, como si las palabras se le arrancaran a la fuerza—. ¡No quiero que vayas! El silencio que siguió fue ensordecedor. La confesión no dicha pero gritada por su tono, por la angustia en sus ojos, pendía en el aire entre ellos. — No te importa lo que me pase ¿recuerdas? — Era una provocación cruel, pero necesaria. Necesitaba oírlo. Necesitaba que lo dijera. Snape apretó los puños, los músculos de su mandíbula trabados. Avanzó un paso más, reduciendo la distancia peligrosamente. Su aliento agitado rozó su rostro. — No vayas... —repitió, pero esta vez fue una súplica ahogada, cargada de un dolor que la conmovió hasta los huesos. — ¿Por qué, Severus? —Eve no retrocedió. Lo desafió con la mirada, ofreciéndole el abismo—. ¡Dilo! ¡Por una vez en tu maldita vida, dilo! El silencio volvió a caer, pero esta vez fue un muro tangible, sofocante. Severus Snape la miró, y en sus ojos negros, siempre tan inescrutables, Eve vio pasar el huracán: miedo, rabia, deseo, una lealtad desgarrada y, por fin, una rendición muda pero absoluta a la verdad que ambos conocían. Te amo. Pero las palabras permanecieron atrapadas tras los barrotes de su orgullo y su culpa. Decirlo no cambiaría su destino, no detendría la maquinaria de la guerra, pero habría sido un bálsamo, un faro en la oscuridad que se cernía sobre ella. Eve sostuvo su mirada un instante eterno, buscando en vano las palabras que no llegaban. Poco a poco, como si el peso del mundo cayera sobre sus hombros, rompió el contacto visual. Una tristeza infinita, la aceptación de una derrota íntima, nubló sus ojos. Sin una palabra más, con movimientos lentos y pesados como si caminara bajo el agua, recogió su bolso de cuero del escritorio. Pasó junto a él, rozando su brazo con el suyo, un contacto eléctrico y fugaz. Su mano se posó en el pomo frío de la puerta. — ¡Eve! —Su nombre escapó de sus labios en un susurro áspero, desgarrado, deteniéndola en el umbral. Ella se volvió lentamente. No había esperanza en su rostro, solo una resignación profunda y un dolor que él había ayudado a tallar. Sus ojos, ahora abiertamente llenos de lágrimas no derramadas, encontraron los suyos. En ellos, Snape vio el reflejo de su propia cobardía, el eco del dolor que una vez le infligieron y que ahora, sin querer, reproducía. Era él quien carecía del valor que ella desplegaba. Él, el espía maestro, elocuente en el engaño, mudo ante la única verdad que importaba. Avanzó hacia él. No con ira, sino con una ternura devastadora. Su mano libre se alzó, los dedos rozaron su mejilla áspera, un contacto que hizo que él contuviera el aliento. Se alzó de puntillas, acortando la distancia final. Su beso fue fugaz, un roce de labios fríos contra los suyos, más una despedida que un encuentro. Al separarse, apenas un centímetro, su aliento cálido le acarició la piel mientras susurraba, con una voz cargada de sufrimiento y una amarga comprensión: — ¡Cobarde! La palabra resonó en la habitación como un latigazo. Antes de que Snape pudiera reaccionar, antes de que pudiera abrazarla o detenerla o gritar, Eve abrió la puerta y desapareció por el pasillo. Severus Snape se quedó inmóvil en el centro de la habitación que aún conservaba el leve aroma a jazmín de su cabello. El eco de sus pasos se desvaneció. El sabor de sus labios, el aguijón de su palabra, quedaron grabados a fuego. En el fondo de su alma, un lugar frío y racional sabía que ella hacía lo correcto, que su valentía quizás, solo quizás, le daría una oportunidad. Decirle "Te amo" no habría cambiado el rumbo de los acontecimientos, no habría desviado las hordas de la muerte. Pero ella tenía razón. Se sentía como un cobarde. Un miserable, patético cobarde.
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