ID de la obra: 369

Un nuevo curso en Hogwarts

Het
R
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5
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planificada Maxi, escritos 137 páginas, 65.874 palabras, 22 capítulos
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Reunión con la Oscuridad

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El aire gélido de la noche cortaba como una daga mientras Severus Snape desaparecía de los terrenos de Hogwarts. Cada paso hacia la Mansión Malfoy resonaba en su mente como un redoble fúnebre. No podía permitirse el más mínimo retraso; su vida pendía del hilo filoso de la impredecible voluntad de su señor. Solo la rapidez y una lealtad incuestionable, tan meticulosamente fingida como visceralmente odiada, podrían blindarlo contra la sospecha. Al cruzar los imponentes portones negros, su capa ondeó como un estandarte de sombras, mientras sellaba las grietas de su mente con la frialdad de un oclumante maestro. Ella. Debía extirpar todo rastro de ella de sus pensamientos, ahogar cualquier eco de preocupación. La supervivencia, sabía, era un juego de mentiras perfectas. El interior de la mansión exhalaba opulencia decadente. Arañas de cristal arrojaban destellos enfermizos sobre retratos de ancestros pálidos cuyos ojos parecían seguirlo con desdén. Snape avanzó hacia el comedor, sus botas repiqueteando sobre mármol bruñido. La puerta se abrió con un crujido ominoso, revelando el escenario familiar: la larga mesa de ébano, las paredes forradas de libros oscuros, y el aire cargado de ambición y miedo. Lord Voldemort, espectral y serpentino, permanecía de pie junto a la chimenea vacía. La luz de las antorchas jugaba sobre su rostro sin nariz, acentuando la inhumanidad de sus ojos rojos. Bellatrix Lestrange deambulaba como un felino inquieto, sus dedos acariciando el mango de su varita con adoración malsana. Dos mortífagos encapuchados, Rodolphus Lestrange y otro cuyo rostro se perdía en las sombras, ocupaban sillas junto a la mesa, rígidos como estatuas. —Severus —la voz de Voldemort, un silbido gutural, cortó el silencio—. Me complace tu puntualidad. Por un instante... dudé. Snape se inclinó en una reverencia estudiada, su mirada barriendo la estancia en un instante. La atmósfera era tensa pero no hostil; había acertado al acudir de inmediato. —Mi señor. Su llamada es mi mandato —respondió, la voz tan neutra como las aguas estancadas de un pantano. Voldemort se acercó, las largas manos entrelazadas a la espalda. —Un cambio en nuestros planes te concierne directamente, Severus. Uno que no tolerará... fracasos —hizo una pausa deliberada, dejando que la amenaza se expandiera como veneno—. Has demostrado incompetencia con la profesora Sanders. Snape mantuvo su máscara de impasibilidad, aunque una punzada de frío le recorrió la espina dorsal. —No comprendo, mi señor. Cumplí sus órdenes al vigilar sus movimientos... —¿Serías tan necio como para fallar a propósito y presentarte ante mí? —Voldemort escupió las palabras, y de repente, sus ojos escarlata se clavaron en los de Snape como agujas de hielo. Era una invasión inminente. Ahora. Snape aflojó estratégicamente las defensas de su mente, construyendo un laberinto de medias verdades. Dejó que Voldemort vislumbrara su confusión calculada, su desconocimiento del "fracaso", mientras sepultaba en las profundidades cualquier pensamiento sobre ella. El dolor de la intrusión fue una garra que le arañó el cerebro, pero no se inmutó. Voldemort retiró su mirada, un destello de satisfacción reptando en sus ojos. —Veo que ignoras la verdad... Curioso. Sanders no alberga el don de la premonición... Ha tenido la insolencia de violar mi mente. Snape forzó una expresión de genuino asombro. —Eso es... imposible, mi señor. Ningún oclumante iguala su maestría... —la corrección fue instantánea, urgente, al ver una sombra de ira cruzar el rostro serpentino—. Perdón. Solo pretendía destacar su incomparable poder. Tal audacia resulta inconcebible. —Y sin embargo, ocurrió —siseó Voldemort—. Por eso exijo su presencia. Inmediata. El corazón de Snape se convirtió en un puño de hielo. Sus peores temores tomaban forma. Salvar su pellejo significaba arrojar a Eve al foso de los depredadores. Bellatrix, que había estado orbitando como un buitre, se abalanzó hacia adelante, los ojos desorbitados de éxtasis. —¡Déjamela traer a mí, mi señor! ¡Viva... o en trozos divertidos! —su risa, aguda y desquiciada, rasgó el aire. Un gesto mínimo de Voldemort la silenció. —No, Bella. Necesito información intacta. Y tú... Severus —su mirada volvió a Snape—, eres demasiado valioso en Hogwarts, cerca de Dumbledore. —Yo puedo... —insistió Bellatrix, pero Voldemort alzó una mano esquelética. —Cuando haya extraído lo que necesito... será tu juguete —prometió, y la sonrisa de Bellatrix se tornó obscena. La rabia de Snape hirvió en sus venas, un veneno que apenas lograba contener. Tortura. Muerte lenta. Las imágenes asaltaron su mente, nítidas y atroces. Debía detenerlo. ¿Cómo? —Rodolphus —ordenó Voldemort, dirigiéndose al mortífago silencioso—. Ve a Hogwarts. Traemela. Ahora. Severus puede conducirla fuera de la protección. El tiempo se detuvo. Snape sintió el abismo abrirse bajo sus pies. Entonces, como un relámpago en la oscuridad, la solución surgió: fría, arriesgada, perfecta. —Con permiso, mi señor —intervino, su voz un hilo de acero controlado—. Mañana. Tiene asignada la vigilancia de la salida a Hogsmeade. Fuera de las protecciones del castillo... será vulnerable. Puedo manipularla para que se aísle cerca de la Casa de los Gritos. Sin testigos, sin resistencia. Voldemort lo observó, los ojos entrecerrados como si husmeara una trampa. —Ingenioso... Pero no serás tú quien la acorrale. Quiero tu lealtad visible en Hogwarts. ¿Podrás asegurarte de que camine sola hacia su captura? El desafío era claro: su complicidad debía ser activa, incuestionable. —Por supuesto, mi señor —asintió Snape, la cabeza inclinada en una muestra de obediencia que le quemaba el alma—. Un encargo urgente del director... un mensaje falso. Caerá en la trampa sin sospechar. —Bien. Mañana entonces. Que no falle, Severus —la advertencia final flotó en el aire, más letal que un maleficio. Al salir de la mansión, el aire nocturno le golpeó el rostro como una liberación agridulce. Había ganado tiempo: veinticuatro preciosas, tortuosas horas. Pero el plan era una daga de doble filo. Protegerla. El pensamiento lo impulsó hacia Hogwarts, más rápido que un encantamiento. Su mente, sin embargo, era un torbellino. Dumbledore debe esconderla. Sacarla de aquí. La Orden... cualquier lugar lejos de las garras de Bellatrix y de Él. Una verdad se abrió paso, fría y lógica: Eve, con su conexión única con el Señor Tenebroso, era un arma estratégica, tan crucial como Potter. Ella es más valiosa que yo. Pero en el fondo, en el lugar oscuro y negado donde residían sus demonios, otra voz susurraba: No es más valiosa para la guerra... es más valiosa para mí. El despacho del director estaba impregnado del aroma reconfortante de limón y pergamino antiguo, pero la paz se había fracturado. Albus Dumbledore, sentado tras su escritorio, irradiaba una preocupación profunda. Y frente a él, de pie junto al ave fénix posada en su percha, estaba Eve. Sus mejillas estaban surcadas por lágrimas recientes, sus ojos, rojos e hinchados, se clavaron en Snape con un alivio tan intenso que casi lo derribó. —¡Severus! —su voz tembló, un suspiro cargado de esperanza. Snape desvió la mirada como si la hubiera quemado. No podía permitirse ese lujo. No ahora. Se dirigió a Dumbledore, su tono gélido, quirúrgico. —Albus. Necesito hablarte. A solas. —¡En serio, Snape! —estalló Eve, la rabia reemplazando al alivio—. ¡Esto me concierne! ¿Hasta cuándo vas a tratarme como a una intrusa? Dumbledore alzó una mano serena, sus ojos azules llenos de un pesar infinito. —Eve, por favor... Un momento. —Su gesto hacia la puerta era una orden amable pero innegable. Con una última mirada cargada de desesperación, Eve giró y bajó las escaleras de caracol.  Snape permaneció de pie, rígido como la estatua de un mártir. El peso de lo que iba a decir oprimía su pecho. —La quiere viva, Albus. Sabe de su intrusión mental, pero ignora el origen de la conexión. —Las palabras salieron como cuchillas—. Rodolphus Lestrange irá por ella mañana en Hogsmeade. Debe ir sola a la Casa de los Gritos. Esas son las horas que he comprado con mi complicidad. —avanzó un paso, su sombra se alargaba sobre el escritorio como una amenaza—. Escóndala. Envíela con la Orden, al otro confín del mundo. No me importa. Que vengan por mí, pero a ella no la encontrarán. Dumbledore suspiró, el peso de siglos aparentemente gravitando sobre sus hombros. Sus dedos se encontraron en un gesto de angustia contenida. —Severus, ahora que él conoce su capacidad... las visiones de Eve están contaminadas. Su valor como espía está comprometido. El riesgo... —¿Pretende sacrificarla? —la voz de Snape fue un látigo, cargado de desprecio—. ¿Es ese su famoso "Bien Mayor"? ¿Arrojarla a los lobos para mantener su valioso peón en el tablero? —La amargura envenenaba cada palabra. —Si no hay alternativa... sí —admitió Dumbledore, su voz apenas era un susurro cargado de culpa—. Pero irá preparada. Sabrá lo que la espera. Confío en su fuerza, en su magia... Puede enfrentarse a un mortífago. —¡No lo permitiré! —rugió Snape con su control resquebrajándose. El aire vibró con su ira. —La decisión no es solo tuya, Severus —replicó Dumbledore con firmeza, aunque el dolor asomaba en sus ojos—. Es su vida. Su elección. Snape soltó una risa cortante, amarga. —Entonces dígaselo. Dígale que la está enviando a una trampa mortal disfrazada de deber. Y rece, Albus, rece para que esa mujer testaruda elija la huida. —Se inclinó ligeramente, su mirada negra perforando al anciano mago—. ¿Cree que podrá manipularla como lo hace conmigo? ¿Engatusarla con promesas de gloria y sacrificio? —el odio y la impotencia hervían en su voz—. No es una soldado fanática. Es... —Se interrumpió, ahogando el peligroso final de esa frase. Dio media vuelta. Haga lo que quiera. Ya he cumplido mi parte en su sangriento ajedrez. Salió del despacho como un vendaval de oscuridad, sin una mirada atrás. En el rellano de las escaleras, Eve lo esperaba. Su rostro, pálido y marcado por el llanto, estaba ahora tallado en puro desconcierto. Sus ojos, hinchados pero secos, lo desafiaron, buscando una explicación, una señal, cualquier cosa que no fuera este muro de hielo. Snape la vio. Y comprendió que el odio era ahora su aliado. Cuanto más lo despreciara ella, más fácil sería alejarla de él... y quizás, solo quizás, impulsarla a escapar. Con una frialdad que le desgarró el alma por dentro, pasó de largo sin detenerse, sin una palabra, sin un gesto. Su capa negra ondeó tras él como las alas de un cuervo, dirigiéndose hacia sus aposentos, hacia la soledad que merecía y que ahora era su única armadura. El eco de sus pasos resonó en el silencio, un martilleo fúnebre sobre el corazón destrozado de la mujer que observaba su partida, la confusión y la rabia fermentando en su mirada.
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