ID de la obra: 449

Innovación en Pociones Aplicadas

Het
R
Finalizada
4
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
24 páginas, 11.485 palabras, 4 capítulos
Descripción:
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Una gota de mas

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El reloj marcaba las siete y media cuando Hermione Granger cruzó la pesada puerta de roble del laboratorio subterráneo del Departamento de Innovación en Pociones Aplicadas. Media hora más tarde de lo habitual, aunque, técnicamente, su jornada no comenzaba hasta las ocho. Los treinta minutos perdidos tenían nombre y apellido: Ron Weasley. Gracias a una intempestiva lechuza mañanera enviada por Ginny, la noticia había llegado como un puñetazo: Ron se había comprometido con Romilda Vane. Un "detalle" de Ginny, sin duda, pensó Hermione con amargura, destinado a evitarle el bochorno de descubrirlo más tarde en las páginas del Profeta, quizás justo durante el almuerzo con la delegación de medios venezolanos. Hermione avanzó entre las sombras, una taza de café humeante en una mano y el ceño profundamente fruncido. El día ya había empezado torcido, y presentía que solo podría empeorar. El aire fresco y medicinal del laboratorio subterráneo, normalmente reconfortante, hoy le pareció agresivo. A esa hora, el vasto espacio estaba desierto, tal y como le gustaba. Con un suave *flick* de su varita, encendió los apliques de luz fría que iluminaron las largas mesas de trabajo, los calderos relucientes y los estantes repletos de ingredientes en frascos de cristal. Se dirigió directamente a su rincón, donde semanas de obsesivo trabajo se materializaban en una compleja fórmula destinada a restaurar la sensibilidad en tejidos dañados por maldiciones oscuras o heridas permanentes, como las cicatrices de guerra. Ella misma sabía lo que era convivir con esas secuelas silenciosas. La idea de aliviar ese dolor ajeno, de devolver un ápice de normalidad, la había impulsado a unirse a este departamento. Pero esa mañana, la concentración se le escapaba como arena entre los dedos, sustituida por la punzante imagen de Ron y Romilda. Con manos que buscaban refugio en la rutina, comenzó a medir los ingredientes con su precisión habitual. Lágrimas de unicornio, destilando pureza; un toque de extracto de sauce llorón, para la conexión nerviosa; esencia de dedalera, como catalizador regenerativo; y finalmente... las gotas de sangre de salamandra, relucientes y peligrosamente inestables si no se diluían en la proporción exacta. Lo sabía. Lo había calculado, ensayado, soñado mil veces. Pero un instante de distracción – el recuerdo de la sonrisa burlona de Romilda en el baile del Ministerio –, un temblor en la mano, una gota de más... y el caldero estalló con un rugido sordo y un destello violeta cegador. La onda expansiva la arrojó contra la fría pared de piedra como un trapo. Todo el laboratorio se sacudió. Vidrios estallaron, ingredientes volaron, y las alarmas mágicas ulularon con un estrépito ensordecedor. —¡Granger! ¡Granger, responde! —La voz áspera de Marcus Farmer, jefe de seguridad, retumbó a través del intercomunicador mágico. Hermione, aturdida y con un zumbido persistente en los oídos, se incorporó a duras penas. Su pelo era un nido de chispas estáticas, su bata de laboratorio estaba chamuscada, y finas líneas rojas, como arañas eléctricas, marcaban su piel donde las chispas de la explosión la habían alcanzado. Un dolor sordo palpitaba en su costado. —Estoy bien... —toseó, intentando que su voz sonara firme mientras se apoyaba en una mesa que crujía alarmantemente—. ...fue solo una reacción inesperada. Controlada. Todo bajo control. Un equipo de emergencia, varitas en ristre, irrumpió en el laboratorio con expresión de alerta. Hermione los frenó con un gesto imperioso de la mano. Conocía el protocolo: examen obligatorio en San Mungo. Pero no podía permitirse ese escándalo, no ahora. —No es necesario —declaró con una convicción que no sentía en absoluto—. No hay daño permanente. Solo necesito... aire. Y reorganizar esto. —Hizo un vago gesto hacia el desastre humeante. No iba a admitir que algo no iba bien. Que bajo las marcas superficiales, su piel comenzaba a vibrar con una intensidad extraña, casi musical. Que podía sentir el roce áspero de su ropa interior contra la piel como si fuera lija, y el flujo del aire de la ventilación como un río de plumas diminutas acariciando cada poro. Las horas siguientes fueron una tortura. Intentó limpiar, anotar observaciones, pero las sensaciones se intensificaron exponencialmente. El roce de la tela de su bata contra los brazos se convirtió en una agresión, haciéndola estremecerse. El simple acto de sostener un frasco de vidrio era una experiencia abrumadora, transmitiendo cada imperfección, cada cambio de temperatura con una claridad dolorosa. Finalmente, la abrumadora sensación de vulnerabilidad la derrotó. Sabía a quién debía acudir. Severus Snape. El único capaz de entender la complejidad de su error y, quizás, de encontrar una solución sin hacer olas. Pero acudir a él, en “esta” condición... ¿Era prudencia o desesperación? La verdad era que, durante los tres años que llevaba en el Departamento, sus colaboraciones con el ex profesor habían sido esporádicas pero intensamente gratificantes. Lo admiraba profundamente, una admiración que, en la intimidad de sus pensamientos más honestos, rozaba lo platónico. ¿Y cómo no hacerlo? Intelecto incisivo, misterio tejido a su alrededor como una segunda capa, un hombre capaz de odiar con ferocidad y, como sabía por los recuerdos de Harry, amar con una lealtad devastadora. Quizás los efectos de la poción eran peores de lo que creía, porque esos pensamientos afloraban ahora con una nitidez alarmante. El laboratorio de Severus Snape era una fortaleza escondida en los páramos de Yorkshire, envuelta en una niebla perpetua y un silencio que ahogaba hasta el susurro del viento. Se rumoreaba de hechizos antiaparición tan intrincados que desorientaban a los pájaros, y barreras de detección que hacían que los caminantes dieran vueltas sin sentido. Hermione, sin embargo, poseía una runa de acceso ministerial para "colaboraciones críticas". Y esto, sin duda, lo era. El trayecto fue una agonía. Cada vibración del transporte, cada bache del camino, resonaba en sus huesos como un martillazo. Llegó temblando, no solo por el frío húmedo de la niebla, sino por la hiperestesia que convertía cada paso en una odisea. Tocó la pesada puerta de madera oscura con los nudillos, el sonido lejano como un trueno en sus oídos hipersensibles. La voz que surgió del otro lado era un corte frío y familiar: —No recibo visitas sin cita previa. Lárguese. —Soy Hermione Granger. —Su propia voz le sonó extraña, tensa. Un silencio elocuente. Luego, el chirrido metálico, lento, de varios cerrojos siendo retirados uno tras otro. La puerta se abrió lo justo para revelar la figura alta y delgada de Snape, enfundado en su habitual túnica negra, que parecía absorber la escasa luz del atardecer. Sus ojos oscuros la escudriñaron con una frialdad evaluadora que recorrió cada centímetro de su figura desaliñada y chamuscada. —Vaya. —Su voz era un susurro cargado de hielo—. La futura ministra. Qué... inesperado honor. —Ahorra el sarcasmo, Severus. —El uso de su nombre fue deliberado, un intento de puente—. Necesito tu ayuda. Urgentemente. Snape alzó una ceja con gesto de profundo escepticismo, y su siguiente frase resonó baja, impregnada de un desdén casi tangible: —¿Mi ayuda en calidad de... "he cometido una estupidez colosal y necesito que alguien me saque las castañas del fuego"? ¿O quizás... "mi ineptitud ha creado un monstruo y temo por vidas ajenas"? ¿O tal vez...? —¡Mi ayuda en calidad de "no quiero que “nadie” en el Ministerio, y mucho menos la prensa, se entere de “esto"! —lo interrumpió Hermione, su voz firme pero quebrada por un hilo de angustia que no pudo ocultar. Un estremecimiento la recorrió al sentir el leve flujo de aire que salía del interior—. Por favor —añadió, en un susurro que sonó peligrosamente cercano a un sollozo ahogado. Una pequeña, irónica sonrisa se curvó en los finos labios de Severus Snape. Sus ojos, negros y penetrantes como pozos sin fondo, la analizaron de nuevo, con la minuciosidad de un alquimista examinando una reacción inusual: el rubor que teñía su cuello y mejillas, la tensión palpable en sus hombros, la dilatación anormal de sus pupilas, la respiración entrecortada que no pasó desapercibida. —Interesante —murmuró, la palabra cargada de un significado que Hermione no quiso descifrar. Dio un paso atrás—. Entra. El interior era una extensión del hombre: orden meticuloso, casi espartano. Estantes rebosantes de frascos etiquetados con letra minúscula y precisa, pergaminos cuidadosamente enrollados, instrumentos de cristal relucientes bajo la luz tenue de unas lámparas de aceite. Un olor complejo, a hierbas secas, polvos minerales y algo indescifrablemente agudo, flotaba en el aire. Hermione se dejó caer en una rígida silla de madera frente a una imponente mesa de pociones, sintiendo cada astilla a través de su ropa. —Estaba terminando la fase final de una poción para... regenerar y aumentar la sensibilidad … en cicatrices profundas... y... —empezó a explicar, su voz perdiendo fuerza al verse bajo su escrutinio implacable. Snape ladeó ligeramente la cabeza, una expresión indescifrable mezcla de divertido asombro y perversa curiosidad cruzando su rostro. —No me lo pongas más difícil de lo que ya es —se apresuró a añadir Hermione, captando la peligrosa dirección de sus pensamientos—. No pretendía crear una... poción afrodisíaca. Era puramente médica. Me distraje... una gota de más de sangre de salamandra... y... bueno, explotó. —Hizo un gesto vago hacia su estado. —Y por los síntomas manifiestos —dijo Snape, ignorando deliberadamente la parte médica y centrándose en lo que más la avergonzaba, su voz un susurro rasposo—, has conseguido, efectivamente, una potente poción de sensibilización erógena. Un efecto secundario fascinante, aunque inoportuno. —No hagas que me arrepienta de haber venido —replicó ella, apretando los puños para controlar otro estremecimiento. —Y en tu infinita sabiduría —continuó él, caminando lentamente hacia un estante y seleccionando un frasco de cristal azul—, no se te ocurrió molestar primero a los mediocres entusiastas de San Mungo... ¿Por qué? ¿Orgullo? ¿O hay algo más? —En un principio los efectos no eran tan... preocupantes... —mintió parcialmente—. Y... no es un buen momento. Voy a postularme como Ministra. Un escándalo así... —Dejó la frase en el aire, el peso de sus ambiciones chocando con la desastrosa realidad. —Hmm. Vamos a comprobar "cuan" preocupantes. —Dijo, volviéndose de repente. Antes de que Hermione pudiera reaccionar, su mano larga y fría se cerró alrededor de su antebrazo descubierto, justo por encima de la muñeca. —¡Oh, JODER! ¡NO! —Un gemido agudo, involuntario, visceral, escapó de sus labios. Una oleada de sensación pura, eléctrica, abrasadora, recorrió su brazo hasta la nuca, haciendo que se arquease ligeramente en la silla. —Suéltame... —protestó, pero su voz era un quejido, y su cuerpo, traicionero, se inclinó hacia el contacto en lugar de rechazarlo. Severus Snape se quedó absolutamente inmóvil, sus ojos oscuros abriéndose ligeramente en un raro destello de genuina sorpresa. No había anticipado una reacción tan brutal, tan primaria. Se apartó como si su piel hubiera ardido, rompiendo el contacto con una brusquedad inusual. La miró fijamente, captando la excitación indomable que ahora brillaba en sus ojos, la respiración acelerada, la vulnerabilidad total. Esto era más grave, y potencialmente más peligroso, de lo que había supuesto. Pero ver esa faceta descontrolada, esa intensidad cruda en la siempre controlada Hermione Granger... despertaba algo más que curiosidad académica. Despertaba un interés profundo, casi voraz, que él reconocía con alarma y una pizca de morbosa fascinación. —Quítate la bata —ordenó, su voz recuperando su tono habitual, frío y práctico, aunque un deje más grave delataba la tensión—. Y la blusa también. —Ante la mirada de horror absoluto de Hermione, añadió con impaciencia—: No puedo evaluar la extensión de la absorción dérmica ni el patrón de las reacciones nerviosas si no veo la piel afectada. Te doy mi palabra —y su mirada fue gélida, profesional— que no volveré a tocarte sin tu permiso expreso. El diagnóstico requiere observación. Lo siento. —el "lo siento" sonó genuino, pero forzado. Temblando, avergonzada hasta la médula pero sin alternativa, Hermione obedeció. Con dedos torpes por el temblor y la hiperestesia, desabrochó la bata carbonizada y luego los botones de su blusa de algodón. La dejó caer, quedando en camiseta de tirantes finos que revelaba sus brazos, hombros y la parte superior del pecho, todos enrojecidos, con un fino mapa de líneas rojas donde la energía de la explosión había impactado. El simple hecho de estar semidesnuda ante él, bajo su mirada analítica, era un combustible más para el fuego que ardía bajo su piel. Él lo sabía. La evidencia era palpable en el rubor que se extendía por su cuello, en la tensión de sus músculos, en la forma en que evitaba su mirada. Snape se inclinó, manteniendo una distancia prudencial. Su varita trazó suaves patrones en el aire sobre su piel, emitiendo un tenue resplandor ámbar. Había que relajar la situación, distraerla. Él tampoco era de piedra, y la visión, combinada con el desafío intelectual, creaba una peligrosa mezcla. —Eres idiota, Granger —dijo, su voz más baja, casi contemplativa, mientras su varita se detenía sobre una zona particularmente enrojecida cerca de su clavícula—. Però una idiota brillante. Estos patrones de reacción... esta intensidad... —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Efectivamente, el principio base tiene aplicaciones médicas revolucionarias. Si se controla. —Gracias por lo de brillante, supongo —murmuró ella, fijando la vista en un frasco de raíz de belladona en un estante lejano. —No vuelvas a intentar una proeza de estupidez similar —su voz recuperó el filo— sin supervisión competente. —El énfasis en "competente" era claro: sin él. —Pensaba que rehusabas la mayoría de colaboraciones con el Ministerio —replicó ella, sintiendo un extraño alivio al volver al terreno conocido del enfrentamiento verbal. —Y lo hago —afirmó él, rectificándose y tomando un cuaderno de notas de pergamino grueso y una pluma de fénix que empezó a escribir sola—. Pero tú... —La miró de reojo, un destello casi imperceptible en sus ojos oscuros— ... tienes el don único de irritarme lo suficiente como para hacer excepciones. Empecemos. Detalla cada paso, cada ingrediente, cada tiempo. No omitas nada. Durante las dos horas siguientes, en la fría luz del laboratorio de Snape, Hermione luchó contra las oleadas de sensación mientras detallaba minuciosamente su fórmula. Snape, con su desdén habitual transformado en una concentración feroz y silenciosa, tomaba nota de cada palabra, cada pausa, cada titubeo. Sus ojos no solo seguían la pluma que escribía, sino cada microexpresión en el rostro de Hermione, cada estremecimiento involuntario, cada cambio en su respiración. Simultáneamente, con movimientos económicos y precisos, comenzó a replicar pequeñas porciones de la mezcla original en crisoles secundarios. Añadía gotas de distintos neutralizantes y catalizadores, observando las reacciones con ojos de halcón: cambios de color, emanaciones de vapor, alteraciones en la viscosidad. Cada prueba fallida, cada pequeña explosión contenida en un campo de fuerza, era un dato más. Su mente, aguda como una navaja, diseccionaba el desastre, buscando no solo un antídoto, sino comprender el alcance monstruoso de lo que ella había desatado en su propio cuerpo. El tiempo apremiaba, y la tensión en el aire, cargada de química no deseada y desafío intelectual, era tan palpable como la niebla que golpeaba los cristales de la ventana.
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