Efectos secundarios
21 de julio de 2025, 19:07
Los efectos secundarios se intensificaban como una marea imparable. Snape vertía con meticulosidad glacial una mezcla viscosa en un frasco de cristal, mientras Hermione luchaba por permanecer inmóvil en la rígida silla. Desde que cruzó el umbral de aquel laboratorio aislado en los páramos, la sensibilidad había escalado a niveles insoportables. Cada movimiento, por mínimo que fuera, desencadenaba un cosquilleo eléctrico que serpenteaba bajo su piel, acumulando una presión húmeda y vergonzosa entre sus muslos. El roce de la tela de su ropa interior se sentía como terciopelo, cada corriente de aire generada por el paso de Snape era una caricia suave, pero lo peor, lo que amenazaba con quebrar su ya frágil control, era la vibración grave y resonante de su voz. Cada palabra suya reverberaba en sus huesos, un contrabajo que pulsaba cuerdas profundas y prohibidas dentro de ella.
Sabía que interrumpirlo era una locura. Estaban en la fase crítica, observando cómo el antídoto burbujeaba con promesas de normalidad. Pero la necesidad física, esa urgencia animal que la poción había desatado, se volvía más poderosa que la razón. La imagen de arrojarse sobre él, de aferrarse a su túnica negra y exigir alivio, cruzó su mente con una claridad aterradora. Tragó saliva, los nudillos blancos al aferrarse a los brazos de la silla.
— Dime que esto va a desaparecer… pronto... — La súplica escapó entre dientes apretados, su voz un temblor apenas contenido, cargado de una desesperación que no podía ocultar.
Snape no apartó los ojos del matraz que sostenía con manos firmes, pero una esquina de sus labios se tensó en lo que podría ser el esbozo de una sonrisa reprimida.
— ¿El qué, Granger? ¿Tu impaciencia o tu estupidez? — Su tono era de hielo pulido, pero había un deje de algo más… ¿diversión perversa? — Lo primero podría mitigarse con disciplina mental. Lo segundo... temo que es una condición crónica. — La provocación era deliberada, un pequeño fuego alimentado para verla arder.
— Me lo merezco — susurró Hermione, más para sí misma, reconociendo que había caído en su trampa verbal. El rubor le abrasaba las mejillas.
— Calculo que los efectos principales deberían remitir en... un par de días. — Añadió con falsa despreocupación, agitando suavemente el frasco.
— ¡Días! — El grito le salió del alma, desgarrado. Se incorporó bruscamente en la silla, temblando como una hoja en una tormenta. — ¡No voy a aguantar ni una hora más así! ¡No puedo… necesito… , NECESITO…! — Las palabras se ahogaron en un jadeo, sus ojos, oscuros y dilatados, clavados en él con una mezcla de súplica y desafío.
Snape se volvió lentamente, como un depredador que ha olido la sangre. Depositó el frasco con cuidado exagerado en la mesa.
— ¿Sí, Granger? — Su voz era un susurro sedoso, peligroso. — ¿Puedo ayudarte con algo específico? — La insinuación flotó en el aire cargado de hierbas y tensión sexual, tan espesa como la niebla exterior.
Hermione se levantó. No fue un movimiento elegante, sino un impulso brusco, dominado por la furia y la frustración acumuladas. Avanzó un paso, luego otro, hasta quedar peligrosamente cerca de él. El calor de su cuerpo era un imán.
— Severus Snape, — su nombre, salió de sus labios como una maldición punzante, cargado de una advertencia visceral que nunca antes le había dirigido. Se inclinó ligeramente hacia él, desafiante a pesar del temblor que la recorría, su voz descendiendo a un susurro ronco, demasiado carnal, demasiado real. — Encuentra un interruptor para este infierno en mi sistema nervioso en los próximos cinco minutos o juro por mi varita que vas a descubrir, de primera mano, qué sucede cuando esta... "idiota brillante" decide satisfacer su necesidad más apremiante encima de tu preciado banco de trabajo.
Un silencio absoluto cayó sobre el laboratorio. Solo el burbujeo del caldero rompía la tensión. Entonces, lentamente, como el alba sobre un campo de batalla, una sonrisa genuinamente traviesa, casi diabólica, se desplegó en los labios de Severus Snape y una ceja se arqueó hacia su línea de cabello.
— Cinco minutos es... ambicioso, Granger. — Su voz conservaba el tono seco, pero una chispa de algo nuevo, algo casi alegre, brillaba en sus ojos oscuros. Agarró un pequeño vial de cristal que contenía un líquido blanco lechoso, tan etéreo que parecía atrapar y proyectar la tenue luz de las lámparas. — Y ni se te ocurra actuar sobre tu... amenaza. — añadió, y esta vez el deje divertido era innegable. — El antídoto requiere precisión, no contaminación adicional. Podría ser... contraproducente.
Hermione lo fulminó con la mirada, aunque el efecto se perdía en el paisaje de su propio rostro: mejillas encendidas como brasas, pupilas negras y dilatadas que devoraban la luz, labios entreabiertos por una respiración agitada que levantaba su pecho de forma hipnótica. Era una imagen de vulnerabilidad y deseo crudo que resultaba imposible de ignorar.
— Tranquila, — continuó él con su voz adoptando una cadencia inusualmente suave mientras se acercaba con el vial extendido hacia ella como una ofrenda. — No pienso dejarte en este estado durante dos días. Tenemos una prometedora carrera política que salvar... y mi banco de trabajo. Abre la boca.
Hermione retrocedió un paso por instinto. — ¿Qué es? — preguntó con voz aún temblorosa.
— Un parche temporal. —respondió él, sencillo. — Para que no sucumbas a la tentación de... echarte sobre mí mientras ajusto la solución definitiva. Una medida de contención.
— Estaba empezando a considerar seriamente esa posibilidad — admitió ella con amargura, sin apartar los ojos del vial.
— Lo sé. — La respuesta fue rápida, franca. Un reconocimiento tácito de la electricidad que cruzaba el escaso espacio entre ellos. — Ahora, abre.
Con un suspiro que fue casi un gemido, Hermione obedeció, inclinando ligeramente la cabeza. Snape acercó el cuentagotas. Pero entonces, involuntariamente, inevitablemente, la parte inferior del dedo meñique rozó su labio inferior. Fue un contacto mínimo, fugaz.
Pero la chispa prendrió.
Un escalofrío violento, electrizante, la atravesó de arriba abajo, concentrándose con brutal intensidad en su bajo vientre. Un gemido profundo, gutural, brotó de sus labios sin permiso, haciendo que se doblara ligeramente hacia adelante. Se aferró a la silla con fuerza, cruzándose de piernas en un intento desesperado por contener la oleada de placer puro que amenazaba con desbordarla.
— ¡Lo siento! ¡Lo siento...! — Tartamudeó, humillada, luchando por recuperar el aliento, incapaz de mirarlo. — Es... es demasiado… no puedo c…
Snape dio un paso atrás rápidamente, como si el sonido mismo de su gemido pudiera vencerlo. Su rostro, por un instante, perdió su máscara de control. Una sombra de algo parecido al asombro, mezclado con una fascinación alarmante, cruzó sus ojos.
— Controlarlo, lo entiendo. — Su voz sonó más ronca de lo habitual. Intentó el sarcasmo, un débil escudo: — A veces resulto ser... irresistible. — Pero la broma cayó plana, ahogada por la imagen aún vívida: Hermione, arqueándose, gimiendo, completamente a merced de una sensación que él había provocado con un roce accidental. Era una visión peligrosamente atractiva y adictiva.
— Dos gotas. — Ordenó, depositando el vial con el cuentagotas sobre la mesa con un clic deliberado. — Tómalas tú misma. Esto debería actuar de inmediato. — había prisa en su voz, una ansiedad contenida que delataba su propio deseo de poner distancia. Si ella perdía el control completamente, dudaba de su fuerza de voluntad para detener lo que siguiera. La tentación era un monstruo que respiraba en la habitación.
El líquido blanco, fresco y ligeramente mentolado, corrió por su garganta. El efecto fue casi milagroso. La marea rugiente de sensaciones descontroladas retrocedió. No desapareció, pero se amortiguó, volviéndose manejable. La presión insoportable en su centro se disipó, dejando un leve zumbido residual. Respiró hondo, sintiéndose humana por primera vez en horas. El burbujeo constante del caldero con el antídoto principal llenó el repentino silencio, un recordatorio del trabajo aún pendiente.
— Lo que hiciste, Granger, — comenzó Snape, volviendo a su mesa de trabajo, sus dedos largos acariciando el borde de un mortero de obsidiana, — fue... una temeridad. — Su tono era el habitual, seco y crítico, pero había una nota nueva, apenas perceptible: una especie de pesar, una rara concesión a la gravedad del error más allá del mero reproche.
— Fue un error de cálculo. Un desliz. — Replicó ella, defensiva, aunque sin fuerza real. Observaba sus espaldas, la tensión en sus hombros bajo la túnica negra.
— ¿Y no te detuviste a considerar, ni por un instante, que la sangre de salamandra es el ingrediente más volátil conocido en reactividad sinérgica? — se volvió de golpe, sus ojos negros, gélidos y penetrantes, clavados en ella. El sarcasmo habitual estaba presente, pero debajo bullía una genuina incredulidad profesional.
Hermione frunció el ceño, la frustración y la vergüenza luchando dentro de ella.
— ¡Por supuesto que lo consideré! — estalló, su voz cargada de la tensión acumulada. — Medí tres veces. Comprobé cada variable. ¡Lo tenía todo bajo control!
— ¿Y aun así...? — Snape alzó una ceja con desaprobación magistral, un gesto que siempre la hacía sentir como una alumna torpe de primer año. Ella bajó la mirada, derrotada, apretando los dientes hasta dolerle la mandíbula. No había defensa. El error era suyo, monumental, y pesaba como una losa.
— Me distraje — la confesión salió en un suspiro, un susurro cargado de autodesprecio. No había excusa.
— ¿Por qué? — su tono cambió. La dureza se suavizó ligeramente, transformándose en una curiosidad inquisitiva. La irritación había cedido paso a algo más complejo.
Hermione miró hacia la ventana empañada, donde la niebla se aferraba al cristal como algodón sucio. La respuesta se atascó en su garganta. Finalmente, las palabras salieron arrastradas, como piedras:
— Recibí una lechuza de Ginny... esta mañana. Ron... — tragó saliva. — ...está comprometido. Con Romilda Vane.
Dejó caer la noticia en el silencio del laboratorio. No había tristeza dramática, sino una extraña mezcla de rabia sorda, un pinchazo agudo de celos irracionales, y sobre todo, una nostalgia profunda, dolorosa, por un pasado que ya no existía. Era la constatación de un capítulo cerrado con un golpe seco.
Snape la observó en silencio. Su rostro, una máscara impasible, no mostró sorpresa. La noticia en sí era trivial. Pero algo en el tono de ella, en la forma en que evitaba su mirada, en la tensión que no era solo física ahora, le habló de una herida más profunda. La pregunta salió suave, pero implacable:
— ¿Y eso te afecta tanto?
Hermione se pasó una mano temblorosa por el cabello, desordenándolo más, un gesto de profunda frustración consigo misma.
— No. Sí. No lo sé. — las palabras brotaron atropelladas. — Fue hace tiempo. Terminamos... en buenos términos. Pero... — su voz se quebró. — ...pero me hizo pensar en todo lo que sacrificamos durante la guerra. En todo lo que pospusimos. En lo... sola que me siento a veces, metida en el Ministerio, persiguiendo reformas que nadie quiere... — se detuvo, consciente de que estaba revelando demasiado. — No es excusa, lo sé.
— ...y en lugar de concederte el lujo de un día de duelo o de rabia contenida, como haría cualquier persona sensata, decidiste refugiarte en la arriesgada experimentación con una poción de Nivel 5. — Snape terminó la frase por ella, su voz seca como el polvo de cuerno de bicornio. No era un reproche, era una constatación.
Hermione se cruzó de brazos mirando fijamente una grieta en el suelo de piedra. Era exactamente eso. Había buscado la anestesia del trabajo extremo, del peligro controlado, para no sentir el vacío que la noticia había abierto.
— Merlín... — murmuró, frotándose los ojos con cansancio súbito. — ¿Por qué te estoy contando esto...? Da igual. — intentó recuperar algo de su armadura habitual, un sarcasmo débil. — Estoy intentando hacer algo útil, ¿sabes? Algo que cure, que ayude... ¿Y tú? ¿Qué haces tú, Severus Snape? ¿Escondido aquí, como un ermitaño muggle, vendiendo elixires por lechuza y maldiciendo al mundo desde tu torre de hielo?
Snape no respondió de inmediato. Se acercó lentamente, sin prisas, su figura alta y delgada proyectando una sombra alargada que la envolvió. El aire se espesó, cargado con todo lo dicho y lo no dicho, con la tensión sexual amortiguada pero no extinguida, con la vulnerabilidad expuesta. Se detuvo a un paso de distancia. Su proximidad era física, pero también emocional, un desafío.
— Yo, Granger, — comenzó, su voz un susurro grave que resonó en la quietud, — ya di mi vida por este mundo. O casi. Ahora... — hizo una pausa infinitesimal atrapando sus ojos negros con los suyos con una intensidad desarmante. — ...ahora vivo con las consecuencias. Con las cicatrices. Con el peso. Tú elegiste otro camino: construir sobre las ruinas. No me juzgues por elegir el silencio y la distancia como bálsamo. — Fue una declaración, no una defensa. Una verdad cruda, tallada en años de dolor y aislamiento.
El silencio que siguió fue denso, elocuente, casi tangible. La respiración de Hermione se hizo audible, más profunda, como si las palabras de Snape hubieran removido algo profundo, un reconocimiento mutuo de pérdidas y soledades que nunca se verbalizaban. No eran aliados, apenas colegas circunstanciales, pero en ese instante, un puente frágil se tendió sobre el abismo de sus experiencias compartidas.
— No te juzgo — murmuró ella finalmente, desviando la mirada hacia sus propias manos entrelazadas. Era cierto. En algún nivel fundamental, lo entendía. El precio de la supervivencia.
Snape asintió, un movimiento casi imperceptible, y desvió su mirada hacia el caldero burbujeante, como si el momento de intimidad hubiera sido demasiado. Pero algo en su postura, la ligera relajación de sus hombros, la suavidad momentánea alrededor de sus ojos, sugería que la fragilidad de ella, su confesión forzada, había tocado una fibra que él creía insensible.
— La poción que voy a darte — retomó, su voz recuperando el tono profesional, pero sin el filo cortante de antes, — neutralizará la hiperreactividad sensorial de forma progresiva. En cuarenta y ocho horas, los efectos principales deberían remitir.
— ¿Dejaré de ser una… leona en celo? — preguntó ella con un atisbo de su antiguo humor ácido, aunque teñido de vergüenza.
— Tus palabras, no las mías... — Una sombra de aquella sonrisa traviesa asomó brevemente. — ...pero sí. En teoría.
— Gracias. — El agradecimiento fue sincero, cargado de un alivio profundo.
— No me las des todavía. — advirtió, serio de nuevo. — Cuarenta y ocho horas es el plazo para confirmar la eficacia completa y descartar efectos secundarios persistentes o... residuales a largo plazo. — su mirada fue significativa. — Sería prudente que te aislaras durante ese período. Pueden producirse... picos de intensidad. Fuertes.
— Pero ahora... ahora apenas siento nada — dijo Hermione, palpándose el brazo con sorpresa. La calma era engañosa, pero bienvenida.
— Porque el parche actúa. Pero es sintomático, no curativo. Su efecto es limitado y decrece rápidamente. — explicó, tomando un pequeño vial de cristal azul oscuro lleno de un líquido plateado y denso. Se lo tendió. — Tomate una cucharada del frasco azul cada seis horas.
— Pero debo volver al Ministerio mañana... y no puedo arriesgarme a…— Protestó ella, agarrando el vial como un talismán. — ¿Este— dijo sen̈alando el frasco del cuentagotas —... el parche... puedo usarlo si...?
— Solo dos veces al día, Granger. — Cortó él, tajante. — Exceder la dosis podría generar tolerancia, inutilizándo el antídoto. Y estoy seguro de que presentarte en tu despacho como una,... como era…— Buscó la palabra con un destello de insinuación en los ojos, — “leona en celo*... no sería beneficioso para tus aspiraciones ministeriales. La discreción es clave.
Snape la miró fijamente con una expresión divertida, pero en la profundidad de sus ojos negros, Hermione creyó ver un destelo de preocupación genuina, o tal vez solo el reflejo de las llamas de las lámparas.
Hermione asintió, sin fuerzas para más discusiones. Guardó los viales azul y blanco en el bolsillo interior de su túnica como sus tesoros más preciados. Sus miradas se encontraron por un instante más largo de lo necesario, un cruce de complicidad forzada, de algo indefinible que flotaba en el aire como el aroma de las pociones. Sin una palabra, giró sobre sus talones. Un suave crack resonó en el laboratorio cuando se desvaneció, dejando a Snape solo con el burbujeo del resto del antídoto.