ID de la obra: 449

Innovación en Pociones Aplicadas

Het
R
Finalizada
4
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
24 páginas, 11.485 palabras, 4 capítulos
Descripción:
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La cura definitiva

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Por fin los efectos secundarios de la poción eran un eco lejano y la reunión con los nórdicos había sido un éxito rotundo. Debería sentirse orgullosa y satisfecha, pero no era asi. Al cruzar el umbral de su apartamento, el silencio acogedor se convirtió de repente en una cámara de eco para una inquietud muy diferente. La euforia profesional, como un fuego artificial, se había desvanecido demasiado rápido, dejando tras de sí un humo espeso y amargo que se le agarraba a la garganta. Se dejó caer en el sofá, sin encender las luces, permitiendo que la penumbra del atardecer londinense se adueñara de la habitación. El peso del día, de la actuación impecable, de la sonrisa segura que había mantenido durante horas, cayó sobre sus hombros como un manto de plomo. Y entonces, inevitablemente, los recuerdos de él acudieron. Cada palabra que Severus Snape le había pronunciado en la fría soledad de su laboratorio resonó ahora con una claridad ensordecedora, amplificada por el silencio de su salón. ¿Y si es así?El susurro rasgado, peligrosamente íntimo, rozando su oreja. La pregunta no había sido una negación, sino una puerta abierta a un abismo de posibilidades aterradoras. ¿Había disfrutado? ¿Había encontrado placer, perverso o genuino, en su descontrol, en su vulnerabilidad forzada por la poción pero magnificada por algo más? "Que tú eres la que gritó diez… y la que suplicó 'no pares' con la voz rota."El recordatorio, cruel y exacto, de su propia humillación. De cómo su cuerpo, traicionero e independiente de su mente aterrorizada, se había aferrado a él, había suplicado más de esa tortura exquisita que la desgarraba. El sonido de su propio grito, gutural y desgarrado, le quemó los oídos internos. El calor de la vergüenza le abrasó las mejillas en la oscuridad, tan intenso como en aquel momento. Pero peor aún que el recuerdo de su propia debilidad era lo que había visto, solo por un instante, en los ojos de Severus Snape después de su confesión desesperada. No había sido solo curiosidad científica, ni siquiera la morbosa fascinación que él admitía. Había sido… algo más. Algo profundo, oscuro, casi un reconocimiento. Un destello de algo que se parecía demasiado al deseo por ella, por Hermione Granger, despojada de su armadura de lógica y control, reducida a pura necesidad cruda. Ese destello era lo que la mantenía despierta, dándole vueltas a la cabeza sobre la almohada. ¿Rozaba lo platónico su admiración por él? La pregunta, ahora, le parecía ridículamente ingenua. Lo que ella había sentido, lo que seguía sintiendo como una corriente subterránea bajo su piel a pesar de que el antídoto había silenciado la tormenta sensorial, iba mucho más allá de la admiración intelectual. Era visceral. Era eléctrico. Era peligroso. Su mirada penetrante, que parecía diseccionar no solo sus errores de pociones sino sus capas más ocultas. Su voz, grave y resonante, capaz de helar la sangre o encender un fuego bajo su piel con un simple cambio de entonación. Su maldita forma de decir su apellido, cargándolo de desdén, de desafío, y en aquellos últimos encuentros, de algo más… íntimo. Su presencia misma, todo eso la había desarmado, reduciendo a la brillante y ambiciosa bruja a un torbellino de emociones contradictorias y fantasias inconfesables. Y eso la enfurecía. Porque no tenía tiempo para esta… esta debilidad emocional. Porque era Hermione Jean Granger, por Merlín, la mujer que había sobrevivido a una guerra, que había reconstruido el mundo mágico ladrillo a ladrillo, que estaba a punto de alcanzar la cúspide del poder político. Su vida era un mapa trazado con precisión quirúrgica, cada paso calculado, cada riesgo evaluado. ¿Qué lugar podía haber en ese mapa para la turbulencia incontrolable que representaba Severus Snape? Para esta atracción absurda, nacida del caos de un error de laboratorio y alimentada por miradas cargadas y palabras envenenadas. Era ilógico. Era inconveniente. Era potencialmente devastador para todo lo que había construido. Pero el recuerdo de ese destello en sus ojos negros, el eco de su propio grito suplicando "no pares", la sensación fantasmal de sus dedos fríos sobre su piel hiperconsciente… todo se negaba a ser enterrado bajo la lógica y la ambición. La euforia del éxito profesional palidecía ante la intensidad cruda de esos recuerdos, dejándola con una inquietud que no lograba sacudirse, una pregunta que resonaba en el silencio de su apartamento como el zumbido residual de una maldición poderosa: ¿Y ahora qué? La noche fue larga. Al amanecer, con los primeros rayos de luz filtrándose por las persianas, bañando su salón desordenado, la confusión no había desaparecido. Pero algo se había solidificado en su interior, cristalizado por la larga noche de dudas. La determinación, esa fuerza de voluntad de acero que la había llevado tan lejos, emergió de las cenizas de su turbación. No podía vivir con esta incertidumbre, con este torbellino interior. Necesitaba respuestas. Necesitaba enfrentar la fuente de su tormenta. No iba a esperar. No iba a analizar más. Iba a su laboratorio. Iba a enfrentar a Severus Snape. Hermione apareció frente a la pesada puerta de roble del laboratorio subterráneo sin anunciarse. El chirrido de los goznes al abrir resonó, violando el silencio sepulcral. Cuando ella cruzó el umbral, el aire denso a raíces secas y la esencia cáustica de Snape la envolvió. Él estaba inclinado sobre su escritorio de piedra, la espalda una línea negra y tensa. Alzó la vista apenas con un destello de sorpresa, rápidamente ahogado, cruzando sus ojos oscuros antes de endurecerse como obsidiana. —Granger —su voz fue un corte frío, una barrera levantada de inmediato—. ¿El Ministerio ha abolido el concepto de cita previa? ¿O es que tu ascenso a futura ministra incluye el derecho a invadir laboratorios a voluntad? —dejó la pluma con un clic deliberado. —Deja el sarcasmo, ¿quieres? —respondió ella, conteniendo un temblor en las manos. —¿A qué has venido? —preguntó él, inclinándose ligeramente hacia adelante—. ¿Un efecto secundario inesperado? ¿Una recurrencia de la… hiperestesia? —La palabra fue elegida con cuidado clínico, pero su mirada, negra y afilada, apuntaba directamente al recuerdo prohibido—. ¿O es que anhelas volver a calibrar tu escala del uno al diez? —El golpe fue bajo. Lanzado con precisión quirúrgica, envuelto en sarcasmo seco. Hermione no retrocedió. Ni un músculo se tensó visiblemente. Sostuvo su mirada sin pestañear. —No, Severus, se que fué un diez—lo admitió, su voz sorprendentemente serena, sin rastro de vergüenza—. Pero no es eso lo que me trae aquí. Un parpadeo demasiado rápido, casi imperceptible, traicionó a Snape. La falta de reacción, la aceptación serena de ese recuerdo explosivo, era más desconcertante que cualquier grito. —¿Entonces qué demonios buscas, Granger? —preguntó él, los nudillos blanqueando al aferrar el borde de la mesa. —Que dejes de esconderte, Severus —dijo Hermione con su voz aún calmada, pero con una firmeza que perforaba sus evasivas—. Detrás del sarcasmo. Detrás de las escalas clínicas. —Dio un pequeño paso adelante, no amenazante, pero reduciendo la distancia simbólica—. Sé que hay algo más aquí y que te asusta tanto como me asusta a mí. Snape no retrocedió. Pero una tensión palpable lo recorrió, como un alambre demasiado estirado. Se inclinó apenas hacia adelante, sus manos aferradas al borde de la mesa, los nudillos blanqueando. Su aliento, un susurro cortado y más rápido de lo normal, rozó el aire frío entre ellos. —Te equivocas, Granger —su susurro era áspero, forzado—. No me asusta lo que hay. Ni siquiera tu… ilustrativo diez. —Por primera vez, algo parecido a una verdad cruda, pesada como plomo, asomó en sus ojos oscuros—. Me asusta lo que yo podría destruir si alguna vez decidiera… tocar lo que ese diez representó. Hermione avanzó hasta quedar a un paso de la mesa, las manos apoyadas en la superficie fría de piedra, clavando sus ojos ámbar en los de él con una intensidad que hizo que Snape contuviera la respiración. —Destruir es una palabra cómoda, Severus. Te esconde detrás de lo que realmente temes —su voz era baja, pero cada sílaba resonaba en el silencio sepulcral del laboratorio subterráneo—. ¿Temes destruir mi carrera impecable? ¿Tu aislamiento preciado? ¿O… —Hizo una pausa deliberada, el corazón le golpeaba las costillas — …temes destruir esa pared que has levantado tan alto que ni tú mismo recuerdas lo que hay al otro lado? Snape se irguió, su figura alta proyectando una sombra alargada que pareció envolverla. Un destello peligroso cruzó sus ojos negros, pero no era ira. Era algo más profundo, más desnudo. —¿Crees que conoces mis muros, Granger? —su susurro era una caricia áspera, una advertencia—. ¿Crees que unos cuantos gemidos forzados por una poción te dan el mapa de mis ruinas? —¡No solo fué la poción! —estalló ella, el rubor quemándole las mejillas, pero sin apartar la mirada—. Y tú lo sabes. Lo viste en mis ojos, igual que yo lo vi en los tuyos cuando me sostuviste contra esa mesa. Cuando tu respiración se aceleró. ¿O también fue culpa de la maldita poción? Un músculo palpito en la mandíbula de Snape. La mención de aquel momento, de la intimidad violenta y eléctrica, pareció traspasar su armadura. Dio un paso alrededor de la mesa, acortando la distancia peligrosamente. El olor a él inundó los sentidos de Hermione. —¿Qué buscas, Hermione? —el uso de su nombre fue un golpe bajo, una intimidad inesperada que le hizo tragar saliva. Su voz había perdido el filo sarcástico, era grave, ronca—. ¿Validación? ¿Una confesión torpe de un hombre que no sabe hacerlas? ¿Quieres que te diga que ese… instante… de éxtasis que provocaste, fue el más vivo que he sentido en una década? ¿Que ver tu control desmoronarse fue tan fascinante como aterrador? —se inclinó hacia adelante, sus manos apoyadas ahora a ambos lados de las suyas sobre la mesa, atrapándola sin tocarla. Su aliento rozó su frente—. ¿Eso calmaría tu prodigiosa necesidad de respuestas? Hermione sintió que el suelo cedía bajo sus pies. La frase resonó en su interior, mezclándose con el eco de su propio grito. Pero había un desafío en su tono, una trampa. —No —susurró, desafiante, alzando la barbilla para encontrarse con su mirada oscura—. Quiero que admitas que ese miedo a destruir no es solo por las consecuencias externas. Es porque esto… —hizo un gesto vago entre ellos, el espacio electrizado que los separaba— …existe y te aterra tanto como a mí. Porque no encaja en tus ecuaciones. Porque es un riesgo que no puedes calcular. Un silencio espeso, cargado como un caldero a punto de hervir, cayó sobre ellos. Snape no se movió. Su mirada escudriñó su rostro, buscando mentiras, debilidades, quizás un atisbo de la leona en celo que él tanto había provocado. Pero solo encontró determinación, una vulnerabilidad cruda y un brillo de inteligencia dolorosamente consciente de la locura que estaba desafiando. De repente, se apartó con brusquedad, como si el calor de su proximidad lo quemara. Giró hacia los estantes repletos de frascos, su espalda negra una línea tensa contra la penumbra. —Tu análisis, como siempre, es… incisivo, Granger —concedió Snape, su voz recuperando una pátina de frialdad, pero agrietada—. Pero la lucidez no cambia los hechos. Yo soy un hombre de cicatrices, no de… posibilidades nuevas. Tú tienes un camino trazado hacia la cima, un camino que cualquier sombra, cualquier escándalo, podría hacerte rodar. —se volvió, sosteniendo un frasco de vidrio azul cobalto como un talismán entre ellos—. Lo que hubo… lo que pudo haber un instante… fue un error de contexto. Un accidente químico y emocional. Las palabras resonaron como un epitafio en el aire frío del laboratorio. Un cierre lógico, pragmático, la barrera definitiva levantada con su precisión quirúrgica habitual. Pero Hermione no la escuchó como un final. La escuchó como un desafío. Como una mentira última que necesitaba ser incinerada. Y sin premeditación ni aviso, impulsada por una furia fría y una necesidad más profunda que la razón, Hermione se acercó a él y cerró la distancia. Su mano se alzó, no para golpear, sino para aferrar la solapa negra de su túnica, tirando de él hacia ella con una fuerza que sorprendió a ambos. Su otra mano se enredó en la nuca de Snape, hundiendo los dedos en su cabello. Y luego, sus labios se estrellaron contra los suyos. Fue un beso brusco, necesitado, desesperado. No un beso de seducción, sino de afirmación. Un acto de guerra contra sus palabras, contra su negación, contra el muro que seguía levantando. Un grito silencioso que decía: Esto es real. Snape se quedó rígido durante un instante infinitesimal, un bloque de hielo sorprendido por el impacto. Pero ese instante fue todo lo que duró su resistencia. Un gruñido ronco, casi animal, vibró en su garganta. Y entonces, respondió. Con creces. Su boca se abrió contra la suya no en rendición, sino en conquista. Una mano se enroscó en su cintura con una ferocidad que casi la levantó del suelo, apretándola contra su cuerpo delgado. La otra se clavó en su cabello, tirando para inclinar su cabeza y profundizar el beso con una urgencia devoradora. Fue un torbellino de dientes, lenguas y alientos entrecortados, un duelo de fuerzas igualadas donde la ira se fundía con una pasión demasiado tiempo contenida. El frasco azul cobalto cayó al suelo de piedra con un clink sordo, rodando olvidado bajo la mesa. Solo existía el sabor agridulce de su boca, el roce áspero de su túnica, el latido frenético de su pulso bajo sus dedos y el incendio que consumía cualquier pretensión de distancia o negación. Fueron solo segundos. Intensos, eternos, electrizantes segundos. Hasta que Hermione, con un último y profundo gemido ahogado contra sus labios, rompió el beso. Se separó bruscamente, jadeando, sus labios hinchados y ardientes, sus ojos ámbar oscuros como brasas hundidas en la penumbra. Se mantuvo a solo un palmo de distancia, su pecho subiendo y bajando con violencia, obligándolo a mirarla de nuevo. El aire entre ellos olía a raíces secas, a hierbas amargas y a algo nuevo, caliente, peligrosamente humano. —¿Error? —su voz sonó ronca, rasgada por la emoción y la falta de aire, pero con una claridad que cortaba como cristal—. ¿A esto lo llamas error? —hizo un gesto brusco, abarcando el escaso espacio que los separaba, el eco tangible del beso que aún quemaba sus labios—. ¿A sentirte vivo, Severus? ¿A eso le tienes tanto miedo? ¿A vivir? —su voz se quebró apenas, pero no cedió—. Porque lo que hay… lo que pasa ahora mismo entre nosotros… no es un error. Es verdad. Incómoda. Peligrosa. Desordenada. Pero verdad. Y puedes encerrarte aquí con tus pociones y tu silencio, puedes fingir que es un accidente químico… —su voz bajó a un susurro cargado, un filo de emoción pura que perforaba sus defensas— … pero sabes que no lo es. Y yo también lo sé. Snape la miró. Y por primera vez, Hermione no vio solo la impenetrable fachada de hielo, la armadura de sarcasmo y desdén. Vio una fisura. Una profunda, resonante fisura. No era rendición. No era ternura. Era conflicto puro, una guerra interna librada en tiempo real en el microcosmos de sus ojos oscuros, habitualmente tan impasibles. Una lucha titánica entre el miedo ancestral, el peso de las cicatrices y la cruda, innegable evidencia del beso que aún le quemaba los labios. La mano que había sostenido el frasco, ahora vacía, tembló levemente. Un temblor minúsculo, casi imperceptible, pero que para Hermione fue como un terremoto. El aire vibró, espeso, pesado, saturado de todas las tensiones no dichas, de todas las posibilidades que el beso había desatado y que su verdad había arrojado como un guante a sus pies. —He esquivado más maldiciones de las que recuerdo, Granger —su voz era un susurro áspero, como piedra contra piedra, cargado de una fatiga milenaria y algo nuevo: una vulnerabilidad desnuda, desconcertante—. He jugado a ser espía en los salones de la muerte, bailando sobre el filo de la daga del asesino más despiadado que este mundo ha conocido. —hizo una pausa, sus ojos negros no soltaron los suyos. Un destello de algo que podría ser admiración luchó con el temor en sus profundidades—. Pero esto…esto es un campo minado desconocido. Y tú… —su mirada se posó en ella, en sus labios hinchados, en sus ojos ardientes de determinación y miedo, en la figura temblorosa pero imbatible que había desafiado sus cimientos.—…Tú eres el detonador más impredecible, más temible… y más fascinante que he encontrado. Sus palabras, libres por fin de sarcasmo defensivo, flotaron en el aire como el humo de una explosión controlada. Una confesión. Un reconocimiento. No de amor, ni siquiera de deseo simple, sino del poder que ella tenía sobre él, del abismo desconocido que ambos contemplaban desde orillas opuestas pero irrevocablemente unidas por un beso y una verdad imposible de negar. El experimento había comenzado. Y no había crisol capaz de contener la reacción que acababan de desencadenar. FIN
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