Efectos residuales
22 de julio de 2025, 13:03
El antídoto de Snape ardía en su torrente sanguíneo como un fuego controlado, pero la calma era engañosa. En la intimidad de su apartamento en Londres, Hermione se desplomó contra la puerta, liberando un suspiro que llevaba reprimiendo desde que abandonó el laboratorio de Yorkshire. Las paredes, empapeladas con mapas de proyectos y estanterías repletas de libros, normalmente la reconfortaban. Pero esa noche, cada detalle,el roce de la lana de su suéter contra la piel, el crujido del parqué bajo sus zapatos, la hacía estremecer.
Se deslizó hasta el sofá, derrotada. El vial azul relucía en la mesita de centro, un recordatorio de su vulnerabilidad. Picos de intensidad, había advertido Snape. Y llegaron… oleadas de sensaciones que la obligaban a apretar los puños, a morderse el labio hasta casi sangrar. Intentó distraerse con un libro, Teoría de Encantamientos Avanzados, pero las palabras bailaban ante sus ojos. En su lugar, la mente la traicionaba con imágenes de dedos largos y fríos trazando patrones en su piel yde una voz grave resonando en sus huesos…
— Esto es ridículo — murmuró, enterrando el rostro en un cojín.
El sueño, cuando al fin vino, fue fragmentado y eléctrico.
Al amanecer, se vistió con ropa holgada. algodón suave, nada que rozara como lija, y se bebió la dosi del antídoto y colocó el vial blanco en su bolsillo antes de salir.
El Ministerio bullía con su ritmo habitual. El Atrio, iluminado por las fuentes doradas, estaba repleto de empleados con tazas de café flotantes y ejemplares del Profeta bajo el brazo. Hermione esquivó miradas, concentrada en no tropezar con sus propios pies. Cada sonido, el clic de los tacones, el murmullo de las conversaciones, le golpeaba los tímpanos como un martillo.
— ¡Granger! ¿Lista para la reunión? — La voz de Percy Weasley la hizo saltar.
— Sí, claro — respondió, forzando una sonrisa mientras ajustaba el cuello de la blusa, sudor frío en la nuca.
El pasillo hacia su oficina parecía interminable. Cuando por fin cerró la puerta, se apoyó contra ella, respirando hondo. Seis horas. Podría aguantar. Tenía que hacerlo.
Al caer la tarde, reconoció que el antídoto no estaba actuando tan rápido como debería. Hermione apretó el vial azul entre sus manos, sintiendo el líquido plateado vibrar en sintonía con sus nervios.
Crac.
El sonido de su aparición en el laboratorio de los páramos hizo eco en la piedra. Snape estaba inclinado sobre un caldero, el perfil afilado recortado contra el burbujeo verde esmeralda. Ni siquiera se volvió.
— Un placer volver a verte, Granger, pero deduzco por tu presencia que el placer es más tuyo que mío — su voz resonó como un contrabajo en sus huesos, haciendo que un escalofrío le recorriera la espalda.
— Tres dosis más y la mejoría es mínima, Severus — Hermione se acercó con paso firme, derribando la distancia con pasos que sentía como pisar brasas. Su chaqueta de lana rasgaba su piel. — Mañana tengo la reunión con los nórdicos. No puedo permitir que un roce accidental me haga… vocalizar en medio del tratado de importación de huevos de occamy.
Snape dejó la cuchara larga de cristal. Se giró lentamente, los ojos negros escrutándola desde los zapatos embarrados hasta el desorden de su moño. Un destello de algo que no era irritación cruzó su mirada. Interés.
— Tu descripción clínica es conmovedora, Granger — se acercó más a ella. — Mi error. Subestimé la perversidad de tu… innovación. Deduzco que la absorción fue más potente de lo previsto. Quizás debería…
— ¿Qué? — Hermione frunció el ceño impaciente.
— Podría hacerte un test de sensibilidad para ajustar la dosis, pero no creo que sea apropiado en tu situación actual. — dijo pensando en que estaba tirando del hilo que abría la caja de Pandora
— ¿En qué consiste?
— En medir tu reactividad con toques en puntos estratégicos. Calificación del cero al diez. Cero: indiferencia. Diez:… bueno, ya sabes lo que es un diez. Y con sinceridad. Si mientes no serà efectivo y sufrirás las consecuencias en esa reunión tuya.
— Bien, hazlo.
— Vamos a ver hasta dónde llega tu imprudencia.— dijo con tono serio. — Extiende la mano, palma hacia arriba.
La punta fría de la varita tocó el dorso de su mano izquierda. Un cosquilleo eléctrico ascendió.
— ¿Y bien?
—Dos — afirmó Hermione, sin reacción exagerada aparente.
Snape asintió. La varita se deslizó al interior de su muñeca, cerca del pulso. — ¿Aquí?
— Tres — algo no estaba saliendo como ella esperaba. Era todo demasiado neutro.
— Quizás solo sea cuestión de tiempo. — explicó él viendo como ella iba reaccionando. —Probaré en una zona más sensible.
Hermosa asintió, la varita de Severus se deslizó hacia arriba en la parte entre su cuello y la clavícula.
— Seis — contestó ella , notando cómo su cuerpo empezaba a reaccionar.
— Bien. Veo que se centra en zonas erógenas. Esto tiene arreglo, Granger.— dijo él viendo que la solución al problema parecia simple— aumentaré la potencia del antidoto un 10% y debería ser suficiente.
Pero entonces Snape ajustó el agarre de la varita. Su dedo índice, largo y frío, rozó accidentalmente el mismo punto de piel sensible.
¡NUEVE! — El grito desgarró el silencio del laboratorio. Hermione se dobló por la cintura, agarrando la mesa de piedra. El contacto con la varita era un susurro; el roce de su dedo, un incendio. — ¡Maldita sea, Snape!
Una sonrisa casi imperceptible curvó los labios del ex profesor. — Fascinante. La metodología falló. La herramienta es irrelevante. El instrumento… es lo que desata la sinfonía — guardó la varita con un gesto teatral.
— ¿Entonces… seguimos? — La voz de Snape cortó la densidad del aire, su sarcasmo usado como una capa delgada sobre algo mucho más profundo, más peligroso. Esperaba un NO rotundo, un muro de lógica que confirmara su dominio, que restaurara el orden frío del laboratorio y de sus propias barreras.
Pero el NO no llegó.
En su lugar, Hermione respiró hondo. Un sonido tembloroso, audible, que llenó el silencio expectante. Podía sentir el rubor ascendiendo por su cuello no como un calor suave, sino como lenguas de fuego que marcaban su piel, dejando un rastro de vergüenza y una excitación vertiginosa que la asustaba tanto como la atraía. Y entonces, en un acto de desafío puro extendió el brazo con una determinación temblorosa, la mano abierta, la palma hacia arriba, vulnerable y ofrecida. Una línea de batalla trazada en el aire espeso.
— ¡Sí! ¡Seguimos! — Su voz resonó, más alta de lo que pretendía, quebrándose apenas en el borde del grito. Un desafío que era también una rendición a lo que fuese.
— Granger — Snape hizo una pausa. No era una pausa contemplativa, sino la de un hombre ahuyentando un vértigo repentino. Aspiró profundamente, tratando de recapturar el oxígeno, tratando de plantar los pies en la realidad. — No sé si estás siendo consciente de hacia dónde se dirige esto. — Sus palabras eran frías, precisas, pero había un borde áspero bajo ellas. Era una advertencia, una última tabla de salvación lanzada a aguas turbulentas.
— Hazlo, y terminemos con esto. — la voz de Hermione sonó urgente. — Y con tus dedos… o no será válido. — La condición era la llave que abria la caja. Una exigencia que trascendía lo clínico, rozando lo personal, lo íntimo. Era una línea cruzada con los ojos abiertos.
Snape se quedó inmóvil. No era la quietud del control, sino la del peligro súbitamente reconocido. No era de piedra. La frase flotó en su mente, un eco incómodo y veraz. Y ella... ella estaba allí, desafiante, irradiando una excitación que era un imán irresistible y letal. Sentía el latido acelerado de su propia sangre en sus oídos, un tambor sordo que desafinaba con la imagen que proyectaba.
Snape se inclinó ligeramente, no con un movimiento de acercamiento, era un ultimátum.
— ¿Quién da esa orden, Granger? — el susurro acarició y cortó al mismo tiempo. — ¿La bruja? ¿O… — una pausa infinitesimal, cargada de intención. — …la poción desesperada que tiembla bajo su piel? —sus ojos negros, profundos como pozos de alquitrán, la atraparon, buscando más allá de la pupila dilatada. — Creo que merezco saberlo. —era una demanda de alguien que necesitaba anclarse en una verdad, cualquier verdad, antes de ceder al torbellino.
— El diagnóstico requiere precisión, ¿no? — Hermione replicó, clavando sus ojos ámbar, brillantes con una mezcla de pánico y desafío, en los suyos. Su pulso martilleaba en sus sienes con tal fuerza que distorsionaba su visión, haciendo vibrar los contornos de Snape. La línea entre el efecto químico punzante de la poción errante en sus venas y un deseo mucho más oscuro, más profundo, se había difuminado. Ya no sabía dónde terminaba uno y empezaba el otro.—Si no sabemos hasta dónde llega, hasta dónde puede llegar… no podrás ajustar la dosis. Necesito… — tragó saliva, su garganta estaba seca. — Necesito que esto pare. — la última palabra fue casi un jadeo, una confesión de agonía. — Hazlo. Por favor. Tócame.
El ruego final resonó en el aire espeso no como una súplica, sino como un salto al vacío que ambos sabían que cambiaría, irrevocablemente, todo lo que había entre ellos. El silencio que siguió fue absoluto, opresivo, cargado del peso de la decisión suspendida en el filo de un dedo. La distancia entre su brazo extendido y él era un abismo que podía quemar o congelar.
Finalmente Snape cerró la distancia. No fue un paso, sino un deslizamiento silencioso, como una sombra que se adueña de un espacio ya saturado. El aire, espeso como melaza, se partió y volvió a cerrarse a su alrededor. Sus dedos, fríos como el mármol de las mesas del laboratorio y deliberados como el tic-tac implacable de un reloj, se posaron sobre su antebrazo desnudo. El contacto fue un impacto eléctrico amortiguado, un choque de temperaturas que hizo que la piel de Hermione se erizara instantáneamente, marcando cada poro bajo su toque.
— ¿Cuánto? — preguntó, su voz un filo bajo y constante. Sus ojos, pozos oscuros de observación implacable, permanecieron clavados en su rostro, pero registraban cada microtemblor que recorría el brazo bajo sus yemas. Era como si sus dedos fueran sensores conectados directamente a sus nervios expuestos, traduciendo cada espasmo, cada aceleración del pulso bajo la piel delgada.
— Cinco — jadeó Hermione. La palabra le arrancó el aliento, un suspiro entrecortado. Sintió el calor no solo extenderse por su pecho, sino derramarse como brea ardiente hacia su estómago, enroscándose en una espiral baja, húmeda y vergonzosa. Era un fuego interno que contrastaba brutalmente con el frío de sus dedos, una dualidad que la desgarraba por dentro.
Sus dedos ascendieron. No con prisa, sino con una lentitud tortuosa, como el goteo persistente de un ácido corrosivo. Rozaron la curva interior del codo, una zona de piel finísima, translúcida como pergamino viejo, terriblemente vulnerable. Las yemas, ásperas por el manejo constante de ingredientes cáusticos, rasparon suavemente contra esa sensitividad extrema. Fue un roce que, en otro contexto, no debería haber significado nada, y sin embargo, en ese instante, lo significó todo. Una onda expansiva de sensación pura, cruda y desnuda, estalló desde el punto de contacto, irradiándose hacia el hombro y clavándose, como una lanza ardiente, en el bajo vientre.
— S-siete— admitió, el número escapándosele como un suspiro ahogado, un sonido casi involuntario que se mezcló con el roce nervioso de su falda contra las piernas. Las cruzó con urgencia brusca bajo la tela, los músculos de sus muslos tensándose como cuerdas de arco a punto de romperse, en un intento desesperado por contener la humedad repentina, cálida y vergonzosa, que empapaba su ropa interior. Era una marea interna incontrolable, una respuesta fisiológica que la aterraba y la enardecía en igual medida, una confesión silenciosa que su mente rechazaba.
Snape no apartó la mirada de su rostro. Un destello fugaz de algo indescifrable cruzó sus ojos negros antes de ser ahogado por la habitual frialdad impenetrable. — Mentiría si dijera que tu reacción no es… ilustrativa, Granger — murmuró. Su voz era baja, cargada de una intención que trascendía el mero diagnóstico, rozando algo personal, casi una acusación. Y entonces, su pulgar, tan frío como el resto, se movió. No hacia abajo, sino lateralmente, trazando una línea deliberada, casi quirúrgica, en la piel hiperconsciente de su cuello, justo bajo el delicado lóbulo de su oreja. Un roce leve como el ala de un insecto, calculado como un movimiento maestro de ajedrez. Fue un contacto ínfimo, íntimo, profundamente invasivo. El punto exacto donde su pulso martillaba contra la piel como un pájaro enjaulado, desesperado por escapar.
—¡DIEZ! ¡JODER, DIEZ! — El grito de Hermione estalló como cristal quebrado, rasgando la tensión acumulada hasta lo insoportable. No fue un sonido pensado; fue un estallido visceral, gutural, arrancado desde algún lugar profundo y primitivo que ni ella misma reconocía. Su cuerpo se arqueó violentamente contra la fría superficie implacable de la mesa de piedra, una contorsión involuntaria que buscaba escapar y aferrarse al estímulo al mismo tiempo. Las piernas le fallaron por completo, convertidas en gelatina temblorosa e inútil. Solo el abrazo repentino, frío y sorprendentemente fuerte de Snape alrededor de su cintura la impidió desplomarse en un montón de extremidades temblorosas. Su mano, helada a través de la fina tela de su blusa, quemó como una marca de hielo contra su piel abrasadora, un contraste que la hizo estremecer de nuevo.
El instinto gritó dentro de ella. Vergüenza abrasadora, pánico cegador, la necesidad desesperada de detener esa tortura exquisita que la desgarraba. Intentó apartarse con un forcejeo brusco, pero sus propias manos, traicioneras e independientes de su mente aterrada, se aferraron con fuerza al brazo de él que la sostenía, los dedos clavándose en la lana áspera y oscura de su túnica como garras necesitadas. — ¡PARA! ¡MIERDA, NO…, NO PARES!— La contradicción salió disparada de sus labios antes de que su cerebro pudiera interceptarla, antes de que pudiera morderse la lengua con la fuerza suficiente para callar esa revelación. Fue un balbuceo caótico, desgarrado, cargado de pánico y de una necesidad abyecta, humillante, imposible de ocultar.
El horror la inundó como un torrente de agua helada. Con una mano que temblaba como una hoja sacudida por un vendaval, se cubrió la boca con fuerza, como si pudiera empujar las palabras prohibidas, las confesiones corporales, de vuelta al abismo de donde habían salido. Sus ojos, dilatados por el shock y un pavor profundo, se encontraron inevitablemente con los de él. El silencio que siguió fue aún más elocuente que su grito desgarrado, un abismo insondable de comprensión mutua y de algo que se había roto, o quizás, que había sido brutal y definitivamente revelado. Una verdad física imposible de negar. El aire, ahora, apestaba a vergüenza agria, a deseo confesado, y al frío, imperturbable acecho de sus ojos negros, que no soltaban los suyos ni por un instante.
Snape la soltó finalmente como si su piel irradiara un calor intolerable. Un rechazo brusco, casi instintivo, que hizo que Hermione tambaleara al perder el punto de contacto helado que, paradójicamente, era su único ancla. Retrocedió un paso preciso, creando una distancia física que la atmósfera electrizada se negaba a reconocer. Pero sus ojos… sus ojos oscuros ya no eran pozos de alquitrán, sino fraguas encendidas. No ardían con la ira familiar, cortante y fría. Ardían con algo nuevo, voraz, una fascinación depredadora que devoraba cada detalle de su postura derrotada, de su rubor flagrante, de los jadeos que aún escapaban de sus labios entreabiertos. Era la mirada de un pocionista ante un elemento inesperadamente volátil y fascinante.
— Bien. Eso aclara definitivamente el panorama — declaró, su voz plana como una losa, pero con una vibración subterránea que delataba la intensidad de su descubrimiento. Tomó el vial de vidrio azul oscuro que reposaba sobre la mesa. Con mano segura, añadió un chorro denso y viscoso de líquido ámbar de un frasco sin etiqueta, su contenido misterioso destilando un olor agridulce, La mezcla chisporroteó violentamente al contacto, burbujeando y volviéndose plateada y luminosa — La dosis anterior — continuó, observando cómo el líquido se calmaba, adoptando un brillo metálico inquietante — fue un placebo educado. Esta… — alzó ligeramente el vial, la luz del caldero reflejándose en su superficie como un ojo frío — Debería silenciar la sinfonía hasta que los efectos residuales desaparezcan. Un cincuenta por ciento más potente. Tres tomas. Cada seis horas. — sus palabras eran clínicas, un manual de instrucciones, pero su mirada nunca abandonó la suya, clavando cada advertencia como un estilete. — Nada de lana, ni seda… ni nada o nadie que te provoque o te excite. — La última frase fue un susurro cargado, una delimitación precisa del campo minado que ella misma había revelado.
Le tendió el vial. Sus dedos largos y fríos rozaron deliberadamente los suyos durante la entrega. No fue un accidente. Fue un contacto calculado, un último experimento, una prueba de conductividad. Un escalofrío profundo recorrió a Hermione desde la punta de los dedos hasta el estómago, una reacción eléctrica a la frialdad y a la intención tácita que palpitaba en ese roce mínimo.
Hermione lo cogió como un náufrago se aferra a un salvavidas. El vidrio estaba frío contra su palma sudorosa. Lo apretó con fuerza, como si pudiera aplastar la vergüenza que le ardía en las mejillas. Lo guardó en su bolsillo interior, justo sobre el corazón que martilleaba con un ritmo desquiciado, como si el frío del vial pudiera calmar el incendio que aún rugía dentro de ella.
— ¿Y el parche? — preguntó, su voz un hilo ronco, evitando su mirada, fijándose en una grieta del suelo de piedra. Necesitaba un ancla, cualquier cosa que no fuera él y el eco persistente de su propio grito desgarrado.
— Solo si el pico amenaza tu preciada reunión — respondió él, desviando la atención con desdén mientras empezaba a limpiarse las yemas de los dedos con un paño inmaculado, con una meticulosidad exagerada como si quisiera borrar la sensación misma de su piel, su calor, su humedad. — Pero dudo que eso suceda. — hizo una pausa, dejando el paño con un gesto brusco. Luego, se inclinó ligeramente hacia adelante, invadiendo su espacio sin tocarla, su sombra alargada envolviéndola. Su voz bajó, grave y peligrosamente suave, una caricia verbal que erizó la nuca de Hermione y le cerró la garganta:
— Pero Granger… — El nombre sonó como una advertencia y una confidencia envenenada. — Cuando la tormenta pase… pregúntate cuánto de ese "no pares" fue la poción… y cuánto fue un terreno mucho más peligroso. — sus ojos capturaron los suyos, obligándola a enfrentar la insinuación pesada, la verdad incómoda. — Uno por el cual no necessitarías antidoto porque no tiene cura.
El miedo, la rabia, la humillación hirviendo dentro de ella encontraron una salida abrupta. Rompió el hechizo de su mirada, el rubor convirtiéndose en llamarada que le quemó las orejas.
— ¿Sabes qué realmente necesitaría? — escupió, desafiante, desesperada por recuperar algún control, por herirlo como él la hería con su mirada y sus palabras afiladas. — ¡Que dejaras de fingir que esto es diagnóstico y admitieras que estás disfrutando cada maldito segundo !
Snape no retrocedió, no se inmutó. Un espasmo casi imperceptible, quizás una sombra de sorpresa o de reconocimiento lúcido, cruzó su rostro como un relámpago. Luego, esbozó algo que no era una sonrisa, sino la sombra fría de una. Se inclinó aún más cerca, hasta que su aliento rozó su oreja. Su susurro fue íntimo, una daga envainada en seda rasgada:
— ¿Y si fuera asi? — La pregunta flotó en el aire cargado, un desafío y una confesión. — Eso no cambia un hecho crucial, Granger… — su voz bajó aún más, un rumor apenas audible, pero cargado de una electricidad punzante que le heló la sangre. — … Tú eres la que gritó diez… la que suplicó "no pares" con la voz rota. ¿O ya borraste ese detalle… de tu memoria prodigiosa?
— ¡Idiota! — La palabra salió cortada, ahogada por un nudo de emociones demasiado grandes que le apretó la garganta. No era solo rabia. Era vergüenza abrasadora, pánico ante la verdad que sus palabras destapaban sin piedad, y una confusión agónica que le nublaba la mente. Aceptar lo que eso significaba… su propio deseo desenmascarado, independiente de la poción, latente y feroz… era un abismo que no podía mirar. No ahora. Quizás nunca. La revelación era demasiado grande, demasiado devastadora.
Lo único que tuvo valor de hacer en ese momento fue desaparecer. Sin pensar, sin aliento, sin dignidad, giró sobre sus talones con un movimiento brusco, desesperado, como si el suelo mismo la quemara.
El sonido de la desaparición fue seco, violento. Un alivio instantáneo y agudo, mezclado con vértigo, se apoderó de Hermione al verse arrancada de allí, proyectada a la soledad fría de su apartamento.
Snape se quedó inmóvil, como una estatua tallada en la penumbra del caldero moribundo, mirando fijamente el espacio vacío donde ella había estado segundos antes. El eco de su gemido gutural aún vibraba en el aire espeso. En la piedra fría y lisa de la mesa, justo donde sus dedos se habían posado con fuerza para sostenerla, quedaba un leve rastro, casi imperceptible: la huella cálida y ligeramente húmeda de su piel. Un testimonio efímero, físico, del caos humano que había desatado.
Una sonrisa lenta, genuina y profundamente rara curvó sus labios delgados, iluminando brevemente sus rasgos austeros con una expresión que nadie, quizás ni él mismo, habría reconocido. Era… descubrimiento. Fascinación pura. Hermione Granger, despojada de control, de lógica impecable, de su armadura de perfección intelectual… era una obra maestra de caos puro, de instinto crudo y desbocado. Una revelación fascinante, peligrosa y profundamente humana que resonaba en él con una vibración nueva.
Acababa de desatar una curiosidad que no se apagaría con pociones ni silencios. Había probado el caos, y su sabor, inesperadamente, era completamente adictivo pero terriblemente inconveniente.