ID de la obra: 455

Amor de la nada. (Daniel Page x Reader)

Het
G
En progreso
13
El trabajo participa en el concurso «Harry Potter: El Capítulo Perdido»
Fechas del concurso: 26.06.25 - 13.08.25
Inicio de la votación: 12.07.25
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Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 80 páginas, 24.273 palabras, 7 capítulos
Descripción:
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Prologo — Un adiós amargo.

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Corría por los pasillos del castillo, con el corazón latiéndome tan fuerte, que apenas podía respirar. El aire quemaba en mis pulmones, pero no me detuve. No podía. No podía perderla. Cuando llegué a la oficina, abrí la puerta de golpe. Recorrí el lugar que me era tan familiar y que ahora se veía vacío. Un sudor frío me recorrió la espalda, como si no pudiera creerlo, como si lo que veía fuera una pesadilla. Estaba allí, empacando sus cosas, como si todo esto no significara nada. Como si yo no significara nada. —¿Por qué? —Mi voz se quebró en el aire— ¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué me abandona? Ella suspiró con cansancio. Luego, levantó la varita con calma, y vi un destello de luz pasar a mi lado. —Si vas a armarme una escena —dijo con frialdad—, al menos ten la decencia de cerrar la puerta. No quiero un escándalo el día en que me voy. El día en que me voy. Sus palabras me golpearon con más fuerza que cualquier hechizo. —¿Por qué? —repetí, casi sin aliento— ¿Por qué se va? Ella soltó una risa amarga. —¿En serio lo preguntas? —Su mirada era dura, pero su voz temblaba, como si estuviera sosteniendo algo dentro de sí con todas sus fuerzas—. Soy el adulto aquí, Daniel. Debo protegerte, aunque eso signifique alejarme de ti. No. No quería escuchar eso. —No tiene que protegerme de nada. Yo ya soy… —¡ERES UN NIÑO Y MI ESTUDIANTE! —me interrumpió con un grito. El impacto de sus palabras me dejó en blanco. Pero más que su voz… lo que me destrozó fue la emoción en ella. El dolor contenido. La frustración. No. Quise decirlo. Quise gritarlo. Pero no lo hice. No era un niño. No cuando me dolía así. No cuando la amaba así. Ella cerró los ojos y suspiró, llevándose una mano al puente de la nariz. —Solo acepta lo que está ocurriendo —continuó, más serena. Más cansada—. No te pido que lo entiendas, pero sí que lo aceptes. Esto tiene que terminar aquí. —¡Lo sé! —exclamé, con el corazón desgarrándose dentro de mi pecho— ¡Ya le he pedido perdón por eso! Ella bajó la mirada. —Sigues sin entenderlo… —murmuró. No, yo lo entendía. Entendía que la estaba perdiendo. —La culpa de lo que ocurrió fue mía. Me quedé en blanco. Negué con la cabeza. —No… El peso de su culpa, de su condena, se sentía insoportable. Pero ella no me estaba mirando, no me estaba viendo. No veía cómo esas palabras me destrozaban. No. No podía dejarla ir. —No… —susurré, sacudiendo la cabeza. Mis puños temblaban. No había forma de detener esto, ¿verdad? —Sí, lo fue —insistió, como si no soportara que yo pensara lo contrario—. Lo mejor es que me vaya —sentenció—. Y tú… busca a alguien de tu edad. Es lo más sano para ti. Sentí un latido sordo en los oídos. —No quiero a alguien de mi edad —dije, con la desesperación rasgándome la garganta—. Solo la quiero a usted. ¿Por qué no lo entiende? Su silencio me mató más que cualquier respuesta. —No, Daniel —dijo al final—. El único que no entiende eres tú. No es el momento ni el lugar. Mis ojos se nublaron. No. —¿Y a dónde se va? —pregunté, con la voz rota. Ella apartó la mirada. —Lo lamento, pero no puedo decírtelo. Mi pecho se hundió. —¿Por qué? —Porque irías a buscarme. La rabia me cegó. No lo negó. No intentó suavizarlo. Sabía que lo haría. Sabía que la buscaría. El dolor explotó dentro de mí. Antes de pensarlo, antes de poder contenerlo, acorté la distancia entre nosotros y la sujeté por la cintura. —¿Entonces no voy a verla nunca más? —Mi voz era un ruego desesperado. Me aferré a ella como si eso pudiera impedir que desapareciera. —Page, suéltame ahora. —No quiero. —Suéltame, es mi última advertencia —exigió, sacando su varita y presionándola en mi costado. No lo hice. No podía. Tomé su muñeca y la apreté con fuerza hasta que dejó caer la varita. Sabía que no me haría daño. Sabía que no tenía la voluntad de hacerlo. —¡Maldito niño malcriado! ¡Me lastimas! Forcejeamos. Su voz me quemó por dentro. No quería hacerle daño. Pero tampoco quería dejarla ir. El dolor en su rostro, la desesperación en sus ojos… Todo me cegó por completo. Y antes de poder pensar, de poder detenerme, mis labios chocaron contra los suyos. Por un instante, ella no se movió. Por un instante, sentí que el mundo entero desaparecía. Entonces, me empujó con toda su fuerza. —¿Ya estás satisfecho? —espetó, con voz temblorosa. Sus ojos ardían en rabia. En dolor. —Nunca lo estaré —confesé, con lágrimas cayendo por mi rostro—. No sé cómo seguir sin ti. Su expresión se derrumbó. Y la vi caer de rodillas. —¡Ya, por favor!… —Su voz se rompió en mil pedazos—. ¿No entiendes lo difícil que es esto para mí también? Se llevó las manos al rostro y sollozó. Mi garganta se cerró. La abracé con todas mis fuerzas, con miedo de que se deshiciera entre mis brazos. —Lo siento… —susurré—. Perdóname, por favor. Se aferró a mí con la misma desesperación con la que yo me aferraba a ella. Como si nos quedara poco tiempo. Como si ninguno de los dos pudiera soltar al otro sin romperse por completo. —No espero que lo entiendas ahora… —susurró, con la voz rota—. Pero es lo mejor para ti. Pero no quería entenderlo. Y entonces lo vi. El mismo dolor que me quemaba por dentro, reflejado en su expresión. Yo le estaba haciendo daño. El pensamiento me atravesó como una daga helada. —Está bien —susurré, sintiendo cómo la impotencia me consumía por dentro. Ella cerró los ojos con fuerza. —Gracias… No quería soltarla. No quería dejarla ir. Pero si alejarme era lo mejor para ella… ¿Qué otra opción me quedaba? —Déjame verte una última vez —pedí, sabiendo que era lo único que me quedaba—. Quiero que tu última imagen de nosotros sea un recuerdo feliz. Vi sus ojos brillar con nuevas lágrimas. Pero asintió. Nos pusimos de pie. Forzamos una sonrisa. Mentimos con nuestros gestos. Y juntos, terminamos de empacar lo que quedaba de su vida… lejos de mí. Cuando nos despedimos, frente a todos, lo hicimos como si fuéramos solo eso. Profesora y alumno. Pero cuando nos abrazamos por última vez, supimos que no era así. Era un adiós, que ninguno de los dos estaba preparado para decir.       

∘₊✧─── ✦ ───✧₊∘

Habían pasado ocho años. Ocho años buscándola. Aferrándome a la más mínima esperanza. Ocho años deseando disculparme por mis actos, necesitando que ella me perdonara… para poder perdonarme yo mismo. Estaba sentado en la sala de mi departamento, el fuego en la chimenea apenas alumbraba, estaba peleando por no apagarse. Lo veía luchar, aferrarse a cualquier trozo de madera que aún quedase sin consumirse. Moviéndose frenéticamente, creando todo tipo de sombras danzantes en las paredes. Dejé escapar un suspiro, agotado. Continué observando esa intensa batalla, que, como yo, aún luchaba por no rendirse. Moví mi copa de vino con un movimiento circular ligero antes de darle un sorbo. Tenía un cansancio de esos que no se solucionan con dormir, de esos donde no te duelen los músculos, te duele el alma. Con parsimonia levanté mi varita y agregué más leña, viendo cómo las llamas se avivaron al instante, como agradecido por recibir esa ayuda. Di otro trago al vino, perdido en ese recuerdo que siempre volvía: el doloroso momento de la última vez que nos vimos… De la última vez que pude abrazarla y oler su perfume. No he vuelto a saber nada de ella desde entonces. He tratado de seguirle la pista sin éxito. Mi última esperanza era entrar al Ministerio. Me pesaba esa decisión. Los odiaba. Odiaba tener que entrar allí, pero ya no tenía más opciones. Ya no sabía de qué hilo tirar. Y si ella había trabajado allí antes… tal vez alguien sabría algo. Tal vez podría encontrar un rastro que seguir. Pero, en el fondo, solo quería una cosa: Volver a verla. Y esta vez, no dejarla ir.
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