ID de la obra: 510

Jardín del Edén: El Pecador

Slash
NC-17
En progreso
2
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planificada Maxi, escritos 16 páginas, 7.646 palabras, 2 capítulos
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I: LUX PERPETUA LUCEAT

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Notas:
Asumir el rango fue su decisión, sin duda. Lo que no eligió fue cargar con las consecuencias de un burdo intento de hombre que era incapaz siquiera de medir sus propias limitaciones. Contrario a las expectativas que trajo consigo la pantomima del mes anterior, donde se honró a un muerto al que nadie ha llorado, la situación de Trucazo, en lugar de mejorar, se ha venido abajo con la fuerza suficiente para robarle varias horas de sueño; entre la incompetencia de los nuevos reclutas, el cacareo de los civiles por cualquier nimiedad y el cabreo del gobernador a razón del desastre que lo están obligando a limpiar, los cargos de Alto Comandante y de Comisario se han vuelto menos tentadores para cualquiera dentro de la policía. Aun después de haber sido sepultado bajo tierra, el viejo sigue ensuciándolo todo. Si bien es cierto que, tras haber soltado el peso de una servidumbre forzada, el aire que respiran es más ligero y fresco, lo que dio paso a un ambiente ocasionalmente festivo, todas las trampas de la anterior administración —desvíos de fondos, amenazas respaldadas por el rango, favores bajo cuerda— le están cobrando factura a la LSPD, por tanto, también a la ciudad y a sus representantes. Entre el alcalde y el nuevo gobernador, le están arrancando la piel a tiras a Holliday, exigiendo culpables a los que castigar, soluciones inmediatas y números limpios que son imposibles de entregar bajo las circunstancias actuales. Por sí solo, el hombre no da abasto con tanta demanda, así pues, ha encargado al comisario de mantener en orden a la ciudad mientras él se ocupa de saciar a las bestias sobre sus cabezas. El silencio en la silla del subcomisario nunca antes había sido tan ruidoso. Como guinda de este pastel podrido, nada de lo anterior constituye, a decir verdad, un espectáculo al que valga la pena prestar atención. Trucazo ha empezado a sospechar, en contra de su buen juicio, que en realidad sí existe una deidad por encima de él, solo para justificar su aburrimiento como una especie de castigo divino. De lo contrario, no se explica lo insípido que se ha vuelto todo. Así pues, conforme termina de ajustar la última correa de su chaleco antibalas, la amargura empieza a colarse entre sus pensamientos; no se trata solo de la rutina, tampoco de la mierda ajena que debe limpiar, también está, por desgracia, el remanente de todo lo anterior, ese que aún camina por los pasillos de la comisaría, portando el mismo permiso de manejo de armas que cualquiera de ellos, oculto bajo la fachada de un subinspector recién transferido. Una carcajada seca se le escapa al pensar en lo absurdo de esto, llenando de golpe el silencio de la armería que lo rodea; en lugar de mantener al despojo de ojos azules renegado al rango de un auxiliar, Holliday decidió premiarlo con un cargo demasiado alto para sus capacidades y, peor todavía, le facilitó el acceso a un historial médico aceptable, aun cuando ambos saben que él fue partícipe de la masacre que desestabilizó a Los Santos años atrás. Es una fortuna que su elección de horarios haya sido tan contraria; Trucazo prefiere las ventajas que ofrece la noche, mientras que García no presta suficiente dedicación a sus responsabilidades como para elegir algo diferente a la tarde. Por tanto, ni siquiera se encuentran en el cambio de turno. Decidido a no seguir sacrificando sin razón su poca paz mental, opta por ajustar la placa de comisario en la trabilla del pantalón, después, enfunda el arma y desliza las manos en un par de guantes negros que combinan con la cazadora de cuero que abraza su silueta. De no ser por la distancia tan absurda que hay entre la armería, los vestuarios y el parking, su trayecto de un lugar a otro no estaría tan plagado de saludos, comentarios y conversaciones para las que no tiene ganas, ofreciendo, en cambio, un simple asentimiento de cabeza. Aunque ni siquiera eso es capaz de mantenerlo fuera de sus divagaciones, aún atrapado en la maraña burocrática que dejó el viejo, ese gremlin cuyo ataúd no pesaba tanto como el caos que dejó tras su muerte. Entonces, la pantalla del patrulla recién encendido brilla con la alerta más reciente, enviada segundos atrás por un civil anónimo: posible intento de suicidio. La dirección lo lleva directo al Viaducto Míriam Turner, una zona apartada de su ubicación actual y, en consecuencia, perfecta para mantenerlo ocupado. Por fin algo que no le sabe a rutina. Sin embargo, apenas ha entrado en la radio general cuando una voz aguda inunda la frecuencia, haciéndole fruncir el ceño. —H-50 yendo al intento de suicidio. Como no es posible en este universo, ni en ningún otro, que se le haya permitido al gilipollas de Isidoro gestionar la frecuencia líder sin supervisión, Trucazo revisa el panel general en busca del pobre diablo arrastrado al desastre, encontrándose con cierta peculiaridad; si bien es cierto que esos dos andan como uña y mugre la mayoría del tiempo, los tonos anaranjados que pintan el horizonte indican con bastante claridad que, para este momento, el subinspector Gustabo García debería estar fuera de servicio. Le es inevitable chasquear la lengua, dividido entre el fastidio que le provoca esa constante en su rutina y una leve curiosidad ante lo que es, al tiempo, semejante anomalía. Así pues, oprime el botón de la radio antes de anunciar con firmeza—: Z-50 acude como 10-32. Las luces del atardecer bañan los edificios con ese tinte cobrizo que aligera la naturaleza salvaje de la isla conforme el motor del patrulla ruge al adentrarse en la avenida principal. Mientras se cruza con varios coches de civiles que conducen con exasperante calma, Trucazo se deja llevar por la música en su lista de reproducción al tiempo que observa de vez en cuando las vitrinas de varios locales. Algunos están guardando la mercancía sin vender, muchos otros apenas han iniciado su jornada laboral, y uno que otro simplemente va caminando por ahí. De cierto modo, es ahí donde encuentra un contraste poco grato con la monotonía de su propia rutina, plagada de turnos extendidos, burocracia frívola, protocolos repetidos con tanta frecuencia que se han vuelto automáticos. La mayoría de oficiales son, a diferencia de la creencia popular, tan humanos —frágiles bolsas de carne— como los dolores de cabeza que se hacen llamar «civiles»; tienen razones para negarse a extender su turno, a involucrarse con papeleo innecesario, a ignorar los protocolos diseñados para salvaguardar sus vidas. Su mano se extiende de golpe hacia la pantalla táctil, subiendo al máximo el volumen de la radio en el mismo instante que pisa el acelerador, sin permitirse un solo momento más de absurdas divagaciones. Cuando el motor del patrulla responde con un rugido salvaje, al tiempo que los neumáticos azotan el asfalto, dejando detrás de sí una estela de humo blanco, el cuero del volante cruje bajo su agarre. Un hombre como él está por encima de las miserias que inquietan a las criaturas que se arrastran bajo las suelas de sus zapatos. Conforme se va acercando al punto de encuentro, Trucazo reduce la velocidad y apaga la radio. Al llegar, lo primero en su línea de visión es la silueta esbelta de un hombre que permanece justo al borde de la entrada del puente, dando la espalda al coche policial aparcado al extremo contrario, en un punto lo suficientemente discreto para no interferir con el tráfico ni alterar el ambiente. Captando el mensaje, Trucazo también aparca el patrulla a una distancia prudente, todavía sin activar las luces de emergencia. Una vez es recibido por la brisa helada del crepúsculo, él se acomoda las solapas del abrigo y se ajusta la joyería de plata que le rodea los dedos, avanzando a paso silencioso. Entonces, la figura antes desconocida toma la forma de un hombre que está cruzado de brazos, sosteniendo parte de su peso sobre el flanco derecho, en apariencia indiferente tanto a la escena que se desenvuelve frente a él como al recién llegado. Ni siquiera parece haber notado su presencia, aunque al comisario no le extrañaría que se deba al desinterés absoluto del gilipollas por su entorno. Para su propia consternación, es la camisa borgoña que el otro viste bajo ese feo chaleco antibalas lo primero en llamar su atención; el tono se asemeja al que usó en el funeral, demasiado vivo para las circunstancias actuales, muy poco llamativo para ese cuerpo tan engañosamente quieto. Sin embargo, al fijarse en los lentes oscuros que lleva, casi suelta una carcajada. Una vez es recibido por la brisa helada del crepúsculo, él se acomoda las solapas del abrigo y se ajusta la joyería de plata que le rodea los dedos, avanzando a paso silencioso. Entonces, la figura antes desconocida toma la forma de un hombre que está cruzado de brazos, sosteniendo parte de su peso sobre el flanco derecho, en apariencia indiferente tanto a la escena que se desenvuelve frente a él como al recién llegado. Ni siquiera parece haber notado su presencia, aunque al comisario no le extrañaría que se deba al desinterés absoluto del gilipollas por su entorno. Para su propia consternación, es la camisa borgoña que el otro viste bajo ese feo chaleco antibalas lo primero en llamar su atención; el tono se asemeja al que usó en el funeral, demasiado vivo para las circunstancias actuales, muy poco llamativo para ese cuerpo tan engañosamente quieto. Sin embargo, al fijarse en los lentes oscuros que lleva, casi suelta una carcajada. Lo dicho, un payaso en toda regla. —Respóndame, caballero, ¿quiere usted morir? —La voz del subinspector corta el aire con la precisión de una cuchilla—. He visto hombres sobrevivir a explosiones, torturas, tiroteos. ¿Qué le asegura a usted que no sobrevivirá a esta caída? Todavía de brazos cruzados, y presumiendo la postura de alguien que observa una escena demasiado familiar para ofrecer algún tipo de reacción, el payaso de rojo apenas se inclina hacia adelante, con la mirada fija en el sujeto de cuerpo tembloroso que se cierne sobre la barandilla del puente. —No va a morir. —Incluso con su aparente desinterés, hay notas rígidas en su discurso—. Vivirá, y le va a doler cada que respire, como el putísimo infierno. El sujeto del puente suelta un bufido seco, apenas audible. Viste una camisa azul de manga larga, abotonada hasta el pecho y cubierta de mugre. Por otro lado, incluso cuando está de cara opuesta a los oficiales presentes, todavía es evidente que lleva unos pantalones oscuros, sostenidos por un par tirantes negros que cruzan rectos sobre su espalda. —¿Qué clase de policía es usted? —No, hombre, si yo no vine aquí como policía. Estoy aquí como sobreviviente. —No se acerca, no invade—. Dice usted que perdió a su familia por culpa del fuego… —Tampoco habla con dulzura, sino con cierta apatía, que bien podría confundirse con la distancia profesional de un agente—. Bueno, yo perdí mi vida. Si no me cree, fíjese usted mismo. El adefesio mal vestido frunce el ceño, y su cuerpo, rígido como una viga en tensión, se gira apenas lo necesario para enfocar la mirada en el subinspector. Inexplicablemente, Trucazo se encuentra imitando sus acciones. Lo que ambos descubren es tan insólito como fascinante y, de cierto modo, cautivador. Con la camisa ahora arremangada hasta el codo y la cabeza inclinada hacia un lado, García expone sin reparos el extenso parche de piel irregular que le cubre todo el flanco derecho, partiendo desde el filo de su mandíbula hasta la muñeca. Es la crudeza subyacente en su confesión la responsable de llamar a un silencio que, por un instante, suprime el bullicio de la ciudad hasta convertirlo en ruido de fondo. Trucazo habría esperado —incluso apostado— por un mínimo de vergüenza, recelo incluso, de ese tipo teatral que tanto le caracteriza. Sin embargo, no hay orgullo allí, solo una encantadora y desarmante insensibilidad. —Como puede ver, caballero, ni siquiera el fuego fue capaz de ayudarme. Y terminé durante cuatro putos años en un puto hospital psiquiátrico. Los ojos del esperpento, enrojecidos por el llanto contenido, se abren aún más. Es entonces cuando a Trucazo se le permite un vistazo más detallado de su apariencia; su piel es macilenta bajo la luz artificial de las farolas, flácida hasta el espanto, sin mencionar el par de ojeras pintadas con carbón que acentúan el grado severo de delgadez en el que se encuentra. Sin embargo, lo más destacable es la cicatriz que le cubre el lado izquierdo del rostro, pálida e irregular; los vestigios de una quemadura que estuvo a punto de consumir cualquier rasgo reconocible. —Usted puede saltar, y puede que muera y se una a su familia. O no. ¿De verdad los va a encontrar del otro lado? —El cadáver viviente traga saliva un par de veces—. O puede que no muera, pero sí que se quede con todo el dolor de haberlo intentado y haber fallado incluso en eso, recluido en cuatro paredes de mierda y tragando putas pastillas cada dos por tres. Los labios, agrietados y cubiertos de sangre seca, le tiemblan al formar una línea fina antes de inclinar la cabeza cual cordero manso, ocultando su humillación del hombre que lo ha arrinconado dentro de su propia miseria. —Entonces, dígame, ¿de verdad quiere morir? —El sollozo lastimero de un animal herido es la única respuesta que reciben—. ¿O solo no quiere vivir así? Una pregunta tan simple, dicha con la fuerza justa para no ser arrastrada por el viento, es el golpe que consigue derrumbar al mártir; cae de rodillas sobre la plataforma del puente, sosteniéndose de las barras metálicas hasta que sus nudillos palidecen. Pronto, su otra mano le cubre el rostro, clavándose las uñas en la piel antes de empezar a lloriquear de forma audible y acuosa. De repente, Trucazo recuerda la presencia del otro gilipollas cuando este da un paso al frente, estirando el brazo y entreabriendo la boca con la evidente intención de unirse a la conversación. Sin embargo, basta un simple gesto del rubio para detenerlo en seco y, de paso, mandarlo a callar sin siquiera dirigirle la mirada. Jamás se le habría pasado por la cabeza que Isidoro fuera capaz de guardar silencio por más de un maldito minuto. —No quiero… —Una voz quebrada, ahogada entre hipidos y sollozos, lo arrastra de vuelta al presente—. Solo no quiero más dolor. —No me ha dicho que quiere morir. Por fin, la bomba estalla. —¡Porque no quiero morir! —El grito atraviesa la oscuridad y resuena a través de las sombras—. ¡Quiero vivir, joder! Quiero conseguir un trabajo. Quiero tener un puto apartamento. Quiero tener algo que me espere en casa, alguien. Quiero… Sus alaridos se van apagando conforme más quejas salen de su boca. Al final, lo único que queda es un cascarón sin fuerzas para seguir luchando, cuya respiración agitada perturba la brisa que les agita el cabello. —Solo quiero que no duela vivir —murmura en voz baja, con la cabeza gacha y los dedos clavados en sus costados—. Que cada vez que respiro me recuerde que no debería estar vivo, que no debería haber sobrevivido, que ellas… Que yo las maté. Que les quite la oportunidad de vivir, mientras yo… —La pausa que le sigue es acompañada por un gemido lastimero que le deforma el rostro—. Mientras yo sigo aquí. La siguiente pregunta del subinspector llega apenas un latido después. —¿Y usted qué cree que querrían ellas? —Vivir. —Para usted. —La respuesta que recibe no es otra que un silencio espeso. Sin embargo, García no ha terminado de hundir el puñal—. Si esa vida le pertenece a ellas, ¿qué derecho tiene usted de desperdiciarla así? Su rostro permanece inexpresivo, no hay perturbación en su tono de voz, y su cuerpo se mantiene en la misma posición despreocupada del principio. Aun así, a Trucazo le es inevitable dirigir la mirada hacia la mano tensa que el payaso oculta bajo sus brazos cruzados, entrecerrando los ojos al ver el blanco resaltar en sus nudillos. —Yo sobreviví, en contra de mi voluntad, sobreviví. Entonces, esperé. Si no podía morir... —una pausa, breve, sin dramatismo— algún día tenía que dejar de doler, ¿no? Ante esto, la mirada enrojecida y acuosa del esperpento mal vestido regresa al rostro del subinspector, con un tenue destello de expectativa colándose en sus iris. —No. —Incluso el mar ha detenido su vaivén ante la crudeza del veredicto—. Pero encontré ciertas cosas que hacen que duela… menos. Solo tuve que esperar un poco más. Un día más. El lamento de la ambulancia se presenta como un eco lejano y repentino que va tomando fuerza conforme las luces de la sirena aparecen en el horizonte, atrayendo la atención del subinspector apenas lo suficiente para hacerle inclinar el rostro en su dirección. Y, por un instante, Trucazo cree que la mirada celeste bajo esos lentes se posa sobre él. —No puedo dejarle saltar cuando no quiere morir —dice García antes de suspirar, regresando al mirada al frente—. Cuando no merece ese alivio. Y, con eso, el sujeto se derrumba sobre sí mismo, convirtiéndose en un ovillo sollozante. —Esa vida pertenece a las personas que el fuego se llevó. Su deber es con ellas. —Él lo observa desde arriba, aunque es difícil discernir su expresión cuando las luces bicolor de la ambulancia se mezclan son las sombras de la noche—. No puede morir, caballero. No así. Incapaz de pronunciar algo más que balbuceos y lamentos, el sujeto mueve la cabeza, apenas lo necesario para dar a entender su aceptación. Es entonces que García gira el rostro en dirección a Isidoro, quien rápidamente se mueve a paso firme hasta alcanzar al otro sujeto. Sin embargo, es arrastrado de inmediato a un abrazo que lo hace caer hacia adelante, casi sin darle tiempo a agarrar la barandilla de metal. —Siga las instrucciones del personal médico, por favor. —La voz del subinspector es plana, incluso para alguien tan poco acostumbrado a escucharlo—. Uno de mis compañeros lo ayudará con el papeleo y todo lo demás. De nuevo, otro asentimiento, apenas perceptible, que se pierde entre el abrazo férreo que mantiene al Isidoro paralizado. García, aparentemente libre de otras obligaciones, se retira sin pronunciar palabra mientras los paramédicos descienden de la ambulancia y se apresuran al borde del puente. La mirada del comisario lo sigue, en silencio, desde donde está. A simple vista, el hombre es la viva imagen de la serenidad, con su rostro impasible, la espalda recta y un andar ligero. Pese a ello, la forma en la que sus hombros se encogen al tiempo que sus manos vagan sobre los laterales de su cuerpo, indecisas entre ocultarse bajo los bolsillos o permanecer fuera, delata más de lo que parece estar dispuesto a aceptar. Sin pensárselo mucho, Trucazo toma el mando en el momento que una de los médicas desvía su camino en dirección al subinspector fugitivo, llamando la atención del personal presente con un saludo firme, pronunciado de una forma que no deja espacio para la duda sobre quién es la máxima autoridad presente. —¿Qué pasa, pituquiña? Algo en el interior del comisario le advierte de la bomba de tiempo que es García en este momento, listo para estallar en el instante que alguien lo presione más de la cuenta y destroce la máscara de control que ha mantenido la escena en pie. Y, de ocurrir, no será el subinspector bien portado quien emerja para defenderse, sino el payaso que torturó a su adorado hermano durante una semana sin siquiera pestañear. Trucazo hace esto por la seguridad pública, simplemente. El informe que los paramédicos reciben es breve, tan preciso como lo demandan las circunstancias actuales. Por lo demás, delega gran parte de los detalles al imbécil atrapado en el abrazo del sujeto que llora. —Isidoro, quédate con el tío este hasta que se calme. Que lo lleven cuando esté listo. Responde a todas las preguntas de los médicos —ordena por la frecuencia personal del oficial—, y deja de coquetear con la pituca de cabello rubio, me cago en Dios. En respuesta, recibe una risilla baja, seguida del típico «10-4, tete» que ningún alto mando se esfuerza ya por corregir; no importa cuántas reprimendas reciba, tampoco los llamados de atención, públicos o privados, el gilipollas seguirá respondiendo con la misma informalidad a cualquiera que se dirija a él, sin importar el rango. Dejando de lado una causa perdida, Trucazo camina de regreso a su patrulla, encontrándose con la figura rígida de un hombre que finge desinterés al observar el agua bajo el puente, esa que se balancea con un ritmo salvaje y arremete contra las vigas. La brisa, incontrolable y feroz, le remueve el cabello sin cuidado al tiempo que lleva consigo el humo residual de su cigarro encendido. Sin vacilar en su andar, él se acerca en silencio, permitiendo que solo las suelas de sus zapatos contra el asfalto adviertan de su paulatina proximidad. —Oístes, neno, ¿debo ponerme poético sobre la belleza de la vida? ¿O cómo va? En cuanto una risilla breve, similar a un suspiro, llena el espacio entre ellos, el comisario da su último paso, deteniéndose a un metro del otro gilipollas, quien no le ofrece ni el atisbo de un reconocimiento superficial. —Que va, si yo supere esas mierdas hace mucho. —Da una calada larga y reflexiva a su cigarro antes de soltar todo el humo al cielo. Entonces, inclina la cabeza hacia la radio sujeta a su chaleco y, con su mano libre, activa el canal de comunicación—. ¿Terminaste, Isidoro? El silencio es la única respuesta que obtiene, de acuerdo a lo previsto por el comisario. Por tanto, ante el ceño fruncido del subinspector, él le ofrece la misma explicación que a uno de los médicos. —Isidoro se quedará con el pavo este hasta que se calme. Tampoco puede hacer otra cosa el chaval, que no lo van a soltar pronto. Esta vez, la risa que suelta el subinspector presume ser más genuina que sus anteriores respuestas, aun si es tan breve como el ligero estremecer de sus comisuras. Entonces, se aclara la garganta con rapidez, dando otra calada a su cigarro antes de arrojarlo al asfalto y dejar que la suela blanca de sus zapatillas lo apaguen. Zapatillas del mismo puto color que su camisa formal. Sus labios se mueven más rápido que su cerebro, preparados para dejar en claro su descontento ante el pésimo gusto del subinspector, levantando la mirada hacia ese rostro oculto por la penumbra de la noche. Sin embargo, la voz se le queda atascada en la garganta, encontrándose a sí mismo incapaz de reconocer el porqué. Aunque no es la primera vez que ve al bastardo a distancias similares —más reducidas de lo que le gustaría—, algo en la imagen que ahora se presenta frente a sus ojos, delineada por la iluminación cándida de las farolas y los residuos de humo, le roba la palabra de una modo que no puede reconocer; no se trata del filo en su mandíbula, ni el rubio brillante de los mechones que el viento consigue desordenar, tampoco del perfil que debería resultarle desconocido y, aun así, evoca en él algo familiar… Familiar. En cuanto el desagradable reconocimiento invade su línea de visión, su propia mandíbula se tensa de un modo que le lastima las encías y le endurece los músculos del cuello. Trucazo puede ver, en primera plana, el eco difuminado de un parásito que infectó lo poco rescatable de esta isla y trajo consigo desgracias irreversibles, entre ellas, la astilla manchada de su pútrida sangre. —Anda, súbete —dice con brusquedad, dirigiéndose a su patrulla—. Te dejaré en comisaría, que debo ocuparme del puto informe de los cojones. Por muy tentadora que sea la idea de empujar al bastardo por el pretil del puente, sería más problemático que resolutivo deshacerse de él en estas circunstancias. Por otro lado, la tensión en su manzana de Adán, junto a la rigidez de su postura, delatan una inestabilidad demasiado frágil para que Trucazo se haga de la vista gorda, otra vez. —Oístes, neno, que el hospital no está a la vuelta de la esquina —aclara en el momento que ve al otro gilipollas abrir la boca—. El Isidoro necesita el patrulla si quiere seguirle el ritmo a la ambulancia. Trucazo entra al coche y enciende la radio antes de ajustarse el cinturón de seguridad. Según lo previsto, la puerta del copiloto no tarda en ser desbloqueada por el subinspector, quien, a saber por qué, ha elegido no ajustar su propio cinturón, incluso cuando el motor del patrulla cobra vida. Bien, ojalá choquen. Pese a haber recorrido el mismo trayecto cuando se ofreció de apoyo, el camino, de algún modo, se hizo más largo durante el operativo. A lo mejor se deba a la quietud espesa que los engulle dentro del vehículo, ocasionalmente rota por el ruido de la radio, que salta entre canciones sin perturbarse por el ambiente. Desde su lado, Trucazo mantiene la vista en la carretera, con una mano al volante y la otra sobre la palanca de cambios. García, en cambio, ha elegido mirar por la ventana en completo silencio. La forma en la que sus dedos agarran el volante mientras la tensión le endurece los músculos de los hombros, haciendo de su cuello un mástil rígido, se debe única y exclusivamente al hecho de tener al remanente de un pasado que, por algún motivo, sigue acechándolo en cada paso. Bien podría ignorar la participación del bastardo en la masacre de hace unos años, incluso su papel en la muerte de un hombre que, para bien o para mal, se había ganado el aprecio de Trucazo durante su tiempo como mecánico, aunque no lo suficiente para lamentar su final. Lo que no puede ignorar es la sangre que le fluye bajo la piel, los rasgos tan familiares y, al mismo tiempo, disímiles. A regañadientes, debe admitir que, esta noche, García ha superado las nulas expectativas que tenía puestas sobre él; contrario a la imagen de bufón sin gracia, inoperante e indisciplinado, en la memoria de Trucazo, el sujeto que habló en el puente hace un momento fue eficaz, asertivo. No vaciló al hablar, no actuó con debilidad y mucho menos se permitió flaquear ante el arrebato de la víctima. Por tanto, aún en contra de su buen juicio, ha empezado a preguntarse hasta qué punto esa sangre maldita es capaz de infectar al heredero. Más pronto que tarde, llegan a la entrada del parking y, sin tiempo que perder, el subinspector desciende del coche apenas un momento después de que Trucazo se haya detenido. —Buen turno, Freddy —dice García al tiempo que cierra la puerta, más entusiasmado de lo que parecía momentos atrás. Él apenas asiente, observando cómo las sombras envuelven poco a poco al otro hombre. Solo entonces pone el coche en marcha y lo deja en el lugar correspondiente, siguiendo una rutina que se sabe de memoria. Después de bloquear el vehículo, marca su destino directo a las escaleras de emergencia, luego cruza los pasillos hasta su oficina, con la iluminación estéril de los focos como única compañía. Una vez dentro de su despacho, arroja las llaves sobre el escritorio, se sienta frente a la PC, conecta el sistema e introduce sus credenciales, no sin antes recordarle a Isidoro, a través de la frecuencia líder, que envíe el informe antes de terminar su turno. En cuanto accede a la plataforma de la LSPD, el archivo de nombre «Subinspector Gustabo García» es el primero en su radar. Aun dando por hecho que Holliday, fuese por iniciativa propia o siguiendo ordenes, estilizó los antecedentes del bastardo de modo que su reintegración al cuerpo fuera razonable —apenas— para cualquier curioso, lo que detallan estos archivos roza el límite de lo absurdo; el Alto Comandante tiene poder, cierto, pero no es el único en la cima, sin mencionar que ni siquiera él podría vaciar un historial como el de Gustabo. La información se detiene en su dimisión. Antes de eso, no hay algo diferente a su entrenamiento en la academia, los contados ascensos que recibió y uno que otro llamado de atención por mal comportamiento. No está ligado a operativos importantes, tampoco a ninguna organización, ni siquiera existe evidencia alguna de trabajos encubiertos, mucho menos de su relación con la anterior cabeza. Además de su paso por el hospital psiquiátrico, su archivo es tan interesante como el de cualquier otro agente. Frunciendo el ceño, Trucazo filtra los nombres de«Fred» y «Dan», encontrándose con el archivo de The Union, ligado únicamente al expediente del viejo y tratando a ambos individuos como agentes transferidos que fallecieron durante el último enfrentamiento con dicha mafia. Sin foto. Sin información adicional. Asimismo, al indagar en los registros de The Union, se encuentra con un nombre tan familiar como repelente: Pogo. Por desgracia, esa es su única conexión visible. Está fichado como uno de los miembros más peligrosos de la organización, sin más; no hay mención de rencores personales, fotografías de su rostro en buena definición ni detalles de su identidad real. Si bien es cierto que la mayor parte de la información es verídica, Trucazo puede dar fe de ello, la falta de relación entre los expedientes es, como mínimo, sospechosa. De primeras, se pregunta si Holliday está involucrado en la manipulación de dichos registros, después de todo, él sabe lo problemático que fue el bastardo en el pasado, tiene que saberlo.Aunque descarta tal sinsentido casi de inmediato; el hombre ha estado en la ciudad poco más de seis meses, habiéndose presentado como un transferido bien portado y honesto que, por momentos, es más indulgente de lo que debería. Incluso si participó de algún modo, no tiene el poder suficiente para alterar expedientes de esa forma. Caso contrario al de su predecesor. Trucazo fue testigo de la turbulenta relación entre ambos gilipollas, que solo empeoró después de confirmar un parentesco poco bienvenido. No obstante, aun si no se trataba de un afecto genuino, el viejo seguía sin poder prescindir del payaso más joven. Por tanto, su insistencia en “recuperarlo” no le sorprendió, incluso si eso implicaba la modificación de registros oficiales. Al fin y al cabo, no sería la primera vez que alteraba información a su conveniencia. Pese a ello, sigue sin tener sentido. Un historial como el suyo es la mejor forma de mantenerlo a raya. Limpiarlo sería, cuanto menos, contraproducente. Ante esto, Trucazo se reclina en la silla, observando las dos fotografías que ahora se muestran en la pantalla; uno junto al otro, el retrato del pasado y su remanente, diferentes de un modo que no debería ser posible. La iglesia es mencionada en algunos documentos, aunque la información es vaga, en el mejor de los casos. A juzgar por el comportamiento del subinspector esta noche, lo que ocurrió en ese lugar —el fuego—, no fue un simple incidente que debería permanecer enterrado bajo los escombros de otra mafia fracasada. Es solo entonces que Trucazo nota que alguien más ha solicitado acceso al expediente del viejo, un oficial de rango demasiado insignificante si necesita pedir algo así, y quien, a juzgar por su historial, no es más interesante que ver pintura secarse: James Gordon, Oficial III. Lo único relevante en su perfil es la cantidad de años que ha estado dentro del cuerpo, un número francamente cómico para su rango actual. Dejando que la silla soporte todo su peso, abre el cajón de su escritorio en busca de fuego y un cigarro. Una vez lo ha encendido, da una calada profunda antes de echar la cabeza hacia atrás y soltar el humo de modo que sienta parte de su tensión desvanecerse en la penumbra de su despacho. Entonces, gira la cabeza en dirección al ventanal. Desde allí, la ciudad se extiende como un río de almas en pena. Cuando regresa la mirada a los dos rostros en la pantalla, le es inevitable desviarse al cáncer que destruyó más de lo que figura en cualquier registro. Pero entonces, sus iris se encuentran con el azul pálido en los ojos de lo único tangible que ese cabrón dejó atrás. Lo único que aún se puede romper. Justo en ese instante, Freddy da otra calada a su cigarro.
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