ID de la obra: 555

The Mail Order Bride

Het
R
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Emparejamientos y personajes:
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planificada Mini, escritos 271 páginas, 96.562 palabras, 30 capítulos
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Prólogo: Comienzos

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. Comienzos Bear Valley, Colorado Marzo de 1887 . —Tranquila, Carmen… Las pezuñas de mi yegua derraparon sobre la grava suelta en lo alto de la colina, y contemplé el valle del río Bear. El aroma limpio de los árboles de hoja perenne llenó mis pulmones y respiré profundamente. Esa era la diferencia más grande entre Colorado y Chicago. Aquí podía respirar. Podía estirar los brazos y la mente de una forma que nunca imaginé cuando era un niño, limitado por una sociedad superficial y convenciones asfixiantes. Esta tierra me llenaba de una paz que jamás conocí al crecer. Desde el primer momento en que llegué, supe que este era mi lugar. Las montañas escarpadas que rodeaban el valle se alzaban como centinelas, mientras el sol matutino iluminaba la nieve acumulada en los pastizales. Los abetos cubiertos de escarcha brillaban como diamantes bajo su luz nítida, y el cielo profundo y despejado de Colorado lo abrazaba todo con una riqueza que dejaba en ridículo al mismísimo rey Midas. Aunque el invierno había sido especialmente duro en el Rancho Bear Valley, esta vista seguía provocándome un estremecimiento en el pecho y un nudo en la garganta. Este lugar era ahora una parte de mí tanto como mi mano lo era de mi brazo. Era mi hogar. Este magnífico valle me pertenecía. Sin embargo, el orgullo de ser su dueño no hacía la vida aquí más fácil. El frío récord de este invierno había congelado la savia dentro de los árboles, haciéndolos estallar durante las noches gélidas, como disparos. La nieve había caído con tanta intensidad que hubo que cavar túneles entre los montículos para poder ir de un edificio a otro dentro del rancho. Peor aún, el ganado sufría por el frío y la escasez de alimento. Y como el río se había congelado, tocaba derretir nieve y hielo una y otra vez para saciar la sed del hato. No sabía quién estaba más exhausto, si mis peones o esas pobres bestias que intentaban mantener con vida. Y yo estaba decidido a que lo lograran. El ganado era el alma de un rancho, y haría todo lo que estuviera a mi alcance para asegurarme de que prosperara. Por eso andaba siempre a deshoras, montado en la fiel Carmen, patrullando alrededor del hato, procurando que ningún rezagado quedara atrás y alejando a los lobos que buscaban una presa fácil. Sabía que cada novillo que el invierno o los lobos nos quitaran sería un apretón más al cinturón cuando llegara la temporada de recogida; y en lo personal, significaba posponer también mis propios sueños. Esos sueños, esas esperanzas, giraban en torno a la luz que se encendía en mi oscuridad: la señorita Isabella Swan, de la Vieja Virginia. Habíamos comenzado a escribirnos en otoño y, con cada carta, lograba ver con más claridad la clase de mujer que era: inteligente, curiosa, aguda y aplicada, pero también modesta y de espíritu dulce. Esperaba que ella disfrutara de mis palabras tanto como yo de las suyas. Me hacía tan fácil volcar en papel mis pensamientos, sueños y ambiciones, más de lo que jamás creí posible. Cuando las enviaba, estaba a medias temeroso de que rechazara mi franqueza, a medias esperanzado de que la comprendiera. Me mantenía en vilo hasta que llegaba su siguiente carta, solo para encontrarla igual de sincera, esperanzada y encantadora a su manera. Ah, tenía ingenio, esa mujer. Sus palabras me llegaban al corazón, y me descubrí casi memorizando cada línea para repetírmela durante los días agitados pero monótonos. Sabía que estaba prendado de ella, y deseaba con desesperación conocerla. Pero también entendía que, si quería convencerla de venir desde Virginia, la única razón honorable que podía ofrecerle era el matrimonio. Ninguna dama decente viajaría tan lejos por un capricho, y menos sin una promesa de por vida. Tenía que estar seguro de estar listo para dar ese paso antes de hacerlo, pero incluso antes de eso, el rancho debía estar en condiciones de permitirlo. Mi orgullo y mi sentido del honor no aceptarían menos que ofrecerle a la señorita Bella un hogar digno y un futuro seguro. Una preocupación persistente que tenía era que tal vez ella no quisiera casarse conmigo. No se había dicho nada al respecto, pero leía cada carta con atención y, aunque a veces podía imaginarme que su aprecio por mí iba en aumento, otras veces me convencía de que solo me veía como un conocido interesante, aunque ajeno; una curiosidad. Le contaba sobre mi vida en el rancho, deseando que comprendiera lo que podría esperarla si mis esperanzas se concretaban, pero cuando releía mis palabras, esa vida sonaba dura. Ella venía del cómodo Este. Se esperaba que la esposa de un ranchero trabajara tanto como él, si no más. ¿Con qué derecho iba yo a arrancarla de esa existencia apacible para traerla a esta tan exigente? Y así, me encontraba en un punto muerto. Mi corazón me decía una cosa, mi mente otra. De pronto, harto de mis frustrantes pensamientos, chasqueé la lengua y Carmen comenzó a bajar la colina hacia el hato, donde mis hombres estaban dándole agua a parte del ganado. Emmett salió a mi encuentro cuando me acerqué. —Patrón, ya tenemos casi lista esta parte. ¿Dónde quiere que sigamos trabajando? —Estoy pensando al otro lado del río. Hay unas cuarenta cabezas allá que necesitan atención. Asintió y dijo: —Creo que esta será la última vez que tengamos que darles agua este año. Fruncí el ceño, alzando una ceja. —¿Ahora eres pronosticador del clima? ¿Cómo lo sabes? —Vi los calzoncillos largos de Tyler colgados en el tendedero cuando bajaba del barracón esta mañana. Esa es la señal más segura que conozco. Tuve que reírme. Seguro que esa ropa interior estaba congelada como una piedra. —¿Así que el lavado anual de la ropa interior de Tyler es un augurio infalible de que llega la primavera? —Así es… o es una señal del apocalipsis. Como siempre he sido un tipo optimista, prefiero pensar que la primavera ya viene. —Ojalá tengas razón, y también los calzones largos de Tyler. Ya nos haría falta que llegara pronto. Sonriendo, giré a Carmen para revisar la salud de los novillos que comían ruidosamente el heno que les habíamos arrojado cerca de la orilla del río. Comían con entusiasmo, señal de que tenían hambre. Al observarlos con atención, noté que habían perdido algo de peso, como era de esperarse, pero no demasiado. Este año tuve que comprar varios cargamentos de forraje a un precio usurero para mantener alimentado al ganado. Le juro a Dios que el próximo verano sembraré uno de los pastizales para poder alimentarlos yo mismo en los años siguientes. Cultivar no era lo que solían hacer los rancheros, pero me daría una satisfacción enorme informarle al señor Cope que ya no necesitaría de su gestión para contactar granjeros lejanos y comprar heno extra. Era un avaro de primera, si alguna vez conocí a uno, pero tenía el único medio para ubicar proveedores de heno en nuestra región. Me incliné para darle unas palmaditas a Carmen en el cuello, rascándole detrás de las orejas como le gustaba. Las movió con aprecio y soltó un resoplido satisfecho. A veces pensaba que mi yegua podía leerme la mente, tan compenetrada estaba conmigo. Nunca había visto una mejor yegua de ganado, y los demás opinaban lo mismo. Me habían hecho muchas ofertas por ella, pero las rechacé todas. El señor Dowling, que era dueño del rancho más abajo del río, había estado particularmente interesado en comprarla, subiendo la oferta cada vez que me veía, pero creo que la mayoría de las veces solo bromeaba. Él sabía lo que yo sabía: un vaquero solo era tan bueno como su caballo, y sería un necio si me deshacía de ella. Pero, pensando en lo que Emmett había dicho antes, comencé a buscar señales de la primavera, aunque todo a mi alrededor seguía siendo invierno. El aliento del ganado salía en nubes de vapor en el aire helado, y sus excrementos también. Todos los álamos estaban pelados, sin una sola hoja brotando, y el río seguía tan congelado como el corazón de una ramera. Además, seguía haciendo un maldito frío. Me soplé en las manos mientras observaba a un novillo acercarse tranquilamente al tanque de agua, pensando que a mí no me vendría mal una taza de café caliente. Me giré en la silla y grité: —¡Eh, Emmett! ¿Hay café por ahí? —Lo siento, patrón. Lauren hizo una o dos ollas esta mañana, pero ya se acabaron. Puedo subir a la casa y traer más. —No, ya voy yo. Terminen aquí y luego lleva a los muchachos a ver el ganado del otro lado del río. —Sí, señor —respondió Emmett, y empezó a dar órdenes para cargar el carro. Yo dirigí a Carmen por la colina hacia la casa. Como había luna llena la noche anterior, había estado levantado mucho antes del amanecer haciendo las rondas. El estómago me rugía solo de pensar en una taza de café y algo para aguantar hasta el almuerzo. Cuando llegué a la cocina, encontré a Lauren Crowley fregando una olla en el fregadero. —Buenos días, Lauren. ¿Hay café? Era impensable que no hubiera una olla de café, fuerte y espeso como la melaza, reposando en la parte trasera de la estufa, así que estaba seguro de que tendría algo. Me sorprendió cuando respondió: —No, señor. No hay café. Maldición. —¿Podrías preparar un poco? —pregunté. Ella me miró con esos ojos grandes que tenía, pero no se movió ni hacia la estufa, ni al armario, ni a la bomba de agua. Alcé las cejas y la miré fijamente. Esta mujer era más terca que una mula. —¿Café? —repetí, tratando de no mostrar mi fastidio. Después de todo, no era su culpa tener tan poco sentido. —No, señor. Ya no queda. —Ya sé eso. ¿Puedes hacer más? —No queda —repitió. —¿Quieres decir que ya no hay granos de café en todo el rancho? —Sí, señor. Maldita sea dos veces. Quedarse sin granos de café era un problema grave para el rancho. ¿Cómo podía esta mujer no haberse dado cuenta de la situación? Entonces, una idea preocupante me cruzó por la mente. —¿Qué otros víveres nos están faltando, Lauren? Había confiado en que Lauren me mantendría al tanto de las provisiones. —No nos falta nada más, solo los granos de café. Decidí ser más preciso con mis preguntas. —¿Estamos por quedarnos sin otras cosas? La mujer se quedó completamente quieta, mirándome fijamente como por un minuto entero. Luego dijo: —Creo que estamos bajos en harina de maíz. —¿Algo más? —Y en harina de trigo. —¿Harina de maíz y harina de trigo? ¿Eso es todo? —No, señor, también andamos escasos de manteca y frijoles. —Bueno, Lauren, ¿qué pensabas cocinarnos cuando se acabara todo esto? —Lo mejor será ir al pueblo a comprar más. —¿No crees que hubiera sido sensato hacerlo antes de que nos quedáramos sin nada? Asintió despacio. —Así lo creo, patrón. Era evidente que tendría que buscar otra cocinera. La pobre Lauren simplemente no daba la talla. —Pues ni modo. Tendré que ir al pueblo ahora mismo. ¿Dónde está Tyler? —Está en la casa grande, terminando esas repisas que mandó poner en el salón. —No es un salón, Lauren. Es una biblioteca. Es donde se guardan libros. —Nunca había visto tantas repisas juntas. —¿Alguna vez has visto una biblioteca, Lauren? —He visto dónde guarda sus libros llegados por correo el señor Cope. Asentí y seguí: —¿Y dónde los guarda él? —Seguro que tendría al menos un par de repisas. —En ese viejo barril de pepinillos, junto a la caja registradora. Suspiré y murmuré: —Bear Valley, un verdadero Olimpo intelectual. —¿Qué dijo, patrón? —Nada, nada. Voy al pueblo. Tú prepara el almuerzo con lo que haya. Yo traeré provisiones para más adelante. Entré a la casa y encontré a Tyler lijando con esmero las tablas de roble que habíamos curado el año anterior. Su pequeño hijo, curiosamente llamado Boy, estaba sentado en un rincón jugando con pedazos de madera. No me sorprendió. Casi siempre podía encontrarse a Boy donde estuviera Tyler. Tyler era un hombre de pocas palabras, pero muchos talentos. Podía crear maravillas con madera, piedra, tela… con lo que pusiera en sus manos. Sabía que era afortunado de tenerlo como encargado de mantenimiento. En los últimos años habíamos ampliado la vieja casa del rancho, que pasó de ser una cabaña de tres habitaciones a una que podía albergar cómodamente a una familia bastante numerosa. Nadie se atrevía a preguntarme por qué quería una casa tan grande, pero habría que ser muy tonto para no darse cuenta de que algún día querría formar mi propia familia. Esperaba que ese día llegara pronto. Si los calzones largos de Tyler no mentían, nuestras pocas pérdidas estarían cubiertas en la subasta, pero estábamos llegando al límite. Este viaje inesperado al pueblo por provisiones iba a dejarme más corto de lo que había planeado. Asentí en dirección a Tyler, que no dejó de trabajar ni por un segundo, y caminé hasta mi escritorio. Abrí el cajón, deslicé el falso fondo y saqué mi caja de dinero. La levanté, le quité el seguro y conté cuánto me quedaba. Si era cuidadoso, tenía lo suficiente para cubrir los gastos del rancho hasta que llegara el momento de llevar el ganado al mercado. Pero no tenía suficiente para casarme. Empecé a preguntarme si la señorita Bella estaría dispuesta a esperar hasta el otoño para conocerme. Después del arreo, debería tener fondos suficientes para tratarla como la dama que era. Pero para eso faltaban seis meses, y suspiré. A mí no me hacía ninguna gracia esperar tanto. Tomé lo necesario para las provisiones, volví a guardar la caja y luego fui al establo para enganchar un par de caballos al carro. Poco después, ya iba camino a Bear Valley, el pequeño pueblo que compartía nombre con mi rancho. Durante todo el trayecto intenté pensar en una forma de traer a Bella antes del otoño, pero no se me ocurrió ninguna. Casi ni noté que el sol se sentía más cálido que en los últimos meses. Tal vez la primavera ya estaba cerca. Después de recorrer la calle principal del pequeño pueblo, até los caballos frente a Cope's Mercantile y entré para encontrarme con la señora Cope en su lugar habitual, detrás del mostrador. —Buenos días, señora —dije, quitándome el sombrero y sosteniéndolo en la mano mientras hablábamos. Puede que ahora viviera en el oeste, pero mi madre me había criado como un caballero, y estaría orgullosa de ver que sus enseñanzas seguían firmes en mí. —Pero qué gusto, señor Cullen. ¿Qué lo trae por Bear Valley en este hermoso día? —Tenía una manera de hablar que hacía que sus palabras parecieran significar exactamente lo contrario. Nunca logré entender cómo lo lograba. —Traigo una lista de provisiones que necesito llevar hoy mismo al rancho, si me hace el favor. Pero antes de que prepare el pedido, quiero revisar los precios. —Por supuesto, señor. Déjeme ver su lista y haré las cuentas. Ahora sonreía, y estoy seguro de que pensaba que era un gesto amable, pero la verdad es que se parecía más a una araña lista para lanzarse sobre una mosca indefensa atrapada en su telaraña. Le entregué la lista y la observé mientras escribía cada precio con una letra apretada y retorcida. Cuando terminó, tomé la lista y la repasé rápidamente. Parecía que los precios se habían duplicado desde la última vez que estuve allí. Aquella mujer era un buitre y una víbora en un solo cuerpo. Ella y su marido hacían una pareja formidable. No dije nada, solo la miré fijo con la lista en la mano, esperando su reacción. Nos quedamos así un momento: yo, cada vez más serio; ella, cada vez más colorada, hasta que balbuceó: —Ha-ha sido un invierno duro, señor Cullen. Los precios han subido. Carraspeé. —Tiene una elección, señora Cope. Puede darme precios de mercado justos o empezaré a viajar a Denver por mis provisiones. Las diferencias en precio compensarían la incomodidad, eso lo sé bien. Y quizás, para reducir mis costos de transporte, me asocie con otros rancheros del valle y, entre todos, dejemos de hacer negocios con su tienda. Estoy seguro de que puede imaginarse lo que eso implicaría, ¿verdad? No me costaría mucho hacerlo, pero preferiría que fuera más razonable, para que todos podamos prosperar. Cuanto más hablaba, más roja se ponía. No sabía que yo necesitaba esa comida hoy mismo, así que estaba exagerando un poco, pero me arriesgué y le devolví la lista. Apurada, ajustó los precios hasta un nivel que, aunque aún más alto de lo que me gustaría, era más justo. Asentí con la cabeza y firmé el recibo. —Voy a caminar por la calle para almorzar. ¿Cree que pueda tener todo esto cargado en mi carro mientras tanto, señora? Seguía con el sombrero en la mano. —Pero claro, señor Cullen —respondió, con un tono más seco que antes. No queriendo despedirme con mal sabor de boca, le sonreí y me despedí, pero me sorprendió ver cómo se le abrían los ojos y volvía a ponerse colorada. Para mi sorpresa, aleteó las pestañas y soltó una risita nerviosa. Aquella mujer era, sin duda, extraña. Negando con la cabeza, caminé hacia Miss Kitty's con la esperanza de que tuviera algo bueno en la mesa. Estaba tan hambriento como un oso recién salido de su cueva tras la hibernación; no había comido nada desde muy temprano. Al entrar al salón, me alegró ver a mi vieja amiga, la señorita Katherine Russell, tras la barra. —Hola, señorita Kitty. Es un gusto volver a verla. Sonriendo, la mujer mayor dijo: —Siempre es un gusto verte, Edward. ¿Qué te trae por aquí? —Solo vine a hacer unas compras y, también, en busca de una buena comida. La señora Cope se encarga de lo primero y esperaba que tú pudieras ayudarme con lo segundo. —Por supuesto. Hoy tenemos estofado de res. ¿Te interesa? —Sí, señora —respondí con una sonrisa y me senté en una mesa cercana. La señorita Kitty y yo nos conocíamos desde hacía tiempo, desde que llegué por primera vez a Bear Valley. En aquellos días yo era poco más que un cachorro nostálgico, y la señorita Kitty fue una presencia reconfortante. Sin su cuidado y ternura, me habría marchado de Bear Valley mucho antes de darle una oportunidad. Pero una vez que encontré mi ritmo, descubrí que lo que necesitaba no era consuelo, sino trabajo duro y todo lo que ese trabajo le enseñaba a un hombre. Nos separamos como amigos, pero aún disfrutaba conversar con ella de vez en cuando. Cuando trajo una porción generosa de estofado, acompañada de medio pan y mantequilla fresca, me dijo: —Justo estaba pensando en mandar a Festus a tu rancho con una entrega. Tienes un paquete aquí esperándote. Mi corazón empezó a latir con fuerza. ¿Un paquete? ¿Podría ser de la señorita Bella? Hasta ahora solo me había enviado cartas. Esperé con ansias a que la dama regresara con un pequeño bulto. Reconocí la letra en la dirección como la de mi querida amiga de Virginia. Deslicé un cuchillo bajo el sello adherido a la carta y la extendí sobre la mesa, alisando suavemente los pliegues del papel mientras leía su fina caligrafía en letra inglesa. 12 de marzo de 1887 Mi estimado señor: Tuvimos una nevada tardía esta temporada y pasé uno o dos días muy animados paleando los senderos alrededor de nuestra granja. Me sorprendió lo poco que sentí el frío una vez que comencé. Supongo que es como cortar leña, como dice el señor Thoreau: una actividad que calienta dos veces. Aunque, pensándolo bien, creo que palear nieve solo calienta una, según su lógica. ¡Lo único que sé con certeza es que me arden los brazos y la espalda ahora mismo! Disfruté mucho su última carta. Me pareció fascinante aprender cómo se cuida un hato de ganado durante los meses gélidos. ¡Pensar que hay que calentarles el agua! Ya no me sorprendería enterarme de que usted y sus vaqueros les tejen bufandas para abrigarlas cuando hace tanto frío como este año. Sin duda sería una escena digna de ver: tanto el ganado usándolas como sus vaqueros tejiéndolas. Eso me lleva a una preocupación personal por usted. Espero que se mantenga abrigado, señor. Si hace demasiado frío para el ganado, debe ser aún peor para un caballero, y hay que tener cuidado de preservar su salud frente a lo más duro del clima. Si no es demasiada presunción de mi parte, le ruego que acepte la bufanda de lana que tejí para usted y que envío con esta misiva. No estaba segura de qué color elegir, así que simplemente usé el estambre que me sobró al tejer mi propia bufanda. Mi hermano eligió el color diciendo que hacía juego con mis ojos. (El estambre fue su regalo de Navidad para mí). No sé qué tan acertado fue con eso, pero al final, marrón es castaño es café, y ahora usted y yo tenemos bufandas a juego. La hice larga para que pueda envolverla también alrededor de su cabeza en los días especialmente crudos, si así lo desea. Me tomé un momento para desenvolver el paquete y encontrar la bufanda que ella misma había hecho para mí con sus propias manos. Como si se tratara de algo sagrado, la saqué del envoltorio, la llevé a mi rostro y aspiré profundamente. Un tenue aroma a lavanda me llenó los sentidos, y fue como si tuviera a esa maravillosa muchacha entre los brazos. El corazón me latía con tanta fuerza que temí que me atravesara el pecho de pura alegría. Escuché un resoplido poco delicado de voz femenina, lo que me recordó que estaba en medio de un salón y no en la privacidad de mi estudio, justo a tiempo para dejar de hacer el ridículo. Miré rápidamente a mi alrededor, pero ninguno de los otros parroquianos parecía haber notado que me estaba derritiendo. Sin embargo, la señorita Kitty estaba restregando la barra como si intentara borrar una mancha, y tenía una expresión peculiar en los labios que indicaba que tal vez había estado observando mis gestos con cierta diversión. Hora de controlarte, Edward. Envolviendo la bufanda con una mano, la sostuve en mi regazo y seguí leyendo. Tengo por fin algunas noticias para usted, señor Cullen. Mi hermano se ha casado. Mi nueva cuñada se llama Jessica, o como prefiere que la llamen -como de hecho siempre la hemos llamado- Jessie. Es la flor del pueblo, hija del patriarca local, y mi hermano está completamente embelesado con ella. Después de un corto viaje a Richmond, regresaron la semana pasada y ahora estamos adaptándonos a vivir juntos. Francamente, siento que estoy estorbando, pero supongo que es natural cuando uno convive con recién casados. Mi cuñada cose mucho, y el altillo que mi madre y yo usábamos para ese fin le resulta poco práctico, así que ahora yo me he mudado allí y ella usa mi antigua habitación para su costura. El altillo es bastante amplio, así que tengo mucho espacio para organizar mis cosas. Tuve la suerte de encontrar otra manta de lana guardada en un baúl, así que ahora mi cama es tan cálida como si durmiera frente a una chimenea encendida. Como ahora hay una nueva señora Swan, también dejamos de contar con los servicios de la señora Stevenson, la mujer que venía a ayudarnos con las tareas cuando solo vivíamos mi hermano y yo. Jessie y yo podemos encargarnos de las labores que ella hacía, además de las nuestras. Me siento mal por la señora Stevenson, claro. Ella se mantenía con lo que ganaba, pero Jessie dice que sería poco cristiano de nuestra parte desperdiciar nuestras bendiciones. Así que he pasado los últimos días reacostumbrándome a la cocina y tejiéndoles calcetines a los hijos de la señora Stevenson. Tal vez no puedan comérselos, pero al menos tendrán los pies calientes mientras pasan hambre. Después de releer mi carta, me doy cuenta de que suena un poco desalentadora. Por favor, señor, no la tome así, porque estoy de buen ánimo. Sus cartas son suficientes para sostenerme. Sinceramente suya, Srta. Isabella Swan Leí la carta por primera vez con una sonrisa en el rostro, pero en la segunda lectura, mi sonrisa se transformó en un ceño fruncido. Algo no estaba bien. ¿Por qué Bella estaba paleando nieve? ¿Paleando hasta que le dolieran la espalda y los brazos? ¿En qué demonios estaba pensando Michael Swan? Y luego, su cuñada se adueñaba de su dormitorio y ahora Bella estaba viviendo en una habitación tan fría que agradecía haber encontrado otra manta para soportar el frío. Al unir lo que Bella había dicho sin intención, pude discernir un significado más profundo y oscuro en sus palabras. ¡Esa vaca de cuñada estaba convirtiendo a mi querida muchacha en una sirvienta en su propia casa! La leí una tercera vez solo para asegurarme. La oleada de enojo y de necesidad de protegerla que se apoderó de mí fue como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago. Quería subirme a mi caballo y cabalgar de inmediato para rescatar a Bella. Al demonio mis problemas de dinero. Al demonio su cuñada. Al demonio el inútil de su hermano. Iba a mandarla llamar hoy mismo. Después de pagar la comida, salí y revisé nuevamente las provisiones que ya habían sido cargadas en mi carro. Sabía que estaba algo distraído cuando le pagué a la señora Cope. Ni siquiera noté la mirada melosa que me lanzaba hasta después de haberme quitado el sombrero y marchado. Una vez más, era una mujer extraña. Envolviendo la bufanda de lana de Bella alrededor de mi cuello -me pregunté si sus brazos se sentirían igual de bien- conduje el carro de regreso al rancho, rezando por una solución a mis apuros económicos. Al rodear una curva del camino, miré hacia un lado y me alegró ver, bajo los brazos protectores de un viejo abeto, unas flores moradas asomando entre las agujas caídas. Creo que mi madre solía llamar a esas flores azafranes. En ese instante, el sol se asomó desde detrás de una nube y brilló intensamente sobre aquella delicada belleza de la naturaleza. La primavera había llegado, sin duda. Animado, chasqueé la lengua para apurar a los caballos mientras un versículo de las Escrituras resonaba en mi mente: «Porque he aquí, ha pasado el invierno, ha cesado la lluvia y se ha ido; se muestran las flores en la tierra; el tiempo de la canción ha llegado, y se oye la voz de la tórtola en nuestra tierra… Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven». —Sí —dije en voz alta—. Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven. Una alegría me envolvió, una que apenas podía describir, porque en mi corazón sabía lo que debía hacer. Al pasar frente al rancho Dowling, giré por los portones y me dirigí hacia la casa. Esperaba que el señor Dowling estuviera en casa. TMOB Esa noche, me senté en mi escritorio y giré la perilla de la lámpara de aceite hasta que brilló intensamente. Saqué mi papelería y mis plumas, y luego me quedé quieto un momento, con las manos apoyadas sobre la superficie pulida de madera, reflexionando un poco. Inspirando hondo, me remangué y empecé a escribir. 2 de abril de 1887 Querida señorita Bella: Con el paso del equinoccio de primavera, he estado buscando con ansias los heraldos de la estación… Nota de la autora: La cita bíblica proviene del Cantar de los Cantares, que también aparecerá más adelante en esta historia.
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