Capítulo 5
19 de noviembre de 2025, 11:51
El apartamento de Chilli había perdido su calidez habitual. Las especias seguían ordenadas en sus frascos, las ollas colgaban relucientes sobre la estufa, pero todo parecía estar cubierto por una capa invisible de apatía. Hacía tres días que no cocinaba nada elaborado. Tres días desde que vio a Frisky con Bosco en el mercado.
Se había limitado a calentar sopas instantáneas y comer pan tostado con mantequilla. Nada que requiriera esfuerzo. Nada que le recordara las veces que preparaba comida para compartir con Frisky.
Estaba sentada en el sofá, con las piernas encogidas contra el pecho, mirando sin ver el televisor. En la pantalla, un programa de concursos parpadeaba con colores brillantes y risas enlatadas.
El presentador, con su traje de lentejuelas dorado y su peinado engominado perfectamente ochentero, gritaba con entusiasmo exagerado mientras una concursante giraba una enorme rueda de la fortuna.
Chilli no prestaba atención. Sus ojos estaban fijos en la pantalla, pero su mente vagaba por otros lugares.
¿Por qué me molesta tanto?
La pregunta había estado dando vueltas en su cabeza durante días, rebotando contra las paredes de su cráneo como una pelota de goma que no encontraba salida.
Frisky tenía derecho a salir con quien quisiera. Tenía derecho a tener novio. Era natural. Normal.
Entonces, ¿por qué sentía ese vacío en el estómago cada vez que pensaba en ella con Bosco?
Suspiró y cambió de canal con el control remoto. La imagen saltó a un videoclip musical. Madonna aparecía en la pantalla, con su icónico look de encaje negro y crucifijos, cantando "Like a Prayer" mientras bailaba frente a cruces en llamas.
Chilli dejó el control sobre la mesa de centro con más fuerza de la necesaria.
Se levantó del sofá y fue a la cocina, buscando algo que hacer con las manos. Algo que la distrajera. Abrió el refrigerador y lo cerró sin sacar nada. Revisó la alacena. Movió algunos frascos de un lado a otro sin motivo aparente.
Finalmente, sus ojos se posaron en una caja de cartón vieja en la esquina superior de la alacena, medio escondida detrás de bolsas de harina y azúcar. La bajó con cuidado, sintiendo el peso familiar de los recuerdos.
La caja estaba cubierta de una fina capa de polvo. Hacía años que no la abría.
La llevó de vuelta al sofá y la colocó sobre sus piernas cruzadas. Por un momento, solo se quedó mirándola, como si abrir la tapa significara cruzar una línea que no estaba segura de querer cruzar.
Pero al final, levantó la tapa.
Dentro había fotografías sueltas, boletos de cine arrugados, servilletas con garabatos, postales. Recuerdos de Frisky.
Tomó la primera foto que encontró. Era de su segundo año. Ambas estaban en una feria, con algodones de azúcar en las manos y sonrisas exageradas. Frisky tenía un sombrero ridículo de vaquero que había ganado en un juego de tiro al blanco. Chilli llevaba una camiseta dos tallas más grande con el logo de una banda que ya ni recordaba.
Se veían tan felices. Tan despreocupadas.
Pero la universidad acabo con esa alegría.
Siguió revisando. Otra foto: las dos en la playa, empapadas y riendo. Frisky la había empujado al agua completamente vestida, y Chilli había arrastrado a su amiga con ella en venganza.
Una más: sentadas en el piso del apartamento de Frisky, rodeadas de libros y apuntes, estudiando para los exámenes finales. Pero en lugar de estudiar, se habían puesto a hacer caras estúpidas para la cámara.
Chilli sintió un nudo en la garganta.
No podía seguir así. Tenía que hablar con Frisky.
Se levantó del sofá con determinación renovada y caminó hacia el teléfono fijo que descansaba sobre una mesita junto a la pared.
Era uno de esos modelos clásicos de los noventa: beige, con botones grandes y un cable enrollado que siempre terminaba enredado sin razón aparente.
Levantó el auricular y marcó el número de memoria. Conocía los dígitos de corazón.
Uno… dos… tres tonos.
“¿Aló?” Contestó una voz femenina que no era Frisky.
Chilli reconoció inmediatamente la voz. Era la compañera de piso de Frisky, una chica argentina llamada Martina que estudiaba diseño gráfico.
“Hola, Martina. Soy Chilli. ¿Está Frisky?”
Hubo una pausa breve del otro lado de la línea. “Eh… no, boluda, no está. Salió hace rato.”
“¿Sabes cuándo vuelve?”
Otra pausa. Más larga esta vez. “No sé, che. No me dijo nada. ¿Querés que le deje un mensaje?”
Chilli apretó el auricular con más fuerza. “Sí. Dile que me llame, por favor. Es importante.”
“Dale, se lo digo.”
“Gracias, Martina.”
Colgó el teléfono y se quedó mirándolo por un momento, como si esperara que Frisky llamara de inmediato.
No pasó nada.
Al día siguiente, Chilli intentó de nuevo.
Esta vez, quien contestó fue un hombre. Su voz era grave, con un acento vagamente caribeño.
—l”¿Aló?
Chilli frunció el ceño. No reconocía la voz. “Hola… ¿está Frisky?”
“No, mami, salió. ¿Quién la busca?”
“Soy Chilli. Su amiga.”
“Ah, vale, vale. Soy Carlos, un pana de Martina. Frisky dejó dicho que iba a estar fuera todo el día. ¿Le digo algo si la veo?”
Chilli suspiró, sintiendo el peso de la frustración acumulándose en su pecho.
“Sí. Dile que me llame. Por favor.”
“Tranquila, se lo digo. Chao, mami.”
La línea se cortó.
Chilli se dejó caer en el sofá, mirando el techo. El papel tapiz con patrones florales descoloridos le devolvió la mirada con indiferencia.
“¿Por qué Frisky no la llamaba? ¿Estaba evitándola?”
El tercer intento fue al día siguiente, justo antes del mediodía.
Esta vez, nadie contestó.
El teléfono sonó y sonó hasta que saltó el contestador automático.
*"Hola, has llamado al apartamento de Frisky y Martina. No podemos atender ahora, pero dejá tu mensaje después del pitido y te llamamos. ¡Chau!"*
El tono agudo del pitido resonó en el oído de Chilli.
Se quedó en silencio por un segundo, sintiendo el ridículo de hablarle a una máquina.
“Hola, Frisky. Soy Chilli. Otra vez. Hizo una pausa, buscando las palabras correctas. “No sé si estás ocupada o… no sé. Pero me gustaría que habláramos. Llámame cuando puedas, ¿sí? Te extraño.
Colgó antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirse.
Pasaron dos días más sin noticias.
Dos días en los que Chilli alternó entre la rabia, la tristeza y la confusión. Intentó distraerse cocinando, pero incluso eso perdió su encanto. Preparó tamales, enchiladas, mole.
Comida suficiente para alimentar a una familia entera. Pero todo terminaba en el refrigerador, sin tocar.
Finalmente, decidió ir en persona.
Tomó su bolso y salió del apartamento con determinación. El aire de la tarde estaba fresco, con un toque de brisa que anunciaba el cambio de estación.
Caminó cuatro cuadras hasta el edificio de Frisky con paso firme, ensayando mentalmente lo que le diría. No iba a ser dramática. Solo quería respuestas. Quería saber por qué Frisky la estaba evitando.
Subió las escaleras hasta el segundo piso y tocó la puerta.
Esperó.
Nada.
Tocó de nuevo, esta vez con más insistencia.
Finalmente, escuchó pasos del otro lado. La puerta se abrió, pero no era Frisky quien apareció.
Era Bosco.
Chilli sintió como si alguien le hubiera tirado un balde de agua helada.
Bosco la miró con una sonrisa casual, apoyado contra el marco de la puerta con una confianza que a Chilli le pareció irritante.
“Hola. Tú debes ser Chilli, ¿no?”
Ella asintió, tratando de mantener la compostura. “Sí. ¿Está Frisky?”
Bosco se encogió de hombros. “Salió hace un rato. Dijo que iba a la biblioteca a estudiar.”
Chilli apretó los labios. No le gustaba cómo Bosco hablaba de Frisky, como si tuviera derecho a saber sus movimientos. “¿Y tú qué haces aquí?
Bosco sonrió, como si la pregunta le divirtiera.
“Vine a ver a Martina y a unos amigos. Frisky me dejó entrar antes de irse.” Hizo una pausa, mirándola de arriba abajo con una expresión que Chilli no supo descifrar. “¿Querés dejarle un mensaje?”
“No. Gracias.”
Se dio la vuelta antes de que Bosco pudiera decir algo más, bajando las escaleras con el corazón latiendo con fuerza.
Algo en la forma en que él la había mirado la incomodó. Como si supiera algo que ella no.
Esa noche, Chilli estaba de vuelta en su apartamento, sentada en la cocina con una taza de té entre las manos. Había intentado leer, ver televisión, hacer cualquier cosa para distraerse, pero nada funcionaba.
El teléfono sonó.
Se levantó de un salto, casi tirando la taza en el proceso. Corrió hacia el aparato y levantó el auricular.
“¿Aló?”
“Hola, Chilli.”
Era Frisky.
Chilli sintió un alivio tan grande que casi le dolió. “Frisky. Por fin. Pensé que… no sé qué pensé.”
Hubo una pausa incómoda del otro lado de la línea. “Sí, perdón. He estado ocupada.”
“¿Ocupada?” Chilli no pudo evitar que el tono de su voz sonara más duro de lo que pretendía. “Frisky, te he estado llamando durante días. Fui a tu apartamento. ¿Qué está pasando?”
Otra pausa. Más larga. “Nada. Solo… necesitaba un poco de espacio.”
“¿Espacio? ¿De mí?”
“No es eso, Chilli. Es solo que…” Frisky suspiró, y Chilli pudo escuchar la frustración en su voz. “Estoy saliendo con Bosco. “Y él… bueno, él piensa que tú y yo pasamos demasiado tiempo juntas.”
Chilli sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. “¿Qué?”
“No te lo tomes a mal. Es solo que él viene de un lugar donde… ya sabes, las amistades entre mujeres no son tan… intensas.”
“¿Intensas? ¿Es de un país árabe?” Chilli casi rió, pero no había humor en el sonido. “Frisky, somos amigas. ¿Qué tiene de malo eso?”
“Nada, Chilli. No tiene nada de malo. Es solo que… Frisky se detuvo, como si estuviera buscando las palabras correctas. “Bosco comentó algo sobre cómo en su país, ya sabes, dos mujeres que pasan tanto tiempo juntas… la gente empieza a pensar cosas.”
Chilli sintió que la sangre le hervía.
“¿Y qué? ¿Vas a dejar que él te diga con quién puedes o no pasar tiempo?”
“No es eso. Solo… quiero que las cosas funcionen con él, ¿entendés? Y si eso significa darle un poco de espacio a nuestra amistad por ahora…”
“¿Darle espacio a nuestra amistad?” Chilli repitió las palabras como si fueran veneno. “Frisky, me estás evitando por tu novio.”
“No te estoy evitando. Solo… necesito tiempo para aclarar las cosas.”
Chilli sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero las contuvo.
No iba a llorar.
No por esto.
“¿Tiempo para aclarar qué, Frisky? ¿Qué verga es lo que necesitás aclarar?”
No hubo respuesta.
“Frisky, contestame.”
“No sé, Chilli. No lo sé.”
La línea se quedó en silencio por un momento que se sintió eterno.
Finalmente, Frisky habló de nuevo, su voz apenas un susurro.
“Te tengo que dejar. Hablamos después, ¿sí?”
Antes de que Chilli pudiera responder, la línea se cortó.
Se quedó ahí, de pie, con el auricular aún en la mano, escuchando el tono de llamada finalizada.
El sonido repetitivo y monótono le pareció el eco perfecto de cómo se sentía: vacía, desconectada.
Colgó el teléfono lentamente y se apoyó contra la pared, cerrando los ojos.
¿Qué demonios estaba pasando?