ID de la obra: 620

La hija de nadie (Spy x family)

Het
PG-13
En progreso
0
Fandom:
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planificada Mini, escritos 12 páginas, 4.204 palabras, 2 capítulos
Descripción:
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Episodio 2: El jardín de las máscaras

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En las primeras semanas, Damian y Becky empezaron a notar que aquel instituto funcionaba bajo reglas muy distintas a las de Eden. Aquí, el apellido no era un escudo. Incluso hijos de figuras influyentes eran reprendidos con la misma firmeza que cualquier otro estudiante. Pero las sanciones no consistían en notas en el expediente ni sermones en la oficina del director. Un chico de familia aristocrática que había ridiculizado a un profesor apareció al día siguiente ayudando al jardinero a arrancar malas hierbas, vestido con un sombrero de paja y las rodillas manchadas de tierra. Otra chica, heredera de una empresa de importaciones, fue enviada a servir bandejas en el comedor durante el almuerzo. Lo más sorprendente no fue el castigo, sino el resultado: muchos de esos “casos perdidos” parecían volver distintos. El contacto directo con el trabajo duro les arrancaba una parte de su arrogancia. Comenzaban a hablar con más respeto, no solo a los adultos, sino entre ellos. Algunos, incluso, se unían al club de jardinería o de cocina, no por obligación, sino porque descubrían un placer inesperado en esas tareas. Damian, acostumbrado a un sistema donde el poder y las conexiones lo protegían de todo, empezaba a entender que en esta escuela la dignidad no se heredaba: se ganaba. Mas al rato... El sol se filtraba entre las ramas de los robles del jardín trasero, pintando manchas doradas sobre el césped. Becky y Damian caminaban por el sendero de piedra, buscando distraerse después de una mañana pesada. —No es tan grande como pensaba —comentó Becky, tratando de romper el silencio. Damian apenas encogió los hombros, mirando hacia delante. Al doblar la esquina del sendero, la vieron: Anya estaba sentada sola en una mesa de hierro forjado, con una taza de té humeante y un libro de tapas oscuras abierto sobre la mesa. La escena parecía sacada de una postal: tranquila, precisa… y completamente ajena a su alrededor. Becky respiró hondo. —Voy a saludarla. Damian no dijo nada, pero la siguió a unos pasos de distancia. Becky se acercó despacio, intentando sonar relajada. —Disculpa… ¿Anya? Anya levantó la vista con calma, interrumpida en mitad de su lectura. Sus ojos claros se posaron en Becky con una serenidad que intimidaba. —Debo corregirla, señorita… soy Anya Henderson —dijo, con una sonrisa educada, casi ensayada. Becky parpadeó, desconcertada por la formalidad. —Es que… te pareces mucho a una amiga que conocí hace años. Anya cerró el libro con un movimiento lento, dejando una mano sobre la tapa. —Curioso… llevo estudiando aquí desde que tengo memoria. Dudo que nos hayamos cruzado antes… a menos que haya visitado el campus. Becky sintió un nudo en el estómago. El tono era cordial, pero aquella precisión en el “desde que tengo memoria” sonó extrañamente calculada. Damian intervino, su voz baja y medida: —¿Siempre en esta escuela? Anya asintió con un gesto leve. —Así es. Esta institución ha sido mi hogar y mi orgullo. Becky buscó alguna grieta en su expresión, un gesto fuera de lugar… pero no encontró nada. Anya tomó la taza de té, le dio un sorbo y, con una ligera inclinación de cabeza, concluyó: —Si me disculpan, este capítulo requiere toda mi atención. Volvió a su libro con elegancia, como si la conversación nunca hubiera existido. Becky retrocedió un paso, sintiéndose rechazada sin que la otra hubiera perdido la cortesía. —No puede ser… —susurró, más para sí misma que para Damian. Él no respondió. Sus manos, escondidas en los bolsillos, se cerraron con fuerza mientras miraba a Anya una última vez antes de seguir a Becky por el sendero. Mientras tanto en la oficina del director... La luz de la tarde entraba oblicua por las altas ventanas de la oficina, tiñendo de dorado el polvo que flotaba en el aire. El Sr. Henderson, impecable en su traje gris oscuro, hojeaba con calma dos expedientes sobre su escritorio. En la portada del primero, el nombre de Damian Desmond aparecía en letras nítidas. Bajo él, un historial académico impecable, intercalado con anotaciones disciplinarias escritas con mano firme. El segundo archivo llevaba el nombre de Becky Blackbell, con un patrón similar: notas sobresalientes, pero pequeñas marcas que hablaban de impulsos difíciles de domar. Henderson no parecía molesto. Si acaso, sus labios esbozaban una ligera curva, como si aquellas imperfecciones fueran esperadas… e incluso útiles. Se detuvo un momento, apoyando los codos sobre el escritorio. Su mirada se desvió hacia una fotografía enmarcada, colocada junto a una lámpara antigua. En la imagen, Henderson estaba de pie, de pie junto a una joven de cabello rosado recogido en una coleta baja. Anya. No era la Anya fría y distante que Becky y Damian habían visto esa mañana. En la foto, su sonrisa era amplia y genuina, los ojos brillaban con una luz que parecía imposible de falsificar. El hombre tenía una mano apoyada en su hombro, con un gesto que no dejaba dudas: cercanía, confianza, familia. Henderson tomó la fotografía y la sostuvo unos segundos, como evaluando algo invisible para cualquiera que no fuera él. Luego, con un suspiro casi imperceptible, la volvió a dejar en su sitio. Sus dedos se posaron de nuevo sobre los expedientes. Los cerró con cuidado, apilándolos con precisión. —Veamos si logran adaptarse —murmuró, más para sí mismo que para cualquier otra persona—. Esta escuela… no es para cualquiera. Afuera, el sonido distante de pasos y risas estudiantiles parecía ajeno al peso que flotaba en esa oficina. Semanas despues... Pasaron los días y Becky no dejaba de pensar en aquel muro invisible que Anya había levantado entre ellas. Tal vez la próxima vez sería diferente, se decía. Esa oportunidad llegó una tarde soleada, cuando al entrar al jardín, Becky y Damian fueron sorprendidos por una escena inesperada. En la misma mesa de hierro, frente a Anya, había un chico que irradiaba energía como una tormenta en miniatura. Hablaba rápido, gesticulaba con las manos y saltaba de datos científicos a referencias literarias como si todo formara parte del mismo discurso. —La fotosíntesis es demasiado lineal —declaraba—. Necesitamos algo más… teatral, como en Las flores del mal, donde la naturaleza es un escenario de luces y sombras. Anya, con la calma de siempre, apenas levantó los ojos de su libro para corregirlo: —Lucien, eso es un modelo básico. Podrías revisar El jardín de los senderos que se bifurcan de Borges para algo más complejo. Damian frunció el ceño y murmuró sin esconder su escepticismo: —Esto es ridículo. Becky, en cambio, se quedó paralizada, sus ojos reflejaban una mezcla de sorpresa y confusión. —¿Ella… tiene un amigo así? —susurró. Lucien, sin mirar a los recién llegados, sirvió una taza de té junto a Anya y soltó con tono desafiante: —Por cierto, este año te voy a ganar en matemáticas aplicadas. Anya sonrió apenas, sin apartar la vista del libro. —Sueña, Voltaire. La corona sigue siendo mía. Damian y Becky intercambiaron una mirada. Aquel rincón del jardín, que parecía tan sereno, les parecía ahora un mundo al que no pertenecían. Becky se quedó atrás unos pasos, cruzada de brazos, observando con una mezcla de asombro y frustración la interacción entre Anya y Lucien. La energía que el chico irradiaba llenaba el aire con un torbellino de palabras, números y referencias literarias, una danza intelectual que parecía solo comprenderse dentro de aquella burbuja invisible. Anya, tan seria y concentrada como siempre, respondía con precisión quirúrgica, pero sus labios se curvaban en sonrisas apenas perceptibles. Por primera vez desde que Becky los conocía, parecía divertirse. —¿Cómo lo hacen? —murmuró Becky para sí misma, incapaz de comprender cómo podía entrar en ese mundo donde las ecuaciones y la poesía se mezclaban con tanta naturalidad—. ¿Cómo puedo ser parte de eso si ni siquiera entiendo de qué hablan? Su mirada buscó a Damian, pero él estaba igual de perdido y cerrado que ella, atrapado en su propio muro de incomodidad. Becky suspiró y se pasó una mano por el cabello, sintiéndose fuera de lugar, como una intrusa que no sabe qué reglas seguir. —Anya es… diferente —pensó—. No es solo la chica fría que conocí. Ahí, con Lucien, está viva, es alguien más. Y yo no sé cómo llegar a ese “más”. Una punzada de envidia y tristeza le recorrió el pecho. No solo era que Anya no la aceptara fácilmente; era que la distancia entre ellas parecía un abismo infinito, lleno de códigos y juegos que Becky no sabía ni siquiera cómo empezar a entender. Volvió a mirar la escena, los dos tan absortos en su duelo de intelectos, y sintió que, por ahora, ese jardín era un lugar al que ella no podía entrar. La luz tenue de la lámpara iluminaba apenas las paredes decoradas con estanterías repletas de libros y pequeños objetos personales. Anya estaba sentada en su escritorio, con un cuaderno abierto frente a ella y una pluma que se deslizaba con calma sobre el papel. Sus ojos claros se enfocaban en la hoja mientras escribía con una mezcla de concentración y desapego, como si anotara un informe y no sus propios pensamientos. Observación nº 47: La interacción con Lucien se desarrolló según lo previsto. Sujetos “Damian” y “Becky” mostraron señales de incomodidad y confusión. Becky parece buscar acceso a mi círculo cercano; Damian mantiene una postura defensiva. No se han detectado amenazas directas. Continuar monitoreo. Anya sonrió apenas, y con un leve movimiento de muñeca, cambió el tono y la letra en el cuaderno, como si otra voz, más infantil y juguetona, tomara el relevo: ¡Jajaja, “monitoreo”! Sueno como espía. Damian cara seria. Becky parece… mmm… no sé, como oveja perdida. Lucien habla raro, pero divertido. Té rico. Con un pequeño suspiro, Anya escribió la última anotación: Debo dejar de hacer estos experimentos absurdos antes de que alguien vea esto. Cerró el cuaderno con cuidado, lo apiló junto a otros libros y, justo antes de levantarse, leyó en voz baja, casi un susurro para sí misma: —Debo dejar de hacer estos experimentos absurdos… La sonrisa que quedó en sus labios era a la vez juguetona y enigmática, como si solo ella conociera el verdadero significado de aquellas palabras. La habitación volvió a sumirse en silencio, y las sombras se alargaron con la noche que avanzaba fuera de la ventana.
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