Capítulo 7: Vacaciones de Navidad
1 de octubre de 2025, 12:24
CAP 7: Vacaciones de Navidad
Cuando Sirius y James atravesaron la chimenea de la casa Potter, aún con algo de hollín en las túnicas, fueron recibidos por una voz cálida y emocionada.
—¡Qué alegría que ya estéis aquí! —exclamó Euphemia Potter desde el vestíbulo, agitando las manos con entusiasmo—. ¡Fleamont! ¡Tu hijo ha llegado! ¡Y viene con Sirius!
Sirius apenas tuvo tiempo de dejar su baúl antes de que Euphemia lo envolviera en un abrazo firme, como si fuera suyo.
—Hola, señora Potter —logró decir entre risas. Pero ella le sostuvo el rostro con ambas manos.
—Ya te he dicho que me llames Euphemia.
Sirius parpadeó, sin saber cómo responder. En ese momento bajó Fleamont con su andar lento pero enérgico. Se acercó a los muchachos y abrazó primero a James con fuerza.
—Bienvenido a casa, hijo.
Después, miró a Sirius con una expresión cálida y abierta, y lo atrajo también a sus brazos.
—Y tú también, Sirius. Qué alegría teneros en casa.
Se separó ligeramente para mirarle a los ojos.
—Tenemos una sorpresa para ti.
Sirius alzó una ceja. Notó entonces cómo James contenía una sonrisa de complicidad, como si supiera exactamente lo que se avecinaba.
—¿Qué estáis tramando?
Sin responder, los Potter tomaron sus varitas y los baúles flotaron suavemente escaleras arriba, seguidos por los chicos. Cuando llegaron al primer piso, Sirius se detuvo instintivamente frente a la puerta de siempre, con la placa que decía “James Potter”. Pero Euphemia pasó de largo… y abrió la puerta justo enfrente.
—Es aquí —dijo, señalando la entrada con una sonrisa.
Sirius se acercó con cautela, y al ver la pequeña placa en la puerta, sintió que el corazón le daba un vuelco.
“Sirius Black”
Entró despacio, como si el lugar pudiera desaparecer si hacía demasiado ruido. La habitación era amplia y luminosa. Los colores que lo recibieron eran rojo granate y dorado, como los de Gryffindor. En las paredes, pósters de motos muggles rugían sin sonido, moviéndose con magia sutil. Sobre una estantería, cómics, novelas de aventuras, y libros de mecánica mágica. En otra pared, fotos: él con James y los Merodeadores; él con Kate, en algún rincón del castillo; una con Regulus de niños, otra con los Potter en la estación de tren.
Y la cama… era enorme, con sábanas suaves, una manta tejida a mano y una pequeña lechuza de peluche en la almohada. El armario estaba entreabierto, y desde donde estaba podía ver ropa nueva, limpia, cuidadosamente organizada. A un costado, una puerta daba a un baño privado con toallas bordadas con una pequeña S.B. en la esquina.
—Esto… —balbuceó Sirius, sin saber por dónde empezar—. Es… increíble.
Se giró hacia la familia Potter, que lo observaba desde el umbral.
—¿Te gusta? —preguntó James, conteniendo una sonrisa—. La decoración es idea mía. Los cómics los eligió mamá.
Sirius rió con incredulidad, tocando el borde de la cama como si no fuera real.
Fleamont se acercó con una expresión más seria, pero aún más amable.
—Sirius, puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras.
Euphemia completó con suavidad:
—Desde hace tiempo, eres un hijo más en esta familia.
Sirius no supo qué decir. Su garganta se cerró por un instante y lo único que pudo hacer fue abrazar a Euphemia con fuerza, como si se sujetara a ella para no desmoronarse.
—Gracias… espero estar a la altura —murmuró, aún temblando.
Fleamont sonrió y posó una mano en su hombro.
—No tienes que demostrar nada. Simplemente… sé tú.
Sirius no lo sabía aún, pero esa frase se grabaría en su memoria para siempre.
Unos días después, cuando ya se habían acostumbrado al ritmo de las vacaciones, empezaron los arreglos para la cena de Navidad.
—Chicos —dijo Euphemia entrando en la habitación donde Sirius y James jugaban una partida de ajedrez mágico—, necesito que me ayudéis a preparar todo para la cena de mañana por la noche. Vienen los Longbottom, los McKinnon, los Bellerose, los Prewett y los Weasley.
—¡Mamá! Eso es medio Ministerio de Magia —protestó James desde el suelo.
—James —dijo ella con paciencia—, a veces, cuando no puedes negarte a algo… es bueno que surjan nuevas alternativas.
Ambos la miraron sin entender.
—Conocéis bien el ambiente que se está generando entre las familias de magos. Si todos los que no apoyamos esas ideas oscuras nos retiramos del mundo social, será como darnos por vencidos. Esta cena… es un pequeño acto de resistencia. Una forma de decir: "Seguimos aquí. Unidos. Fuertes".
Sirius asintió con convicción.
—Me parece brillante.
Y así, ayudaron a preparar todo: Euphemia encantó el jardín para mantenerlo cálido pese a la nieve, y los chicos colgaron guirnaldas encantadas, prepararon faroles flotantes, e incluso seleccionaron la música mágica.
Esa noche, Euphemia les gritó desde abajo:
—¡Os he dejado el traje a cada uno en vuestra habitación para mañana!
—¡Gracias! —respondieron al unísono.
James se dejó caer sobre la cama mientras Sirius se recostaba en el sillón, mirando el techo en silencio.
—Mañana viene Kate —dijo James.
Sirius solo asintió.
—¿Vas en serio con ella, no? —preguntó James, sentándose en la cama.
—Sí… espero no cagarla.
James rió.
—Somos dos. Aunque creo que con Lily las cosas están yendo mejor de lo que imagino. Despacio pero bien.
Hubo una pausa.
—Mi madre siempre decía que amar de verdad es una debilidad —confesó Sirius en voz baja—. Porque estás dispuesto a morir por alguien, en vez de salvarte. Siempre tuve miedo de enamorarme. Pero con Kate… creo que ya estoy dispuesto a dar la vida por ella, y me di cuenta demasiado tarde.
James lo miró en silencio.
—Padfoot… morir por amor no es debilidad. Es lo más valiente que hay. Pero entiendo que tengas miedo. —Se acercó y le pasó un mazo de naipes explosivos—. ¿Una partida?
—Siempre.
Mientras barajaban, James añadió:
—Creo que lo que te hace libre, Sirius… no es renegar de tu madre. Es elegir ser distinto. Defender a Remus, proteger a Peter, luchar por Kate… todo eso, para tu madre, sería una muestra de debilidad. Pero para nosotros… es una victoria.
Sirius lo miró.
—Entonces… ¿Crees que hay una guerra?
Sirius dejó las cartas.
—Sí. Hay una guerra.
Se hizo un silencio denso entre los dos. La habitación parecía más fría de repente.
—James —dijo Sirius, con voz más baja—. ¿Y si…? ¿Y si ya estamos dentro de ella?
James también dejó las cartas, sin quitarle los ojos de encima.
—Padfoot… en una guerra, no hacer nada también es hacer algo. Pero creo que, en el momento en que huiste de casa y yo me enamoré de Evans… ya cruzamos esa línea. Formamos parte de esto. Aunque aún no sepamos cómo.
Sirius asintió lentamente, pero sus pensamientos parecían ir más allá.
—Lucharemos juntos.
—Con Remus. Con Peter.
—Y pase lo que pase —dijo Sirius— formaremos parte de los que pelearon por amor.
James sonrió, y la partida continuó.
—Con Kate… no es algo oficial. Todavía no —confesó de repente, como si necesitara decirlo antes de que se le atragantara dentro—. Antes de las vacaciones, hubo momentos entre nosotros que fueron... intensos. Miradas, palabras, alguna caricia que decía más que cualquier frase. Pero también días en los que parecía que los dos nos esquivamos, como si tener algo más nos diera miedo.
James lo miró con empatía, sin interrumpir.
—Y ahora —continuó Sirius—, después de lo que pasó… estoy más seguro que nunca de lo que siento. Pero también más asustado.
—¿Asustado de qué? —preguntó James, aunque en el fondo ya intuía la respuesta.
—De ser el motivo por el que le hagan daño —respondió Sirius sin rodeos—. Nott la estaba buscando. Quiere compromiso. Nott se lo dijo directamente. Y no puedo dejar de pensar que, si me acerco más a ella, si le doy un lugar más grande en mi vida… la pongo en la mira.
James bajó la mirada por un momento, procesando.
—Padfoot… todos los que amamos a alguien estamos en esa situación. Lo sé. Y sí, es verdad que estar con ella puede hacerla más vulnerable… pero también puede hacerla más fuerte. Lo que tú le das, Sirius, es luz. Y cuando alguien tiene luz, no puede esconderse. Pero puede pelear.
Sirius suspiró, y se echó hacia atrás en la silla, mirando el techo.
—Mi madre decía que el amor te encadena. Que es una ilusión bonita que solo sirve para que otros te destruyan. Pero con Kate... siento que por primera vez tengo algo que vale más que el miedo. Y eso me asusta más que cualquier maldición.
James sonrió con tristeza, se levantó y le pasó el mazo de naipes explosivos. Mientras barajaban, James añadió en voz baja:
—Creo que para sacar a tu madre de tu cabeza, solo tienes que seguir haciendo lo que ya haces. Defender a tus amigos, cuidar a quien amas, elegir lo que es justo incluso si da miedo.
—Entonces… —dijo Sirius, mientras repartía— ¿esto es crecer?
—No. Esto es luchar. Y lo llevamos haciendo desde hace tiempo.
Siguieron la partida. Pero en sus miradas, entre las explosiones suaves de las cartas, ya estaba dibujado el mapa de un futuro que no habían pedido… pero del que serían parte, juntos.
Estaba todo preparado para la cena. Sirius y James, ya vestidos con trajes elegantes y bien peinados (incluso con corbata, por insistencia de Euphemia), bajaron al salón donde los primeros invitados ya estaban llegando. Los Longbottom fueron los primeros en cruzar la puerta, saludando calurosamente. Luego llegaron los Prewett, llenando el ambiente de bromas y energía.
Sirius, algo más relajado, charlaba con Frank Longbottom y Fabian Prewett sobre la última temporada de Quidditch, riendo con una copa en la mano, cuando escuchó una voz que cambió el ritmo de su corazón:
—Señora Bellerose, es una alegría verle —dijo Euphemia con esa calidez suya inconfundible.
Sirius se giró al instante, como si un hechizo lo hubiera llamado. Sus ojos buscaron entre los nuevos llegados… y entonces la vio.
Primero los señores Bellerose, luego Edward que saludaba Marlene McKinnon, elegante como siempre. Detrás de ella, Beth con una sonrisa inocente. Y entonces, ella. Kate.
Entrando con paso tranquilo, con el cabello suelto cayéndole sobre los hombros, un abrigo granate que le sentaba como si lo hubiese escogido solo para esa noche, y esos ojos marrones que, aunque ligeramente maquillados, no lograban esconder del todo el cansancio o… la memoria.
Sirius no supo cuándo dejó de escuchar a Fabian. Ni notó que estuvo a punto de chocar con la madre de Frank al caminar hacia ella. Todo lo demás dejó de existir. Solo quedaba ella.
Se saludaron con corrección. Con una sonrisa comedida, un apretón de manos algo frío. Dos amigos de la infancia. Nada más. Pero ambos sabían que eso era mentira.
La velada continuó. Conversaciones cruzadas, risas forzadas, gestos sociales que antes les habrían resultado naturales… ahora se sentían como grilletes. Sirius hablaba con Arthur Weasley y Gideon Prewett, pero su mirada se escapaba constantemente a ella, al otro lado del salón. Kate, mientras respondía con elegancia a Euphemia y Marlene, también lo miraba. Lo veía. Y en esa mirada estaba todo lo que no podían decirse frente a los demás.
Entonces, Sirius movió los labios: “escalera”.
Ella apenas asintió.
Pasado un minuto, él se disculpó. Luego, ella hizo lo mismo, murmurando que necesitaba el servicio. Nadie sospechó nada. Desde la entrada, las escaleras eran visibles, y Kate no tardó en encontrarlas. Al llegar, lo vio esperándola en el primer peldaño, impaciente.
—Qué desesperación —dijo Sirius, cogiéndola de la mano—. Ven, deprisa.
—Sirius, espera. No podemos desaparecer así. Y menos subir a las habitaciones. No es propio…
—Quedan veinte minutos para la cena. Nadie lo notará. Además, James me cubrirá con alguna excusa. Confío en él. Y… te necesito un momento a solas.
Llegaron a la puerta. Una placa dorada, discreta, decía Sirius Black.
—Te invito a conocer mi nueva habitación. Euphemia y Fleamont lo organizaron todo —dijo, abriendo con orgullo.
Kate entró y se detuvo, impresionada. Todo hablaba de él: los tonos cálidos, los pósters de motos muggles, los libros, los cómics, las fotos. Una en particular la atrapó.
—¿De dónde has sacado esta? —preguntó, señalando una imagen de ambos en la sala común. Ella tenía catorce años, trenza despeinada, uniforme desajustado, riéndose a carcajadas. Sirius salía con una capa y una corona, probablemente cantando algo ridículo.
—Remus la tomó con su cámara, cuando hicimos aquella obra absurda en cuarto curso. ¿Recuerdas?
Ella lo miró, y por un instante, la risa de esa foto se sintió lejana. Como de otro mundo. Uno sin heridas ni maldiciones.
—Ha sido desesperante verte entrar y no poder acercarme como quería —dijo él, acercándose.
—Nunca había sido una agonía encontrarnos en estas reuniones —susurró ella.
—Nunca había estado en una deseando besarte —respondió Sirius.
Kate se sonrojó, pero no apartó la mirada. Entonces él la besó. Al principio con timidez, como si probara la temperatura de un recuerdo. Luego con más hambre, con más vida. Ella le respondió, tirando de él hacia sí con fuerza contenida. El beso los llevó hasta la pared. Sus manos, su respiración, sus latidos. Y entre cada roce, la sombra de lo que vivieron. Los gritos, la sangre, el miedo. Hogsmeade.
Sirius rozó con sus dedos el brazo de Kate, sobre la tela. Ella se estremeció.
Y él murmuró al oído:
—Algún día… serás mía.
Kate le abrazó con fuerza, sin decir nada. Porque lo era ya, y él lo sabía. Pero también sabía que, en este mundo, el amor necesita más que promesas.
Bajaron juntos, cogidos de la mano un momento antes de entrar de nuevo al jardín. Al separarse, recuperaron la compostura, fingiendo normalidad. Pero en sus ojos, el fuego no se había apagado.
La cena avanzaba con naturalidad, aunque para Sirius cada minuto parecía desdoblarse en dos planos: el mundo de conversaciones, risas y brindis… y el hilo invisible que lo unía a Kate. No estaban sentados uno al lado del otro, ni muy cerca, ni demasiado lejos. Lo justo para permitirse —de vez en cuando— una mirada, una sonrisa, un roce breve cuando pasaban los platos.
James y Marlene bromeaban sobre los días en Hogwarts. Gideon Prewett contaba historias exageradas sobre partidos de Quidditch mientras Molly lo interrumpía para corregir los detalles. La música comenzaba a sonar en un rincón del jardín, hechizada para mantenerse suave pero constante. Alguien, había escogido una lista encantadora de temas bailables, antiguos pero no pasados de moda.
Beth hablaba con Frank, sonriendo tímidamente. Los adultos, al otro lado, discutían con entusiasmo sobre política mágica y bodas. Arthur Weasley y Molly Prewett, comprometidos recientemente, hablaban con convicción sobre el futuro. Algunos lo consideraban apresurado. Pero, entre noticias de desapariciones y rumores oscuros, ellos preferían vivir el amor sin aplazarlo.
Sirius miró a Kate de reojo. Ella también había vivido esa oscuridad. Y él… seguía preguntándose si su amor sería refugio o sentencia. Se acercó al rincón de las bebidas. Justo cuando giró con dos copas en la mano, se encontró a Kate al otro lado, también con una copa de zumo espumoso vacía. Fue un momento breve: se miraron como si el otro ya supiera por qué estaban allí al mismo tiempo. Sin hablar, intercambiaron las copas sin querer y luego rieron en voz baja.
—Gracias —dijo Kate, aún sonriendo.
—Siempre a tu servicio —respondió Sirius con tono teatral, como si estuviera interpretando un papel frente a un público invisible.
Ella se mordió el labio con la risa contenida, negó con la cabeza, y volvió con Beth. Él la siguió con la mirada hasta sentarse, y entonces notó que alguien más lo observaba: el padre de Kate, Gregor Bellerose.
El Señor Bellerose no dijo nada. Solo mantuvo la mirada un segundo más de lo normal, con esa expresión neutral de los hombres que han visto y callado muchas veces. Luego volvió a su conversación con Fleamont, como si nada hubiera ocurrido.
Más tarde, Euphemia anunció que era momento de abrir el pequeño espacio para bailar. Sirius miró a James, que estaba intentando huir de su madre para no salir a bailar, y luego miró de nuevo a Kate. Ella ya estaba de pie, caminando despacio hacia el borde del jardín, lejos del centro, pero no demasiado.
Él fue tras ella.
—¿Me concede este baile, señorita Bellerose?
—¿No temes que tu reputación se vea manchada? —preguntó ella, divertida.
—Totalmente arruinada. Pero vale la pena.
Ella le dio la mano sin decir más. El baile fue suave. No era un vals, ni una canción demasiado íntima. Era lo suficiente para mantener una distancia decorosa. Pero sus manos encajaban con una facilidad que dolía, y en sus ojos había una promesa silenciosa.
Al terminar el baile, no se separaron de golpe. Se quedaron quietos un instante. Luego ella tomó su brazo, con suavidad, y caminaron hacia la mesa de dulces, disimulando su cercanía como quien disimula un secreto a medias.
La señora Bellerose los miraba desde su sitio, con una leve expresión de incertidumbre. No era desaprobación… más bien era la mezcla de una intuición materna y una sospecha latente. Como si supiera que algo estaba cambiando en su hija. Y ese cambio tenía nombre y apellido: Sirius Black.
Cuando el postre llegó —un surtido de tartas y frutas encantadas que levitaban ligeramente sobre la mesa— Sirius sirvió una porción para Kate sin que nadie se lo pidiera. Ella lo aceptó sin palabras.
No hubo más que eso. No hubo besos, ni confesiones, ni miradas arrebatadas. Solo ese tipo de cercanía que se construye en los márgenes de las reuniones: donde los dedos se rozan al pasar un plato, donde una sonrisa tarda un segundo más de lo necesario, donde el corazón late un poco más rápido y nadie lo nota… excepto aquellos que miran con los ojos de la experiencia.
Euphemia empezaba a despedir a los primeros invitados con sonrisas calurosas, mientras Fleamont acompañaba a los Weasley hasta la chimenea. Kate se levantó con Beth para ayudar a recoger unas bandejas, pero en un momento dado, tras una mirada sutil a Sirius, se escurrió hacia el interior de la casa. Sirius esperó apenas un minuto y la siguió.
No se dirigieron a su habitación esta vez. No hacía falta. En la casa de los Potter, el pasillo de las habitaciones estaba encantado para mantener el sonido fuera. Bastaba con subir a la planta de arriba para estar solos.
La encontró en la pequeña biblioteca donde más de pequeños pasaban algunos ratos junto con James, Beth y Marlene. Era una habitación al final del pasillo, donde la luz era cálida y baja. Kate estaba de pie junto a una de las estanterías, mirando sin mirar los lomos de los libros antiguos. Tenía los brazos cruzados, no por el frío, sino por una inquietud evidente.
—Casi parecía que todo iba bien esta noche —dijo ella notando su inquietud.
Sirius se apoyó en el marco de la puerta.
—Sí. Casi. ¿Pero…?
Se acercó, sin invadir su espacio, hasta quedarse a su lado. No la tocó. Solo la miró.
—No he dejado de pensar en Hogsmeade —dijo Kate—. Lo que pasó... no fue un susto más. Había intención. Había alguien vigilándonos. Y no sé si fue casualidad que tú y yo estuviésemos allí. Pensaba que lo había olvidado, pero al verte hoy… sigue en mi mente.
Sirius apretó los labios, y asintió despacio.
—No fue casualidad —dijo con voz grave—. Sé que Nott está detrás. Ha estado tanteando el terreno… y creo que sé el motivo.
Kate lo miró de golpe. Sus ojos eran oscuros, alertas.
—¿Por mí?
—Por ti, por mí, por cualquiera que se interponga en su camino. Sé cómo piensan. Mi familia juega a eso desde generaciones. Si no pueden callarte o dominarte, te hacen ver que cualquier cosa que ames puede volverse en tu contra.
Kate tragó saliva, y entonces dijo lo que más le pesaba.
—¿Crees que nos harán daño por estar cerca?
Él bajó la mirada. No por cobardía, sino porque le dolía enfrentarse a la verdad.
—Creo que podrían intentarlo.
Ella dio un paso hacia atrás. No por miedo a él, sino por todo lo que esa respuesta traía consigo. La habitación parecía más pequeña de pronto, como si la amenaza de fuera se filtrara en las paredes.
—Sirius… yo no quiero vivir con miedo. Pero tampoco quiero que nos pasemos la vida evitando lo que sentimos por culpa de ellos.
Él levantó la vista. Le temblaban los dedos. Dio un paso y alargó la mano para tomar la suya.
—Tampoco quiero que vivas con miedo por mi culpa. Pero hay una guerra… y yo ya estoy en ella, aunque no lo haya elegido… tú no tienes que pagar el precio.
—Si aceptamos eso… entonces ya perdimos.
Ella lo abrazó. Esta vez sin palabras, sin beso. Solo con la fuerza contenida de dos que se quieren, pero saben que la sombra ha empezado a crecer detrás de ellos.
—Si vamos a estar juntos, lo haremos incluso sabiendo que puede doler. Pero, no puedo obligarte…— dijo ella con suavidad y fortaleza.
Después de unos segundos, Kate se separó un poco, sin dejar de mirarlo. Había algo distinto en su expresión: una serenidad que no tenía nada de ingenua.
—Sirius —dijo con voz suave, pero firme—. Yo estoy dispuesta. A todo esto. A lo bueno, a lo que duele, a ti.
Él no dijo nada. La miraba como si intentara memorizar cada palabra.
—Pero tú tienes que decidir si estás dispuesto también —continuó—. No a sobrevivir, no a soportarlo… A vivirlo. Con todo lo que conlleva.
Hubo un silencio breve. No una pausa de duda, sino de respeto. De dejar espacio para lo que realmente importaba.
Entonces, Kate se acercó y le dio un beso en la mejilla, lento, con ternura. Lo suficiente para que él cerrara los ojos un instante.
—Cuando lo sepas —susurró junto a su oído—, ven a buscarme.
Y sin decir más, se dio la vuelta y se alejó por el pasillo, con paso sereno, dejando tras de sí la certeza de alguien que ha elegido el amor… pero no a cualquier precio.
La mayoría de los invitados ya se había ido. La nieve caía con suavidad más allá del hechizo protector que Euphemia había mantenido sobre el jardín, donde aún quedaban algunas luces flotantes y restos de risas que se diluían como el vapor en el aire.
Edward Bellerose estaba recostado en uno de los pilares del porche, con las manos en los bolsillos del abrigo largo. Observaba sin hablar a Kate, que reía en la distancia junto a Beth y Sirius. Aunque fingía serenidad, sus ojos no eran los de alguien despreocupado.
Marlene McKinnon salió con una copa en la mano, se detuvo a unos pasos y, al verle, se acercó.
—Siempre tan silencioso, Ed —dijo ella, con media sonrisa.
—Siempre tan directa, Marlene —respondió él, sin moverse.
Se quedaron en silencio unos segundos. Era fácil, cómodo. Como si llevaran años encontrándose así, entre los bordes de las fiestas, lejos del bullicio.
—¿Vas a preguntarme por Kate? —dijo Edward finalmente, sin apartar la vista.
—Iba a preguntarte si estabas bien, pero si prefieres hablar de tu hermana…
Él suspiró.
—Lo ha notado
—¿Quién?
—Mi padre. Gregor. Esta noche, cuando Sirius y Kate bailaron… no dijo nada, pero vi el gesto. Esa forma de mirar que no necesita palabras. Como si ya estuviera haciendo cálculos.
Marlene se volvió hacia el jardín también, donde Kate y Sirius acababan de separarse de un pequeño grupo para llevar cosas dentro. Se rozaron los dedos. Nadie lo vio salvo ella, y tal vez Edward.
—Se quieren —dijo Marlene en voz baja.
—Y eso es lo que me preocupa. Mi padre tiene una forma muy particular de reaccionar cuando algo escapa a sus planes y, en especial con la Familia Black. Y Kate nunca ha sido desobediente… hasta ahora. Pero también quiere que sea feliz.
—Sirius no es una amenaza, Ed.
—Lo sé —dijo, con sinceridad, y fue la primera vez que dejó entrever algo más profundo—. Pero es un campo de batalla andante. Y no sé si Kate sabe en qué se está metiendo.
Marlene lo miró entonces, de frente.
—Sí lo sabe. Y aún así, lo elige. No deberías temer eso… deberías estar orgulloso.
Él bajó la mirada. El peso de la protección fraterna, del apellido, del mundo al que pertenecían, caía sobre sus hombros con más fuerza que cualquier abrigo.
—Has cambiado —dijo Marlene—. Desde el verano pasado… lo noté.
Él la miró, como si de pronto recordara ese último agosto, cuando coincidieron en una boda mágica y se quedaron hablando bajo una pérgola hasta que amaneció.
—Tú también —murmuró—. A veces creo que solo somos nosotros dos los que no fingimos estar tranquilos con lo que está pasando.
—No estamos tranquilos —confirmó Marlene—. Pero tampoco estamos huyendo.
Se quedaron en silencio. Y no fue incómodo. Fue el tipo de silencio en el que una sola palabra puede hacer que el aire cambie de dirección.
—Si algo le pasa a Kate… —empezó a decir él.
—No dejaré que le pase nada —lo interrumpió ella—. No mientras esté cerca.
Edward asintió, despacio. Luego, sin pensarlo, levantó la mano y le apartó un mechón de cabello del rostro. Fue un gesto suave, casi torpe, pero íntimo. Marlene no se apartó.
—¿Esta es otra batalla que estamos empezando? —preguntó ella, medio en broma, medio en serio.
—No lo sé —respondió Edward—. Pero esta vez… no me importa luchar.
Marlene bajó la mirada por un instante, como si tratara de recomponer algo que se había movido por dentro. Cuando volvió a alzarla, Edward seguía allí, firme, pero con una expresión más suave.
—¿Vas a volver a desaparecer después de esto? —preguntó ella, sin sarcasmo.
—No —respondió él—. Esta vez, no.
Volvieron a mirar hacia el jardín. Kate ya no estaba a la vista. Sirius tampoco.
—¿Sabes? —dijo Edward, con una sonrisa que le apareció despacio—. Hay un sitio que me gusta mucho. Un café muggle. Nada especial… salvo que siempre está tranquilo. Podríamos ir mañana. Si quieres.
Marlene lo miró de lado. No se sorprendió. Pero tampoco sonrió del todo, como si necesitara un segundo más para decidir.
—¿Me estás invitando a salir, Edward Bellerose?
—Sí —dijo él con firmeza, aunque algo en sus ojos se ablandó—. Y no como el hermano sobreprotector de tu amiga. Como yo.
Ella se quedó callada un momento, sopesando las palabras. Luego, con esa media sonrisa suya, respondió:
—A las tres. Pero eliges tú la mesa.
Edward asintió, sin poder evitar que se le notara la satisfacción en el gesto.
—Será un honor.
Marlene alzó su copa a medio terminar, como brindando por algo que no necesitaba decirse. Edward hizo lo mismo. Chocaron suavemente los cristales.
Entonces ella dio un paso atrás, despacio.
—Buenas noches, Bellerose.
—Buenas noches, McKinnon.
Cuando ella se fue, Edward volvió a mirar hacia donde habían estado Kate y Sirius. Su preocupación no había desaparecido… pero ahora no estaba solo con ella. Y algo, por mínimo que fuera, había cambiado el equilibrio del tablero.
El café muggle estaba escondido en una calle tranquila de las afueras de Londres, uno de esos lugares donde las paredes de ladrillo estaban cubiertas de hiedra y el aroma a café recién molido se mezclaba con el sonido suave de una guitarra acústica. Edward ya estaba sentado junto a una ventana, con una bufanda oscura y un abrigo que le daba un aire adulto que contrastaba con el recuerdo de los pasillos de Hogwarts.
Marlene llegó puntual, envuelta en un abrigo gris y con el pelo suelto, una mochila colgada del hombro.
—Me alegra que hayas venido —dijo Edward, poniéndose de pie en cuanto la vio.
—Pensaba que me ibas a llevar a un salón de té rancio con retratos parlantes —bromeó ella, quitándose el abrigo.
—Quería impresionar —dijo él, sonriendo—. Y además, llevo demasiado tiempo rodeado de magos. A veces me apetece pasar desapercibido.
Ella se sentó frente a él y echó un vistazo alrededor. El lugar tenía encanto, sin necesidad de magia.
—¿Cómo va el trabajo? —preguntó ella, dejando la mochila a un lado.
—Intenso. Pero bien. Tú eres la que todavía tiene la suerte de vivir entre clases, pasillos y fiestas de sala común.
—Suerte relativa… a veces solo quiero que los exámenes desaparezcan por arte de magia —respondió con una sonrisa cansada.
Pidieron dos cafés —Edward un americano, Marlene un cappuccino— y compartieron un pastel de limón. Hablaron de cosas triviales al principio. De sus trabajos, de antiguos profesores, de la manera en que Hogwarts parecía tan lejos y, al mismo tiempo, tan dentro. Hasta que el silencio fue cómodo y entonces Marlene lo rompió con una pregunta directa:
—¿Te molesta lo de Kate y Sirius?
Edward la miró sin responder de inmediato. Luego, asintió con honestidad.
—Sí… porque la quiero. Pero también porque tengo miedo.
—¿Miedo?
—Mi padre no es tonto. Vio todo en la cena. Y Kate no tiene ni idea de las consecuencias.
Marlene bajó la mirada. Pensó en Kate, en cómo se reía bajito mientras Sirius le decía algo al oído. Entonces, sin quererlo, le vino el recuerdo a la mente. La cena. La voz clara de Beth hacía Molly y Arthur:
"Creo que sois muy valientes. Además, en tiempos oscuros son los pequeños detalles de personas valientes los que marcan la diferencia."
Aquellas palabras habían dejado algo suspendido en el aire aquella noche. Marlene lo sintió. Recordó cómo los hermanos Prewett se miraron. Cómo James pareció confirmar algo con Frank. Cómo Sirius miró a Kate como si el mundo entero se resumiera en ella. Y recordó su propia reacción. Había sonreído. Pero algo se movió dentro.
—Estás intentando protegerla —dijo Marlene en voz baja.
Edward asintió.
—Siempre lo he hecho.
—Y aún así… no puedes evitar lo que siente.
Edward miró su taza un momento. Luego levantó la vista hacia ella. Sus ojos se suavizaron.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿Qué sientes?
Marlene sonrió. Esa sonrisa que solía confundir a la gente, la que podía ser amable o peligrosa según el momento.
—Siento que desde el verano pasado me pregunto por qué me haces temblar cuando te acercas.
Edward se quedó inmóvil por un instante. Luego se inclinó un poco hacia ella, pero no demasiado.
—Muy sincera…
—¿Y qué hacemos con eso? —preguntó ella, jugando con la cucharilla.
—Supongo que… darle espacio. Como a una planta que empieza a salir entre las grietas.
Marlene asintió. Luego le miró con dulzura.
—No me invites a pelear, Bellerose. No te saldrá bien.
Él rió por primera vez en toda la conversación. Después, hubo una pausa.
—¿Te gustaría que saliéramos otro día?
—Sí —dijo ella—. Pero prométeme que no intentaremos entenderlo todo de golpe.
—Prometido.
Al salir, caminaban despacio por la calle vacía. No se dieron la mano. No lo necesitaban todavía.
La tarde estaba tranquila y la nieve golpeaba suavemente los cristales de la ventana de la habitación de Kate. Sentada en la cama, con una manta sobre las piernas y una taza de té ya medio fría a su lado, leía con atención una carta escrita con una caligrafía enérgica y algo desordenada: la de Lily Evans.
"Kate, aún me estoy acostumbrando a la idea de que James sea… bueno, James. No puedo creer lo mucho que está cambiando. Quizá el mundo de verdad esté patas arriba, ¿no? Aquí todo va bien. Echo de menos nuestras charlas en la sala común. ¿Tú cómo estás? ¿Y Sirius? Me niego a pensar que no hay más que tensión ahí… Cuéntame todo. Ah, y cuida de Marlene, por favor. A veces se hace la dura, pero tú y yo sabemos que siente más de lo que admite. Con cariño, Lily."
Kate sonrió, dejando la carta sobre su regazo. Quería responderle con calma, pero antes de poder tomar papel y pluma escuchó la puerta principal cerrarse con un golpe seco. Se asomó al pasillo y escuchó pasos familiares.
—¿Edward? —llamó, bajando por las escaleras.
—Sí —respondió él desde el recibidor, quitándose el abrigo.
—¿Dónde estabas?
—Dando una vuelta —contestó con rapidez, sin mirarla directamente mientras colgaba su bufanda.
—¿Una vuelta en pleno frío? —preguntó con una ceja levantada.
—Me apetecía despejarme un poco —dijo, quitándose los guantes—. ¿Todo bien?
Kate dudó, pero decidió no insistir. Le sonrió con suavidad.
—Sí, todo bien. Lily me escribió. Me preguntó por ti, por todos.
—¿Y qué le dijiste?
—Que te estabas convirtiendo en un misterio —bromeó ella, y él sonrió. Luego se despidieron con una frase cualquiera, pero ella se quedó unos segundos mirando cómo subía las escaleras con aire pensativo.
La habitación de Marlene en la casa de los McKinnon tenía las paredes cubiertas de pósters de conciertos mágicos, recortes de Quidditch y fotos de ella con Kate, Mary, Alice, Pippa y Lily en Hogwarts. Pero esa noche no miraba nada de eso. Estaba sentada en el escritorio, con la cabeza apoyada en una mano, y la otra escribía con decisión en un pergamino.
"Querida Mary,
Te voy a contar algo que ni Kate sabe… y eso ya es decir mucho. Sé que tú no me juzgarás, al menos no demasiado. Y necesito soltarlo…
Anoche salí a tomar algo con Edward. Sí, Edward Bellerose. Lo sé. Es el hermano de una de mis mejores amigas. Y no fue planeado, pero… fue especial. No sé si fue el lugar, o que ambos necesitábamos respirar fuera del caos, pero hubo algo. Desde el verano pasado he notado cosas, y él también. Lo sé. Lo noto. Me lo dijo.
Y ahora no dejo de pensar que estoy metiéndome en algo complicado. No por él, ni por mí… por Kate. Porque la última vez que hablamos sobre Sirius y ella, me dijo que todo era confuso. Que le daba miedo cómo se sentía. ¿Y si todo esto es demasiado para ella?
Pero por más que lo piense, no puedo evitarlo. Hay algo en Edward que me calma. Que me entiende. Siempre ha estado ahí, incluso cuando no nos mirábamos igual. Y ahora... ahora todo se siente distinto.
¿Estoy haciendo una locura?
Con cariño (y un poco de culpa),
Marlene."
Cerró la carta con un suspiro, la dejó a un lado del escritorio y apoyó la frente en sus brazos cruzados. No sabía si enviarla esa noche. Pero al menos, al escribirla, había soltado un poco del nudo que llevaba en el pecho.
Era temprano por la mañana en casa de los Macdonald. Mary aún llevaba el pijama y estaba sentada en la cocina, con una taza de café humeante. El pergamino de Marlene lo había recibido esa misma madrugada, y ahora lo leía con una ceja arqueada y una sonrisa contenida.
Cuando terminó, apoyó la carta sobre la mesa, pensativa. Se quedó mirando por la ventana unos segundos, luego murmuró para sí:
—Vaya, Marls… ¿Edward Bellerose?
Le dio un sorbo a su café y volvió a leer la última parte de la carta, esa en la que Marlene decía que no podía evitarlo. La conocía bien, sabía que si Marlene lo decía así era porque estaba sintiendo algo real.
—Te estás enamorando, y no sabes cómo decírselo a Kate. —Negó con una sonrisa leve—. Menuda historia nos estamos armando entre todas…
Se levantó y fue por una pluma. Empezó a escribir la respuesta con su caligrafía redondeada y veloz, mientras decía en voz baja:
—Te apoyo… pero más te vale no tardar mucho en hablar con Kate.
Eran ya los últimos días de vacaciones, la familia Bellerose había estado por el sur, pero, después de la cena de los Potter habían vuelto a casa para terminar de pasar ahí las vacaciones de navidad. Esa tarde caía con lentitud, y la luz dorada del sol entraba por los ventanales de la elegante sala de los Bellerose. Kate y Marlene estaban sentadas en el sofá largo, rodeadas de tazas de té medio vacías, una caja de galletas a medio abrir y un par de libros abiertos que ya nadie estaba leyendo.
—¿Y entonces qué te dijo Mary en su última carta? —preguntó Kate con una sonrisa, mientras recogía su cabello en una coleta improvisada.
—Básicamente que me paso de intensa —respondió Marlene, tratando de sonar relajada, aunque su voz tenía una nota extraña que Kate no notó.
Justo en ese momento se oyó el suave crujido de la escalera. Marlene se tensó ligeramente al reconocer el paso. Edward apareció en el umbral, con un libro en la mano y una camisa remangada.
—Buenas tardes, chicas —dijo con ese tono calmo y educado que siempre usaba con las amigas de su hermana.
—¡Hola, Ed! —dijo Kate, girando la cabeza con una sonrisa. Marlene levantó una mano en saludo, un poco más torpe de lo que le habría gustado.
—¿Todo bien? —preguntó él, dirigiéndose más a Kate que a Marlene, aunque su mirada se deslizó fugazmente hacia ella.
—Perfecto, sólo tomando un descanso de todo. Marlene vino a distraerme —contestó Kate con aire despreocupado.
Edward asintió, cruzando la mirada con Marlene durante un segundo más de lo normal. Ella bajó la vista enseguida.
—Me alegra. Bueno… no interrumpo. Si queréis té fresco, creo que hay más en la cocina.
—Gracias —dijo Marlene, apenas alzando la voz.
Cuando él se fue, Marlene se inclinó para tomar su taza, intentando parecer natural. El corazón le latía con una fuerza irritante.
—¿Estás bien? —preguntó Kate casualmente, al ver que su amiga se había puesto algo rígida.
—¿Eh? Sí, claro. Solo estaba pensando en… —Marlene dudó, luego improvisó—. En lo complicado que se va a poner todo este curso. Ya sabes, el clima, la situación mágica…
Kate bufó una risa.
—Sí, no me hables de eso. Prefiero pensar en la cena de los Potter, la verdad. ¿Viste cómo se sonrojó Molly cuando mencionamos la boda?
Marlene rió con ella, agradecida por el cambio de tema. Pero aún podía sentir en la piel el efecto de la mirada de Edward. Y sabía, con una certeza incómoda, que esa tensión estaba creciendo con cada día que pasaba.
Horas después de eso, el encuentro de esa tarde no dejaba de repetirse en su cabeza. La voz de Marlene, la forma en que se había tensado al verle, esa mirada rápida que compartieron. No era nuevo. No realmente. Ya el verano pasado, durante aquellas tardes interminables en el jardín o en casa de los Potter o en cualquier reunión, lo había sentido: esa electricidad sutil, como si hubiese algo no dicho entre ellos.
Se levantó del sillón, caminando hasta su escritorio. Se dejó caer en la silla con un suspiro y pasó una mano por su pelo.
—Esto es una mala idea —murmuró para sí.
Porque era Marlene. Marlene McKinnon. Amiga de su hermana desde que eran niñas. Parte del círculo más cercano de Kate, casi como una segunda hermana… ¿o no? ¿Realmente había dejado de serlo hacía tiempo?
Y lo peor, lo más difícil, era que Gregor —su padre— lo había notado. Lo de Sirius y Kate, sí, pero también lo que él mismo no terminaba de admitir. Su padre era un hombre perspicaz. Observador. La clase de persona que no necesitaba más de unos segundos para comprender una dinámica que ni los propios involucrados habían aceptado aún.
"Ten cuidado", le había dicho hace unos días, sin nombrar a nadie. "Los lazos familiares son frágiles. Y los errores pueden costar demasiado". Palabras frías. Pero lo había entendido.
Edward apoyó los codos en la mesa y se llevó las manos a la cara. Se lo debía a Kate, pensó. Ser claro. Ser prudente. No hacer algo que pudiera herirla. Y, sin embargo, cada vez que Marlene estaba cerca, no podía evitar esa punzada… ese deseo de conocerla más allá de los bordes de la infancia compartida. Apretó los dientes, molesto consigo mismo por la confusión, por no tener las respuestas.
Y aun así, una parte de él —una parte más joven, más honesta— no podía evitar pensar: ojalá vuelva mañana.
El día de Navidad, la nieve caía en copos pausados, danzando con elegancia sobre los jardines simétricos de la Mansión Bellerose, que se extendía majestuosa al pie de una colina nevada del norte de Inglaterra. Las ventanas altas reflejaban el tenue resplandor del sol invernal y, desde el interior del gran salón, se escapaba el aroma envolvente del chocolate caliente, de las maderas nobles y de las flores de invierno traídas expresamente desde el invernadero.
La escena era apacible, envolvente, casi pictórica. El árbol de Navidad, de más de tres metros de altura, brillaba con luces encantadas y adornos antiguos de cristal tallado, algunos traídos de Francia, legado de la familia materna de Elsa. Bajo sus ramas, los regalos se agrupaban con un orden estético casi teatral, envueltos con papeles texturados y cintas de seda.
Gregor Bellerose, de porte siempre recto y voz grave pero cálida, sostenía una taza de café negro mientras observaba desde su butaca tapizada en terciopelo. A su lado, Elsa, vestida con una elegancia sutil —una túnica color burdeos con bordados dorados en los puños—, leía en voz baja una carta enviada por su hermana desde Aviñón. A pesar de los años, aún conservaba un aire de nobleza serena.
Frente a la chimenea, Edward, con el cabello revuelto y el aire maduro que da la independencia, conversaba en voz baja con Beth, que hojeaba un libro de adivinación antigua que acababa de abrir. Kate, sentada en el suelo sobre una alfombra mullida, sostenía entre las manos un pequeño frasco con polvo de estrella, regalo de Sirius. Lo había recibido la noche anterior. Ahora, su mirada vagaba entre el frasco y el fuego, mientras Beth, con su aguda curiosidad de Ravenclaw, le susurraba algo al oído.
—¿Lo hizo él mismo? —preguntó Beth, alzando una ceja.
—Tal vez —respondió Kate, ocultando una sonrisa tras el borde de su taza.
Gregor carraspeó suavemente.
—Cena encantadora, la de los Potter la otra noche. Sirius ha crecido mucho. Sigue tan… impulsivo como siempre, pero parece más centrado. —Su tono era neutro, pero el subtexto era claro.
Kate lo miró con inocencia fingida, aunque no negó nada. Elsa la observó con dulzura y cambió de tema.
—He hablado con Anne esta mañana —dijo, refiriéndose a la hermana de Gregor en Francia—. Dice que la nieve en Lyon está más espesa que nunca. Pregunta si este año alguien irá a visitarla para el equinoccio de primavera.
Beth alzó la vista del libro.
— Para nosotras es imposible, ya lo sabe, estamos en Hogwarts.¿La tía Anne cree aún en las historias de la tía Lilium?
Hubo una breve pausa. El ambiente se volvió un poco más introspectivo. El fuego chisporroteó, como si supiera que se había nombrado un fantasma familiar.
—La tía Lilium… —musitó Edward—. Siempre me fascinó su historia. ¿Se perdió en Londres, verdad?
—Se desvaneció —aclaró Elsa, con un deje de tristeza suave—. Durante un viaje a Londres. Nunca encontraron su varita. Es como si hubiese atravesado alguna frontera invisible.
Gregor tomó un sorbo de su café antes de hablar.
—Mi padre solía decir que Kate le recordaba a ella. No por la desaparición —añadió, con una sonrisa sutil—, sino por la forma de mirar el mundo. Como si viera algo que los demás no alcanzamos a entender del todo.
Kate bajó la vista, incómoda y a la vez secretamente halagada.
—¿Crees que me volveré loca, entonces?
—Solo si te enamoras de alguien como Sirius Black —dijo Beth con sarcasmo.
Las risas estallaron con suavidad en el salón, doradas y cálidas como el fuego.
Luego vino el intercambio de regalos. Edward entregó a Beth una caja pequeña con runas antiguas hechas a mano, que ella examinó con los ojos brillantes. Kate le dio a Edward una bufanda tejida con hilos encantados para cambiar de color según su humor. Gregor obsequió a Elsa una joya familiar restaurada: un camafeo que perteneció a su madre. Y Elsa les entregó a todos unos delicados portarretratos encantados que capturaban una imagen fugaz de aquella misma mañana.
Al fondo, el reloj marcó las once. El aire olía a pino, canela y nostalgia. Afuera, la nieve seguía cayendo, silenciosa y paciente.
La familia Bellerose, elegante en su quietud, parecía por un momento una pintura viva: sofisticada, cálida y misteriosa, con los hilos de historias antiguas y presentes entrelazándose como las luces del árbol que seguía parpadeando, eterno, en su rincón dorado.
En Godric’s Hollow, la mañana de Navidad amanecía bañada por una luz dorada y suave. La casa de los Potter, siempre cálida y vibrante, olía a pino, canela y magia familiar. No tenía el boato de otras mansiones, pero lo compensaba con creces con el ruido alegre de las voces, las risas y el crujido acogedor del fuego en la chimenea.
El salón parecía un pequeño caos encantado: papeles de regalo medio abiertos, adornos chispeando hechizos caseros, y un fénix de origami encantado (obra de Sirius) dando vueltas perezosamente en la punta del árbol de Navidad.
James Potter, con el cabello aún más desordenado de lo habitual y una túnica de quidditch vieja sobre su pijama, rebuscaba bajo el árbol con una expresión de fingida concentración.
—¡Juro que puse tu regalo aquí, Sirius! A menos que Abel se lo haya comido.
Sirius Black, sentado en el suelo con las piernas estiradas y una taza de chocolate humeante en la mano, miró al perro —una criatura mestiza de orejas torcidas y lealtad incondicional— que roncaba feliz en una manta.
—Si se lo ha comido, lo convierto en pastel —bromeó—. Aunque conociéndote, seguro que es algo que explota.
—¡Oye! Este año me he superado —respondió James, sacando por fin un pequeño paquete rectangular envuelto en papel con motas doradas—. Toma.
Sirius cogió el regalo y, a su vez, le dio a James el suyo: una snitch antigua, restaurada, que había comprado en una tienda escondida de Knockturn Alley y encantado para que solo él pudiera atraparla.
—"Porque no te soporto perdiendo" —dijo Sirius, sin ironía.
Cuando Black abrió el regalo con una mezcla de entusiasmo y desconfianza. Dentro, había un marco encantado con una foto de los cuatro Merodeadores, tomada en su tercer año. En la base, tallado con hechizos finos, se leía: "Fraternitas sine fine".
Sirius lo sostuvo unos segundos en silencio, sonriendo. La foto mostraba a los cuatro riendo: James con la varita sobre la cabeza de Peter, Peter gritando, Remus tratando de detenerlos y Sirius… mirándolos a todos como si fueran el centro de su mundo.
—¿Sabes qué es lo peor? —dijo Sirius, bajando un poco la voz—. Me encantaría haberle dado el suyo en persona.
James se sentó a su lado, cruzando los brazos.
—Ya, lo sé. Pero él quería quedarse. Dijo que Hogwarts es más tranquilo en Navidad. Menos gente. Más tiempo para leer.
—Más tiempo para estar solo, querrás decir.
—Le mandamos cosas, ¿no? —James le dio un codazo—. La caja le llegó ayer. Euphemia se aseguró.
Sirius asintió. Su mirada estaba fija en el fuego, como si pudiera ver a Remus entre las llamas.
—Le puse el reloj, el que encontré en la tienda de objetos lunares en Edimburgo. Con las fases y todo eso. Lo encanté yo mismo. Que lo proteja si… ya sabes.
—Lo sé —respondió James, en voz más baja—. Y seguro que le encantó. Aunque apuesto a que fingió que no entendía el gesto.
—Claro. Es su estilo —respondió Sirius, sonriendo con ternura—. Pero lo entiende. Siempre lo entiende todo.
Abel gimió en sueños, como si notara la pausa emocional, y ambos rieron.
—¿Y tú? —preguntó James—. ¿Abriste lo que te mandó Kate?
Sirius se giró hacia su pila de regalos y sacó una cajita azul. La abrió con cuidado. Dentro, descansaba aún la piedra lunar que ella había encantado para brillar cuando él sintiera miedo. En la nota: "Para cuando necesites un poco de cielo en invierno."
James silbó suavemente.
—Eso no lo da una amiga cualquiera.
Sirius cerró la cajita, despacio, como guardando algo precioso. No respondió, pero su expresión lo dijo todo.
El reloj de pared marcó las diez y media. Euphemia apareció desde la cocina con una bandeja flotante de bollos calientes y sonrió al ver el salón lleno de risas, recuerdos y ese desorden que sólo puede nacer del cariño profundo.
Charlus, en su butaca habitual, levantó la vista del Profeta y dijo en voz baja:
—Hay algo especial este año… como si todo estuviera a punto de cambiar.
Y aunque no lo dijeron en voz alta, tanto James como Sirius lo sabían: la infancia se estaba despidiendo, los lazos se estrecharon, y la guerra, esa sombra lejana, se acercaba paso a paso. Pero esa mañana, entre regalos, bromas y silencios que hablan más que mil palabras, la magia era real. Y bastaba. Al menos, por ahora.
Era el penúltimo día de vacaciones antes de volver a Hogwarts. Londres brillaba con ese encanto propio del invierno: luces colgando entre callejones, escaparates encantados con nieve artificial que no se derretía y el murmullo constante de conversaciones alegres, pasos sobre empedrados húmedos y campanas mágicas en la distancia.
James Potter y Sirius Black caminaban por Covent Garden, con bufandas al cuello y las mejillas enrojecidas por el frío. Venían de una exposición mágica de artilugios históricos del Departamento de Misterios, organizada de forma discreta para brujas y magos afines. James había insistido en ir porque "alguien tiene que explicarte que no todo lo antiguo explota".
—Esa esfera de detección de pensamientos fue una decepción total —refunfuñaba Sirius, metiendo las manos en los bolsillos—. ¡Decía que yo pensaba en “figuras femeninas”! ¿Qué tipo de precisión es esa?
—Bueno, lo dijo mientras mirabas a la guía, así que técnicamente…
—No, no, la miraba por sospecha, no por atracción. Tenía pinta de aurora retirada. O de espía.
—O de alguien que no te habría soportado cinco minutos —rió James.
Doblaron una esquina hacia una pequeña calle adoquinada que daba a un café mágico al aire libre, el "Lirio de Escarcha", donde las tazas flotaban suavemente y la terraza estaba protegida por un hechizo para no ser visto por muggles y mantener el clima térmico que permitía sentarse cómodamente incluso en pleno invierno.
Y ahí estaban.
Kate, con una bufanda granate y el cabello recogido con descuido, reía por algo que Marlene acababa de decir. Alice, metódica incluso en vacaciones, consultaba una lista de dulces navideños en voz baja con Lily, quien llevaba un gorro de lana rojo y una sonrisa suave.
James se detuvo en seco.
—Evans a las doce en punto.
—¿Y Bellerose a las once y media? Esto es una emboscada —dijo Sirius, fingiendo alarma.
Kate alzó la vista y lo vio. Sonrió con sorpresa mientras saludaba con la mano. No la sonrisa de una amiga de toda la vida, sino una más silenciosa, más íntima, como si compartieran un secreto. Sirius respondió con una inclinación de cabeza… ligeramente torpe para su estándar.
—¿Vamos? —preguntó James, aunque ya se había echado a andar.
—¿Y si solo nos escondemos y observamos desde lejos como unos espías misteriosos?
—Demasiado tarde —dijo Marlene escuchándole y alzando una mano—. ¡Potter! ¡Black! ¿Vais a quedaros ahí como dos estatuas o vais a saludarnos como personas normales?
—¡Nos estás pidiendo algo imposible! —gritó Sirius mientras se acercaban—. Ser personas normales jamás ha sido una opción.
El grupo se acomodó alrededor de la mesa, ampliándose mágicamente. Los camareros trajeron más tazas, más pasteles encantados con sabor cambiante y una tetera que derramaba su contenido con cierto carácter.
—¿Qué hacíais por aquí? —preguntó Lily, mirando a James con expresión inquisitiva.
—Exposición de objetos mágicos en el Museo Arcano —respondió James, como si fuera lo más natural del mundo.
—¿James Potter, voluntariamente en un museo? —dijo Alice, alzando una ceja.
—Yo también estoy sorprendido —añadió Sirius, bebiendo de su taza sin apartar los ojos de Kate.
—¿Y vosotras? ¿Plan secreto de chicas antes del regreso a la prisión educativa? —preguntó James con tono dramático.
—Algo así —respondió Marlene—. Habíamos pensado ir a patinar después. La pista del Diagon Alley sigue abierta hasta medianoche. Tiene encantamientos de música y luces.
Sirius se giró lentamente hacia James.
—¿Sabes lo que esto significa?
—¿Que vamos a rompernos una pierna?
—Que vamos a competir —dijo Sirius, encendiendo la mirada—. Como en los viejos tiempos. Aunque nos falta Remus…
—¿Y quién dijo que vais a estar en el mismo equipo? —intervino Lily, desafiante.
James fingió indignación.
—¿Me estás diciendo que escogerías a Sirius antes que a mí?
—Depende. ¿Has aprendido a frenar sin derribar a tres personas por accidente?
El grupo estalló en risas.
Esa noche, entre hechizos de equilibrio, gritos, empujones amistosos y alguna caída muy poco digna (Sirius arrastró a Kate en una maniobra torpe que terminó con ambos en el hielo, riendo como si tuvieran diez años), algo se consolidó. No solo el compañerismo, ni siquiera solo el romance que comenzaba a asomar entre varios pares de ojos: era esa sensación de que, por un instante, todo era exactamente como debía ser. Esa noche fueron solo jóvenes. Amistad, magia, risas. Y la certeza —aunque no lo sabían aún— de que esas memorias serían faros cuando todo lo demás oscureciera.
La luna se alzaba limpia sobre los jardines nevados de la Mansión Bellerose, proyectando su luz pálida sobre los setos recortados con precisión milimétrica y la larga escalinata de piedra que conducía a la entrada principal. Sirius y Kate caminaban en silencio por el sendero de grava encantada que no crujía bajo los pies, acompañados únicamente por el leve eco de sus risas recientes y la estela aún viva de la pista de patinaje del Diagon Alley.
Kate llevaba las mejillas todavía sonrosadas por el frío y su bufanda granate oscura que se había deslizado un poco por un hombro. Sirius, con las manos en los bolsillos del abrigo largo, tenía el cabello algo revuelto por el viento y una sonrisa suave, sin artificio.
—Gracias por acompañarme —dijo ella, mientras subían los escalones de mármol.
—Por poco no te dejas… Irte sola entre la nieve y los trolls de la sociedad mágica. ¿Y si te secuestraba un Mortífago experto en encantos de etiqueta?
Kate soltó una risa leve.
—Sería su perdición. Habría corregido su dicción antes de llegar a Azkaban.
Al llegar a la puerta, ésta se abrió sin que tocaran. Elsa Bellerose los esperaba en el umbral. Estaba impecable, como siempre, con una bata de terciopelo verde botella y el cabello recogido con suavidad. Su sonrisa era cortés, pero cálida.
—Sirius, qué gusto verte.
—Señora Bellerose —dijo él, con una inclinación de cabeza—. Ha sido una emboscada. Kate me ha traído sin previo aviso.
—Conociéndolos a ambos, no me sorprende —replicó ella, sonriendo con cierta gracia contenida—. Pasa, por favor. Gregor está en el salón.
La mansión estaba tranquila, decorada con elegancia discreta. El árbol de Navidad, alto y estilizado, relucía en una paleta de blancos, dorados y tonos ámbar. Encantamientos sutiles hacían que copos de nieve fluyeran por los ventanales sin dejar rastro. Una quietud distinguida reinaba en la casa.
Gregor Bellerose se encontraba de pie, junto a una vitrina de madera de nogal, leyendo un pequeño volumen de encuadernación francesa. Al ver entrar a Sirius, cerró el libro con cuidado y se giró, con el porte de un diplomático que no abandona nunca del todo su escenario.
—Señor Black. Buenas noches.
—Señor Bellerose —respondió Sirius con naturalidad, aunque con un leve tono de respeto contenido—. Lamento la hora.
—No la lamentes. Mientras no rompas la biblioteca o confudas el brandy con una poción de amortentia, estarás a salvo.
Elsa soltó una breve risa.
—Gregor —le reprendió, sin severidad.
—Edward no está —dijo el padre, alzando apenas la barbilla—. Salió temprano, tenía compromisos en el Valle. Pero estoy seguro de que os encontraréis antes de regresar a Hogwarts.
—Claro —dijo Sirius con un leve asentimiento, sin insistir. Sabía que siempre que iba a ver a Kate, Edward se quedaba con ellos en la habitación o cerca. Era parte del protocolo… pero parecía que hoy se hacía una excepción.
Elsa se despidió con una caricia en el brazo de Kate y una última mirada amable a Sirius antes de desaparecer por el corredor. Gregor, tras un gesto cortés, se retiró al despacho, dejando a los dos jóvenes en la sala principal.
Kate y Sirius se acomodaron en un sofá junto a la chimenea, donde el fuego danzaba con lentitud medida.
—Mi madre y su obsesión por que todo esté perfectamente servido —dijo Kate, vertiendo el té.
—Te diré algo: no es una mala obsesión. Hay casas donde las tazas vuelan como si tuvieran rabia —respondió Sirius, tomando la suya.
El silencio que siguió no fue incómodo. Había algo grato en la calma de aquella habitación, después de una noche larga.
—Quería decirte que me gustó mucho tu regalo —dijo ella, por fin, girándose hacia él. — La carta que lo acompañaba también.
Sirius bajó un poco la mirada, como si eso fuera lo que no esperaba oír.
—¿La carta, eh? Pensé que ibas a ignorarla. Era... algo cursi.
—Lo era —respondió Kate, con una sonrisa contenida—. Pero sincera. Y eso no es frecuente.
—El tuyo me dejó mudo, para variar. ¿De dónde sacaste esa piedra lunar?
—La encontré en una tienda pequeña en la Rue des Miracles. Era de una bruja que decía que la piedra “solo brillaría para alguien que carga más de lo que aparenta”. Pensé que era una buena forma de que te recordaras… que no estás solo. Aunque lo finjas.
Sirius la miró un momento. La luz de la chimenea jugaba en sus ojos.
—Me alegra que no lo parezca contigo.
Kate sonrió, pero no dijo nada. Solo se recostó ligeramente, su taza en las manos, y Sirius imitó el gesto. Permanecieron así unos minutos, observando el fuego, envueltos en ese tipo de silencio que solo existe entre dos personas que se conocen desde siempre, pero están descubriendo algo nuevo.
De pronto, un crac suave anunció la aparición de Liri. La pequeña elfa llevaba un cojín entre los brazos, que depositó con cuidado en el sillón más cercano.
—Señorita Kate —saludó con una inclinación—. Y el joven señor Black.
—Liri —Kate se enderezó, sonriendo de inmediato—. No tenías que traer nada más.
Sirius, sorprendido pero cordial, le dedicó una sonrisa genuina.
—Hola, Liri. Encantado de verte otra vez.
La elfa lo miró con los ojos muy abiertos, y de repente, con un gesto travieso que no solía mostrar, repitió con solemnidad:
—Sirius Black es muy guapo.
Kate se quedó helada. Sus mejillas se tiñeron de rojo al instante.
—¡Liri! —exclamó, llevándose la mano a la frente—. ¿Qué… qué dices?
La elfa parpadeó, nerviosa, y juntó las manos.
—Liri lo ha oído de la señorita Kate. Perdón, perdón, Liri no debía repetir…
Sirius soltó una carcajada, inclinándose hacia adelante.
—Vaya, Kate. No sabía que me tenías en tan alta estima.
Ella lo fulminó con la mirada, intentando mantener la compostura.
—No empieces, Black.
—¿Yo? —fingió inocencia, con una mano en el pecho—. ¡Si solo estoy halagado!
Kate intentó sostener su enfado, pero la sonrisa se le escapó. Sirius terminó riéndose de buena gana, y ella, contagiada, acabó soltando una risa entre dientes.
Desde su despacho, Gregor alzó la cabeza al escuchar las carcajadas de su hija, tan libres y frescas como hacía tiempo no oía. Se levantó, indeciso, y abrió apenas la puerta. Justo en ese momento apareció Elsa a su lado.
—No se lo impidas… —susurró, posando suavemente la mano sobre el brazo de su esposo.
Gregor, con el ceño aún fruncido, miró a su hija reír junto a Sirius. Luego, tras un largo silencio, asintió en silencio y cerró la puerta del despacho.
La habitación de Kate era como un lugar afable dentro de la mansión: paredes de un azul profundo, con molduras doradas suaves, estantes altos con libros ordenados por autor y por idioma, una ventana enorme con cortinas de terciopelo abiertas a propósito, dejando pasar la luz plateada de la luna.
Estaba sentada en la butaca junto al ventanal, en pijama de satén gris perla, una manta sobre las piernas y una taza de té aún humeante entre las manos. En el alféizar, un pequeño espejo encantado mostraba una imagen de la pista de hielo de dos noches atrás, congelada en el momento en que Sirius la tomaba de la mano entre risas.
Pensaba en muchas cosas, y en nada al mismo tiempo. El peso dulce y extraño de las vacaciones terminadas. La sensación de que algo se había movido dentro de ella —ligero, pero irreversible. Sirius.
No el Sirius que conocía desde los once años, no el de las bromas interminables ni el que se colgaba de los candelabros en tercer año. Este nuevo Sirius tenía silencios, miradas largas, una sonrisa que ya no era solo para hacer reír.
Y luego estaban los rumores, las advertencias veladas de algunas familias, la sombra de un apellido que él rechazaba con todo el cuerpo… y que, sin embargo, seguía pesando.
De pronto, un crac suave sonó en la penumbra. Liri apareció al pie de la cama, con sus enormes ojos brillando en la oscuridad.
—Señorita Kate —susurró—, ¿necesita algo antes de dormir?
—No, Liri, gracias. —Kate sonrió cansada, pero genuina—. Solo descansar.
La elfa dudó. Se balanceaba sobre sus pies, como si llevara tiempo guardándose algo. Finalmente, alzó la barbilla con decisión.
—Liri quiere decir una cosa a la señorita.
Kate arqueó una ceja, divertida por el tono solemne.
—Dime.
—Ese joven… Sirius Black —pronunció el nombre con cuidado—. Él mira a la señorita Kate como nadie más la mira.
Kate se quedó inmóvil, con el corazón detenido un instante.
—¿Cómo… cómo dices?
—Sus ojos no son como los de otros —insistió Liri, con seriedad inesperada—. Él la ve de verdad. Como Usted dice que quiere ser mirada por alguien.
Kate tragó saliva, apartando la mirada hacia la ventana. El rubor le subió hasta las mejillas, pero no podía esconder la sonrisa que se le escapaba.
—Liri… tú siempre dices cosas que no deberías.
—Perdón, señorita —murmuró la elfa, bajando la cabeza.
Kate se inclinó, acariciándole suavemente la oreja.
—No tienes que disculparte. —Su voz era apenas un susurro, temblando entre ternura y miedo—. Solo… no se lo digas a nadie.
—Liri nunca lo haría —aseguró la elfa, con solemnidad—. Es un secreto seguro.
Tocaron suavemente a la puerta y Liri desapareció. Antes de que pudiera contestar, Beth asomó la cabeza, su cabello suelto como una nube rubia, los pies descalzos.
—¿Puedo entrar?
—Siempre.
Beth se acercó y se sentó a los pies de la cama, abrazando una almohada.
—¿No puedes dormir tampoco?
Kate negó con la cabeza.
—Demasiadas cosas en la cabeza. ¿Y tú?
—Lo mismo. Aunque creo que la mitad de mis pensamientos son porque no quiero volver a compartir baño con las Ravenclaw mayores —dijo con un gesto dramático.
Kate rió bajito.
—Beth, ¿puedo preguntarte algo?
—Siempre.
—¿Qué piensas de Sirius?
Beth la miró un instante, ladeando la cabeza.
—¿Como persona o como... posible algo?
Kate desvió la mirada hacia la ventana.
—Lo que tú quieras decir.
Beth se encogió de hombros.
—Es complicado. Es brillante, y también un desastre emocional. A veces parece un incendio y otras, como alguien que busca un sitio donde quedarse. Pero cuando está contigo... —Beth la miró con más dulzura que burla—. Contigo parece menos perdido. Más él.
Kate no respondió. Solo bebió un sorbo de su té ya tibio.
—Papá lo sabe —dijo después de un silencio—. No dice nada, pero lo sabe.
—¿Y te importa lo que piense?
—No tanto como solía.
Beth sonrió y se acercó a abrazarla.
—Pues entonces vas bien.
Las dos hermanas se quedaron así unos minutos. Luego, Beth se levantó, tomó su almohada y murmuró:
—Voy a quedarme en tu sofá. Solo por esta noche.
—Como cuando tenías cinco años y soñabas con dragones —dijo Kate.
—Sigo soñando con ellos. Solo que ahora me preguntan mi opinión.
Ambas rieron. Y en la calma de esa habitación, en esa casa tan perfectamente ordenada, reinaba por fin una paz íntima, de esas que se sienten solo una noche antes de partir.
El día de volver había llegado y dentro de la casa Potter el salón estaba lleno de baúles cerrados, capas dobladas, un par de escobas apoyadas junto a la puerta.
James y Sirius estaban listos. El primero con su capa de Gryffindor a medio cerrar, el segundo con su habitual bufanda colgando sin orden. Abel, el perro, se había recostado sobre uno de los baúles como si pudiera evitar la partida con su peso.
Euphemia los observaba con una mezcla de ternura y severidad fingida. Charlus apoyaba una mano en el bastón, la otra en el hombro de su hijo.
—Por favor, intenta no organizar ninguna rebelión estudiantil esta vez —dijo Euphemia, dirigiéndose a James.
—Mamá, fue una intervención académica a favor del derecho a no llevar calcetines con hebilla —respondió James con su mejor sonrisa de inocencia.
—Y tú —Euphemia miró a Sirius—. Promete que vas a dormir de vez en cuando.
—Dormir es de cobardes, Euphemia.
—Y enamorarte sin pensar, también —murmuró ella, sin dureza, mientras lo abrazaba.
Charlus se acercó entonces a Sirius.
—Recuerda lo que siempre digo: tu apellido no determina quién eres. Pero tampoco lo ignores por completo. Puede enseñarte qué no ser.
—Lo recordaré —dijo Sirius, con voz baja.
—Y si alguna vez necesitas volver, esta casa es tuya.
Sirius asintió, y hubo un momento, breve pero verdadero, en que el joven Black pareció emocionarse.
—Venga, que se nos va el polvo flu —dijo James, alzando la voz.
—Y la dignidad —añadió Sirius, alzando la capa dramáticamente.
Los dos entraron a la chimenea uno tras otro. James gritó “¡Hogwarts!” con voz clara, y desapareció entre llamas verdes.
Sirius se giró una última vez.
—Gracias por todo —dijo, solo eso.
Y luego desapareció también, dejando tras de sí una estela de ceniza brillante y un aire ligeramente más vacío.
Euphemia suspiró, sin poder evitar una sonrisa.
—¿Qué haremos cuando ya no haya navidades en casa con ellos?
Charlus la rodeó con el brazo.
—Recordarlas. Como se recuerdan los mejores hechizos: con precisión, y cariño.
Y en ese instante, supieron que esas fiestas habían sido algo más que unas vacaciones. Habían sido un respiro antes de que el mundo cambiara para siempre.