ID de la obra: 627

A contraluz. Entre cenizas y lavanda.

Het
NC-17
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planificada Mini, escritos 166 páginas, 86.368 palabras, 8 capítulos
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Capítulo 8: Va pasando el curso…misterio y espionaje

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CAP 8: Va pasando el curso…misterio y espionaje       El día que regresaron de las vacaciones de Navidad, los Merodeadores se dirigían a su habitación, entusiasmados por comentar la idea en la que James y Sirius habían estado trabajando durante los últimos días. Al cruzar la sala común, James divisó a la pelirroja de inmediato. Por un momento se olvidó de sus amigos y fue directo hacia ella.       —¡Lily! —exclamó con una sonrisa amplia—. ¡El cuaderno que me regalaste es genial! Cada vez que escribo una nueva jugada de quidditch, dibuja una animación con movimiento… ¡y además calcula las probabilidades de que funcione bien!       Estaba visiblemente emocionado con el regalo. Lily sonrió, encantada con su reacción.       —Me alegra que te guste. Es un encantamiento sencillo, pero lo ideé yo misma. Puedes estar seguro de que nadie más tendrá uno igual.       Sirius, con cara de fastidio, se interpuso entre ellos y, mientras empujaba a James hacia las escaleras, le dijo a Lily:       —Querida Evans, prometo devolvértelo luego, pero ahora la presencia de James es absolutamente necesaria entre nosotros.       Lily se quedó sonrojada, pero sonriendo. Los chicos desaparecieron por las escaleras y entraron en su dormitorio.       —A ver, Sirius, ¿cuál es esa idea tan brillante que has tenido ahora? —empezó Remus, medio divertido.       —Moony, no pongas ese tono de Señor Prefecto y escucha —le interrumpió Sirius.       James y él se apresuraron a sacar unos bocetos del bolsillo. Con solemnidad, Sirius explicó:       —Queremos crear un mapa. No uno cualquiera, sino uno que muestre todo Hogwarts en tiempo real, con movimiento incluido. Así podremos movernos sin miedo a ser capturados.       —Nunca hemos tenido miedo de que nos capturen… —comentó Peter, encogiéndose de hombros.       —Wormtail, he tenido pesadillas con Filch colgándonos de los pulgares. Es espeluznante —bromeó James, fingiendo un escalofrío.       Remus los observaba con escepticismo.       —¿En serio crees que podemos hacer eso, Sirius? Encontrar todos los rincones del castillo… ¿y cómo lo haríamos funcionar en tiempo real?       James tomó la palabra.       —Moony, todas las dudas que tienes… ya las previmos. Mirad.       Extendió un trozo de pergamino en el que habían escrito lo siguiente. Peter lo leyó en voz alta, entre risas:                     

Posibles dudas del Sr. Moony El Prefecto

      ¿Podremos hacerlo? Podemos hacerlo porque somos los Merodeadores.       ¿Qué tendrá el mapa?Todos los sitios que conocemos, incluidos los pasadizos que ya frecuentamos. También mostrará en tiempo real la presencia de todas las personas dentro del castillo.       ¿Y los lugares que no conocemos aún? Wormtail puede colarse en cualquier rincón siendo una simple rata. Padfoot, en forma de perro, podrá explorar los jardines cercanos. Prongs se internará en el Bosque Prohibido como un indefenso ciervo. Y tenemos la capa de invisibilidad…       ¿Y con qué hechizo? Hechizo Homunculus, uno avanzado que capta los movimientos reales y los refleja sobre un pergamino. Además, planeamos encantamientos adicionales. Por ejemplo, uno para que el mapa insulte a Snape.       ¿Y si alguien lo encuentra?Estará encantado para parecer un simple pergamino. Solo con el toque de varita y las palabras correctas se revelará. Si no queremos, nadie podrá usarlo.       ¿Y si usan el encantamiento Revelio? Tenemos un contrahechizo preparado para responder automáticamente.       Remus puso los ojos en blanco al oírlo, pero no pudo evitar sonreír.       —Chicos, debo admitir que es una idea brillante —dijo Peter, serio por una vez.       —Gracias, aunque gran parte del trabajo dependerá de ti. Te necesitamos para esto —añadió James con una palmada en la espalda.       A partir de ese día, comenzaron a trabajar cada noche. Peter recorría los pasillos como rata; James y Remus, protegidos por la capa de invisibilidad, exploraban otras zonas del castillo. Sirius, mientras tanto, trazaba el mapa con lo que iban descubriendo. Otros días, era Remus quien quedaba organizando el pergamino, mientras los otros tres salían en sus formas animagas por el Bosque Prohibido. Así, noche tras noche, los Merodeadores fueron dando forma a uno de sus mayores logros.              Era tarde en la noche cuando los Merodeadores se reunieron en el dormitorio. Después de semanas de trabajo, había llegado el momento de probar el hechizo final. Sirius extendió el pergamino cuidadosamente sobre la cama de James. A simple vista, no era más que una hoja vacía.       —¿Listos? —preguntó Sirius, alzando una ceja.       —Hazlo ya, Padfoot —dijo Remus, cruzado de brazos, con una sonrisa disimulada.       Sirius sacó su varita y con un aire dramático tocó el pergamino.       —¡Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas!       Durante un instante, no ocurrió nada. Y entonces, líneas negras comenzaron a dibujarse con rapidez sobre el papel, como si una mano invisible estuviera trazando un plano en tiempo real. Torres, pasillos, escaleras móviles… y nombres. Nombres que se desplazaban por el castillo como pequeñas hormigas animadas.       —¡Funciona! —exclamó Peter, casi dando un salto—. ¡Mira, ahí está McGonagall! Está en su despacho!       —Y Filch —dijo James con un brillo de malicia en los ojos—. Cerca del ala este. Si salimos ahora, no nos pillará ni por casualidad.       Sirius no podía dejar de sonreír mientras señalaba el borde inferior del mapa. Allí, escritas con letra manuscrita y algo traviesa, aparecían cuatro firmas:              

Mrs. Moony, Wormtail, Padfoot and Prongs

      

Los proveedores orgullosos del Mapa del Merodeador

             —Es oficial —dijo Remus, conteniendo la emoción—. Acabamos de crear la cosa más útil y peligrosa de toda Hogwarts.       —Y la más divertida —añadió Sirius.       James alzó su varita y con una sonrisa satisfecha dijo:       —¡Travesura realizada!       La tinta se desvaneció de inmediato, dejando el pergamino en blanco.              Unos días después, decidieron hacer la segunda gran prueba: activar el encantamiento añadido por Sirius que reaccionaba al tacto de Severus Snape.       Aprovechando que el pergamino estaba descuidadamente sobre la mesa del aula de pociones, James lo empujó “accidentalmente” entre unos libros cuando vio que Snape se acercaba, siempre husmeando. Entonces, cuando le veía oculto el mapa.       —Esto va a ser glorioso —susurró Sirius mientras se hacían los distraídos.       Snape, con la mirada siempre suspicaz, se acercó al pergamino aparentemente inocente, comprendió que algo escondían. Lo tomó entre los dedos, y en cuanto su varita lo tocó, unas palabras brotaron desde el centro del papel como si estuvieran grabadas con fuego mágico:              

"El Mapa del Merodeador no se digna a revelar sus secretos a hocicos grasientos y narices entrometidas."

             Snape frunció el ceño, tocó el mapa de nuevo, esta vez con un “Revelio”. Pero el pergamino respondió al instante:              Severus Snape, por favor, mantén tu ridícula nariz lejos de los asuntos que superan tu miserable vida”              Y justo después:       

“Firmado: Padfoot, quien sugiere un buen champú.”

      

“Aprobado por Prongs, quien piensa que deberías sonreír al menos una vez al año.”

      

“Confirmado por Wormtail, que opina que la grasa no es un amuleto de poder.”

      

“Y certificado por Moony, quien está ligeramente avergonzado pero también divertido.”

             La cara de Snape se tornó color remolacha. Al soltar el pergamino bruscamente, este volvió a quedar en blanco.       Desde el otro extremo del aula, los Merodeadores contenían la risa como podían. James se atragantó con una galleta, mientras Sirius se cubría la cara con un jersey para no soltar una carcajada escandalosa.       —¡Genial! —susurró Peter.       —Tú viste su cara, ¿verdad? ¡Valió cada noche sin dormir! —dijo James.       Remus solo negó con la cabeza, sonriendo en silencio.              El castillo se sumía en un silencio particular después del toque de queda, como si hasta las armaduras dejaran de murmurar. Esa noche, el aire olía a humedad de piedra antigua y a humo tenue que subía desde las calderas del nivel inferior. Fabián Prewett no solía rondar cerca de las mazmorras pasadas las diez, pero había olvidado un libro de pociones que su hermano Gideon le había prestado y que, conociéndolo, exigiría de vuelta al amanecer.       Al pasar frente al aula 3A —cerrada a esas horas—, Fabián se detuvo. Había oído algo. No una voz, sino un sonido seco, contenido: una silla arrastrada, un quejido apenas audible, como si alguien estuviera intentando no hacer ruido… y no lograra evitarlo. Frunció el ceño, se acercó, apoyó una mano en la puerta entornada y empujó apenas.       Dentro, la luz verdosa del brasero aún encendido perfilaba dos figuras. Una estaba acorralada contra la pared, con la espalda rígida y los puños apretados. La otra, más alta, estaba demasiado cerca, con la varita levantada pero apuntando al suelo. Mary McDonald y Mulciber.       —No tienes por qué fingir —susurraba él, con una sonrisa torcida—. Siempre me miras. ¿Te crees mejor que yo?       Mary no respondía. Estaba tiesa, con los ojos clavados en la puerta, como si su silencio fuera la única barrera entre ella y algo peor.       —Mulciber —dijo Fabián desde la entrada, con voz firme—. Yo que tú no me quedaba ni un segundo más.       El Slytherin se giró con una expresión de sorpresa y luego de hastío mal contenido.       —Prewett. Qué romántico. ¿No es tarde para los Gryffindor buenos y nobles?       —No tan tarde como para que te expulsen. Lárgate. Ya.       Por un momento, Mulciber vaciló. Luego bajó la varita lentamente y salió, sin una palabra más, empujando a Fabián con el hombro al pasar. Fabián no se movió hasta que estuvo seguro de que se había alejado. Entonces entró.       —¿Estás bien?       Mary, con el cabello revuelto y la respiración agitada, apartó la mirada.       —Sí. Estoy bien.       —Mary...       —No digas nada —pidió ella, con voz temblorosa pero firme—. A nadie. Por favor. No quiero que esto se convierta en algo más grande. No ahora.       Fabián dudó. No estaba de acuerdo, pero le vio los ojos. Más que miedo, había en ellos una determinación frágil, y un cansancio antiguo, de esos que no se explican con palabras.       —Vale —dijo al fin, con suavidad—. Pero si vuelve a acercarse, me lo dices.       Ella asintió una vez, sin decir más.       Pero no acabó ahí, días después, cuando Mary caminaba sola por el pasillo que daba al ala este, rumbo a la biblioteca, cuando lo oyó.       —¿Esperabas que me quedara callado después de eso?       Mulciber había aparecido entre dos columnas, con esa expresión de suficiencia que se le hacía más peligrosa en la sombra. Mary giró sobre sus talones, contuvo la respiración y echó a andar rápido.       —No me hables —dijo sin girarse.       Pero los pasos de él la siguieron. Se aceleraban. El tono de su voz ya no era seductor; era frío, lleno de rencor.       —Prewett no siempre estará cerca, ¿sabes? Y tú no eres nadie. Ni siquiera sangre limpia.       Ella sacó la varita, pero no fue lo bastante rápida. Sintió cómo su túnica se desgarraba por la espalda, tironeada por un encantamiento mal hecho o hecho a propósito para humillarla.       Soltó un grito breve, más de furia que de miedo, y echó a correr, sin mirar atrás. El frío del pasillo se coló por la tela rota. No se detuvo hasta llegar al baño abandonado del segundo piso, donde cerró la puerta con tres encantamientos protectores y se dejó caer contra la pared, con la respiración descompuesta y las lágrimas subiendo, pero aún sin caer. No lloraría. No por él.       Después de un rato, la sala común de Gryffindor no era el refugio cálido de siempre. Mary había entrado temblando, con el rostro bañado en lágrimas, la túnica rasgada y una expresión que congeló a todos los presentes. Lily corrió hacia ella. Marlene también. Sirius fue el primero de los Merodeadores en reaccionar. Luego James, y finalmente Remus, que dejaba caer el libro que leía con el ceño fruncido. Peter se encogió en el sofá, incómodo y temeroso.       —¿Quién ha sido? —preguntó Lily, aunque la respuesta era obvia.       Mary susurró un nombre entre sollozos:        —Mulciber…       Sirius apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.       —Ese cabrón… —murmuró, girándose de inmediato hacia las escaleras del dormitorio.       James lo siguió sin dudar. Remus dudó un segundo, pero acabó detrás. En el dormitorio, Sirius sacó el mapa del escondite bajo su cama y lo desplegó con una sacudida.       —Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas.       La tinta apareció como un susurro oscuro, cubriendo el pergamino con el castillo entero. Todos buscaron a la vez.       —Ahí está —señaló James—. Mulciber. Ala oeste, pasillo del tercer piso. Va solo.       Remus se cruzó de brazos.       —¿Y qué pensáis hacer? No podemos atacar así como así. Si nos pillan…       —No voy a atacarle. Pero voy a asegurarme de que no vuelva a ponerle una mano encima a ninguna chica. Ni a nadie —Sirius tenía la mirada fría, firme.       —Vamos contigo —dijo James.       —Moony, tú quédate. Si alguien pregunta, estábamos contigo—añadió Sirius, sabiendo que Remus sería la única coartada que podría servir.       Remus dudó, luego asintió.       —Muy bien.       Con la capa de invisibilidad y el mapa en mano, Sirius y James se perdieron por los pasillos, sus pasos silenciados y sus corazones hirviendo.       El mapa les guiaba, con sus nombres flotando suavemente sobre el pergamino: Sirius Black y James Potter, caminando como sombras por los mármoles de un castillo que parecía guardar secretos más oscuros de lo que habían imaginado.       Esa noche, comprendieron que el mapa que habían creado no solo servía para eludir castigos o espiar profesores. Era su modo de proteger. De cuidar. De no quedarse quietos.       Y aunque no hicieron magia alguna sobre Mulciber —solo una advertencia susurrada al oído mientras pasaban invisibles junto a él—, fue suficiente. Lo suficiente para que supiera que no estaba solo. Que ellos estaban observando. Que debía ir con cuidado.              El sol invernal apenas calentaba, pero el cielo estaba despejado, y el patio interior de Hogwarts ofrecía un extraño tipo de refugio entre clase y clase. Allí se encontraba Mary McDonald, sentada en una banca de piedra, la túnica remendada con magia pero todavía con el cuello algo torcido. Sostenía entre las manos una hoja de pergamino arrugada, pero no la leía. Solo la estrujaba, una y otra vez.       Fabián Prewett la vio desde la entrada del invernadero, dudó unos segundos, y luego se acercó, sin hacer ruido.       —Mary —dijo con suavidad.       Ella alzó la vista. Por un segundo, pareció prepararse para fingir que todo estaba bien, pero luego se rindió ante el cansancio y simplemente asintió.       —Hola.       Fabián se sentó junto a ella, dejando algo de espacio entre ambos. No dijo nada durante unos segundos. Solo el sonido de un grupo de Ravenclaws pasando a lo lejos rompía el silencio.       —No he dicho nada a nadie —comentó él, sin rodeos, pero sin dureza—. Como prometí.       Mary asintió de nuevo, más agradecida que sorprendida.       —Lo sé. Gracias.       Fabián la miró de soslayo. Había una sombra en su rostro que no le pertenecía.       —Pero… después de lo de anoche —continuó él—, ya no hace falta que lo diga yo. Lily, Marlene, incluso los Merodeadores… todos lo saben, o lo intuyen. Están preocupados por ti.       Ella bajó la vista al pergamino estrujado entre sus dedos.       —No quiero que se sientan obligadas a hacer nada. Ni a protegerme, ni a pelear por mí solo porque no vengo de su mundo.       —No es obligación —replicó Fabián, tranquilo pero firme—. Es amistad. Es cuidado. Y tú no tienes que cargar con esto sola.       Mary respiró hondo. El aire frío la hizo estremecer.       —¿Y si no quiero que me vean rota?       —No estás rota —dijo él enseguida, con una claridad que cortó como cuchilla—. Estás furiosa. Estás cansada. Estás harta. Pero no rota. Te lo aseguro, Mary. Si algo vi esa noche en ese aula, no fue a una víctima. Fue alguien que aguantó sin quebrarse. Y eso también es poderoso, ¿sabes?       Ella tragó saliva. Los ojos le brillaban, pero no lloró.       —Lily se quedó conmigo toda la noche. No dijo nada. Solo se quedó. Marlene me trajo un jersey suyo. Decía que el color me iba mejor.       Fabián sonrió, por primera vez desde que se sentó.       —Eso suena como algo muy Marlene.       —Sí —dijo Mary, con una sonrisa pequeña, real.       —No tienes que contarles todo —añadió Fabián—. Pero tal vez podrías dejar que estén cerca. No para salvarte. Solo para recordarte que no estás sola.       Mary se quedó mirando al frente. Luego asintió, más para sí misma que para él.       —Gracias, Fabián.       Él se encogió de hombros.       —Tú me pediste que no dijera nada. Y lo respeté. Pero eso no significa que vaya a desaparecer cuando las cosas se pongan feas. Lo sepas o no, tienes gente que te ve, McDonald.       Ella soltó una risa muy suave, apenas un suspiro.       —Y tú te las das de Gryffindor imprudente sin cerebro.       —Shhh —dijo él, alzando un dedo dramáticamente—. No arruines mi reputación.       Se quedaron sentados un rato más. No necesitaban decir nada. A veces, lo más importante no es el escudo, sino saber que alguien está dispuesto a levantarlo contigo.              Con un cielo de enero que teñía de gris los ventanales de la torre de Gryffindor, las chicas estaban en uno de los rincones menos transitados de la sala común, donde se acumulaban cojines, mantas y una pequeña mesa. Mary estaba removiendo su mochila, buscando algo que no quería enseñar, pero que ya no podía esconder más.       —¿Mary? —preguntó Alice con suavidad—. ¿Todo bien?       —No, no está bien —intervino Marlene, sentándose a su lado con gesto serio—. Has estado rara desde antes de Navidad. No me digas que solo fue el ataque de Mulciber, porque algo más pasa.       Mary se quedó quieta un momento. Luego, sacó unos papeles doblados y arrugados. Los dejó sobre la mesa sin decir nada. Lily, Kate, Pippa y Alice se inclinaron para mirar.       Eran cartas escritas con una caligrafía irregular, como con prisa o con rabia.       “No eres bienvenida aquí.”        “Desaparece. Ten cuidado.”        “La sangre sucia no merece un lugar en Hogwarts.”       Pipa se llevó la mano a la boca. Lily palideció.       —¿Desde cuándo recibes esto? —preguntó Kate, con su voz baja pero firme.       —Desde octubre. Me las dejaban en los libros, en el armario de pociones, en mi mochila…       —Mary… —susurró Lily, sentándose a su lado para abrazarla.       —Pensé que si no les daba importancia, se cansarían. Pero luego vino lo de Mulciber y… —Mary tragó saliva—. Me sentía vigilada todo el tiempo.       —Esto no lo estás llevando sola —dijo Marlene, y ahora su expresión era más de dolor que de reproche—. Deberías habérnoslo dicho.       —No quería preocupar a nadie —se defendió Mary, bajando la mirada.       —Pero te estaban amenazando. Esto es grave —intervino Alice—. Lo de Mulciber fue horrible, pero creo que esto es aún más sistemático.       —No creo que él esté detrás de las cartas aunque seguro que sabe quién es —dijo Lily, pensativa—. Es demasiado cobarde para escribir con tanto veneno. Esto tiene otro tipo de saña.       Kate apretó los labios. El recuerdo del ataque en Hogsmeade la atravesó como una punzada..       —No podemos dejarlo pasar —dijo finalmente, con un temblor en la voz—. Ya fue demasiado con lo de Hogsmeade. No quiero volver a ver a nadie así… —calló un segundo, tragando saliva—. Podríamos hablar con McGonagall.       Un silencio pesado se instaló.       —Si vamos ahora, sin pruebas claras, solo lograremos que los que estén detrás se escondan mejor —dijo Lily, pensativa, aunque con un deje de rabia contenida.       —Y si se enteran de que lo hemos contado, podrían ir a por ti de nuevo, Mary —añadió Marlene, frunciendo el ceño.       Alice asintió despacio.       —De momento podemos cuidar de que no estés sola. Y si conseguimos algo que los delate, iremos directamente con McGonagall.       Mary se limpió una lágrima con la manga del jersey, y por primera vez en semanas, esbozó una sonrisa breve.       —Gracias. De verdad.       Kate la rodeó con un brazo, intentando sonar serena aunque su pecho aún ardía por el recuerdo de Sirius herido en la nieve.       —No estás sola, Mary. No otra vez.              Más tarde esa misma noche, cuando el fuego crepitaba con suavidad y la mayoría había subido a sus dormitorios, Kate se quedó sola frente a la chimenea. Tenía un libro en el regazo, pero no lo leía. Sus pensamientos estaban muy lejos. En Mary, en las cartas. Tenía la sensación de que algo estaba cambiando en Hogwarts… y también en ella. Escuchó unos pasos suaves tras ella. No necesitó mirar para saber quién era.       —Hola, Black —dijo, sin cambiar el tono ni la postura.       —¿Cómo sabías que era yo? —preguntó Sirius, sentándose en el sillón de al lado, apoyando los codos en las rodillas.       —Porque eres el único que camina con seguridad y con duda a la vez.       Él sonrió levemente. Ella sí giró para mirarlo. Tenía ojeras ligeras, como si también hubiera pasado muchas noches sin dormir del todo.       —¿Has estado bien? —preguntó ella, aunque sabía la respuesta.       —No sé. He estado… pensando.       —¿En mí?       Silencio. Luego, con honestidad casi infantil, Sirius asintió.       —Sí. Y no porque no lo quiera. Es porque lo quiero demasiado.       Kate sostuvo su mirada.       —Sirius, no quiero que me prometas nada que no puedas cumplir. Pero no voy a quedarme esperando eternamente en este limbo. Sé lo que siento. Estoy dispuesta a intentarlo. Pero tú tienes que decidir si también lo estás.       Él bajó la mirada, como si le doliera escuchar lo que sabía desde hace tiempo. Ella se acercó un poco y, con suavidad, le dio un beso en la mejilla. Fue tierno, pero cargado de intención.       —No quiero que lo decidas esta noche. Solo quiero que, cuando lo hagas, no huyas de ti mismo.       Y con eso, se levantó con una dignidad tranquila y se dirigió a las escaleras. Sirius se quedó solo, observando el fuego, como si esperara que le diera una respuesta.              La sala común de Gryffindor bullía con actividad al día siguiente, pero en una esquina, bien alejadas del bullicio, las seis chicas se reunieron otra vez. Mary había llevado las cartas en una carpeta que Lily selló con un hechizo de protección. Pippa había traído varios libros sobre rastreo mágico, y Alice tenía anotaciones sobre encantamientos usados para ocultar identidad.       —La tinta no tiene rastro mágico aparente —anunció Lily, revisando un pergamino con cuidado—. Está claro que quien lo escribió sabía cómo hacerlo para no dejar huella directa.       —¿Y si usamos un hechizo de evocación emocional? —preguntó Alice—. A veces los objetos absorben parte de la energía con la que fueron escritos.       —Podríamos probar con un Echo Sententia —sugirió Marlene—. Pero es delicado, puede provocar que las cartas se quemen si la emoción es demasiado fuerte.       Kate observaba las cartas, pero pensaba en algo más.       —Mary, ¿has notado si siempre las recibías en los mismos lugares?       —Varían —respondió ella—. Pero tres veces fue en la biblioteca. Dos en la clase de pociones. Y una en el baño. No sé cómo sabían que yo estaría ahí.       —¿Y has hablado con alguien antes de cada carta? —preguntó Kate, atando cabos—. ¿Alguien que supiera tus rutinas?       Mary dudó un instante.       —Bueno… a veces con Florence Avery. Estamos en el mismo grupo de pociones. Pero dudo que tenga algo que ver. Es bastante distante, pero…       —Avery es muy cercana a Mulciber —murmuró Marlene—. Y él no actúa solo.       —No tenemos pruebas —advirtió Lily, aunque su tono mostraba que también desconfiaba—. Pero es una pista.       —Tal vez deberíamos poner una trampa —dijo Pippa, susurrando como si el castillo pudiera oírla—. Algo que parezca vulnerable, pero que esté protegido. A ver si muerden el anzuelo.       —Podemos dejar una hoja en la mochila de Mary, con tinta sensible al contacto. Si alguien la toca al dejar otra de las notas, sabremos que no es ella —añadió Alice.       —Con un Fulgur Identitatis —añadió Kate— podríamos capturar una sombra del escritor al momento de tocar el papel.       —Eso es difícil —dijo Lily—. Pero no imposible. Lo haremos juntas.       Las chicas se miraron con decisión. Había miedo, sí. Pero también una firme determinación de protegerse entre ellas.              Al día siguiente, al final de la mañana, la práctica de Gryffindor en el campo se llevaba a cabo bajo un cielo gris, con las escobas cruzando de un lado a otro mientras ensayaban jugadas y repetían movimientos. James gritaba instrucciones desde el centro del campo, y el resto del equipo respondía con obediencia y dedicación. Kate se mantenía concentrada en encontrar la Snitch en tiempo récord, aunque sabía que, para ello, tenía que permitir que los cazadores anotaran algunos tantos primero. Sentían que se complementaban perfectamente, como si pudieran leerse los pensamientos y las miradas.       Al final del entrenamiento, agotados, bajaron de las escobas y se dirigieron a los vestuarios para cambiarse antes de la cena. James observó a todos y, con una sonrisa de satisfacción, pensó: "Vamos a ganar esta copa".       —Kate, te esperamos en el comedor, ¡siempre te tardas una eternidad en la ducha y tenemos hambre! —dijo Alice, saliendo del vestuario.       —Muy bien, ¡nos vemos allí! —respondió Kate, que acababa de terminar de ducharse y ya salía para vestirse. La verdad era que disfrutaba de esos momentos a solas. El vestuario era grande, con la zona de las duchas separada de un área para cambiarse, que contaba con sillones, espejos y armarios. Mientras se vestía, escuchó la puerta abrirse y cerrarse. Ya se había puesto la falda cuando, al girarse para buscar la blusa en uno de los sillones cercanos, exclamó:       —Alice, ¿te has dejado algo otra vez, verdad? Y luego te ríes de mis despistes.       No hubo respuesta. Alice no estaba allí. Kate, desconcertada, se giró, y para su sorpresa, se encontró de frente con Sirius. El chico la miraba con una expresión extraña.       De inmediato, Kate se dio cuenta de que solo llevaba el sujetador y la falda, y su rostro se llenó de color al darse cuenta de que Sirius la estaba mirando de esa manera. Con un grito nervioso, exclamó:       —¡SIRIUS ORION BLACK! ¡¿QUÉ HACES AQUÍ?!       Intentó buscar algo para cubrirse, pero al tropezar con sus zapatos, se preparó para recibir el golpe, cerrando los ojos… pero Sirius la sostuvo en sus brazos, y ambos terminaron cayendo sobre uno de los sillones.       —¡Cierra los ojos! No me mires —gritó ella, abochornada. Nunca había estado en una situación como esa, y mucho menos delante de Sirius. Sin saber qué hacer, tapó sus ojos con las manos y hundió el rostro en su pecho.       —Cierra los ojos, por favor... y déjame coger la blusa. Además, no sé cómo has entrado aquí. Está prohibido —dijo en un susurro, sintiendo la incomodidad del momento.              Unos minutos antes, Sirius había salido del vestuario con James, comentando el entrenamiento, cuando la profesora McGonagall apareció. James dejó a Sirius solo y se fue a hablar con ella. Decidió esperar a Kate. Mientras las chicas iban saliendo, Kate aún no aparecía, y cuando Alice lo hizo, le dijo:       —Lo siento, Black, Kate sigue dentro.       Sirius esperó unos minutos más antes de decidir entrar. Lo que no esperaba era encontrar a Kate a medio vestir. La visión lo dejó paralizado. Su piel, blanca y salpicada de algunas pecas, y su cabello mojado cayendo sobre su espalda… No pudo responder cuando la oyó llamar a Alice. Lo siguiente que supo es que Kate tropezó y, por impulso, Sirius se acercó para evitar que cayera. Ahora ella se encontraba entre sus brazos, con la mirada fija en él, y su rostro oculto en su pecho.       Antes de hablar, Sirius la abrazó con más fuerza. Kate se estremeció.       —Me encantas —murmuró Sirius, admirando su espalda casi completamente descubierta.       Kate lo miró sorprendida, sus ojos grandes y brillantes.       —¿Qué…?       —Que me encantas, Kate Bellerose.       Kate pasó de la vergüenza al enfado en un segundo. Se separó bruscamente y, tomando una toalla cercana, se cubrió.       —Eres idiota. Entras, me ves en sujetador y luego sueltas que te encanto. No puedes decir tal cosa en desigualdad de condiciones.       Sirius la miró, confundido.       —¿Desigualdad de condiciones?       Kate señaló su toalla.       —Eso tiene fácil solución.       Antes de que Kate pudiera decir algo, Sirius se quitó el jersey y la blusa con su impulsividad característica.       —Ahora estamos en igualdad de condiciones.       El rostro de Kate se encendió, y sus mejillas ardieron.       —¡Sirius!       Él se acercó a ella, tomó la toalla con suavidad y, con una mirada intensa, la miró a los ojos.       —Te repito: me encantas, Kate Bellerose.       Y la besó.       En ese instante, Kate sintió como si todo su cuerpo reaccionara, como si una energía nueva se desatara en ella. Nunca antes había sentido una atracción tan fuerte, y ahora Sirius la rodeaba con sus brazos, atrayéndola hacia él con cada movimiento.       Kate necesitaba más de él, así que lo rodeó con los brazos por el cuello, sin dejar de besarlo. En un momento de pausa, ella lo empujó suavemente hacia un sillón y se sentó sobre sus piernas. El beso se reanudó, mientras Sirius recorría su espalda con las manos. Kate se estremeció por completo al sentirlo tan cerca. Él empezó a besarla en el cuello, provocando que ella inclinara un poco la cabeza hacia atrás.       Kate, sabiendo que necesitaba poner freno, se alejó un poco de él y puso sus manos sobre su boca, mirándolo intensamente. Se perdió en sus ojos grises, mientras él se perdía en los marrones de ella. Con las manos aún sobre sus labios, Kate las deslizó hasta el pecho de Sirius, recorriéndolo con la mirada. Él, sintiendo el calor de su cercanía, dejó escapar un suspiro.       Kate besó lentamente su cuello, mientras él cerraba los ojos para disfrutar de sus labios. Después de unos minutos, Sirius tomó su rostro con suavidad y la atrajo hacia sus labios. Susurró:       —Ahora es mi turno…       Ella se dejó llevar, y entonces sus manos empezaron a acariciar sus piernas, acercándola más hacia él. Kate no podía controlar su respiración, que se volvía cada vez más agitada. Sirius la besó por el cuello y descendió hacia su pecho, provocando que Kate se estremeciera aún más. Ella, jadeando, lo apartó un poco.       —Espera… No podemos seguir.       Sirius se detuvo, mirándola con intensidad.       —Me vas a matar…       Kate lo abrazó con fuerza, mientras ambos respiraban agitadamente.       Poco después, entraron juntos al comedor. Ya casi no quedaba nadie, pero encontraron a Remus y Pippa, que seguían conversando. Al verlos entrar, Remus les sonrió:       —¿Qué tal? ¿Fue agradable?       Kate lo miró sorprendida, y Sirius, un poco nervioso, contestó:       —¿Qué? ¿Agradable?       Remus los miró, confundido.       —Sí, ¿fue agradable el entrenamiento? O ¿horrible porque James estaba histérico?       Kate suspiró aliviada.       —¡Ah! ¡El entrenamiento! Eh… sí, fue agradable.       Sirius soltó una risa al captar su propia confusión, mirando a Kate.       —En especial el final, ¿verdad?       Kate lo miró con seriedad, pero luego, con una media sonrisa, respondió:       —Eres tonto.       Remus y Pippa no entendían nada, pero intuían que no hablaban del entrenamiento. Estaban allí, como siempre, sentados cerca, intercambiando alguna palabra suelta, pero sin cruzar las miradas durante más de un segundo. Y cuando lo hacían, bajaban la vista enseguida. Nadie parecía darse cuenta. Nadie… excepto Remus.              En la sala común, Sirius jugaba con una bola de papel que había encantado para entrenar reflejos. La hacía rebotar entre los dedos, sin mirarla. Su atención estaba en Kate. Cada vez que ella se movía, él lo notaba. El modo en que hojeaba su libro de Pociones sin realmente leer. La forma en que recogía su pelo con una mano y se rascaba la nuca. Y el sujetador negro que había visto el día anterior le venía a la mente con una claridad casi dolorosa.       "Concéntrate, Black… es solo Kate."       Pero no. Ya no era solo Kate.       Mientras tanto, ella sentía como si su piel aún ardiera. No podía dejar de recordar cómo él la había tocado, cómo su respiración se aceleraba con la suya. Aquel momento había sido más que físico. Algo se había abierto, una puerta que no podían cerrar aunque quisieran. Y ahora estaban allí, fingiendo que nada había pasado. Kate sentía las mejillas calientes cada vez que Sirius se acercaba, aunque fuera por error. Y no podía evitar preguntarse: ¿Qué significa esto para él? ¿Y para mí?       —Eh, Kate, ¿te pasa algo? —preguntó Mary desde el otro sillón.       —¿Eh? No… nada. Solo estoy… distraída —respondió, forzando una sonrisa.       Sirius alzó la vista por un instante. Se cruzaron las miradas. Y otra vez, bajaron la vista casi al mismo tiempo.       —¿Vosotros dos os habéis peleado? —preguntó James de repente, en tono bromista—. Estáis actuando raro. ¿Qué pasa, Black? ¿Por fin Kate te ha puesto en tu sitio?       Kate fingió reírse, aunque el sonido le salió más nervioso de lo que le habría gustado. Sirius se encogió de hombros.       —Siempre me pone en mi sitio —respondió con su sonrisa clásica, pero sin la chispa de siempre.       Remus alzó una ceja desde su esquina del sofá. Los observó en silencio mientras daba un sorbo a su café.       Lo conocía demasiado bien. Sirius solo se callaba cuando estaba sobrepasado por algo que no entendía o no sabía manejar. Y ese silencio, ese extraño titubeo… venía de otra parte. De un lugar más profundo.       Después de un rato, Kate se levantó con una excusa cualquiera —la mochila, el libro, el té— y salió de la sala común. Sirius la siguió con la mirada sin moverse. Apenas respiraba.       —Te estás volviendo loco, ¿eh? —le dijo Remus en voz baja, sin mirarlo directamente.       Sirius parpadeó.       —¿Yo? ¿Por qué lo dices?       —Porque no paras de mirar una puerta cerrada desde hace tres minutos.       Sirius no contestó.       Remus suspiró.       —Ya hablarás. Cuando puedas.       Y Sirius supo que lo haría. Pero no todavía. Todavía estaba atrapado en el recuerdo de su piel, de su voz susurrando su nombre. De lo que sintió cuando sus dedos se entrelazaron, cuando Kate le buscó sin miedo… pero con cuidado. Como si él pudiera romperse. Sí, definitivamente ya no era solo Kate.              En una de las aulas vacías del ala norte, las chicas habían improvisado un cuartel general. Pippa había lanzado un encantamiento de privacidad, y Marlene mantenía una vela flotando sobre los pergaminos para calentar la tinta.       Sobre la mesa, una hoja falsa yacía parcialmente desplegada, con una tinta que, a simple vista, parecía normal. Pero en cuanto alguien la tocara sin el contraconjuro, se activaría el Fulgur Identitatis, uno de los encantamientos más complejos que Lily y Kate habían logrado conjurar juntas. No revelaría un rostro exacto, pero sí una silueta mágica: una sombra emocional, un eco momentáneo del culpable.       —Nadie ha tocado la carta desde que la dejamos ayer en la mochila—informó Alice, revisando la tinta sensible al contacto—. El hechizo sigue intacto.       —¿Y el rastreador que pusiste en la mochila? —preguntó Marlene.       —No se ha activado —dijo Mary—. Todo sigue en su sitio. No ha habido nuevas notas… pero tampoco me siento segura.       Kate cerró los ojos un segundo, como procesando una pieza que aún no encajaba.       —Necesitamos información —dijo al fin—. Hay alguien jugando con tus rutinas, tus emociones, midiendo cada movimiento.       —He traído esto —anunció Pippa, sacando un pequeño frasco de cristal—. Es polvo de percepción. Los elfos lo usan para detectar presencias invisibles en las cocinas cuando algo desaparece. Si lo ponemos sobre la carta y alguien invisible se acerca a ella, lo sabremos, luego podremos seguir su rastro. No del todo… pero hasta un punto sí.       Lily levantó una ceja, impresionada.       —Eso es ilegal, lo sabes, ¿no?       —Solo si lo usas en zonas comunes. Aquí estamos haciendo defensa mágica —respondió Pippa con una media sonrisa—. Y Hogwarts se protege desde dentro.       —Vale —suspiró Lily—. Lo añadimos al plan. Esta noche, dejamos la carta en la mochila de Mary otra vez. Kate y yo patrullaremos escondidas. Marlene, tú haces guardia cerca del aula de Pociones. Alice y Pippa vigilan el acceso a la biblioteca.       —¿Y yo? —preguntó Mary, en voz baja.       —Tú solo… ve a clase. A la biblioteca. A donde sueles ir. Haz tu vida —dijo Kate, apoyando una mano sobre la suya—. Solo que esta vez, no estarás sola. Aunque no lo veas, estaremos vigilando.       Mary tragó saliva, asintiendo. Sabía que todo aquello era necesario, pero le costaba aceptar que su vida se había convertido en una operación encubierta.       Marlene se levantó, estirando los brazos.       —No se trata solo de descubrir quién está detrás. Se trata de dejar claro que no vamos a quedarnos calladas. Que esto se terminó y que deben parar.       —Y si lo hacemos bien —añadió Pippa—, no solo atraparemos al culpable. Demostramos a todos que la sangre no es lo único valioso en un mago.       Una pausa. Luego todas asintieron, una por una. No hacía falta decir más.       La trampa estaba lista.              Y esa noche, mientras las sombras caían sobre el castillo, seis chicas tejieron con sigilo una red mágica que no era solo hechizo, sino alianza. Mary había dejado su mochila, cuidadosamente preparada, sobre la mesa habitual de la biblioteca a última hora. Dentro, en un doble fondo, yacía la hoja trampa: hechizada, encantada, lista para identificar al culpable si se atrevía a tocarla.       Lily y Kate estaban escondidas tras una hilera de estanterías cercanas, con visión directa al lugar. Ambas permanecían agazapadas en la penumbra, varitas en mano, silentes, sin moverse más que lo imprescindible.       A unos pasillos de distancia, Marlene vigilaba desde un banco del corredor, fingiendo leer un libro. Pippa y Alice hacían rondas discretas por la zona norte del piso, caminando de manera casual, intercambiando gestos breves cuando se cruzaban. Las horas pasaban lentas.       Casi nada se oía, salvo el crujir de la piedra y el ocasional batir de las llamas en las antorchas mágicas. En algún punto, Mary pasó frente a la biblioteca y fingió no ver la mochila. Todo debía parecer normal.       Y entonces, una silueta entró. Delgada. Moviéndose con cautela. Encapuchada con una túnica oscura, pero sin uniforme completo, sin identificación. Caminaba con pasos entrenados, como quien ha hecho esto antes. Se acercó directamente a la mesa.       Lily contuvo la respiración. Kate alzó su varita, lista, aunque no hizo ningún movimiento. La figura se inclinó… y abrió la mochila.       Por un instante, nada pasó. Luego, con un destello pálido, una luz azulada surgió del interior. La tinta invisible reaccionó al contacto. El polvo de percepción, con el que habían rociado la carta, se activó, desprendiendo una estela plateada que delineó perfectamente la silueta del intruso, ahora iluminado en sombras azuladas: no había rostro visible, pero sí una forma. Altura, complexión… y un detalle inconfundible. Una pulsera de cuero trenzado en la muñeca izquierda.       —¡Ahora! —susurró Kate.       Lily salió disparada de su escondite. Con un rápido “Fermata”, intentó contener la figura, pero el intruso reaccionó con sorprendente agilidad y lanzó un Contrahechizo Nocturnum, oscureciendo el pasillo momentáneamente y rompiendo parte del encantamiento de traza mágica que habían logrado con el polvo de percepción.       Pero no lo suficiente.       Pippa apareció por el otro lado, varita en alto. Alice también. El intruso soltó la mochila y salió corriendo por el ala este, perdiéndose en la oscuridad. Nadie logró atraparlo… pero la luz del Fulgur Identitatis seguía flotando en el aire, desvaneciéndose lentamente, pero mostrando su eco residual.       —¿Lo habéis visto? —jadeó Marlene al llegar—. ¿Quién era?       —No lo sé —dijo Lily—, pero…       Kate seguía mirando fijamente el pasillo vacío, su respiración agitada.       —Esa pulsera… Yo la he visto antes.       Todas la miraron.       —¿Dónde? —preguntó Alice.       Kate dudó.       —No estoy segura aún. Pero es alguien que quiere que pensemos que solo es un espectro más. Y no lo es. Esto fue… demasiado preciso, planeado.       Pippa levantó el frasco con el polvo de percepción que había recogido, ahora lleno de residuos plateados.       —Podemos analizar esto. Y el hechizo de la hoja sigue parcialmente activo. Puede que podamos extraer un rastro más claro.       Mary, que había llegado junto con las demás, temblaba un poco. Pero por primera vez en semanas, había algo más que miedo en sus ojos. Había fuego. Kate se acercó, posando una mano firme en su hombro.       —No han terminado con nosotras, Mary. Pero nosotras tampoco con ellos.       Las seis chicas se miraron, envueltas aún en el resplandor mágico que quedaba suspendido en el aire. Lily con mucha seguridad añadió:       —Necesitamos ayuda con esto.              La lluvia golpeaba con ritmo constante los ventanales de la torre de Astronomía, donde los pasillos solían estar vacíos durante el día. Fue allí donde Kate, Lily, Marlene, Alice, Mary y Pippa esperaban en un rincón resguardado, mientras el sonido apagado del agua marcaba la tensión en el aire.       Los pasos apresurados de Sirius y James rompieron el silencio. Venían seguidos de Peter, con cara de no saber exactamente por qué los habían llamado, y de Remus, que ya tenía el ceño fruncido incluso antes de sentarse.       —¿Qué está pasando? —preguntó James, sentándose en el alféizar con naturalidad, aunque se quedó mirando la expresión seria de Lily con cierta inquietud.       Lily no habló enseguida. Fue Kate quien dio el paso.       —Os vamos a contar algo. Pero antes de que digáis nada: No queremos que nadie más lo sepa aún. No hay profesores implicados. Solo nosotros.       Remus asintió en silencio. Sirius levantó una ceja, pero no hizo comentarios. James entrecerró los ojos. Peter tragó saliva.       Entonces, Mary habló. Contó lo de las cartas. Las amenazas. El acoso. La trampa. La figura encapuchada. La pulsera.       —Creemos que quien sea que esté detrás de esto forma parte de un grupo más grande —añadió Alice—. Y que no es la primera vez que hace algo así. Creemos… que tiene relación con el ataque en Hogsmeade antes de Navidad.       Sirius se había quedado muy quieto. Había apretado la mandíbula al escuchar el nombre de Mulciber de nuevo, pero ahora parecía aún más tenso.       —¿La pulsera? —preguntó—. ¿Cómo era exactamente?       Pippa sacó un boceto hecho por Kate: una tira de cuero oscuro con nudos trenzados a mano, y un pequeño dije de plata en forma de runa quebrada.       —No sabía que seguías dibujando, Bellerose, pensé que ya no te dedicabas a ello— Sirius le sonrió con picardía.       —Hay cosas que no cambian…— dijo Kate sin darle importancia.       Remus arqueó las cejas.       —Eso… eso no es un adorno normal. Esa runa es Isaz: se usa en magia defensiva rúnica. Pero la fractura significa obstrucción. Como si estuviera canalizando un bloqueo emocional. ¿Estáis seguras de haberla visto?       —Sí —respondió Marlene con firmeza.       James se giró hacia Sirius, que miraba al vacío.       —¿Tú sabes algo?       Sirius negó con la cabeza. Pero había algo en su expresión que decía que estaba pensando mucho más de lo que decía.       En ese momento, la puerta se abrió suavemente y una voz grave, conocida pero algo más madura, se unió desde la entrada:       —¿Estáis haciendo una asamblea secreta o puedo pasar?       Fabián Prewett entró con una sonrisa torcida y el uniforme desabrochado. Tenía la mirada perspicaz de quien había visto ya más de lo que muchos en Hogwarts, y traía un tomo bajo el brazo.       —Alice me comentó que estabais con algo importante. Y si tiene que ver con gente como Mulciber… me interesa. Ella me invitó.       —¿Por qué? —preguntó Sirius sin rodeos.       —Porque mi hermano Gideon y yo llevamos un tiempo vigilando algunos movimientos sospechosos. Gente que se está organizando. Reclutando. No para bromas… sino para cosas más oscuras.       Fabián dejó el tomo sobre la mesa improvisada.       —Y porque una vez, hace meses, investigamos esa pulsera. Los Slytherin de sexto. Uno de ellos la dejó caer en una salida al Bosque Prohibido. Nos pareció curiosa.       Todos se quedaron en silencio cuando Fabián sacó la pulsera a la que se refería.       —¿Quién? —preguntó Lily.       —Avery. Florence Avery. La tenía en la mano y se la pasó a alguien más. Yo no llegué a ver a quién, pero se le cayó en el camino.       Kate se inclinó hacia adelante.       —Entonces… ¿no es solo Mulciber?       —Mulciber es un perro rabioso —dijo Fabián—. Pero los que mueven los hilos van más arriba. Más profundo.       Remus frunció el ceño, sombrío.       —¿Creéis que esto está relacionado con los rumores sobre los seguidores de ese… que busca la limpieza en el mundo mágico? ¿Intentan infiltrarse en Hogwarts?       James se tensó. Sirius también. Mary palideció.       —Cada vez lo creo más —susurró Alice.       El grupo entero se miró. Lo que empezó como una investigación simple ahora se expandía hacia algo mucho más amplio. Más peligroso.       Fabián se cruzó de brazos, mirando a los más jóvenes como quien evalúa a soldados antes de una batalla.       —Si vamos a seguir adelante con esto, necesitamos coordinación. Rastreos. Información. Vínculos mágicos. Y sobre todo… discreción.       —Y mapas —dijo Sirius, por fin hablando—. Sabemos movernos. Mejor que nadie. Contad con nosotros.       Kate y Lily se miraron. Luego miraron a Mary. Ella asintió, bajito. Ese día, la lluvia no cesó.              Era ya tarde cuando Fabián Prewett y Remus Lupin se encontraron en una de las salas inferiores de la vieja torre de Astronomía, un lugar polvoriento que llevaba meses en desuso. Allí no llegaban los ecos de las risas de los alumnos ni el crepitar de las antorchas. Solo piedra fría, aire inmóvil y el leve parpadeo de una linterna mágica que flotaba sobre sus cabezas.       Fabián se agachó junto a una grieta en el suelo, examinando restos de ceniza arcana que aún brillaban débilmente. La había detectado gracias al encantamiento de seguimiento trazado sobre la tinta reactiva que las chicas habían utilizado en la carta trampa.       —Este tipo de ceniza —murmuró, pasando los dedos sobre el residuo— proviene de un hechizo de disolución de huella mágica. Bastante avanzado. Pocos en este castillo sabrían cómo conjurarlo bien sin dejar huella… pero aún menos sabrían cómo esconderlo tan mal.       Remus observaba desde la entrada, con los brazos cruzados. Había aprendido a escuchar cuando Fabián hablaba. Su mirada era rápida, directa. Inteligente.       —¿Crees que fue hecho por un alumno? —preguntó.       Fabián asintió.       —Sí. Y no uno particularmente brillante. Alguien que recibió ayuda. Instrucción. Tal vez desde fuera.       Remus frunció el ceño.       —Eso cuadra con lo que Lily y Kate creen. Que no es solo cosa de Slytherins vengativos. Hay una red detrás.       Fabián se levantó, quitándose el polvo de las manos.       —He encontrado este rastro antes. Cerca del Bosque Prohibido. En uno de los viejos cobertizos de Herbología. Y en ambos casos, siempre hay un vínculo con uno de tres nombres: Mulciber, Rosier o Florence Avery.       Remus anotaba mentalmente. No necesitaba pergamino. Tenía memoria de lobo.       —Si sabemos dónde están ocultando cosas… podríamos tender otra trampa —sugirió.       —Sí. Pero con más cuidado. Esta vez yo haré los encantamientos de contención.       Hubo un breve silencio.       —¿Por qué haces esto, Fabián? —preguntó Remus finalmente—. No estás en nuestro curso. Podrías ignorarlo todo. Nadie te lo reprocharía.       Fabián sonrió, pero sin humor. Se apoyó contra la pared.       —Porque ya no estamos en tiempos de ignorar las cosas, Remus. Al salir de aquí —añadió, bajando un poco la voz— Gideon y yo vamos a entrenar como aurores. Ya está decidido. Pasamos las pruebas el otoño pasado.       Remus lo miró con cierta mezcla de respeto y tristeza.       —Vais a la guerra.       —No oficialmente. Aún —dijo Fabián—. Pero sí. Sabemos que viene algo. Y queremos estar listos. No me voy a quedar de brazos cruzados mientras esos imbéciles empiezan a extender su veneno por Hogwarts… ni por el mundo mágico.       Remus bajó la mirada. Luego la alzó.       —Cuando salgáis de aquí, seréis dos de los buenos. Pero… ¿y mientras tanto? ¿Qué pasa con los que nos quedamos? ¿Cómo seguimos protegiendo a los nuestros?       Fabián se encogió de hombros. Pero su mirada se hizo más firme.       —Hacéis lo que ya estáis haciendo. Os vigiláis las espaldas. Confiáis los unos en los otros. Y no dejáis que el miedo os convierta en lo mismo que ellos.       Se giró entonces hacia una estantería rota, sacando un pergamino envuelto en polvo de raíces.       —Esto estaba escondido aquí. Protegido por un hechizo de camuflaje simple. Quien lo dejó no era cuidadoso. Lo curioso es el sello: una runa tallada a fuego. Igual a la de la pulsera.       Remus se acercó, tomándolo con delicadeza. El pergamino estaba vacío a simple vista, pero al pasarlo bajo la linterna mágica, letras finas comenzaron a formarse: “Segundo movimiento. Contacto confirmado. La entrega será antes del equinoccio. El guardián espera señales.”       —¿Qué demonios es esto? —susurró Remus.       —Una prueba. Una pista directa —dijo Fabián, enrollando el pergamino con cuidado—. Y ahora ya no es solo asunto vuestro. Es también mío. Y de mi hermano.       Fabián le tendió la mano a Remus. Una promesa muda. No de amistad, sino de alianza.       Remus la estrechó, sin dudar.       —Contad conmigo —dijo.       Y en esa sala olvidada, bajo el crepitar tenue de magia residual y la promesa de lo que estaba por venir, se selló una lealtad que iba mucho más allá de las casas o los cursos. Se selló una resistencia.              El sol invernal comenzaba a colarse entre los muros del castillo, derritiendo apenas la escarcha que cubría el empedrado. En el patio interior, donde los bancos de piedra aún conservaban algo de hielo en los bordes, Kate Bellerose estaba sentada leyendo, el abrigo del uniforme cuidadosamente abotonado hasta el cuello y una bufanda carmesí y dorada enroscada bajo la barbilla.       —¿No se te congelan las ideas leyendo aquí? —preguntó una voz conocida a su espalda.       Sirius Black apareció por detrás del banco, con su andar desenfadado y una sonrisa ladeada que no necesitaba esfuerzo. Llevaba la túnica abierta, sin abrigo, como si no le importara en absoluto el frío.       Kate no levantó la vista del libro.       —Algunas ideas necesitan aire fresco para ordenarse.       —¿Y si se te escapan volando?       —Las buenas siempre vuelven.       Sirius se sentó a su lado sin pedir permiso, apoyando los codos en las rodillas y mirando de reojo la portada del libro.       —¿Runa avanzada? Te estás adelantando al curso otra vez.       —Y tú te estás escaqueando de pociones —dijo Kate, sin necesidad de comprobarlo.       —¿Quién necesita pociones teniendo esta conversación tan estimulante?       Kate giró apenas el rostro hacia él, y en sus ojos brilló un destello entre fastidio y diversión.       —¿Vas a intentar encantarme con frases ingeniosas todo el día?       —Solo si alguna funciona.       —No lo harán.       Sirius sonrió con más amplitud, como si hubiera ganado algo de todos modos. Luego, tras un breve silencio, dijo en un tono más suave:       —Te queda bien esa bufanda. Muy Gryffindor.       —Gracias. A ti te quedaría mejor un abrigo.       —No tengo frío.       —Mientes muy mal, Black.       —No, miento muy bien. Lo que pasa es que tú me conoces demasiado.       Eso la hizo callar. Por un segundo, sus ojos se encontraron y el aire pareció congelarse un poco más que el suelo bajo sus pies. No fue una mirada intensa, sino algo más delicado: una pausa. De esas que no se llenan con palabras.       Kate desvió la vista, volviendo al libro.       —Sirius…creo que lo del entrenamiento no se puede repetir…       —Lo sé —respondió él antes de que terminara la frase—. Solo amigos. Como siempre.       —Como siempre. Aunque… mantengo lo que dije en casa de Potter. —repitió ella, con una sonrisa que no terminaba de llegar a los labios.       Se quedaron en silencio un rato más. Sirius empezó a dibujar algo con la punta de su varita sobre el hielo del banco. Eran formas sin sentido, pero no podía estarse quieto. Finalmente, él se levantó.       —Bueno… Me voy. Antes de que Snape se convenza de que he escondido una mandrágora en su armario.       Kate lo miró alzando una ceja.       —¿Lo hiciste?       —Todavía no. Pero gracias por la idea.       Ella no dijo nada. Solo lo vio alejarse con las manos en los bolsillos y esa forma de caminar como si el mundo le debiera algo. Cuando ya estaba casi en el arco de salida, Sirius se giró un momento.       —Kate.       —¿Sí?       —Cuando alguna de esas ideas tuyas quiera volar… espero que me deje acompañarla.       Y sin esperar respuesta, desapareció entre los pasillos. Kate cerró el libro. No porque hubiera terminado de leer, sino porque de pronto, no podía concentrarse en otra cosa que no fueran esas palabras.              La mañana era gris, con una niebla suave que empañaba los ventanales del Gran Comedor. Los estudiantes hablaban en murmullos bajos, adormecidos aún, mientras las tazas de té y las tostadas con mermelada pasaban de mano en mano.       Kate charlaba con Marlene en la mesa de Gryffindor cuando Sirius se acercó desde la entrada. Llevaba el cabello revuelto y esa expresión de quien no ha dormido demasiado, pero aún así se las arreglaba para parecer encantador sin proponérselo. Al pasar junto a ella, le rozó apenas el hombro con el dorso de la mano. Un gesto casi imperceptible. Íntimo, si alguien miraba con atención. Kate no dijo nada, pero una sonrisa leve se dibujó en sus labios mientras fingía seguir la conversación con Marlene. Eran esos gestos los que le hacían pensar que Sirius y ella eran una opción a pesar de que él todavía no se decidiera.       Desde la mesa de Ravenclaw, Beth Bellerose lo vio todo. No fue la única. Lucinda Talklot, sentada entre Nott y Regulus Black, susurró algo apenas audible mientras sus ojos oscuros seguían a Kate. Regulus no comentó nada, pero su mirada se volvió gélida durante un segundo.       —Qué rápido olvidan algunos su apellido —dijo Nott en voz lo bastante alta para que se escuchara, como por accidente.       Beth se removió incómoda en su banco. Fingió seguir leyendo una página del Profeta Escolar, pero no leyó una sola palabra.              El día había avanzado y el cielo seguía gris. Beth esperaba a su hermana fuera de la biblioteca, como habían acordado. Kate apareció, con una carpeta de pergaminos bajo el brazo y gesto tranquilo.       —¿Vamos a caminar un rato? —preguntó ella.       Caminaron en silencio por los pasillos superiores, hasta que Beth, sin mirarla, soltó:       —Hoy he escuchado algo en el comedor. No era nada... pero sí lo era.       Kate la miró de reojo.       —¿Qué escuchaste?       —"Quién diría que la familia Bellerose acogería traidores... esperábamos más de ellas".       Kate se detuvo. Su expresión no fue de sorpresa, sino de algo más sereno: resignación madura.       —¿Y qué piensas tú?       Beth apretó los labios. Tardó unos segundos.       —Pienso que no quiero que hablen de nosotras así. Que me duele. Que no quiero que me miren como si hubiera algo de lo que avergonzarse.       —¿Y crees que hay algo de lo que avergonzarse?       —No... —Beth bajó la mirada—. Pero no sé si lo que tú haces... lo que está empezando entre tú y Sirius...       —¿Qué crees que está empezando? —interrumpió Kate con suavidad, sin tono defensivo.       —No lo sé —respondió Beth—. Pero lo ven. Lo notan. Y en Slytherin no olvidan. Regulus tampoco. Lucinda, Nott... sus comentarios están cargados de veneno. Y ahora lo dirigen hacia ti. Y hacia mí también, de paso.       Kate se detuvo en un ventanal y apoyó una mano sobre la piedra fría. La luz pálida del día perfilaba su rostro.       —Te entiendo, Beth. Sé lo que se dice. Lo que esperan. Lo que temen perder si una de nosotras no encaja. Pero también sé quién soy. Y quién es él.       Beth frunció el ceño.       —¿Y quién es?       —Alguien que lucha por no parecer lo que su familia quiere que sea.       Beth suspiró. No replicó. Solo asintió con lentitud, y luego, en voz más baja:       —Me da miedo que te haga daño.       —Y a mí me da miedo que tú dejes de confiar en mí por miedo a lo que digan.       Se quedaron en silencio. Fuera, un grupo de lechuzas surcaba el cielo gris. Beth se acercó y apoyó su hombro contra el de su hermana.       —Prometo que no dejaré de confiar en ti. Pero… tal vez puedes intentar que no sea tan evidente…       Kate sonrió. La rodeó con un brazo.       —Beth…no sé si eso es posible.       Y juntas siguieron caminando, lejos de las miradas de aquellos que solo sabían ver el apellido. Kate no se separó de su hermana, pero sintió en su corazón como una decisión más se aproximaba: Sirius o Beth. Deseó que nunca llegara ese momento.              Remus, Fabián Prewett, Lily, Kate, Alice y Sirius estaban reunidos en círculo. Sobre una mesa flotaba la imagen proyectada de la pulsera. Volvían a hablar de ella y de la nota encontrada por Fabián y Remus.       —No la hizo un estudiante —dijo Fabián, girando lentamente la proyección con la varita—. Esta clase de magia requiere precisión ritual. Estamos hablando de magia de sangre.       Alice palideció ligeramente.       —¿Qué significa eso exactamente?       Remus respondió con calma:       —Que se vincula a la herencia de alguien. A su linaje. Puede usarse para protegerse… o para controlar.       —¿Y por qué alguien querría controlar a Mary? —preguntó Sirius, cruzado de brazos, inquieto.       —Porque ella no importa —murmuró Lily—. Lo que importa es el miedo. El mensaje. El patrón. Aunque considero que en estos momentos la usan más como protección.       Fabián asintió.       —Gideon y yo encontramos un símbolo grabado dentro del cierre de la pulsera. Solo visible con un revelador de sangre. Es el mismo símbolo que apareció en el pergamino que encontramos. Investigando, hemos visto que era la señal de un grupo disidente, anónimo. Pequeño… pero brutal. Su objetivo era “limpiar el legado mágico”. Su lema: Lo que nace impuro debe ser borrado antes de que crezca.       Un escalofrío recorrió el aula. Nadie habló durante varios segundos.       —¿Crees que están reclutando dentro del castillo? —preguntó Kate finalmente.       —No lo creo. Lo sé —respondió Fabián, con tono grave—. Tenemos dos nombres confirmados que coinciden con familiares de miembros de ese grupo: Avery y Rosier.       Sirius tensó la mandíbula.       —Y Mulciber.       —Mulciber es el perro de ataque —murmuró Lily—. No es el cerebro. Hay alguien más.       —¿Qué sigue? —preguntó Remus—. No podemos actuar sin pruebas. Y no podemos exponer a Mary más de lo que ya ha sido expuesta.       Kate se acercó a la imagen proyectada. Su rostro era sereno, pero su voz firme.       —No vamos a exponerla. Vamos a usar su historia como cebo. Pero esta vez… nos adelantamos nosotros.       Todos la miraron.       —Una carta —explicó—. No con una amenaza, sino con una insinuación. Que sugiere que hay alguien dentro del grupo que ha empezado a dudar. Un traidor en potencia. Algo que siembran ellos... pero esta vez lo sembramos nosotros.       Lily frunció el ceño.       —¿Y si simplemente la ignoran?       —No lo harán —dijo Sirius—. No pueden permitirse la duda. La paranoia entre ellos es combustible puro cuando el éxito se basa en el control.       Fabián asintió, con expresión aprobatoria.       —Si lo hacemos bien, será más poderosa que una amenaza directa.       —Pero para que funcione —dijo Kate—, necesitamos un nombre. Un destinatario. Alguien lo tiene que tocar, leer, caer en la trampa, dejarlo en un sitio sin ser vistos pero verles nosotros a ellos.       —Podemos encargarnos de eso —intervino Sirius entonces, mirando a Remus de reojo.       Remus parpadeó. Luego captó la intención y habló con tono neutro:       —Podemos saber exactamente quién lo coge. Sin necesidad de un hechizo rastreador.       —¿Cómo? —preguntó Lily, entrecerrando los ojos.       Sirius ladeó una sonrisa, evasivo.       —Déjanos esa parte a los Merodeadores. Obtendremos el nombre. Os lo aseguramos.       Kate lo observó un instante, intrigada.       —¿Y cómo sabréis que alguien lo ha cogido, si nadie está vigilando?       —Tenemos... nuestros métodos —dijo Remus, con un deje de ironía.       —Sospechosamente eficaces —añadió Sirius, cruzando los brazos con aire satisfecho.       Lily no insistió, aunque su expresión mostraba que seguía queriendo respuestas. Fabián, en cambio, sonrió apenas.       —Mientras funcione, no me importa cómo.       —Pero aún falta lo más difícil —dijo Alice—. ¿Dónde la colocamos para que la vean… pero sin que nos vean a nosotros?       En ese momento, la puerta del aula se entreabrió con un chirrido sordo.       James Potter apareció en el umbral, despeinado, como si hubiera salido corriendo de algún sitio, y con esa sonrisa de quien sabe más de lo que dice.       —¿Estáis esperando a alguien que sepa cómo colarse en cualquier rincón del castillo?       Sirius resopló con diversión. Remus negó con la cabeza, como resignado.       —Hablando del demonio...       James entró, saludó con un gesto a Fabián y se acercó al grupo. Le contaron simplemente que estaban deliberando donde dejar una carta.       —¿Dónde hay que dejarla?       —¿No quieres saber de qué estamos hablando? —preguntó Lily.       —No hace falta. Ya he oído bastante. —replicó James—. Tenemos una carta trampa, ¿no? Solo necesitamos que alguien la vea. Y alguien la toque.       Kate arqueó una ceja.       —¿Y tú tienes un plan para eso?       James sonrió.       —Digamos que sí. Y que no me verán entrar, ni salir. Solo necesito que la carta esté lista.       Sirius apoyó un pie en la mesa y sonrió también, como si fuera parte de un espectáculo ensayado.       —Confiad en nosotros. Os daremos el nombre. Y, con suerte, algo más.       Remus añadió:       —Y si la paranoia ya ha comenzado entre ellos… solo hará falta un pequeño empujón.       El grupo guardó silencio un momento. Algo en el aire había cambiado: la estrategia había comenzado.       —Entonces —dijo Lily, inspirando hondo—. Hagámoslo.              Una hora después, sobre una mesa de madera agrietada descansaba un pergamino en blanco, una pluma de fénix y un frasco de tinta negra iridiscente. Fabián, apoyado contra una de las paredes, observaba con los brazos cruzados. Remus y Sirius estaban sentados a un lado, mientras Lily, Kate y Alice se inclinaban sobre la mesa.       —Debe parecer real —dijo Lily, abriendo un cuaderno lleno de anotaciones sobre los mensajes anteriores—. El tono, la estructura, incluso la caligrafía.       —Podemos copiar la letra de la última nota —dijo Alice—. Con un duplicador de trazos.       —Yo me encargo de eso —añadió Kate, ya con la varita lista.       Tomó la pluma con la izquierda y comenzó a escribir con cuidado, mientras murmuraba el encantamiento que le permitía imitar el estilo rasgado y casi ceremonial de las cartas anteriores.              "No todos están convencidos. Algunos dudan. Lo he oído. Se cuestionan si el fuego debe arder tan pronto, si la sangre debe correr tan rápido. Hay grietas. Y las grietas se ensanchan. Cuidaos. No todos sois tan leales como creéis."              Cuando la última palabra fue trazada, el silencio se hizo más profundo. Incluso Sirius dejó de mover la pierna.       —Da escalofríos —murmuró Alice.       —Perfecto —dijo Fabián—. Ahora… ¿encantamientos de contacto?       Remus asintió y realizó un movimiento ágil con la varita.       —Nada invasivo. Solo una ligera marca mágica, imperceptible, que reaccione al toque directo y deje un rastro que podamos vincular.       —Y vosotros —dijo Kate, mirando a Sirius y Remus—, ¿estáis seguros de que podéis identificar a quien la toque?       Sirius sonrió con aire críptico.       —Más de lo que te imaginas.       —Y la colocación… queda en manos de James —añadió Remus.       Lily soltó una pequeña risa por lo bajo.       —Siempre tan dramático…       —Sí, pero a veces le sale bien —dijo Sirius, levantándose—. Vamos. Esta carta no va a sembrar el caos sola.              Mientras esperaban el día asignado para poner la carta diseñada, en la torre de Gryffindor disfrutaban del fin de semana. El sol se ocultaba más allá del bosque prohibido, tiñendo el cielo de tonos vino y ámbar. Lily se apoyaba contra la barandilla del pasillo alto, contemplando el horizonte. A su lado, James llegó en silencio. Esta vez no llevaba su típica sonrisa arrogante, sino una expresión más tranquila. Sincera.       —¿Sabes? —dijo él tras unos segundos—. Siempre pensé que lo importante era destacar. Que si me notaban, todo iría bien. Pero ahora… me parece que lo importante es saber en quién confiar cuando nadie te está mirando.       Lily lo miró de reojo. No respondió al instante.       —Has cambiado —dijo finalmente.       James bajó la vista un momento, y luego la sostuvo.       —¿Para mejor?       Lily asintió apenas, sin dejar de mirarle. En ese instante, tan sencillo y tan íntimo, algo se acomodó en silencio entre los dos. Sin prisas. Sin forzarlo.              Mientras tanto…       Una figura bajaba sola por las escaleras que llevaban a la sala común de Ravenclaw. Beth Bellerose había salido de la biblioteca minutos antes, pero se detuvo en seco al oír voces en un recodo del pasillo.       —…pues claro que está con Black. ¿No los viste juntos el otro día?       —¿La hermana de Beth? No me sorprende. Siempre parecieron demasiado simpáticas para lo que se espera de ellas.       —Una pena. Las Bellerose siempre parecieron una familia respetable… hasta ahora.       Las risas contenidas. El tono goteando veneno.       Beth se quedó quieta, conteniendo el aliento, sintiendo cómo la sangre le subía al rostro. Luego, sin decir una palabra, se dio media vuelta y bajó las escaleras en silencio.       Sus pasos eran suaves, pero su mirada helada. Se cruzó con un grupo de alumnos de cuarto. Uno de ellos la miró con curiosidad y murmuró algo a su compañero. Beth no se detuvo. No podía detenerse. El nudo en la garganta dolía más que cualquier hechizo.       Y aunque no dijo nada… por primera vez, dudó. No de Kate. Sino de cuánto estaba dispuesta a perder por ella.
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