Capítulo 13: Siempre me encuentras
14 de diciembre de 2025, 17:44
CAP 13: Siempre me encuentras
Kate estaba sentada en el suelo, las piernas recogidas contra el pecho, la espalda apoyada en la pared áspera. Su túnica estaba arrugada y algo sucia, pero ya no le importaba. Calliope dormía con la cabeza apoyada en su hombro, respirando despacio, como si en los sueños encontrara un refugio que el mundo real le negaba. Kate no tenía esa suerte.
Llevaban dos días encerrados, pero ella no sabía exactamente cuántos eran. Las “ventanas” de la habitación eran puro engaño: hechizadas con una ilusión suave que cambiaba entre cielos falsos y paisajes neutros, sin tiempo ni clima. Ni siquiera sabía si era de día o de noche.
Había intentado razonar. Clasificar los datos. Buscar patrones. Era lo único que le ayudaba a mantener el control.
Sabía que estaban en un piso superior: el eco del suelo al caminar, el ángulo de las falsas ventanas, y una corriente suave de aire frío que, por momentos, parecía colarse por debajo de la puerta, indicaban que no estaban en un sótano. Pero más allá de eso… todo eran suposiciones.
No sabía dónde estaban. Tal vez una casa. Tal vez una sala oculta. Tal vez una prisión improvisada. Había escuchado una voz —una sola, hace días— que hablaba con alguien del otro lado de la puerta. Un tono formal. Hombre. Sin acento marcado. No volvió a oírlo.
Kate no era idiota. Tenía claro que esto no era un secuestro sin motivo. Lo había deducido analizando lo único que los unía a todos: Randolph Burrow, Hannah Abbot, Calliope Cohen… y ella.
El apellido Abbot estaba ligado a una pequeña rebelión legal: su familia se había negado a firmar una propuesta ministerial que permitía usar magia represiva contra los muggles. Los Cohen vivían cerca de un barrio muggle y eran conocidos por sus lazos con esa comunidad. Los Burrow, tradicionalmente neutrales, se habían opuesto a prestar sus casas para reuniones entre familias de sangre pura. Y los Bellerose…Su familia no había hecho nada más que aceptar que ella estuviera con Sirius y no con Theodore. Y eso, para algunos, era intolerable. No era casualidad. Esto era un mensaje. Una advertencia. Tal vez una forma de presión.
«Fanáticos», pensó con rabia silenciosa, sintiendo cómo se le endurecían los músculos. Fanáticos que creen que la pureza de la sangre les da derecho a decidir quién merece vivir en libertad. La confusión era un monstruo que rozaba su nuca cada vez que intentaba dormirse.
Su mente regresaba, una y otra vez, al claro del bosque. Había estado allí esperando a Sirius, nerviosa como siempre. Lo vio… no. No a él. A alguien. Un rostro. Breve. Borroso. Intentó sacar su varita. Oscuridad. Desde entonces, solo esta habitación.
Miró a Calliope. Dormía más tranquila ahora. La primera noche había sido un caos: sollozos, temblores, miedo. Había preguntado con una voz rota si las iban a matar. Kate no pudo contestar. Solo la abrazó hasta que dejó de llorar.
Afortunadamente, Hannah fue de gran ayuda. También era de sexto curso, y aunque no hablaba mucho, su presencia firme y su habilidad para mantenerse entera ante los más pequeños les había permitido crear algo similar a una rutina.
Kate apoyó la frente contra sus rodillas. El frío de la piedra se colaba por su túnica como un recordatorio cruel de que seguían allí. Seguía allí. Sin respuestas. Sin señales. Sin su varita. Sin él.
Respiró hondo. Intentó no contar los días otra vez. No pensar. Pero su mente —siempre afilada, siempre despierta— no se lo permitía. Una parte de ella empezó a recitar mentalmente ingredientes de pociones que Lily le había enseñado a identificar a distancia, solo por mantener la cordura. La otra… se rindió un instante al cansancio.
Y entonces lo vio.
Era Navidad. Tenían once años. El salón de los Erhland estaba decorado con ramas de acebo y luces doradas que flotaban entre los muebles. El árbol, enorme, olía a pino y a hogar. Ella llevaba un vestido sencillo pero bien planchado, medias blancas, el cabello peinado con cuidado por su madre esa misma mañana. Se sentía importante. Feliz. Aunque… un poco fuera de lugar.
La fiesta era de Alice. Todos reían y hablaban y comían galletas encantadas que cambiaban de sabor. Kate se mantenía al margen, sonriendo, fingiendo comodidad. Hasta que James Potter apareció delante de ella, con la bufanda torcida y una galleta a medio comer en la mano.
—Bellerose, vamos a jugar a un juego —anunció con tono conspirador.
Ella lo miró de reojo, desconfiada.
—¿Y qué os hace pensar que quiero jugar?
A su lado, Sirius Black se cruzó de brazos y alzó una ceja.
—Tu cara de aburrimiento —respondió, antes de que James pudiera abrir la boca.
Kate fingió molestia. Pero ya se había levantado. El juego consistía en esconderse en los sitios más "peligrosos" o difíciles de encontrar dentro y alrededor de la casa…sin que lo notaran los adultos. Primero se escondían las chicas: Alice, Marlene, ella. Los chicos buscaban. Luego al revés.
Sirius siempre la encontraba primero. Siempre.
La última vez, ella se había escondido entre los trastos del desván, detrás de unas cajas y una lámpara rota. Oscuro, silencioso. A los cinco minutos, oyó pasos.
—No puede ser —susurró—. No puede saberlo otra vez.
Sirius abrió la puerta, esquivó una escoba caída, se asomó entre las cajas... y allí estaba. Kate frunció el ceño.
—¿Cómo lo haces?
Él solo sonrió, sin decir nada.
De vuelta en el presente, en la habitación hechizada, Kate abrió los ojos de golpe. El recuerdo se desvaneció con la misma rapidez con que había llegado. Su garganta se cerró. No iba a llorar. No. Pero por primera vez en días, ese recuerdo no fue una herida. Fue… una chispa. Pequeña. Inútil. Pero viva. Se obligó a respirar hondo, en silencio, sin despertar a Calliope.
—Me vas a encontrar —susurró, apenas audible—. Siempre me encuentras.
Fuera, más allá de los muros falsos y el cielo encantado, el mundo seguía girando. Y aunque Kate no sabía cuánto más podrían resistir… no estaba lista para rendirse. No todavía.
Entonces, casi sin pensarlo, llevó una mano al cuello y tocó el hueco donde, semanas atrás, había estado el broche de plata que Sirius le había regalado. El que debía presionar si alguna vez estaba en peligro. No estaba allí. No se lo había quitado ella. No recordaba cuándo desapareció. ¿Por qué no había podido avisarle? ¿Por qué no lo había sentido venir? Y en ese momento, por un segundo, sintió que algo dentro de sí le decía que aguantara. Que no quedaba mucho. Tal vez no sabía dónde estaba. Tal vez no tenía su varita. Pero tenía su mente. Y eso aún no lo podían encerrar.
Hannah se removió ligeramente en su rincón, aún envuelta en su capa escolar como si eso bastara para protegerla del frío. Al notar que Kate seguía despierta, abrió los ojos del todo.
—¿No puedes dormir?
Kate negó con la cabeza. Sus ojos estaban fijos en la ilusión del cielo, donde unas nubes simuladas flotaban sin rumbo. A veces le daban nauseas, de tan perfectas que eran.
—No sirve de nada intentarlo. Mi cabeza no se apaga —susurró—. ¿Y tú?
Hannah suspiró.
—He dormido lo justo para no colapsar. Pero… no me gusta cerrar los ojos aquí. Es como si el tiempo desapareciera del todo.
Kate asintió. Agradecía no tener que explicarlo. Pasaron unos segundos en silencio. Calliope murmuró algo en sueños. Luego volvió a la calma.
—He estado pensando —dijo Kate de pronto, en voz baja—. No es un secuestro al azar. Tú también lo sabes, ¿verdad?
Hannah asintió despacio, sin sorpresa.
—Sí. No lo dicen, pero se nota. Los que estamos aquí no tenemos apellidos vacíos.
—Exacto —dijo Kate, con una intensidad contenida—. Randolph, tú, Calliope, yo… nuestras familias han hecho ruido. Pequeño, tal vez, pero ruido. Lo suficiente como para incomodar.
—¿Y qué crees que quieren? —preguntó Hannah con voz templada.
Kate bajó la vista. Le costaba admitirlo.
—No estoy segura. Pero no es solo castigo. Es presión. Un aviso para otros. Para que nos alineemos. Para que tengamos miedo de lo que puede pasar si no lo hacemos.
—¿Y tú tienes miedo?
Kate dudó.
—Sí. Claro que sí. Pero estoy más furiosa que asustada.
Hannah dejó escapar una pequeña risa sin humor.
—Eso me gusta. Porque yo estoy cansada de temblar.
Ambas se quedaron en silencio, observando el falso cielo.
—¿Crees que alguien vendrá? —preguntó Hannah al fin.
—Sí —dijo Kate con firmeza, más para no dejar que la duda se colara que por certeza—. Nos están buscando. Estoy segura. Lily, Alice, Marlene, Pippa, James, Remus…Sirius… no se queda quieto.
—¿Black?
—Sí —respondió, sin dudar.
—Hay muchos comentarios sobre vosotros, pero me alegra tu convicción.
Hannah la miró un momento, en la penumbra, luego añadió:
—Entonces resistiremos un poco más. No pienso dejar que me encuentren hecha pedazos. Mis amigos… ellos también me buscarán.
Kate giró el rostro hacia ella con una sonrisa.
—Vamos a salir de aquí. Y cuando lo hagamos, van a saber lo que es haber cometido un error.
Hannah sonrió. No fue una sonrisa alegre. Fue una de esas sonrisas duras, nacidas de la certeza en medio del abismo.
—Eso sí que me gusta oírlo.
El falso cielo no cambió. Pero por primera vez en días, a Kate le pareció que algo, en el aire, había empezado a moverse.
Un día después, la puerta se abrió con un sonido seco, metálico, que resonó como una amenaza. Kate se incorporó al instante. Hannah también. Randolph se levantó a medias desde el rincón donde dormía, mientras Calliope se encogía instintivamente.
Dos figuras vestidas de negro entraron sin decir una palabra. Llevaban máscaras. Lisas, pálidas, sin las marcas que distinguían a los mortífagos conocidos. Eran anónimos. Precisamente para que no hubiera un rostro al que culpar.
—Kate Bellerose. —La voz masculina cortó el aire. No era ronca, ni fingida. Era… seca. Impersonal.
Ella no se movió. Podía oír el latido acelerado en sus oídos.
—Ven con nosotros.
—¿Para qué? —preguntó con voz firme. Por dentro, todo su cuerpo temblaba.
Uno de los hombres hizo un leve movimiento con la varita. No necesitó repetir la orden.
Hannah dio un paso hacia ella, pero el segundo mortífago le apuntó sin esfuerzo.
—No. —Kate levantó la mano, pálida pero entera—. Está bien. No hagas nada.
Los siguió. Sin mirar atrás. Sin hacer preguntas. Sus piernas no dejaban de temblar, pero se obligó a caminar recta, como si tuviera algún tipo de control sobre la situación.
La sacaron del cuarto. Le vendaron los ojos. Le pusieron algo en las muñecas: una especie de atadura mágica, como calor sólido que no podía romper. Sintió cómo bajaban una escalera de piedra… luego un pasillo. Luego otra puerta. Entonces la empujaron dentro.
La sala olía a incienso… y a metal. El suelo estaba frío. Una única antorcha iluminaba el centro, donde había una silla de hierro sin brazos. Nada más. La obligaron a sentarse. Uno de ellos habló, con tono más suave pero más cruel, mientras le quitaba la venda de los ojos:
—Has causado problemas, Bellerose.
—¿Por qué estoy aquí? —susurró, clavando los ojos en la máscara que tenía delante—. ¿Qué quieren de mí?
Silencio.
Entonces, un tercer mortífago entró. Su presencia era distinta. No por su voz, sino por cómo los otros dos se hicieron a un lado al instante. Este era el que mandaba.
Kate notó que se acercaba. No la tocó. Solo sacó la varita, sin prisa, y la apoyó en su costado derecho.
—Esto… —susurró una voz suave, grave y contenida detrás de la máscara— …es por meterte donde no debías.
Un rayo fino de calor cortante se deslizó bajo su piel, apenas unos centímetros. No fue un corte profundo. Fue peor: una quemadura mágica, limpia, dolorosa, precisa. Kate gritó. No lo pudo evitar. Se tensó contra la silla, pero la atadura mágica en sus muñecas la mantenía sujeta. El dolor no era agudo, era constante. Como una línea de fuego que no paraba.
—Por hablar como si fueras libre. —Otra línea.
—Por creer que podías elegir. —Otra línea.
—Por proteger a quien no debías. —Otra.
—Por tu linaje. —Otra línea.
—Por considerar la posibilidad de que no íbamos a encontrarte —Otra línea.
—Por Theodore Nott. —La voz se volvió más baja—. Por cada vez que lo retaste. Por cada vez que pensaste que podías quedarte fuera del juego.
Siguieron otras líneas. Lentas. Siempre en el costado derecho, paralelas entre sí, como si alguien estuviera marcando un registro. Una cicatriz por cada afrenta. Kate apretó los dientes. Las lágrimas bajaban sin control, pero no gritó más. Se negó. Aunque le doliera más que nada que hubiese sentido en su vida. Cuando terminó, el mortífago líder se inclinó hacia su oído.
—La sangre es memoria. Y tú vas a recordar esto para siempre… aprende a obedecer y vivir conforme a tu sangre… esa sangre tan valiosa…
La dejaron allí sola unos minutos. Luego los otros volvieron, la vendaron otra vez y la llevaron de vuelta. Al regresar a la habitación, Hannah corrió hacia ella. Kate se desplomó, apenas entró. No dijo nada. Solo le dejó ver el costado cuando se quitó parte de la túnica. Siete marcas. Siete líneas rectas, discretas, como si fueran las marcas de un prisionero en la pared.
—¿Qué es eso…? —susurró Hannah pero intentando que no lo vieran los otros dos.
Kate no respondió. Pero en su mente lo supo con claridad: una por cada vez que enfrentó a Theodore Nott. No sabía quién estaba detrás de la máscara. Pero sí sabía por qué la habían elegido. Y, más que nunca, sabía que no iban a dejarla salir fácil.
Los días se diluían como tinta en el agua. Sin ventanas reales, sin sonidos del exterior, solo los cuatro respirando en la misma habitación cerrada. Les daban de comer y una vez al día y les dejaban asearse por turnos. Pero nada más. Kate había comenzado a marcar el tiempo haciendo pequeñas marcas con una piedra en la base de la cama rota que usaban para dormir por turnos. A veces, se preguntaba si eran 9 o 10 marcas. No importaba mucho. Seguían ahí.
—Si pudieras estar en cualquier sitio ahora mismo —dijo Hannah, recostada boca arriba sobre el suelo frío—, ¿dónde estarías?
—En la cocina de mi casa —respondió Randolph sin pensarlo—. Preparando pastel de melaza con mi madre. Aunque no me dejaría tocar nada, claro. Dice que cocino como un troll con catarro.
—¿Por qué, lo haces tan mal? —preguntó Calliope, divertida.
—Una vez puse sal en lugar de azúcar. Casi enveneno a toda la familia.
Las risas fueron tímidas pero sinceras. Kate no se rió, pero sonrió, agradecida por el momento.
—¿Y tú, Calli? —preguntó Hannah.
—En el parque al lado de casa… el que está lleno de niños muggle. Me gustaba verlos jugar al fútbol. Una vez me invitaron a jugar, ¿sabéis? ¡Y marqué un gol con la cabeza!
—¡Eso no me lo creo! —soltó Randolph.
—¡Lo juro por Merlín! Me dolió la cabeza todo el día, pero fue genial.
Las risas ahora fueron un poco más libres.
—¿Y tú, Hannah? —preguntó Calliope, acurrucada contra Kate.
—Yo... en el invernadero del colegio. Me gustaba ir sola los sábados por la tarde. Las plantas no hablan, pero te escuchan. Es raro, ¿no?
—Para nada —dijo Kate al fin—. Creo que tiene todo el sentido del mundo.
Todos se volvieron hacia ella. Sabían que era la que más sufría. Era la única que se llevaban a menudo. Que regresaba más pálida, más débil. Que a veces tardaba en hablar. Pero nunca dejaba de ponerse en pie. De cuidar. De consolar.
—¿Y tú? —dijo Calliope, suave—. ¿Dónde estarías?
Kate tardó un momento en contestar.
La noche era clara, Kate estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la superficie de piedra fría, la túnica extendida bajo ella como una manta improvisada. A su lado, Sirius se echó hacia atrás, los brazos cruzados tras la cabeza, mirando las estrellas como si las conociera de toda la vida.
—Ahí está Hogsmeade —dijo él, señalando con un dedo—. ¿Lo ves?
Kate entrecerró los ojos, siguiendo su dedo. Una pequeña hilera de luces titilaban en la distancia, apenas perceptible entre la oscuridad del bosque y el reflejo del lago.
—Mentira. Te lo estás inventando. Hogsmeade está al sur —dijo ella, medio riendo.
—Jamás —respondió Sirius, ofendido en broma—. Soy un joven de honor.
—Eres un mentiroso encantador, Black.
—Y tú una Bellerose terca.
Hubo una pausa cómoda, el tipo de silencio que no pesa. El viento les revolvía el pelo y el mundo entero parecía detenido bajo sus pies.
—¿Por qué siempre subes aquí? —preguntó ella, sin mirarlo.
Sirius tardó un segundo en responder.
—Porque aquí arriba no hay expectativas. Ni historia. Solo el cielo y, ahora, tú.
Kate se volvió para mirarlo, sorprendida. Él no se estaba burlando. No esta vez.
—A veces me gustaría quedarme aquí para siempre —dijo ella en voz baja.
Sirius sonrió, sin abrir los ojos.
—No para siempre. Solo… lo suficiente.
Ella apoyó la cabeza en su hombro. Él no se movió.
Luego dijo, en voz baja:
—En una azotea. En la que está sobre el ala norte de Hogwarts. Sirius y yo... solíamos subir allí cuando queríamos estar lejos de todos. Desde ahí se ve el lago, el bosque. Él decía que ahí el mundo parecía más fácil.
Se hizo un silencio. Calliope le tomó la mano con fuerza.
—Vamos a volver, ¿verdad?
Kate asintió, sin hablar. No tenía certezas. Pero sí promesas.
—Randolph, ¿qué crees que están haciendo nuestras familias? —preguntó Hannah para nuevamente distraer a los demás de la situación.
—Mi padre seguro está gritando en alguna oficina del Ministerio —respondió él con tono burlón—. Y mi madre probablemente le haya amenazado con convertirlo en hurón si no mueve cielo y tierra.
—Mi madre debe estar como loca —murmuró Calliope—. Siempre fue muy protectora…
—Y mi hermano —añadió Kate, sin pensar—. Edward... no parará hasta encontrarme. Y Sirius tampoco. Estoy segura de eso.
—¿Tú le crees capaz de entrar a Azkaban si fuera necesario? —preguntó Randolph, medio en broma.
—Si fuera por mí o por sus amigos, sí —respondió Kate sin dudar— Siempre fue un poco impulsivo.
Una nueva pausa. Más cálida esta vez. El tipo de silencio que se forma entre los que ya han compartido demasiado como para fingir.
—¿Sabéis qué he pensado? —dijo Hannah—. Cuando salgamos de aquí... deberíamos organizar un banquete. Uno solo para nosotros. Nada de normas ni protocolos. Solo risas, música y comida decente. ¡Y amigos!
—Y pastel de melaza —añadió Randolph.
—Y fútbol mágico —rió Calliope.
—Y silencio —susurró Kate—. Solo por unos minutos… silencio verdadero. Sin miedo detrás.
Las miradas se cruzaron. Y por primera vez en días, no se sintieron rotos. Solo humanos. Resistiendo.
Al día siguiente, el sonido de la cerradura se deslizó como un cuchillo en la piedra. Kate fue empujada de vuelta al encierro, sus pasos tambaleantes, sus labios partidos por dentro. Ya no dejaban marcas. Eso lo hacía peor. Las palabras, las miradas, los maleficios no visibles que le punzaban los huesos o le robaban la voz por horas… todo estaba medido para quebrarla sin pruebas.
Calliope la esperaba, sentada con las piernas cruzadas sobre el suelo de la habitación. Al verla entrar, se levantó de inmediato, los ojos brillando con preocupación contenida. Sin decir nada, Calliope se acercó y le colocó algo en la palma cerrada. Un colgante.
Kate lo reconoció de inmediato: el rubí pequeño, incrustado en una pieza de oro gastado. Había sido de su madre. Se le había caído cuando la arrastraban fuera.
—Es tuyo… —dijo Calliope en voz baja—. Lo guardé para ti. Porque pensé que necesitarías recordar…
—…cómo ser valiente —susurró Kate, cerrando la mano con fuerza.
El calor del rubí no era físico. Era algo más profundo. Algo que crecía desde dentro. Y aunque le dolía cada parte del cuerpo, aunque le temblaban las manos, sonrió. Calliope se sentó a su lado, hombro contra hombro, y esperaron juntas. Kate le acariciaba suavemente la frente, un gesto automático, casi maternal, y le susurró:
—Todo irá bien…
Calliope esbozó una pequeña sonrisa sin abrir los ojos, como si estuviera esperando esas palabras para poder creerlas.
—Lo sé —murmuró—. Estoy con una de las chicas más valientes de Gryffindor.
Kate soltó una pequeña risa, baja y seca.
—Eso no es verdad.
Calliope se incorporó y le miró, todavía sonriendo con dulzura.
—Claro que sí lo es. Te he visto estos días… cuando han venido a llevarte… tiemblas pero sigues adelante. Además, te ofreces por nosotros…tú y Hannah os ofrecéis por Randolph y por mi.
Y era cierto. Varias veces habían entrado figuras encapuchadas. Les ofrecían “la opción de colaborar”, de comprometerse con el llamado “movimiento de preservación mágica”, de aceptar lo que llamaban la superioridad de la sangre pura. Si se negaban —como lo hacían siempre—, intentaban arrastrar a alguno para someterlo a una supuesta "terapia de purificación". Pero Kate y Hannah intervenían. Siempre. Cada vez con más determinación. Se ofrecían a cambio. No lloraban, ni gritaban, solo se ponían de pie y decían: "Dejadlos."
Kate nunca supo si eso los detenía por lástima, respeto o burla. Pero aceptaban. A veces, como castigo. A veces, como experimento. En una ocasión le dijeron: "No necesitamos más traidoras, solo ejemplos para que los otros actúen como queremos. No hay que malgastar tanta sangre mágica"
Kate se llevó la mano al costado, donde las cicatrices aún ardían, aunque se hubieran cerrado. Las sentía todo el tiempo. Siete líneas. Una por cada enfrentamiento con Nott.
Ver a Randolph y Calliope intactos —ver que Hannah aún podía dormir sin sacudirse—, le daba sentido al dolor. Le recordaba que su sufrimiento no era en vano. Hannah, que no era tonta, había intentado ofrecerse, pero después de algunas veces que también se la llevaron. Kate se lo prohibió. Le dijo: "No arriesgues, una de las dos tiene que mantenerse entera." Para sorpresa de ambas, los encapuchados elegían a Kate cada vez con más frecuencia.
Kate miró de nuevo a Calliope.
—Bueno, entonces supongo que tú eres la Slytherin más encantadora que he conocido.
Calliope rió con ganas. Su risa era ligera, contagiosa, casi irreverente dentro de ese encierro.
—Kate, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Claro —respondió con una sonrisa cansada.
—¿Cómo es tener de novio a Sirius Black?
Kate parpadeó. No era el tema que esperaba. La incomodidad le afloró de golpe, pero la ternura en la mirada de Calliope la desarmó.
—Eh… ¿por qué preguntas eso?
—¡Porque todas nos lo preguntamos! —respondió con entusiasmo infantil—. Fue tan romántico lo del Gran Comedor… Tú entrando y él esperándote. ¡Una pareja de novela! ¿Cómo es él… cuando nadie lo ve, cuando estáis solos?
Kate se quedó un poco sorprendida por la pregunta. Sonrió suavemente, pero su mirada se perdió en algún punto entre los tablones de la pared. Tardó unos segundos en responder.
—Sirius… cuando nadie lo ve… —repitió despacio, como saboreando las palabras— es... solo Sirius.
Y entonces, sin poder evitarlo, la memoria la arrastró.
Estaban solos en el invernadero, Sirius con las mangas arremangadas, el pelo despeinado por el calor y una risa fácil escapando de sus labios.
—¿Sabías que las mandrágoras gritan menos si les cantas antes de sacarlas? —preguntó él, alzando una ceja con gesto dramático.
—Eso no es verdad —rió Kate.
—¡Lo juro por Merlín! —gritó él con teatralidad, antes de ponerse a cantar desafinado, provocando que Kate se doblara de la risa—. Ves, esta está encantada con mi voz. No gritó. Está desmayada… de placer.
—¡Está dormida, idiota! —Kate le lanzó un pequeño saco de tierra y él fingió caer al suelo con la planta en la mano como si hubiera recibido un hechizo.
Después, cuando las risas se apagaron y solo quedaba el sonido del viento contra los cristales, Sirius se sentó a su lado. Apoyó su frente contra la suya, como si necesitara estar cerca solo para respirar con más tranquilidad.
—No tengo un lugar como este —susurró—. Ni personas como tú. Nunca he tenido algo tan… libre.
—Sí que lo tienes —le dijo ella, acariciando su mejilla. Él cerró los ojos—. Me tienes a mí.
Sirius la besó con esa mezcla suya de impaciencia y ternura, como si siempre temiera que el mundo se rompiera si se permitía sentir demasiado. Pero con ella, se lo permitía. Reía, hablaba de sus miedos, de los sueños que no creía tener derecho a tener. Le hablaba como si no tuviera que probar nada. Como si, al fin, pudiera ser solo Sirius.
—Es divertido, es valiente, es fuerte —dijo Kate al fin, aún con la sombra de la sonrisa del recuerdo—. Pero cuando está contigo… y solo contigo… es más que todo eso. Es apasionado, cariñoso, y libre. Como si, por fin, pudiera ser él mismo sin miedo.
Calliope la observaba con los ojos muy abiertos. Hubo un silencio. Uno que dolía.
—¿Es verdad que os conocéis desde pequeños?
—Desde los diez años.
—¿Y nunca pasó nada hasta este curso?
—No. Creo que… necesitábamos mucho tiempo para acostumbrarnos a la idea de querernos.
—¿Eso es bueno o malo?
—Creo que fue necesario. Nos hicimos amigos en las reuniones sociales de nuestras familias. Y... sobrevivir a eso ya era suficiente vínculo.
Calliope hizo una mueca de comprensión. Ella también había sufrido más de una de esas veladas llenas de apariencias y cuchicheos venenosos.
—¿Te molestaba que saliera con otras chicas?
—No especialmente —respondió Kate con honestidad—. Éramos adolescentes… no sabíamos nada. Al final, siempre tuvimos nuestros momentos de amistad. Nunca le sentí especialmente lejos por estar con una chica.
—Pero a las demás sí les molestaba. Mi prima decía que todas odiaban que fueras su amiga.
Kate ante esas palabras se vió sumergida en otro recuerdo:
—¿Y qué pasó con tu adorada Hufflepuff? —preguntó Kate, sin girarse, pero claramente sabiendo que él la seguía.
—La dejé junto a la fuente —respondió Sirius como si hablara del clima—. Estaba contando los pétalos de una margarita. Me pareció un buen momento para escabullirme.
Kate se detuvo. Se giró lentamente hacia él, cruzándose de brazos.
—¿De verdad, Sirius? ¿La dejaste sola?
—No sola —corrigió con una sonrisa—. Estaba con la margarita. Muy entretenida.
Kate suspiró, divertida y exasperada al mismo tiempo.
—No puedes seguir haciendo esto. No puedes ir de flor en flor y luego aparecer conmigo como si nada. Hay chicas que de verdad se ilusionan contigo.
Sirius encogió los hombros, todavía con esa sonrisa que mezclaba arrogancia con encanto.
—Es más divertido el plan contigo.
—¿Divertido? —Kate alzó una ceja—. ¿Y cuando me odien por tu culpa, también será divertido? Ellas no entienden nuestra amistad.
—Ya te odian —dijo él sin inmutarse—. Por tu pelo perfecto, tus notas brillantes, tu apellido intocable. Esto solo lo hará más interesante.
Ella bufó, pero la sombra de una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Sirius…
—Entonces ya sabes lo que tienes que hacer —interrumpió él, bajando la voz.
Kate frunció el ceño.
—¿Qué?
Él dio un paso hacia ella, más cerca de lo prudente. Sus ojos brillaban como si hubiera formulado un hechizo travieso.
—Darle motivos reales.
Kate parpadeó... y luego rió. Una risa clara, sincera, que hacía que el mundo pareciera menos oscuro por un instante.
—Estás completamente loco.
—Y tú estás aquí —replicó él, con una media sonrisa que decía todo y nada a la vez.
Ante este recuerdo, Kate sonrió divertida y mirando a Calliope añadió:
—Tu prima no debería meterse en esas cosas
—¿Y es cierto que Sirius tiene un tatuaje en el costado?
Kate soltó una carcajada de verdad esta vez.
—No me he fijado bien. Pero si salgo de aquí, te lo confirmaré.
Calliope sonrió con la esperanza de una promesa real. De una salida. Luego añadió mirando a Randolph discretamente:
—Ojalá pueda también enamorarme así…
.
Pasaron varios días y, mientras Kate y Calliope hablaban, a Randolph lo carcomía la impotencia. Miraba la puerta una y otra vez, cronometrando con la ansiedad de quien solo puede pensar en la próxima vez que se abra. Cada movimiento de los encapuchados, cada crujido del suelo al pisar, cada susurro entre ellos… Todo podía ser una pista. Una rendija. Una oportunidad.
Entonces, se oyó un sonido al otro lado de la puerta. Algo arrastrándose. Un golpe seco. La luz cambió ligeramente. Kate se tensó al instante. Instintivamente puso un brazo delante de Calliope y alzó la vista hacia la entrada sellada.
Al entrar uno de los mortífagos enmascarados para dejar comida, Randolph se levantó con rapidez fingiendo tropezar. El tipo bufó y le empujó con desdén, pero en ese momento su mano se deslizó dentro de la capa del guardián y extrajo una pequeña bolsa de tela. Kate y Calliope contuvieron la respiración al ver el atrevimiento del chico.
Cuando el carcelero cerró de nuevo la puerta, Randolph esperó unos segundos para asegurarse de que no volviera. Entonces la abrió con cuidado. Las tres chicas se acercaron a él. Dentro había una piedra pulida, una pluma, y un objeto que le hizo contener el aliento: un broche en forma de estrella, de plata envejecida con una pequeña piedra roja en el centro. No necesitó más que una mirada para saber a quién pertenecía.
—Mirad lo que encontré… —susurró—.
Kate alzó la vista, con los ojos velados por el cansancio. Pero al ver el broche, se irguió de golpe. Lo tomó entre sus dedos como si le costara creer que era real.
—¿Estaba en la bolsa? —preguntó con la voz temblorosa.
—Sí, lo llevaba uno de ellos. No sé por qué lo tenían, pero…
No terminó la frase. No hizo falta. Kate cerró la mano en torno al broche, conteniendo las lágrimas. Lo había llevado siempre con ella. Un regalo sencillo, pero encantado con una magia especial. No era un rastreador. Era más íntimo.
"Si alguna vez estás en peligro y no puedes decir nada... solo apriétalo. No me dirás dónde estás, pero sabré que me necesitas. Sabré que estás viva."
Kate lo apretó con fuerza. La magia era sutil, delicada, hecha para pasar desapercibida. No emitiría luz ni provocaría ruido. Pero Sirius lo sentiría. Sentiría ese apretón como un golpe directo al pecho. Y en otro lugar, después de haber estado once días esperando una señal, Sirius lo sintió.
Él estaba sentado solo junto a la ventana de la sala común, con la mirada fija en el exterior oscuro del amanecer. James dormía en el sofá, y Remus roncaba débilmente en el sillón más cercano a la chimenea. Nadie había querido dejarle solo. Pero él no podía dormir. Pensaba en la pista que le había dado su hermano. La rabia, el miedo, la impotencia... lo consumían.
Y entonces ocurrió.
No hubo luz. No hubo sonido. Solo una presión repentina en el pecho, tan intensa que le hizo incorporarse de golpe. Como si un hilo invisible, delgado y cálido, le tirara desde el corazón. Sus dedos volaron instintivamente a su cuello, donde llevaba, atado con un cordel de cuero, la réplica del broche de oro viejo que le había regalado a Kate. Se quedó quieto. Muy quieto. Luego cerró los ojos.
—Kate… —susurró—. Estás viva.
Remus se despertó con el movimiento brusco, frotándose los ojos. Al ver la expresión en el rostro de su amigo, se incorporó alarmado.
—¿Qué ha pasado?
Sirius no dijo nada durante varios segundos. Se quedó ahí, con la cabeza baja, sosteniendo el broche colgado a su cuello con los dedos, como si pudiera hablarle directamente a través de él. James se acercó despacio, sin hacer preguntas todavía. Se sentó a su lado, mientras Remus se quedó frente a ellos, esperando.
—¿Sirius? —dijo James al fin—. ¿Fue ella?
Sirius asintió, la voz atascada en la garganta.
—Sí. Lo apretó… el broche. —Levantó la mirada. Tenía los ojos brillantes, pero no estaba llorando—. Está viva. No sé dónde, no sé en qué condiciones, pero lo sé. Está viva.
Remus se cruzó de brazos, respirando hondo. Quería contener su reacción, quería mantener la calma por los tres, pero era difícil.
—¿Crees que está sola?
—No lo sé —respondió Sirius, apretando la mandíbula—. Pero si ha usado esto… es porque necesita ayuda.
Remus se pasó una mano por el pelo.
—Entonces basta de jugar al escondite con el Ministerio. Si Dumbledore no consigue nada por las buenas, lo haremos por nuestra cuenta. Tenemos ya el plan…
Sirius le miró, y por un segundo volvió a parecer el chico que había entrado a Hogwarts cinco años atrás, con toda su arrogancia intacta… pero ahora con una fuerza diferente, más oscura y decidida.
—Vamos a encontrarlos. Cueste lo que cueste. No importa si tengo que enfrentarme a Nott, a Bellatrix o al propio Ministerio.
Remus se acercó, poniendo una mano en su hombro.
—Iremos contigo.
—Siempre —dijo James, sin dudarlo.
Al día siguiente, cuando Kate ya llevaba 15 días desaparecida, Sirius caminaba rápido por los pasillos del castillo, seguido de cerca por James, Remus y Peter. Llevaban horas en la Biblioteca planificando los últimos detalles sin descanso desde que sintió la presión del broche. Cada paso que daban, cada palabra que decían, era con un propósito claro: rescatar a Kate y a los otros tres. Habían quedado en la sala común con las chicas para perfilar el plan.
—¿Estás seguro de que era Hogsmeade? —preguntó James por quinta vez, aunque ya sabía la respuesta.
—Regulus no lo habría dicho si no fuera importante —respondió Sirius sin detenerse—. Bella, los viernes, reunión en casa de los Malfoy. Hasta medianoche. Nos está indicando que no estará en esa casa. Y hoy es viernes, tiene que ser esta noche.
—¿Y piensas que podrían tenerlos ahí? —preguntó Remus.
—Sí. Y no es solo por Reg —añadió Sirius, mirando a los lados antes de seguir—. Las chicas ya habían mencionado que una casa de Hogsmeade pertenecía a los Lestrange desde hace años. Tiene sentido.
James asintió, recordando la conversación con ellas. Pippa incluso había revisado registros antiguos de propiedad en la biblioteca después de que Hagrid les diera esa información para confirmar.
—Entonces seguimos esa pista. Encaja demasiado bien —dijo.
En una de las escaleras móviles, giraron a la izquierda… y ahí estaban. Dumbledore y el Ministro William Davies, hablando en voz baja junto a la estatua del unicornio.
James murmuró entre dientes:
—Genial.
Dumbledore levantó la mirada primero. El Ministro lo hizo un segundo después, con expresión severa.
—Señores Potter, Lupin, Pettigrew… y Black —dijo Davies—. ¿Puedo saber a qué se debe esta excursión grupal por el castillo, y con tanto apuro?
Sirius se enderezó, ocultando su rabia tras una máscara de desinterés.
—Nada que le preocupe, Ministro.
Davies entrecerró los ojos. Iba a replicar, pero Dumbledore levantó suavemente una mano. Su mirada se posó en Sirius, y por un momento, fue como si el tiempo se detuviera. El anciano director no dijo una palabra, pero sus ojos lo dijeron todo. Le conocía. Le entendía. Y aunque no tenía pruebas, sabía exactamente lo que planeaban.
Dumbledore habló al fin:
—A veces, las respuestas vienen de los lugares más inesperados. Buena suerte esta noche, señor Black.
El Ministro lo miró, desconcertado.
—¿Esta noche?
—La noche siempre es una buena aliada para los que buscan claridad —respondió Dumbledore con una sonrisa sutil.
Parecía meditar algo, con las manos cruzadas a la espalda y la mirada fija en las ventanas del pasillo este. Se detuvo un momento, justo donde se veía el cielo despejado, abierto al sur.
—Esta noche —dijo con su voz pausada el director, casi como si hablara para sí—, si miras bien hacia el sur desde la torre de astronomía, verás brillar Astraéa, en la constelación de Virgo. No suele ser tan visible. Pero a veces, incluso las estrellas hacen un esfuerzo por dejarse encontrar.
Y sin esperar respuesta, siguió caminando junto con el Ministro.
Peter lo miró irse, parpadeando.
—¿Está... bien? —susurró— A veces no sé si Dumbledore es un genio o si ya perdió la cabeza por completo.
Remus no respondió, y James se encogió de hombros, aunque sus cejas estaban fruncidas. Pero Sirius… Sirius se detuvo.
Una sonrisa casi imperceptible le cruzó el rostro, como si acabara de resolver un acertijo que los demás aún no entendían.
—Astraéa es el segundo nombre de Kate —dijo, con voz queda pero clara.
Los demás se giraron a mirarlo.
—Dumbledore lo sabe —añadió Sirius—. Nos lo está diciendo a su manera.
—¿El qué? —preguntó Peter, aún perdido.
Sirius los miró a los tres. Había algo en sus ojos que no era ira esta vez, ni dolor. Era una chispa. Una decisión.
—Que si queremos encontrarla… tendremos que actuar. Y que no estamos tan solos como creemos.
Silencio. Y luego, uno a uno, sus amigos asintieron. Y juntos, volvieron a caminar.
Lily estaba sentada en el alféizar, revisando un mapa mágico de Hogsmeade con Fabián y Frank cuando los chicos entraron. Vieron a todas las chicas menos a Marlene.
—¿Y bien? —preguntó sin rodeos.
—Vamos esta noche —dijo James—. Tenemos una pista, y si nos quedamos quietos esperando, vamos a perderla.
Fabián, alzó la vista.
—¿Qué clase de pista?
Sirius se adelantó omitiendo el dato que tenían de Dumbledore.
—Bella va a reuniones todos los viernes en casa de los Malfoy, hasta pasada la medianoche. Pero frecuenta otra casa, en Hogsmeade. Una propiedad antigua. Concuerda con vuestra información. Es perfecta para esconder a alguien sin levantar sospechas.
—Una casa con historia de magia oscura —añadió Pippa—. Sí, nos llamó la atención porque nadie la ha reclamado en décadas, pero sabíamos que aún figuraba como propiedad activa en los registros del Ministerio.
—Y si esa es la casa que están usando, puede que Kate esté ahí y los otros también. Venimos de la Biblioteca, hemos hecho un plan de rescate con posibles consecuencias—remató Remus.
Alice se levantó.
—Entonces no vais solos. Vamos todos.
Mary asintió con fuerza.
—Sabéis que nos necesitáis a nosotras también. Kate es nuestra amiga. Y Calliope, es prima de Ali. No podemos dejarles ahí dentro más tiempo.
Sirius respiró hondo. Miró a cada una. No había tiempo para rechazos. No podía permitirse dudar. Miró a James. El chico de gafas le miró, luego miró a Lily y pudo ver la determinación de la chica, así que sencillamente dijo:
—Tenemos que hacerlo esta noche, nos vamos a organizar…
De pronto, la puerta de la sala se abrió. Todos se giraron, pero lo que vieron los dejó descolocados. Marlene sonriente con un grupo de cuatro alumnos de Ravenclaw entró con determinación. Al frente venía una chica alta, de cabello rizado y gesto firme. Era Nadine Clearwater, compañera de curso de Hannah Abbott.
—¿Estamos a tiempo? —preguntó, sin vacilar.
Lily se adelantó con una mezcla de sorpresa y agradecimiento.
—¿Qué? ¿Cómo supisteis…?
—Me preguntaron si estábamos planeando algo, también han intentado que el Ministerio actúe…— dijo Marlene suspirando
—Hannah es mi amiga. Y me da igual si es peligroso. No me voy a quedar sentada mientras esté ahí sola. —La chica miró a todos con valentía—. Queremos ayudar.
Uno a uno, los demás Ravenclaw dieron un paso adelante. Había nervios en sus rostros, pero también determinación. Sirius los observó y, por primera vez en todo el día, habló con voz firme:
—No hay vuelta atrás. Es peligroso y no tenemos la aprobación de ningún adulto. Puede salir mal.
—¿Y qué? —respondió uno de los chicos—. Prefiero enfrentarme a los mortífagos que a la idea de que no hice nada por mis amigos.
James sonrió de lado.
—Suenas como un Gryffindor. Bien. Tenemos un plan. Escuchad con atención.
Mientras el grupo se agrupaba alrededor del mapa y James comenzaba a asignar funciones —vigilancia, distracción, cobertura, protección—, Sirius se quedó un segundo más atrás. Remus lo miró con atención y se acercó.
—¿Crees que es ahí?
—Sí —respondió Sirius con un hilo de voz—. No lo sé cómo… pero sé que ella está ahí… Dumbledore solo me lo ha confirmado.
Remus asintió. No hacía falta decir nada más. Esa noche, no iban solo a pelear. Iban a recuperar lo que les habían quitado.
Llegada la noche, Sirius se colocó frente al espejo del dormitorio, el reflejo de sus ojos grises oscilando entre la determinación y el miedo. Con manos temblorosas, abrochó la capa sobre sus hombros. El amuleto de Canis Major colgaba del cordón de cuero alrededor de su cuello, frío contra la piel, pesado con el recuerdo de Kate.
Lo sostuvo entre los dedos. La plata tenía un brillo desgastado, pero seguía siendo hermosa. Giró el colgante hasta que la luz reveló la diminuta inscripción que ella le había grabado, apenas visible incluso ahora: “Cuando dudes de ti, recuérdame.”
Un nudo se le formó en la garganta. Era su letra. Pequeña, firme, como ella.
—¿Estás seguro de esto? —James apareció en la puerta, con la varita ya en la mano. Su voz era baja, grave—. Sirius, somos estudiantes y solo tenemos dieciséis años.
—Lo sé —respondió sin apartar la vista del amuleto—. Y aún así, no podemos dejarla allí.
James entró al cuarto, la preocupación dibujada en cada línea de su rostro.
—Podría ser una trampa. Y si salimos del castillo sin permiso…
—Entonces nos castigarán por romper las normas—lo interrumpió Sirius—. Pero Kate está ahí fuera. Y si no hacemos algo, nadie más lo hará.
James cruzó la habitación hasta estar a su lado, suspiró, pero en sus ojos ya no había duda, solo el eco de una decisión tomada.
—Remus está preparando los mapas. Peter está nervioso, pero va a ayudar en la retaguardia. El resto está esperando abajo para repasar una última vez el plan. Vamos contigo. Todos.
Sirius lo miró por fin. Sus ojos brillaban con algo más que ira. Era resolución.
—Entonces vamos
James asintió. Y aunque el miedo seguía ahí, bajo la piel, había algo más fuerte que lo impulsaba: la lealtad.
—Eres un loco, Black.
—Un loco con buenos amigos. —dijo con una media sonrisa—. Eso es ser un Gryffindor, ¿no?
Ambos sonrieron con algo de nerviosismo, y Sirius apretó el amuleto una vez más. Kate le había enseñado a no huir. Ahora era su turno de enseñarle que no estaba sola. James sonrió también, cansado, temerario. Se entendieron sin más palabras. Eran solo unos chicos. Pero no estaban solos
Cuando ya estaban todos, la luz del fuego crepitaba cálidamente en la chimenea, pero el ambiente estaba cargado de tensión. El grupo se reunía por última vez antes de salir. Mapas, esquemas y notas estaban extendidos sobre la mesa central. Todos hablaban en susurros, como si el castillo pudiera delatarlos.
—Considero que deberíamos hablar con Dumbledore —dijo Alice con decisión, cruzándose de brazos.
—Alice, cariño… —intervino Lily, con tono firme pero sereno— Dumbledore no está hoy en Hogwarts. Nick Casi Decapitado nos dijo que lo vio salir después de la cena con el Ministro. No podemos desperdiciar esta oportunidad.
—Además —añadió James, levantando una ceja— hemos escrito dos avisos telegrama.
—Y yo estaré atento por si vuelve —se adelantó Peter con una sonrisa nerviosa—. Si pasa la medianoche y no habéis regresado, envío la primera carta al Ministerio. Si os veo llegar, envío la segunda.
—Exacto, Wormtail —dijo James, palmeándole el hombro. Sabía que Peter no era el más valiente, pero confiaba plenamente en él para la retaguardia. Era capaz de mantener la calma cuando todos estaban en acción. Y eso era igual de importante.
James extendió un pergamino con diagramas y líneas garabateadas.
—Bien, repasemos el plan. Peter, ya sabes lo que tienes que hacer —le entregó las cartas y el Mapa del Merodeador—. Remus, Lily, Pippa, Fabián, Mary y Ravenclaws, vais por el pasadizo del tercer piso que llega al sótano de Honeydukes. Moony, recuerda: toca la estatua de la bruja tuerta y di “Dissendium”.
Remus asintió.
—Alice, tú y Frank esperáis tras la armadura encantada del cuarto piso, junto al ventanal. Si nos veis llegar bien, os separáis y buscáis a los prefectos de Hufflepuff y Ravenclaw. —James lanzó una mirada fugaz a los estudiantes de Ravenclaw que se habían unido—. Si nos véis llegar mal, a por profesores. Entonces, vosotros —dijo mirando a los Ravenclaw — os encargáis de llevarlos de vuelta hasta un sitio seguro.
—Claro que sí —asintió Alice.
—Sirius, tú y yo iremos por donde siempre —dijo James, con un tono más sombrío.
Entonces intervinieron los azules: Nadine Clearwater, flanqueada por tres compañeros de Ravenclaw, levantó la voz con calma.
—¿Dónde nos necesitáis una vez ahí?
—Vosotros, Marlene y Mary os posicionaréis detrás de este muro, vigilad desde lejos y proteged en caso de ataque, Fabián os dirige. Si todo va bien, no tendréis que intervenir… pero si oís un duelo, entrad. Necesitaremos cobertura para la retirada.
Los Ravenclaw asintieron sin dudar.
—Una vez ahí —prosiguió James— Lily y yo nos acercaremos a la casa fingiendo que buscamos a Bellatrix para entregarle un mensaje. Remus y Pippa quedarán en la distancia para proteger a corto plazo. Sirius, ya sabes lo que tienes que hacer.
Todos guardaron silencio.
Hasta que Lily, mirándolo fijamente, preguntó lo que todos pensaban:
—¿Y después?
James sonrió, con esa mezcla de osadía y ternura que ella ya había aprendido a descifrar.
—Después, estaremos preparados para lo que sea.
Esa sonrisa provocó en Lily un remolino interno. Sabía que él no podía prometer que todo saldría bien… pero su determinación le daba fuerza. Le devolvió la sonrisa:
—Perfectamente preparados.
—Si conseguimos entrar —retomó James—, Pippa escolta a Calliope con Remus y Marlene; Mary a Randolph con Fabián. Hannah irá con Nadine y vosotros tres. Kate con Sirius, Lily y yo te apoyamos.
—¿Y si algo altera el plan?— la cara de Fabián era seria pero se notaba que admiraba la capacidad organizativa de James.
—Protegemos todos la retirada a distancia…y atacamos. Cada quien desde donde esté. Lo importante es dar el máximo de tiempo para que podamos rescatarles
Todos miraron a Sirius, que hasta ese momento no había hablado. Él asintió con la cabeza. Era James quien dirigía y Sirius confiaba plenamente. A nadie le sorprendió la capacidad de ambos amigos para compenetrarse incluso en algo que no era una travesura.
—No podemos tardar más de media hora —dijo James con firmeza—. Según nuestra fuente, es cuando regresan los que hacen guardia. Dentro solo debería haber uno o dos mortífagos… podemos con eso. Pero si vuelven más…
—No tardaremos más de media hora —interrumpió Sirius, poniéndose de pie. Su voz sonaba profunda, casi peligrosa—. Y si tardamos… nos enfrentaremos a quien sea.
Dibujó una sonrisa ladina, la misma que usaba cuando planeaban travesuras, aunque esta vez tenía filo.
—¿Nos vamos? Llevo demasiados días sin ver a Kate. Y ya me empiezo a sentir realmente molesto.
Sus amigos rieron, aunque la tensión seguía colgando en el aire como una nube de tormenta a punto de estallar. Cada uno tomó su lugar. Guardaron los mapas, comprobaron las varitas… y se fueron, uno a uno, por las distintas salidas del castillo. Esa noche, Gryffindor y Ravenclaw, unos cuantos valientes… iban a enfrentarse al miedo.
En algún lugar oculto, esa noche del viernes, la sala era estrecha, apenas iluminada por una lámpara flotante que giraba suavemente sobre una mesa. Albus Dumbledore, de pie junto a una pequeña ventana encantada que no mostraba más que bruma, sostenía una taza de té intacta entre las manos. Un destello púrpura en el aire anunció la aparición de un Patronus. La figura etérea se inclinó y susurró con urgencia:
—Acaban de entrar varios en la casa de los Malfoy. Bellatrix. Rodolphus. Nott. Rosier Un par más. Voldemort aún no ha llegado. No me ha visto. Avisaré en cuanto se muevan. —Diggle.
El mensaje se desvaneció lentamente. Dumbledore asintió en silencio. Apoyó la taza sin beber, y susurró para sí:
—Entonces esta noche puede que tengamos una oportunidad.
Abrió una pequeña caja plateada sobre la mesa. Dentro, una esfera de humo danzaba como si esperara una orden.
—Observa con atención —le dijo al objeto encantado—. En cuanto la energía de la casa en Hogsmeade cambie… avísame. Están a prueba… pero no puedo dejarlos solos mucho tiempo.
Sus ojos, azules y claros como un cielo helado, brillaron con una mezcla de tristeza y determinación.
Kate estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, apoyada contra una esquina. Sus manos temblaban, no por frío, sino por una mezcla letal de cansancio, dolor… y miedo. A su lado, Calliope dormía, aferrada a la manta como si fuera su último ancla. En el otro rincón, Randolph murmuraba algo en sueños, inquieto. Hannah, despierta, mantenía la mirada fija en la ventana hechizada. No hablaba, pero su presencia reconfortaba.
Kate bajó la vista a su costado. Las líneas marcadas seguían ahí, finas cicatrices verticales que no sangraban pero ardían como fuego lento. Cada una, una advertencia. Quienquiera que estuviera detrás de la máscara… sabía demasiado.
Se llevó una mano al pecho, donde bajo su ropa, colgaba el broche que Sirius le había regalado: oro viejo, en forma de estrella, sencillo pero hermoso. “… presiona esto. No sé cómo, pero lo sabré.”
Cerró los ojos. Lo apretó contra su piel. No dijo nada. No lloró. Solo lo sintió. Un grito silencioso, lanzado al corazón de quien más amaba: Sirius. Estoy viva. Y te necesito. En ese instante, en alguna parte, un perro negro y grande levantaba la cabeza de golpe mientras caminaba hacía Hogsmeade…
Kate suspiró, apenas audible. Entonces Calliope murmuró entre sueños:
—¿Kate…?
—Aquí estoy, Calli. —Le acarició el cabello, sin moverse—. Ya falta menos.
Sirius y James llegaron antes que el resto al lugar indicado. Aprovecharon sus formas animagas para escabullirse por los caminos más ocultos. A una distancia prudente de la casa abandonada de los Lestrange en Hogsmeade, James, de pie, con la varita en la mano, vigilaba. A su lado, un gran perro negro permanecía inmóvil, alerta. La noche era tensa, el aire, cortante. La luna creciente apenas iluminaba los tejados.
Poco después, llegaron Remus, Lily y Pippa, con Marlene, Mary, Fabián y los cuatro alumnos de Ravenclaw, Nadine Clearwater, Colin Macmillan, Lysandra Rivers y Edgar Carmichael, amigos de Hannah Abbott—. Todos cargaban una mezcla de nervios y determinación.
—¿Dónde está Sirius? —preguntó Pippa.
—Está en su parte del plan —respondió James sin moverse.
Lily miró al perro con curiosidad reconociendo que era el mismo que había estado jugando con Kate meses antes.
—Se unió en el camino. Le hemos visto varias veces por Hogwarts. Ya nos conoce —explicó James con una media sonrisa. Luego, mirando a la pelirroja, añadió—: ¿Sabes algún hechizo para cambiarte el color del pelo? Es mejor evitar que nos reconozcan.
—¿Rubio o moreno? —preguntó Lily con una sonrisa encantadora.
James la miró, perplejo.
—Me gustan las pelirrojas… pero si tuviera que renunciar a eso, me quedaría con una morena.
Lily rió y apuntó su varita a su cabeza. Su cabello se tornó de un castaño profundo. Luego, se acercó a James.
—Tú también eres muy reconocible. Déjame ayudarte.
Le cogió las gafas y, con un toque de varita, estas cambiaron de forma, adoptando un estilo más moderno y cuadrado.
—Listo.
Se miraron. Y rieron.
—Nunca imaginé una situación igual —musitó James.
—Podéis ir así al próximo baile de disfraces —interrumpió Remus, provocando que Lily se sonrojara. Entonces, con tono grave, añadió—. Ahora vamos. No tenemos tiempo.
Mientras Pippa, Mary y Marlene se colocaban en posición, James y Lily iniciaron la aproximación a la casa. El gran perro los siguió en silencio. Remus se quedó atrás con Pippa y los Ravenclaw, sacando el pequeño espejo.
—James —susurró, y el rostro de su amigo apareció en el cristal.
—Lo dejo en mi bolsillo. Si hay problemas, avisa.
—Buena suerte —respondió Remus.
James y Lily llegaron a la entrada principal. James alzó la varita.
—Alohomora.
Nada. Ni un clic, ni un temblor. La cerradura seguía inerte, como si no reconociera la magia. Lily frunció el ceño y examinó los grabados del marco: runas antiguas, de protección y herencia. James observó en silencio, y luego pareció entender. Se sacó la varita del bolsillo, se miró la mano un segundo… y se hizo un pequeño corte. Dejó caer una gota de sangre sobre la cerradura. Esta chispeó, absorbió el líquido… y se abrió con un crujido seco.
Lily lo miró, entre sorprendida y preocupada.
—¿Qué clase de cerradura es esa?
James dudó un segundo antes de responder, con algo de incomodidad en la voz.
—Reconoce sangre... pura.
Lily parpadeó, comprendiendo al instante. No dijo nada al principio. Luego esbozó una pequeña sonrisa, que tenía más de desafío que de dulzura.
—Ya veo.
Se acercó a James, tomó con delicadeza su mano herida, y se rasgó un trozo de la camisa que llevaba bajo el abrigo. Con movimientos cuidadosos, le envolvió la herida.
—No todo lo puro es limpio, Potter —murmuró mientras lo hacía.
James sonrió apenas, sin apartar la vista de la puerta abierta.
—Por eso me quedo contigo.
Ella no contestó. Solo asintió, y con un gesto silencioso, ambos alzaron sus varitas. El perro se adelantó, silencioso como una sombra. La casa parecía deshabitada, impregnada de polvo y hechizos viejos. Recorrieron el primer piso sin hallar señales de vida. La casa crujía con cada paso, como si su estructura misma guardara los ecos de lo que había ocurrido entre sus muros. James y Lily avanzaban con varitas en alto, atentos a cada sombra. El aire estaba enrarecido, con ese olor amargo que dejaban los hechizos oscuros después de haber sido lanzados una y otra vez.
—Aquí… —susurró Lily, señalando con la varita una puerta entreabierta.
James la empujó con cuidado. El salón estaba desordenado, pero no completamente destruido. Había cortinas arrancadas y muebles volcados, pero no señales de batalla directa. En la esquina de una alfombra, se adivinaban manchas oscuras, secas. No mucha sangre, pero suficiente para saber que alguien había sido herido. En la pared, un par de marcas irregulares, hechas a rastras por manos débiles.
—Intentaron defenderse —murmuró James, examinando un candelabro roto.
—O resistir —añadió Lily, tocando con la punta de los dedos una bufanda infantil abandonada cerca del umbral.
Subieron las escaleras, más marcas. Un espejo roto, un retrato movido con violencia. Una runa grabada en la madera, brillante todavía con un resplandor verdoso. James la reconoció: era una runa de contención.
—No es una celda —susurró—, pero sí una trampa.
Entonces, un sonido ágil, familiar. Se giraron con rapidez. Sirius estaba allí. En su forma humana con la mirada fija. Les sonrió. No era alegría, era fuego controlado. Esa chispa que precedía al caos.
—Cuatro —dijo, alzando los dedos y señalando a la siguiente puerta.
Desde dentro llegaban murmullos. Risas. Una carcajada aguda que congeló el ambiente.
James asintió. Lily respiró hondo. Sirius pateó la puerta con fuerza. Los gritos comenzaron al instante. Cuatro mortífagos se giraron, sorprendidos. Pero ya era tarde.
—¡Stupefy! —gritó Lily, y el primero cayó sin emitir un sonido.
—¡Incarcerous! —bramó James. Las cuerdas surgieron y atraparon al segundo.
Sirius se abalanzó sobre los dos restantes. Uno le lanzó una maldición que le rozó el hombro, desgarrándose parte del abrigo. No se detuvo. Su varita trazó un círculo, luego otra maldición: el tercero cayó.
El último retrocedió, pero Lily ya estaba en movimiento
—¡Protego! ¡Stupefy! —Un destello rojo, y el cuarto se desplomó.
—¡Ve por ella, Sirius! ¡Nosotros cubrimos esto! —gritó Lily, sin bajar su varita.
Sirius corrió hacia la siguiente puerta. Golpeó.
—¡Vamos a entrar!
Desde dentro, una voz débil. Un movimiento de arrastre. Sirius empujó sin éxito. James se acercó rápidamente.
—¿Para qué tienes varita, Padfoot? —dijo James con ironía y apuntando a la puerta gritó—. ¡Bombarda!
La puerta voló en pedazos. Dentro, el ambiente era espeso, cargado. No había gritos. Solo un silencio tenso, contenido. Los encontraron todos juntos. Exhaustos con la piel amoratada, pero conscientes. Kate estaba sentada contra la pared, los ojos abiertos. Hannah, a su lado, tenía un brazo alrededor de Calliope, que temblaba. Randolph estaba pálido, con la cabeza gacha, pero vivo.
—Kate… —susurró Sirius, avanzando hasta ella.
Ella alzó la vista. Sus ojos se encontraron. No hubo palabras. Solo la expresión de quien ha esperado demasiado.
—Sirius… coge a los pequeños…
—Nos vamos todos de aquí
Se agachó y le tomó la mano. Ella la apretó con fuerza, cerrando los ojos apenas un segundo.
Lily ayudó a Calliope a ponerse de pie. La niña no decía nada, solo miraba fijamente a Lily.
—Tranquila —susurró ella—. Ya estamos aquí.
James se agachó junto a Randolph, lo ayudó a incorporarse. Hannah apoyó su espalda en la pared, respirando con dificultad, pero se puso en pie por su cuenta.
Antes de salir, Sirius vio en una esquina de la habitación donde habían atacado a los Mortífagos las cuatro varitas. Las reconoció. Las recogió, y le tendió la suya a Hannah y a Kate. Guardo las otras dos en su abrigo.
—Vais a necesitarla..
Ella la tomó con los dedos temblorosos. Fue entonces cuando la voz de Remus retumbó por el espejo:
—¡Llegan antes de tiempo! ¡Salid YA! Vamos a intentar ganarles unos minutos.
El caos volvió. James guió a Randolph y Hannah hacia las escaleras. Lily iba detrás, con Calliope. Sirius sostuvo a Kate con un brazo, ayudándola a caminar. No corrieron. Pero tampoco se detuvieron.
Al cruzar el umbral, el aire fresco de la noche les golpeó con fuerza. En la distancia, un aullido. Las sombras se movían en el bosque cercano. Sirius no miró atrás. Solo una vez, cuando sintió que los dedos de Kate se aferraban más fuerte a los suyos.
—Estoy contigo —le dijo en voz baja.
—Lo sé —respondió ella, con una débil sonrisa.
El jardín trasero era un caos de sombras y destellos. Las maldiciones cruzaban el aire con un silbido mortal. Entre los árboles y las rocas, hechizos de colores vibraban, chocaban y estallaban como fuegos artificiales nacidos del miedo.
Remus estaba en el centro, bloqueando maldiciones con movimientos rápidos, precisos. Mary a su izquierda, gritaba “¡Impedimenta!” mientras retrocedía, cubriendo a los más pequeños. Marlene, a su derecha, se había colocado junto a Lysandra Rivers, la Ravenclaw, que sorprendía a todos con su destreza.
—¡No dejes de apuntar a sus manos! —gritó Marlene.
—¡Ni un paso atrás! —respondió Lysandra con los ojos encendidos. Su varita destelló— ¡Confringo!
Un muro cercano estalló, lanzando escombros sobre dos encapuchados que avanzaban. Gritos. Y después, el silencio tenso antes del siguiente hechizo.
Colin Macmillan y Edgar Carmichael, a cubierto, conjuraban escudos rápidos, uno tras otro, con una eficiencia fría, casi mecánica. Colin estaba herido, una ceja abierta, pero no se detenía.
Cerca de ellos estaban Mary y Fabián, espalda con espalda, lanzando hechizos para proteger a los demás.
—¡Protego! ¡Protego Maxima! ¡Vamos, aguantad!
En ese instante, del interior de la casa Kate y Sirius salieron tambaleantes. Él la sostenía por la cintura, su varita aún en la otra mano. Ella con la mirada dura y perdida al mismo tiempo. Apenas avanzaban cuando un nuevo grupo de mortífagos apareció del flanco este del jardín.
—¡Id a por Bellerose! —dijo uno de los Mortífagos al resto.
—¡Los rodean! —gritó Remus.
—¡Pippa! ¡Por el pasadizo ahora! —vociferó Marlene a su amiga que llegaba con Calliope.
—¡Colin, Lysandra, a cubrir la retirada! ¡Conmigo! —rugió Remus.
Sin dudar, los Ravenclaw se adelantaron. Sus hechizos, dirigidos a incapacitar, no matar. Uno de los mortífagos fue desarmado al instante. Otro, atrapado en una red mágica conjurada por Lysandra y Marlene al unísono. James, con el rostro desencajado, lanzaba “Expelliarmus” y “Stupefy” sin pausa, cubriendo la retirada de todos.
Un mortífago alzó la varita hacia Kate, que apenas podía mantenerse en pie. Sirius la soltó para poder apuntar bien con la varita. Ella intentó seguir caminando. Y entonces, Colin Macmillan se interpuso. No por valentía impulsiva, sino con una frialdad calculada.
—Deprimo.
El suelo bajo el mortífago se quebró. Cayó, maldiciendo, desapareciendo en una nube de polvo.
Sirius miró al Ravenclaw, sorprendido.
—Buena puntería.
—Para eso somos buenos los Ravenclaw —respondió Colin, sin inmutarse y con orgullo—. Resolver el problema más rápido que un Gryffindor.
Randolph y Hannah ya estaban seguros, pero Calliope justo antes de llegar se detuvo. Miró a Kate caminando lento en medio de los ataques.
—¡No! —gritó con una voz más grande que ella mientras se soltaba de Pippa—. ¡Quiero ayudar!
Pippa giró hacia ella, demasiado tarde para sostenerla. Con los ojos desorbitados gritó:
—¡Calli, no! ¡Vuelve! ¡NO ES TU LUGAR!
Pero la niña ya no la oía. Su decisión era pura, salvaje, visceral. Con el corazón bombeando con una mezcla de miedo y coraje, echó a correr hacia Kate, que apenas podía mantenerse en pie, tambaleante, con los labios partidos y los ojos medio cerrados.
—¡CALLI, VUELVE! —rugió Kate, sintiendo una punzada de terror más cortante que cualquier hechizo.
—¡No voy a dejarte sola! —gritó la niña con fuerza, mientras le tomaba el brazo y pasaba su pequeño cuerpo bajo el suyo, ayudándola a sostenerse.
Kate sintió las lágrimas correr por el rostro sucio. La ira, la ternura, el horror. ¿Cómo podía esa niña ser tan valiente?
—Calli, esto no es un juego… ellos son… son monstruos…
—¡Vamos!
Caminaron juntas. Tropezando. Jadeando. El caos a su alrededor era como una pesadilla sin bordes: gritos, destellos de maldiciones, humo, tierra levantada, y el silbido de la muerte alrededor. Pippa, más adelante, las vio acercarse, extendió los brazos.
—¡Vamos, corred ¡Ya casi está!
Y entonces…
—¡KATE, CUIDADO! —La voz de Lily fue como un trueno. Un grito que rasgó el mundo.
Demasiado tarde. Un chirrido cortante llenó el aire.
“¡Atrabranquium!”
Un látigo de cuerdas negras, vivas, salió disparado. Un segundo después, “¡Crucio!”
Las cuerdas se cerraron alrededor del cuello de Calliope, con fuerza demoníaca, y la levantaron del suelo como una muñeca rota. La niña se arqueó, los pies sin tocar el suelo, y un gemido ahogado de terror y dolor salió de su boca abierta, sin poder respirar.
Kate gritó. Un grito que nadie olvidaría jamás.
—¡NO! ¡CALLIOPE!
La pequeña cayó al suelo como un saco, y sangre brotó de sus labios. Su cuerpo temblaba, sus ojos abiertos, sin enfoque. Kate se arrodilló a su lado, rompiéndose en mil pedazos.
—¡CALLI, NO! ¡NO, POR FAVOR, NO! —sus manos temblaban, intentaban soltar las cuerdas aún vivas, aún apretadas, hechizadas.
Un mortífago se acercó, caminando con lentitud. Su varita ya levantada para el golpe final. Y entonces Sirius apareció.
—¡ALÉJATE DE ELLAS! —rugió con una furia que parecía de otro mundo.
El duelo fue brutal. Una danza de rabia. Chispas rojas y verdes. Cada hechizo llevaba la rabia de un lobo acorralado. El mortífago no era cualquier lacayo, era rápido, implacable. Le recordaba a alguien pero no sabía a quién. Pero Sirius era más. Porque él luchaba por ella. Por Kate. Por Calliope.
De pronto, un estruendo. Una luz cegadora. Dumbledore había llegado. Con él, un enjambre de Aurores. El cielo se iluminó de blanco. El aire cambió. Los mortífagos, sabiendo que la batalla estaba perdida, comenzaron a desaparecer uno a uno. Dumbledore alzó la varita.
—¡Expulso!
El mortífago voló por los aires y desapareció. Las cuerdas se deshicieron. Calliope cayó, inerte. Silencio. Solo la respiración agitada de los que quedaban. Solo el sonido de un corazón que se rompía. Kate se lanzó sobre ella. Las manos torpes, desesperadas.
—¡CALLI! ¡CALLI, DESPIERTA! ¡DÍ ALGO! —la sacudía, temblando.
La sangre seguía saliendo de la comisura de sus labios. Sus ojos cerrados. Su cuerpo sin peso.
—¡No! ¡Todavía no me has dicho si quieres estudiar Aritmancia o Runas! ¡Todavía no me has contado si te gusta ese Hufflepuff! ¡Aún no hemos ido juntas al lago! ¡CALLI!
Sus dedos se aferraron a las manos frías de la niña.
—…Calli… ni siquiera he podido contarte si Black tiene un tatuaje… tú querías saberlo, ¿recuerdas? Tú querías ver si tenía uno de dragón… aún no te he oído reír otra vez…
Su voz se quebró. Su cuerpo entero se dobló sobre el de la niña. No quedaba dignidad, ni fuerza, ni control. Solo dolor. Entonces, Dumbledore se arrodilló a su lado. Tocó suavemente el cuerpo de Calliope. Y sin una palabra, desapareció con ella, en un destello blanco.
Kate gritó. Un alarido que congeló la noche.
—¡NO! ¡NO TE LA LLEVES! ¡CALLIOPE!
Unos brazos la rodearon desde atrás. Sirius.
—Kate… —su voz temblaba al verla así— Va a estar bien… Va a estar bien…
Ella cayó de rodillas. Sirius la sostuvo.
—No quiero que se muera… Sirius… no puedo… no puedo…soportarlo…
Las lágrimas corrían por sus mejillas sin control alguno, Sirius la abrazaba con fuerza contra su pecho.
—No lo hará. La lleva Dumbledore. Él nunca… nunca dejaría que se fuera así.
James se acercó. Estaba pálido. Sus gafas rotas.
—Llévatela. Nos vemos en Hogwarts.
Sirius asintió. Levantó a Kate en brazos. Ella no protestó. No podía. El pasillo que unía Honeydukes con Hogwarts estaba en penumbra, apenas iluminado por la luz mágica de la varita de Sirius. Al entrar, ella pudo mantenerse un poco en pie.
Sirius sostenía a Kate de la mano. No era solo un gesto para ayudarla a caminar. Era un ancla. Una promesa silenciosa de que seguiría allí, de que todo no había sido un sueño envuelto en humo y sangre.
Avanzaron unos metros en silencio, escuchando únicamente el eco de sus pasos y el susurro de sus respiraciones. Entonces, Kate se detuvo. Su cuerpo se tensó, como si una duda súbita le hubiese paralizado el alma. Sirius se volvió hacia ella con el ceño fruncido.
—¿Kate?
Ella no respondió enseguida. Sus ojos brillaban con un velo de lágrimas apenas contenidas.
—¿Estará bien… verdad? —preguntó al fin, con la voz apenas un hilo quebrado por el miedo.
Sirius no dudó. Se acercó con suavidad, alzó una mano y le acarició la mejilla, limpiando una mancha de tierra mezclada con sangre seca. Sus dedos temblaban, pero su voz no.
—Sí. Calliope vivirá. Tardará en recuperarse… pero no va a morir.
Kate cerró los ojos y respiró por primera vez en horas. Las palabras de Sirius entraron en su pecho como un conjuro de calma. Le creyó. Porque él no mentía. Porque su voz tenía esa gravedad que solo tiene la verdad cuando duele. Y entonces se miraron.
Y no fueron ya dos estudiantes que volvían de una batalla. Eran dos almas heridas. Que habían temido no volver a verse. Que sabían que, en cualquier otra línea del tiempo, en cualquier desliz del destino, podrían haberse perdido para siempre. Sirius la miraba con una intensidad silenciosa. Notaba su debilidad, su vulnerabilidad. Y por eso, aunque deseaba más que nada fundirse con ella, solo se acercó y besó su mejilla. Un roce cálido, reverente. Como si su contacto pudiese aliviar el dolor acumulado.Se giró para seguir caminando, sin soltarle la mano. Pero la voz de Kate le detuvo.
—Sirius. Siempre me encuentras…
Él se volvió, apenas, los ojos grises fijos en ella, recordando cosas del pasado. Ella le miró.
—Bésame —dijo. No era una orden. No era un ruego. Era el reconocimiento de todo lo que no habían dicho, de todo lo que habían guardado por orgullo o por miedo. Era una elección. Y una necesidad.
Sirius no dudó. Cerró la distancia entre ellos de un solo paso, la atrajo con fuerza y la besó en los labios. Fue un beso sin reservas, sin defensa, cargado de rabia, alivio y deseo. Las manos de Kate se aferraron a su cuello como si necesitara anclarse a algo real. Sirius la rodeó por la cintura, estrechándola con desesperación, con una necesidad que no había sentido nunca antes. Se besaron como quien vuelve a respirar después de haber estado a punto de ahogarse. Cuando al fin se separaron, jadeando, sus frentes aún se tocaban. Sirius intentó hablar, pero las palabras se le enredaban en la garganta.
—Kate… yo… yo…
Ella sonrió, temblorosa, con lágrimas aún en los ojos. Alzó un dedo y lo posó suavemente en los labios del chico.
—Lo sé —susurró—. Yo a ti…lo sé.
Y juntos, sin soltarse, siguieron caminando hacia la luz al final del túnel.
La luna brillaba pálida sobre los terrenos de Hogwarts cuando la puerta del gran portón se abrió de par en par. Desde la colina, se podía ver cómo descendía un grupo de figuras avanzando entre la bruma nocturna: eran los estudiantes que habían participado en el rescate… y venían escoltados por Aurores del Ministerio, sus túnicas oscuras ondeando al viento, varitas aún alzadas, los sentidos alerta por si algo más se presentaba.
Los alumnos caminaban en silencio, como si el peso de todo lo vivido se les hubiera adherido al cuerpo. Nadie hablaba. Nadie sonreía. James, con la mirada fija en el castillo, sostenía a Lily por el hombro. Remus caminaba al lado de Pippa, cubierto de arañazos y polvo. Fabián, Mary, Marlene, Collin y los otros Ravenclaw cerraban el grupo: uno de ellos cojeaba, otro llevaba la túnica desgarrada, pero todos mantenían la cabeza erguida.
A pesar del cansancio, los ojos de cada uno buscaban lo mismo: una señal de que Calliope estaba viva.
Calliope no iba con ellos. Dumbledore la había trasladado minutos antes, desapareciendo con ella entre un destello de luz blanca hacia la enfermería del castillo. Nadie había sabido más desde entonces. Tampoco estaban Hannah y Randolph, que habían vuelto con Alastor Moody.
Al llegar a los escalones de piedra, las puertas del castillo se abrieron con fuerza, y una oleada de profesores salió a su encuentro. McGonagall fue la primera, seguida de Flitwick, Slughorn y Sprout. Ninguno habló al principio; observaron en silencio el estado de los alumnos, como intentando comprender todo lo que aún no había sido dicho.
La mirada de Flitwick se posó en los suyos, en sus Ravenclaw. Su voz tembló apenas cuando preguntó:
—¿Todos?
Edgar Carmichael, prefecto, asintió con seriedad. Tenía una brecha seca en la ceja, pero la dignidad intacta.
—Peleamos. Hasta el final. Pero fue horrible. Intentaron usar el Cruciatus en una de las niñas —dijo sin rodeos.
El rostro de Flitwick se endureció, pero puso una mano firme sobre el hombro de Edgar. Sus ojos, por una vez, no brillaban con su habitual chispa
Slughorn llegó jadeando desde dentro, con una caja de pociones en la mano.
—¿Hay heridos graves?
—Algunos deshidratados, otros con brechas—contestó Remus—. Pero estaremos bien.
Entonces McGonagall alzó la voz, firme, clara, pero con preocupación maternal:
—¿Y Black? ¿Dónde está Sirius Black?
—Vienen detrás —dijo Remus, girándose un poco hacia el camino—. Kate estaba muy débil, Sirius se quedó con ella para ayudarla a caminar. Ya están cerca.
McGonagall apretó los labios, pero asintió con la barbilla. El alivio se le notó en los ojos, apenas un segundo.
—Gracias, Lupin. Les esperamos nosotros. — se giró sobre otros profesores presentes— Llevenlos a la enfermería. Pomfrey está lista.
Con la llegada estrepitosa de los aurores, después de la carta anónima que envió Peter cuando no les vió llegar a la hora indicada; y el movimiento de todos los profesores cuando Alice y Frank intuyeron que algo ocurría; muchos alumnos estaban congregados en el vestíbulo. Un murmullo general recorrió el lugar cuando los alumnos entraron. Un grupo de alumnos de Ravenclaw corrió hacia sus compañeros, aliviados de verlos vivos, pero alarmados por el aspecto que traían. Muchos estaban llenos de cortes, con los ojos rojos por el esfuerzo, o con la túnica rasgada por maldiciones.
Fue entonces cuando se oyó el crujido firme de unos zapatos sobre el suelo de piedra. Alice y Frank aparecieron al fondo del pasillo, bajando las escaleras que daban a la torre del reloj. Su silueta, primero recortada por la luz, se fue definiendo a medida que se acercaban con paso decidido. Les había tocado quedarse atrás, en el punto de llegada. Su misión era clara: asegurarse de que todos los que regresaran lo hicieran con vida y avisar a los profesores en caso de que no volviesen a la hora indicada… lo habían hecho.
Cuando Alice vio los rostros de sus compañeros, cubiertos de polvo, heridos, pero vivos… apretó los labios y solo se permitió respirar hondo. No preguntó nada. No hacía falta. Corrió hacia Marlene, que tenía un rasguño en la frente, y la abrazó con fuerza. Frank, por su parte, se detuvo frente a James, Remus y Fabián, los miró a los ojos, y con una seriedad firme dijo:
—¿Todos de vuelta?
James le sostuvo la mirada. No respondió, pero asintió una sola vez. Había demasiado detrás de esos ojos como para ponerlo en palabras.
Gideón Prewett se acerco a su hermano con una sonrisa solemne, sin dudarlo le dijo:
—La próxima vez, no vayas sin mí.
Alice soltó a Marlene y fue directamente hacia Pippa, sentada en las escaleras. Se arrodilló ante ella, tomó sus manos con delicadeza y le preguntó en voz baja:
—¿Estás bien?
Pippa, que hasta entonces había estado en silencio, rompió a llorar. No dijo nada. Solo asintió entre sollozos mientras Alice la abrazaba.
Pomfrey apareció en ese instante al final del pasillo, con la expresión endurecida.
—Calliope está siendo estabilizada —anunció con firmeza, como quien da una orden y no permite preguntas—. No puede recibir visitas. Nadie entra. Solo el director.
Los estudiantes asintieron, tragando el nudo en la garganta.
Pippa se abrazó a sí misma, temblando, y Alice le pasó un brazo por los hombros derramando alguna lágrima. James se sentó en los escalones, con la mirada perdida. Nadie sabía qué hacer. Había una sensación de haber ganado algo… pero no del todo.
Un minuto después, Sirius y Kate entraron. Él la sostenía por la cintura. Ella caminaba, pero con la cabeza agachada y el rostro manchado. Sus ojos recorrieron a los suyos… y se detuvieron un instante en los profesores.
Sin decir nada, Sirius metió la mano en su túnica. Sacó dos varitas. Se las entregó directamente a McGonagall y Flitwick con seriedad:
—Las encontré en la casa. —dijo simplemente. Su voz era ronca, contenida
Flitwick las tomó con reverencia, como si fueran reliquias, y las sostuvo entre las manos con una gravedad profunda. El silencio seguía flotando en el vestíbulo hasta que, con voz clara, el pequeño profesor alzó la mirada.
Frank, con la espalda recta, recorrió con la mirada a todos los presentes. Finalmente, vio a Kate, de pie junto a Sirius, con el rostro desencajado pero los ojos vivos. Le dedicó una leve inclinación de cabeza. Sirius respondió del mismo modo. No hacía falta hablar entre ellos. Se entendían.
Cuando todavía no había amanecido. La enfermería estaba tranquila, casi serena, envuelta en un silencio que solo se interrumpía por el leve zumbido de los medidores mágicos y el susurro ocasional del viento en los ventanales. Las luces flotantes brillaban con una intensidad tenue, como si supieran que debían respetar el momento. Tres camas estaban ocupadas.
En la primera, Hannah Abbott dormía, con un rostro pálido pero sereno, una venda envuelta en torno a su clavícula. Respiraba con dificultad, pero constante. A su lado, una pequeña esfera mágica giraba lentamente, marcando su recuperación con luz dorada.
En la segunda, Randolph Rivers, el chico de primero, estaba cubierto con una manta hasta el pecho, con el ceño ligeramente fruncido, como si en sus sueños aún luchara. Tenía rasguños, marcas visibles de forcejeo, y una fina línea de sangre seca cruzaba su sien.
En la tercera, Kate dormía profundamente. Su rostro estaba más relajado que horas atrás, pero aún mostraba rastros del cansancio y la angustia vivida. Su mano, vendada, reposaba sobre su estómago. Su cabello caía desordenado sobre la almohada. La herida que no se veía era la que más dolía.
Junto a ella, Sirius Black no se había movido desde que los llevaron a todos a la enfermería. Sentado en una silla, le sujetaba la mano con la suya, los dedos, aún marcados por los golpes dados a Nott, entrelazados, como si eso fuera lo único que la mantenía en paz.
A unos pasos, los demás observaban. Nadine Clearwater sostenía una taza de té caliente entre las manos, sin llegar a probarla. Sus ojos, normalmente vivos, estaban enrojecidos. Colin Macmillan mantenía la vista fija en Randolph, como si lo protegiera con solo mirar. Lysandra Rivers, de pie junto a la cama de Hannah, murmuraba con voz baja que todo estaba bien. Edgar Carmichael estaba sentado a los pies de una de las camas, la cabeza gacha, los codos sobre las rodillas.
Frente a ellos, los Merodeadores guardaban un silencio cargado. James, con una mano en el hombro de Lily, observaba a Sirius y Kate. Remus tenía los ojos cerrados, como si aún repasara en su mente todo lo ocurrido. Peter, más pálido de lo habitual, había sido uno de los primeros en quedarse en silencio. Alice y Frank, Pippa, Mary, Marlene, todos estaban presentes. Rotos. Exhaustos. Pero presentes.
—No deberíamos dejarlos solos —dijo Lysandra, la voz rasposa por el llanto—. Si despiertan…
—Yo me quedo —interrumpió Sirius suavemente, sin apartar la vista de su mano entrelazada con la de Kate—. No la dejaré.
Los demás asintieron. Nadine le dedicó una última mirada a Hannah y se acercó para colocar una manta mejor sobre Randolph. James se acercó a Sirius:
—Padfoot, debes descansar… mañana será un día fuerte y te necesita con fuerzas —susurró a su amigo
—No puedo dejarla sola…
—Va a estar bien, además, dijo Poppy que hasta mañana no van a despertar.
Sirius asintió, sin palabras.
—¿Volverán a estar bien? —susurró Mary.
—Están vivos —respondió Remus con suavidad—. Eso ya es una victoria.
Uno a uno, empezaron a retirarse en silencio. Alice pasó junto a la cama de Hannah y tocó con cariño su hombro. Frank se inclinó hacia Randolph y murmuró algo apenas audible, una promesa, tal vez. Lily le dio un beso en la frente a Kate y Pippa le cogió la mano como despedida. Marlene abrazó brevemente a Kate con un cariño solo entendible por sus años de amistad.
Sirius se quedó con James. Observó la sala en penumbra, el leve brillo de las velas, el murmullo de los hechizos protectores. Volvió a mirar a Kate, y le rozó suavemente la frente con los labios.
—Ya estás a salvo.
Y entonces, sin que nadie pudiera verlo, dejó caer una lágrima justo antes de dejarse guiar por su amigo hasta la Torre de Gryffindor para descansar.
Un tiempo después, la habitación de los Merodeadores estaba en silencio, apenas iluminada. Las cortinas de las camas estaban entreabiertas, dejando ver figuras medio recostadas, vendajes visibles bajo los pijamas arrugados y cicatrices frescas que aún palpitaban al menor movimiento.
James dejó una toalla húmeda sobre la silla y se sentó al borde de su cama. Miró a Sirius, que permanecía sentado en la suya, con la espalda apoyada en el cabecero y los ojos perdidos en algún punto indeterminado.
—¿Sabes qué, Padfoot? —dijo James, rompiendo el silencio—. Hoy fuimos valientes. Estúpidos, pero valientes.
Sirius esbozó una sonrisa apagada, más por costumbre que por convicción.
—¿Crees que todo volverá a ser como antes? —preguntó en voz baja, sin mirar a nadie.
—No —respondió Remus desde su cama, la voz baja pero firme—. Pero estaremos bien. Estaremos juntos.
Hubo una pausa. Nadie discutió con Remus.
James se giró hacia Peter, que estaba sentado en el suelo, abrazando sus rodillas.
—Gracias, Wormtail. Si no hubieras corrido a avisar al Ministerio… no estaríamos aquí. Lo sabes, ¿no?
Peter levantó la vista, sorprendido, y asintió con un movimiento torpe de cabeza. Una mezcla de orgullo y alivio cruzó por su rostro.
Sirius, sin decir nada más, se dejó caer lentamente sobre su almohada. Sus dedos buscaban inconscientemente el hueco donde había estado la mano de Kate, como si al tocarlo pudiera volver a sentirla.
—Va a estar bien —murmuró para sí, ya sin fuerzas para convencerse—. Están a salvo.
Remus apagó la vela más cercana con un hechizo suave. En la penumbra, sólo se oía el crujido de la madera y la respiración pesada de los cuatro muchachos. Esa noche, por primera vez en días, Sirius cerró los ojos… y durmió.
La noche aún no había terminado del todo cuando Minerva McGonagall subió al despacho del director. La lluvia de primavera tamborileaba suavemente contra los ventanales de piedra, como si el castillo mismo intentara calmarse después del caos. Albus Dumbledore permanecía de pie, mirando por la ventana. En sus manos sostenía una varita que no era la suya: la de Calliope.
—Albus —dijo McGonagall al entrar, con la voz firme pero contenida—. Me han dicho que ha sido trasladada a San Mungo.
—Sí —respondió sin girarse—. Estabilizada… pero grave. Los sanadores harán todo lo posible. Fueron dos ataques bruscos y su cuerpo estaba frágil.
Hubo un silencio denso, cargado.
—Nunca debí permitir que se involucraran —murmuró Dumbledore, bajando ligeramente la cabeza—. Son solo niños, Minerva.
McGonagall cruzó la estancia hasta quedar cerca de él.
—Y aún así, fueron ellos quienes lograron rescatar a sus compañeros. Nadie más habría llegado a tiempo. No los dejó solos, Albus. Les dio las herramientas para no caer.
—Les di permiso para enfrentarse a monstruos.
—No. Les enseñaste a defenderse de ellos —lo corrigió ella, con dulzura en la mirada, pero sin temblor en la voz—. Cada uno tomó la decisión de luchar. Eso no se enseña, Albus. Se elige.
Él al fin se giró para mirarla, con los ojos cansados y un nudo visible en la garganta.
—Y aún así… daría lo que fuera porque nunca hubieran tenido que hacerlo. Pero lo que más temo es que no será la última vez.
McGonagall no respondió de inmediato. Se limitó a colocar una mano en su hombro. Fue suficiente.
Durante unos segundos, el silencio entre ambos fue denso pero reconfortante. La brisa nocturna se colaba por las ventanas altas, moviendo levemente las cortinas del despacho como si el castillo mismo contuviera la respiración.
Entonces, se oyó un golpe suave en la puerta. Tres toques cortos. Ni urgentes ni casuales. Medidos. Inconfundibles. Dumbledore y McGonagall intercambiaron una mirada antes de que él respondiera:
—Adelante.
La puerta se abrió y Madame Pomfrey apareció en el umbral, con su cofia ligeramente ladeada y expresión solemne.
—Lamento interrumpir —dijo con voz baja, aunque clara—. Vengo solo para informar que los estudiantes están todos ya en sus habitaciones. Los tres rescatados —Kate Bellerose, Hannah Abbot y Randolph Burrow— están descansando en la enfermería.
Los hombros de McGonagall bajaron un poco, como si un peso se deslizara apenas de su espalda. Dumbledore asintió, con un leve suspiro. Pero Madame Pomfrey no se retiró.
—Sin embargo... —añadió, bajando aún más el tono— hay algo que preferiría mostrarles personalmente. Todos tienen signo de maltrato pero esto… es… peculiar.
Dumbledore frunció apenas el ceño. McGonagall ladeó la cabeza, atenta.
—¿Relacionado con alguno de los tres? —preguntó él.
—Con uno, sí —respondió la enfermera—. No puedo asegurarlo aún, pero... hay algo que merece ser visto. Y discutido.
Un silencio breve, cargado de posibilidades, siguió a sus palabras. Finalmente, Dumbledore se puso de pie.
—Llévanos.
Sin más, Madame Pomfrey se hizo a un lado y ambos profesores salieron del despacho tras ella, cruzando los pasillos silenciosos, rumbo a la enfermería… donde una verdad aún no revelada los esperaba.
Después de esa noche aterradora, por fin la luz del amanecer filtraba un dorado tenue a través de los ventanales del despacho de Dumbledore. Sentados frente a su escritorio estaban los padres de Kate Bellerose, Randolph Burrow y Hannah Abbot. Sus rostros mostraban la mezcla inconfundible entre el alivio y la ansiedad contenida. Habían pasado horas sin noticias claras y, aunque sabían que sus hijos estaban a salvo, la espera era un tormento. Dumbledore se mantuvo sereno, con las manos cruzadas sobre el escritorio.
—Han pasado por una experiencia dura, pero ya están a salvo. Físicamente se están recuperando con rapidez. Emocionalmente… necesitarán tiempo —dijo con voz grave pero cálida.
Elsa Bellerose, madre de Kate, tensó las manos sobre su falda. A su lado, Edward, su hermano mayor, mantenía el rostro firme, pero los ojos se le nublaban de preocupación.
—¿Podemos verlos ya? —preguntó ella en voz baja.
—Por supuesto —asintió Dumbledore, poniéndose de pie—. Los llevaré a la enfermería personalmente.
Minutos después, entraban en la sala silenciosa de la enfermería. Las cortinas que separaban las camas habían sido recogidas y el ambiente olía a ungüentos y lino fresco.
Randolph Burrow que estaba sentado, se le iluminó el rostro al ver a sus padres, mientras Hannah Abbott se incorporaba lentamente sobre su almohada. Su rostro estaba pálido pero vivo, y al ver a los recién llegados, sonrió.
Elsa se acercó rápidamente al lado de la cama de su hija. Kate aún dormía, envuelta en una manta blanca, con la respiración tranquila. Su cabello revuelto, y un pequeño corte cicatrizado en la frente, daban fe del horror reciente.
—No ha despertado aún —susurró Madame Pomfrey, apareciendo al lado—, pero está estable. Su cuerpo necesitaba descanso.
—Señor Bellerose… —interrumpió Hannah con voz clara, mirando a Elsa y a Gregor—. Fue valiente. Muy valiente. No dejó que nos pasara nada, señora Bellerose.
Gregor sonrió un poco, pero su esposa apretó los labios. Acarició la mano de su hija sin decir nada. Edward se acercó a su hermana dormida y le dio un beso en la frente. Luego, sin pensarlo, se volvió hacia su hermana Beth y la abrazó. Ella, que había sostenido la entereza todo ese tiempo, por fin dejó caer unas lágrimas y le devolvió el gesto.
El sol ya estaba alto cuando la familia Bellerose salió en silencio de la enfermería. Madame Pomfrey, firme pero amable, les había insistido en que salieran a comer algo: Kate seguiría bajo su cuidado, y no habría cambios en las próximas horas.
En el pasillo, amortiguado por el rumor lejano del castillo, Sirius esperaba. Apoyado contra la pared de piedra, intentaba parecer casual, pero por dentro todo en él estaba en tensión. Entonces los vio. Primero salió Elsa, con el rostro sereno pero agotado; luego Edward, que bajó la mirada al pasar junto a él, murmurando un saludo apenas audible; Beth le dirigió una breve mirada, leve pero suficiente para darle un respiro... y por último, Gregor.
El padre de Kate no dijo una sola palabra. Se detuvo apenas un segundo, lo suficiente para mirarlo. No con odio, pero sí con ese peso que duele más: una mezcla de desconfianza, preocupación y algo ancestral, paternal, que no necesita explicación. Sirius sostuvo la mirada, sin retarla ni evitarla, y cuando Gregor siguió andando, el muchacho soltó el aire como si hubiera estado conteniendolo desde el día anterior.
—¿Ya te cruzaste con el gran jefe Bellerose? —preguntó James, que apareció doblando la esquina.
Sirius asintió, sin cambiar la expresión.
—Me miró como si fuera una varita defectuosa... de las que explotan cuando menos lo esperas.
James se rió por lo bajo, palmeándole el hombro.
—Bueno, no es completamente injusto... pero igual, ven, que nos vamos a quedar sin comida.
Sin decir más, se alejaron juntos por el pasillo rumbo al Gran Comedor, con las sombras del día anterior aún pisándoles los talones.
Mientras caminaban, Beth se separó de su hermano y de sus padres con alguna excusa creíble. Necesitaba unos segundos para recomponer la respiración, para digerir que Kate estaba viva, que todo eso —el horror, la espera, el dolor— no la había destruido por dentro. Todavía no.
—Beth —dijo una voz a su lado.
Ella giró ligeramente. Regulus estaba a unos pasos, con las manos en los bolsillos, la túnica impecable, el rostro pálido pero inexpresivo, como si llevara demasiado tiempo sosteniendo algo invisible.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, no con hostilidad, sino con una mezcla de sorpresa y agotamiento.
Regulus no contestó de inmediato. Sus ojos se clavaron en ella, y por primera vez no había ironía ni defensas, solo… una calma tensa, quebrada.
—Quería ver si estabas bien —dijo al fin.
Beth lo miró en silencio. Luego bajó la vista.
—No lo estoy del todo… pero lo estaré.
Él asintió, con un gesto casi imperceptible.
—Supongo que estarás… contenta. Por ella.
—Más que eso —respondió Beth mirándole directo a los ojos con un desafío que ni ella misma notó que tenía—. Pensé que no volvería a verla.
Una ráfaga de viento movió su cabello. Regulus inspiró con fuerza, conteniéndose.
—Sabía que lo harías —dijo de pronto.
—¿El qué?
—Mirarme así. Como si solo fuera uno de ellos. Como si tú no supieras lo que significa estar atrapado entre lo que esperan de ti… y lo que realmente eres.
Beth abrió la boca para contestar, pero no lo hizo. Porque por un momento, en los ojos grises de Regulus, no vio arrogancia ni defensa. Solo agotamiento. Y miedo. Se arrepintió de su propia mirada inconsciente, él no tenía la culpa de nada.
—Reg… —dijo ella finalmente, sin dureza—. Te entiendo más de lo que crees.
Regulus asintió, apenas. Dio un paso atrás.
—Tu hermana es fuerte. Pero tú también.
Beth no respondió. Solo lo miró mientras se alejaba. Por primera vez en los últimos días, no sintió rabia. Solo una duda amarga: ¿Y si él también necesitaba ser salvado? Una pausa. Luego, acercándose con prisa a él antes que se fuera, añadió en voz baja y con una media sonrisa:
—Lo siento Reg…estaba enfadada. Con todos. Incluso contigo. Es más fácil enfadarse que aceptar que no puedes hacer nada.
Regulus la miró, desconcertado por el cambio en su tono.
—¿Conmigo? —preguntó, con una sombra de sonrisa.
Beth lo imitó, aunque más tímidamente.
—Eres un Black. Viene con el paquete —bromeó, aunque el nudo en su garganta no se había ido del todo—. Pero… supongo que tú también has tenido que aguantar cosas que nadie ve.
Regulus bajó la mirada, incómodo ante esa sinceridad inesperada.
—No soy tan fácil de entender.
Beth negó con dulzura.
—Yo no dije que fuera fácil. Solo dije que te entiendo.
Regulus la miró entonces con cierta intensidad, como si no esperara esa respuesta. Como si nadie se la hubiera dado antes. Ella dio un paso más cerca y, casi sin pensarlo, le tocó suavemente el brazo.
—Gracias… por venir.
Él asintió, serio, pero en sus ojos brilló algo leve. Casi gratitud. Caminaron juntos hacia el Gran Comedor. No como enemigos, ni como aliados. Solo como dos personas que, sin saber cómo, habían empezado a comprenderse mejor tras años de amistad.
El Gran Comedor tenía un ambiente extraño. Todos los estudiantes estaban ya sentados en sus mesas esperando la comida, pero las conversaciones eran tenues, nerviosas. Se habían corrido rumores durante toda la noche. Y esa mañana, ahora, al ver a los profesores ocupando ya la mesa principal y a Dumbledore en pie, quedó claro que algo importante iba a decirse. Minerva McGonagall lucía más firme que de costumbre, con las manos cruzadas al frente. A su lado, Slughorn se removía inquieto.
Dumbledore alzó una mano. El silencio se hizo inmediato.
—Queridos alumnos… —comenzó—. Como muchos ya sabéis, tres de los estudiantes que habían sido secuestrados hace algunos días fueron rescatados anoche. Gracias al valor de otros compañeros han sido devueltos a salvo a Hogwarts. La cuarta estudiante, Calliope Cohen, está siendo tratada en San Mungo, la situación es grave y merecéis saberlo.
Un leve murmullo recorrió las mesas, y se oyó alguna exclamación de alivio. Sin embargo, Dumbledore continuó con tono más serio.
—Pero no ha sido un acto aislado. Esto ha sido un movimiento deliberado por parte de fuerzas oscuras que no debemos ignorar. Voldemort está ganando poder. Y en este ataque, intentaba sembrar miedo, desunión… y probar la capacidad de respuesta de quienes están dispuestos a resistirle.
En la mesa de Slytherin, varios estudiantes se tensaron. Theodore Nott bajó la mirada fugazmente, pero sus manos temblaban levemente. A su lado, Regulus Black lo observaba con expresión indescifrable, como si midiera cada tic, cada palabra no dicha.
Dumbledore siguió:
—Lo que ha sucedido es un recordatorio de que se aproximan tiempos oscuros pero nuestra unidad es nuestra mayor fortaleza. Los alumnos que lucharon, uniendo la valentía de Gryffindor y la inteligencia de Ravenclaw; lo hicieron no por gloria, ni por rebeldía, sino porque no podían dejar que la injusticia se impusiera sin resistencia. No podían dejar que les arrebataran lo que realmente importa: la amistad. A todos ellos… mi más sincera gratitud.
Hubo un momento de completo silencio, y luego, lentamente, comenzaron los aplausos. Primero tímidos, luego más fuertes, especialmente desde las mesas de Gryffindor y Ravenclaw.
Regulus no aplaudió. Solo siguió observando a Nott, que forzaba una sonrisa mientras su mandíbula se tensaba.
—Estás demasiado nervioso —murmuró el Black sin mirarlo—. No deberías estarlo… salvo que tengas motivos.
Nott tragó saliva, sin contestar.
Los aplausos fueron disminuyendo poco a poco hasta apagarse. El murmullo volvió, aunque más bajo. Dumbledore dio una última mirada a los estudiantes y asintió antes de sentarse de nuevo.
En la mesa de Gryffindor, Lily se pasó una mano por el rostro y soltó un suspiro contenido.
—Bueno… Eso ha sido intenso —murmuró Pippa, removiendo su zumo sin probarlo.
—Sí, pero al menos lo ha dicho —añadió Mary, sentada entre Marlene y Frank—. No todos se habrían atrevido a pronunciar su nombre en voz alta.
—Dumbledore no es “todos” —respondió Remus con una media sonrisa cansada.
Sirius no hablaba. Solo movía el tenedor entre las patatas como si no supiera qué hacer con él. James, a su lado, le dio un leve codazo.
—Vamos, Black. Has tenido momentos más difíciles y aún así comiste como un troll.
Sirius le miró con una ceja en alto.
—Eso es porque en esos momentos no tenía a un suegro mirándome como si quisiera transformarme en trucha.
—Técnicamente no es tu suegro —dijo Marlene, con la boca llena—. Pero te entiendo.
Todos rieron, incluso Sirius, y por un instante la tensión se disolvió.
Fue entonces cuando un pequeño grupo de alumnos de primero de Hufflepuff se acercó tímidamente a su mesa. Uno de ellos, de rostro redondo y pecoso, habló con voz temblorosa:
—Perdonad… solo… queríamos agradeceros lo que hicisteis. Por Randolph Burrow. Es nuestro amigo.
Lily fue la primera en responder, con una calidez instantánea.
—No tenéis que agradecer nada.
Remus se inclinó un poco hacia ellos.
—Randolph va a estar bien. Todavía está en la enfermería, pero se está recuperando rápido.
—¿Podemos ir a verle luego? —preguntó otra niña, abrazando un libro contra el pecho.
James sonrió.
—Seguro que le encantará veros. Llevadle dulces, eso siempre ayuda.
Los pequeños se despidieron con sonrisas y algo más de ánimo. Cuando se alejaron, Peter comentó:
—Supongo que ahora somos héroes.
—No, solo hicimos lo que había que hacer —respondió Sirius, más serio.
Hubo un breve silencio antes de que Marlene dijera, en voz baja pero firme:
—Pues menos mal que estábamos allí.
Y por primera vez en días, todos asintieron a la vez, sin necesidad de decir nada más
Después de la comida, los estudiantes comenzaban a dispersarse. En un rincón apartado del vestíbulo, bajo uno de los grandes ventanales donde el sol caía oblicuo y pálido, Sirius se quedó mirando a su hermano.
Regulus mantenía los brazos cruzados, apoyado en la pared con la mirada perdida en algún punto indeterminado del suelo. No se movió al verlo, ni levantó la vista cuando Sirius se acercó. Parecía exactamente como siempre: frío, contenido, ajeno. Pero Sirius ya no se dejaba engañar tan fácil.
—Gracias —dijo con simpleza.
Regulus no respondió. Apenas alzó una ceja.
—¿Por qué? —musitó, como si la palabra le diera dentera—. Yo no hice nada.
Sirius soltó una risa breve, casi sin humor.
—Claro. Solo estabas por ahí, cerca de la información correcta, con las pistas justas, en el momento preciso… sin hacer nada.
Regulus suspiró. Luego se encogió de hombros, como si la conversación lo aburriera.
—Me encontré con las personas adecuadas. Fue todo.
Sirius entrecerró los ojos, pero no lo presionó. Sabía que forzarlo a decir más no servía de nada. El silencio era su idioma. En su mundo, todo lo importante siempre se había dicho sin palabras.
—No importa cómo lo hiciste —continuó Sirius, más bajo—. Solo importa que lo hiciste. Ella está viva… gracias a eso.
Un músculo se tensó en la mandíbula de Regulus, pero no dijo nada. Se limitó a mirar a un lado. Sirius lo observó con detenimiento. Durante un segundo, pensó en acercarse, en romper ese muro. Pero sabía que no funciona así. Nunca lo hacía.
Entonces, con un gesto automático, Regulus se metió la mano en el bolsillo. Y ahí estaba. Sirius lo vio: una pequeña figura de madera, desgastada por los bordes, tallada con torpeza… un hipogrifo. La misma figura que él había tallado cuando eran niños, una tarde en Grimmauld Place, usando un cuchillo que había robado del escritorio de su padre.
Sirius no dijo nada. Tampoco Regulus. Pero ese breve destello bastó.
—Si alguna vez necesitas algo… —comenzó Sirius.
—No voy a necesitar nada —lo cortó Regulus, seco, bajando de inmediato la mano al bolsillo.
—Ya. Eso dicen todos los Black —murmuró Sirius.
Y por un instante, por uno solo, Regulus sonrió. Fue fugaz, apenas una sombra en el rostro… pero real.
Sirius se dio la vuelta para marcharse.
—Hasta la próxima, hermano.
—Intenta no hacer demasiadas tonterías hasta entonces —respondió Regulus sin mirarlo.
Sirius levantó la mano a modo de despedida. Al girar el rostro una última vez, vio a Regulus mirando por la ventana, los dedos jugando con la pequeña figura. Como si necesitara recordar que algo, en algún rincón del mundo, todavía era suyo.
La enfermería del castillo estaba silenciosa a esa hora de la tarde. Solo el leve zumbido de los hechizos de sanación y el aroma a pociones flotaban en el aire. Sirius caminaba con paso contenido, la capa aún húmeda por la bruma del exterior. Su rostro no mostraba las emociones que lo cruzaban por dentro, pero sus ojos iban directamente hacia la cama del fondo, donde Kate Bellerose yacía dormida, aún sin despertar desde que la rescataron.
Antes de llegar, sin embargo, se detuvo. A un lado de la puerta, de pie como estatuas, estaban sus padres: Gregor Bellerose, rígido como una muralla, y Elsa, elegante y serena pese a las ojeras. También estaba Edward, el hermano mayor, con los brazos cruzados y la mirada fija en su hermana. Cuando vieron a Sirius, las tres cabezas se giraron hacia él.
Hubo un breve silencio.
—Black —dijo Gregor con voz grave. No era un saludo. Era una afirmación incómoda.
Sirius tragó saliva.
—Señor Bellerose. Señora Bellerose. Edward.
Nadie respondió enseguida. Edward asintió con una leve inclinación de cabeza, y Elsa forzó una sonrisa amable. Pero fue Gregor quien rompió el aire tenso.
—¿Qué fue exactamente lo que ocurrió? —preguntó, directo, sin suavidad.
Sirius bajó la vista un instante, luego la sostuvo.
—Nos enteramos de su paradero a través de una pista. Fue rápido. Ella estaba débil, pero viva. Peleamos para sacarlos de allí.
Gregor no dijo nada por unos segundos. Luego, con voz más baja, añadió:
—Gracias. Por traerla de vuelta.
Sirius asintió, confundido por el repentino giro. Pero no tuvo tiempo de decir más, porque Gregor lo miró fijamente y dijo con tono firme:
—Pero ahora... es mejor que nos dejes estar con ella. Es... un momento para la familia.
Fue como una patada envuelta en cortesía. Sirius frunció apenas el ceño, dolido. Miró más allá del hombro del padre, a Kate, dormida y pálida. Quiso protestar, pero sabía que cualquier palabra solo lo alejaría más. Asintió en silencio, se giró y se fue con pasos lentos.
Solo entonces Elsa habló, con voz templada pero cargada de intención:
—Te equivocas con él, Gregor.
El hombre no respondió.
—Si nuestra hija ha elegido quererle, no habrá muro que la detenga —continuó ella—. Aunque tengas miedo... aunque no lo entiendas, aunque acabe mal, no puedes castigarla por tus recuerdos. Sirius puede ser muchas cosas, pero cuando se trata de ella, tiene lealtad. Y honor.
Gregor miró hacia la cama. Su mandíbula seguía tensa, pero no dijo nada. En el fondo, ya lo sabía. Solo le aterraba aceptarlo. Elsa le tomó la mano sin decir más.
En la enfermería, Kate seguía dormida, ajena a las palabras que se tejían en torno a su nombre… y al corazón de quien la esperaba desde fuera.
Sirius empujó la puerta del dormitorio con más fuerza de la necesaria. El crujido de las bisagras rompió el silencio, pero no le importó. Entró con pasos largos y frustrados, el ceño fruncido y el corazón pesado. Eran apenas las siete y media, pero Madame Pomfrey había sido inflexible: después de la cena, nada de visitas en la enfermería.
—"Necesita descansar" —murmuró Sirius imitando con sarcasmo su tono—. Como si verla por cinco minutos fuera a despertarla de un coma…Además, durante todo el día han estado sus padres…
Remus, que estaba sentado en su cama con un libro en el regazo, alzó la vista con calma. Lo observó un momento y cerró el tomo con un leve suspiro.
—Sirius, ayer peleaste contra cuatro mortífagos y atravesaste una casa llena de trampas mágicas para encontrarla. Que hoy te hagan esperar un poco… no es el fin del mundo.
—Lo sé. —Sirius se dejó caer en su cama, mirando el dosel con los brazos cruzados detrás de la cabeza—. Solo… no sé. Me parece que fue hace una eternidad. Y sigue ahí, dormida, y yo no puedo hacer nada más. Odio esta parte.
Remus lo observó unos segundos más, con esa serenidad que usaba cuando sabía que los impulsos de Sirius solo podían calmarse con paciencia.
—¿Y si salimos esta noche?
Sirius giró la cabeza hacia él.
—¿Salir?
—La capa de James —dijo Remus con media sonrisa—. Un paseo. Un poco de aire sin profesores ni susurros. Solo... no sé, ver las estrellas desde la torre de Astronomía. Como antes.
Por un momento, Sirius no dijo nada. Luego su boca se curvó apenas. No era una gran sonrisa, pero sí una de esas que nacen desde la gratitud más honesta.
—Gracias, Moony.
—Siempre, Padfoot.
Durante el rato siguiente, dejaron pasar el tiempo sin hablar de mortífagos ni heridas ni enfermeras. Hablaron de trivialidades: de la vez que Peter confundió una poción de amortentia con zumo de calabaza, de cómo Marlene había intentado convencer a McGonagall de permitir una gramola en la Sala Común, de una apuesta ridícula entre James y Frank sobre quién podía citar más maldiciones antiguas de memoria.
La luz del atardecer se filtraba cálida por las ventanas altas. Pronto, serían sombras. Y después, estrellas.
La brisa en la Torre de Astronomía era más fría de lo habitual para una noche de primavera. El cielo se extendía en un lienzo infinito, tachonado de estrellas que parpadeaban como si escucharan desde lo alto. El castillo abajo dormía, silencioso salvo por algún lejano graznido de una lechuza.
Los Merodeadores estaban allí como si el tiempo no hubiera pasado, como si todo lo vivido el día anterior fuera una historia contada por otros. Solo les delataba lo ocurrido los vendajes y algún golpe. Sentados en círculo, con la capa de invisibilidad extendida al lado por si hacía falta cubrirse rápido, compartían un cigarro de liar que pasaba de mano en mano, envuelto en un humo denso que no lograba disipar del todo la tensión que aún se colgaba de sus hombros.
James, tumbado boca arriba, jugaba con su varita haciendo pequeñas chispas que subían como luciérnagas antes de apagarse.
—¿Recordáis cuando pensábamos que lo más grave que nos podía pasar era que nos pillaran en el despacho de Slughorn robando ingredientes?
—Qué ingenuos éramos —soltó Peter, dándole una calada y tosiendo ligeramente—. Yo sigo creyendo que lo peor fue cuando Sirius nos obligó a cruzar medio bosque en calzoncillos por una apuesta absurda.
—Era una tradición —defendió Sirius con media sonrisa torcida—. Y no me obliguéis a recordar que fuiste el primero en decir “¡vamos a hacerlo!”
—Sí, bueno. Las apuestas entre nosotros tienen reglas cuestionables —añadió Remus, con una risa suave, aunque sus ojos no se despegaron del cielo.
Hubo un silencio breve. De esos que se instalan cuando la broma se disuelve y lo importante vuelve a colarse.
—No éramos niños ayer —dijo James, sin tono de broma esta vez—. Lo que pasó… eso fue guerra. No otra aventura.
—Y no se va a detener —añadió Remus, bajando la mirada hacia sus amigos—. Esto... va a volver a pasar.
Sirius, que había estado en silencio un rato largo, sentado con los codos apoyados en las rodillas, habló por fin:
—Ella casi muere. Y aún así… Cuando abrí esa puerta y la vi, lo único que pensé fue que ojalá me dijera algo. Una sola palabra. —Sus dedos apretaban el cigarro sin calada—. Ni siquiera me importa que sus padres me odien. Sólo quiero verla despierta otra vez.
Remus lo observó en silencio, con esa mezcla de comprensión antigua y firmeza que lo caracterizaba.
—Entonces ve.
Sirius parpadeó, sin entender del todo.
—Ve a verla —repitió Remus, con una leve sonrisa—. No sería la primera vez que nos colamos en la enfermería para acompañar a alguien. ¿O ya olvidaste todas las lunas llenas?
Sirius lo miró por un segundo que pareció largo. Luego una chispa se encendió en su expresión. Se puso de pie.
—Sabía que eras el más listo del grupo.
—Eso no dice mucho del resto —murmuró Peter con una risa nasal.
James se incorporó y lanzó la capa a Sirius.
—Ve, pero vuelve antes de que Pomfrey se despierte o tendrá tu cabeza en una caja de cristal en la enfermería como advertencia.
Sirius se echó la capa al hombro, y antes de desaparecer escaleras abajo, los miró una última vez.
—Gracias, chicos.
Y en el aire, quedó el humo, las estrellas... y el vínculo inquebrantable de quienes ya sabían que el mundo cambiaría, pero ellos no lo harían o por lo menos lo intentarían.
La sala estaba tranquila, sumida en un silencio suave apenas perturbado por el crujido ocasional de las vigas antiguas y el murmullo del viento tras las vidrieras. La luna, pálida y serena, se filtraba entre las cortinas, bañando la habitación con una luz plateada.
Sirius apareció entre las sombras con pasos inaudibles, cubierto por la capa de invisibilidad. Cuando llegó a su lado, se la quitó con suavidad. No había nadie más. Madame Pomfrey dormía en sus aposentos, confiada en que la enfermería se mantendría en calma.
Kate yacía dormida, aún débil, pero su respiración era más profunda y acompasada. Parecía en paz, aunque su piel seguía pálida y sus manos frías al tacto.
Sirius se sentó en silencio junto a la cama. Al principio no dijo nada. Solo la miró. Luego, bajó la voz como si no quisiera despertar ni al tiempo.
—No sé si puedes oírme, Kate… —empezó, tragando una emoción que no supo cómo nombrar—. Pero no podía dejar que terminara este día sin venir. Llevo todo el día recordando cosas contigo… desde que éramos unos niños.
Sonrió, con esa sonrisa torcida suya que siempre escondía más de lo que dejaba ver.
—La primera vez que te vi fue en aquel baile… tú llevabas un vestido y el ceño fruncido porque no quería bailar aunque Walburga me obligaba. Me clavaste los ojos y me dijiste que bailar contigo era mi mejor opción…
Se pasó una mano por el pelo, como si revivirlo lo obligara a ordenar los recuerdos.
—Te reíste de mi corbata torcida y me preguntaste si sabía bailar o solo posar con cara de tragedia familiar. Teníamos diez años.
Hizo una pausa, apoyando los codos sobre la colcha, cerca de su mano. No se atrevía a tocarla, no del todo.
—Pensé que te ibas a ir a Ravenclaw. Pero no. Gryffindor. Y cuando entraste al Gran Comedor con esa trenza larguísima en tercer año y te enfadaste por la broma que había hecho con los chicos.
Sus dedos rozaron apenas los de ella, como si temiera romper algo sagrado.
—No sé qué hubiera hecho si no salías de ese lugar. Si no volvías. Me di cuenta ayer, cuando te vi cerrar los ojos… que ya no sabría respirar sin la certeza de que estás aquí.
La miró un instante más, luego bajó la cabeza y le dio un beso en la mano. Fue apenas un roce, pero cargado de todo lo que nunca había dicho en voz alta.
Entonces, lo oyó.
Una palabra, suave como el aire:
—Sirius…
Él se tensó. La miró. Seguía dormida… pero su boca había susurrado su nombre como un hilo de pensamiento. El corazón le latía con fuerza. Se puso de pie lentamente, sin hacer ruido. Justo en ese momento, oyó pasos al otro lado de la puerta. Madame Pomfrey.
Sirius se cubrió otra vez con la capa y desapareció entre las sombras, no sin antes mirar atrás una última vez.
—Buenas noches, Bellerose… —susurró—. Vuelve pronto.
Y se escurrió fuera de la sala antes de que nadie notara su presencia.
La chimenea crepitaba suavemente, proyectando sombras doradas sobre las paredes revestidas de estanterías y relojes antiguos. Elsa Bellerose sostenía entre las manos una taza de té que apenas había tocado, sentada en un sillón frente a Minerva McGonagall. Ambas estaban en silencio, como si el peso del día se hubiese instalado con ellas en la habitación.
Minerva fue la primera en hablar, con su voz firme y templada, aunque más suave de lo habitual.
—Kate es fuerte. Mucho más de lo que imagina su padre.
Elsa esbozó una sonrisa breve y amarga.
—Lo sé. Pero Gregor no teme por su fuerza… teme por su corazón. Cree que… si todo esto sigue como va, la historia podría repetirse. Cree que si sigue adelante con Sirius… el final será el mismo. Como si fuera inevitable. —Hizo una pausa, y su mirada vagó hacia la ventana empañada—. Él no puede con la idea de perderla… como perdimos a…
No terminó la frase. No hizo falta. Minerva la miró en silencio, con el rostro más envejecido de lo que dejaba ver normalmente frente a sus alumnos.
—Desde que era estudiante —dijo de pronto McGonagall—, aquella historia me intrigó. Había algo en ella que no coincidía del todo con las versiones que circulaban. Demasiado silencio. Demasiadas preguntas.
Elsa ladeó la cabeza, con curiosidad contenida.
—¿Llegaste a descubrir algo?
Se levantó lentamente y caminó hacia un pequeño aparador. Sacó una pequeña caja de madera oscura, de herrajes antiguos, y volvió a sentarse con ella. La abrió con cuidado, revelando su contenido: una carta cuidadosamente doblada, y un pañuelo de lino marfil, con una flor bordada en hilo blanco. En el borde, letras diminutas en hilo de plata relucían: “Para cuando no puedas recordar, pero aún sientas.”
Elsa lo tocó con los dedos como si se tratase de una reliquia sagrada.
—¿Dónde encontraste esto? —preguntó apenas en un susurro.
—En un falso fondo de un baúl en la Torre Norte. Lo dejaron atrás tras su desaparición. Nunca lo reclamaron. —McGonagall cerró la caja con suavidad—. Pensé en entregarlo muchas veces, pero no sabía si aún era tiempo… o si alguien querría recordar.
—El símbolo de ella… —susurró.
Minerva asintió. Luego le tendió la carta. Elsa abrió con delicadeza el papel, ya quebradizo por el tiempo. Sus labios se movieron en un murmullo al leer, hasta que, sin poder evitarlo, leyó en voz alta un fragmento:
—“Si alguna vez dudas de mí, recuerda esto: aún lejos, aún perdida, aún silenciada… te elegí. No me olvides. No cuando más lo necesites.” —Firmado con iniciales entrelazadas.
Elsa cerró los ojos por un momento, con el peso del pasado apretándole el pecho. Luego dobló con cuidado la carta y acarició el pañuelo una vez más. No dijo nada al principio. Luego, con una expresión que mezclaba melancolía y resolución, dijo:
—Tal vez no se trate de evitar que la historia se repita… sino de entenderla por fin.
Minerva asintió, y durante unos segundos, ninguna dijo nada más.
Afuera, el viento de primavera seguía soplando, como si la historia nunca se hubiera detenido del todo