ID de la obra: 627

A contraluz. Entre cenizas y lavanda.

Het
NC-21
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3
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planificada Mini, escritos 310 páginas, 160.201 palabras, 13 capítulos
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Capítulo 12: Desde fuera de Hogwarts...

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      CAP 12: Desde fuera de Hogwarts…              Unos días antes de que los Gryffindors decidieran tomar el asunto por su cuenta, cuando Kate Bellerose llevaba un día desaparecida; en la casa de las hermanas Black se respiraba un ambiente tenso. El hogar era imponente incluso en la oscuridad, con los candelabros encendidos derramando una luz dorada sobre retratos que parecían observar cada movimiento. La noticia del secuestro era conocida para ellas. Bellatrix Black estaba de pie, junto al fuego, con los brazos cruzados y el rostro iluminado desde abajo como una pintura maldita.       Narcissa entró en silencio, envuelta en una túnica azul oscuro. Se acercó con la serenidad estudiada que siempre había cultivado, aunque sus ojos claros destellaban con una inquietud que no lograba disimular del todo.       —Han capturado a cuatro —dijo Bellatrix sin saludar, como si hubiesen estado conversando todo el día—. Uno de ellos es una Bellerose.       —Lo sé —respondió Narcissa con voz baja—. No hacía falta tanta teatralidad, Bella.       Bellatrix chasqueó la lengua y se giró.       —No lo entiendes. No es solo un golpe. Es un mensaje. Su padre, Gregor… ese hombre vive creyendo que puede jugar a ser neutral, como si el linaje bastara para mantenerse a salvo. Pues bien… nadie lo está.       —¿Y tú crees que esto es astuto? ¿Secuestrar estudiantes bajo el techo de Langstange? El Ministerio está agitado. ¿Cuánto crees que tardarán en relacionarlo contigo?       Bellatrix ladeó la cabeza con una sonrisa torva.       —Que vengan. Estaré esperando.       Narcissa la observó un largo instante, sin pestañear.       —Estás cruzando límites, Bella.       La mayor de las Black alzó una ceja con teatralidad.       —¿Desde cuándo tú hablas de límites? ¿Acaso ya olvidaste lo que pasó con Andrómeda? Eso sí es cruzar límites…       Narcissa guardó silencio. No porque lo hubiera olvidado, sino porque aún no podía pensar en ello sin el peso helado de la traición.       Bellatrix caminó hasta un estante, donde un busto de piedra blanca mostraba la cara erosionada de una antepasada. Lo tocó con la punta de los dedos y su voz se volvió más baja, más oscura.       —No fue hace tanto. La muy insensata creía que podía vivir entre ellos y los suyos. No, somos incompatibles…              Hace dos años, en una aldea mágica de las Midlands. La noche era húmeda y el cielo, bajo. Bellatrix y Narcissa se desplazaban por una calle de piedra antigua, tras los pasos de una fuente incierta. Habían recibido una carta interceptada. Una con la letra de su hermana. Un mensaje dirigido a alguien que no debía existir.       Doblaron una esquina, protegidas por encantamientos de ocultación, y la vieron.       Andrómeda, de pie frente a un local cerrado, reía. Reía con un muchacho de cabello claro, vestido sin pretensiones mágicas, pero con los ojos llenos de calor. Ella lo abrazó sin miedo, sin mirar alrededor. Él la besó.       —Es él —dijo Bellatrix en voz baja, como si escupiera veneno.       Andrómeda giró la cabeza entonces. Tal vez sintió algo. Tal vez fue el azar. Y vio a sus hermanas, ocultas bajo una protección que no bastaba para esconder el juicio.       —Bella —susurró Narcissa, tensa—. Por favor...       Bellatrix ya avanzaba, la varita alzada.       Andrómeda no retrocedió. Se apartó de Ted, pero no por vergüenza. Se plantó frente a Bellatrix con la barbilla en alto.       —No vuelvas a escribirle —escupió Bellatrix—. Y no vuelvas a usar nuestro nombre.       —No tienes ese poder —respondió Andrómeda—. Ni tú ni esta familia.       —¿Qué crees que eres sin nosotros?       —Libre.       Esa palabra, dicha con tanta calma, fue lo que más dolió.       Aquella noche, al regresar a casa, la habitación de Andrómeda estaba vacía. Había dejado algunas de sus cosas y una carta sobre el escritorio. Pero no firmó con su nombre. Solo una flor blanca, pintada con tinta plateada. Al día siguiente, su retrato fue quemado del tapiz familiar.              —No fue débil —murmuró Narcissa, sin mirar a su hermana—. Solo decidió vivir sin miedo.       —Eso es debilidad con otro nombre —dijo Bellatrix, girando hacia la chimenea—. Y eso costó la vergüenza de nuestra sangre.       —O quizás la salvó.       Bellatrix no respondió. Por un instante, pareció mirar el fuego como si buscara algo más allá de las llamas. Luego murmuró:       —No permitiré que otra traidora nazca de los nuestros. No lo repetiré. Así que cuidado Cissy…       Narcissa se quedó en silencio. Pero su expresión era la de alguien que ya había comenzado a pensar distinto. Un chasquido sutil, casi elegante, anunció la aparición de dos figuras en la antesala, donde la luz de los candelabros se reflejaba en el mármol pulido.       Lucius Malfoy fue el primero en entrar al salón. Su porte era impecable como siempre, con la túnica perfectamente planchada, el bastón de plata en mano y el cabello rubio cayendo sobre sus hombros como si el desorden no existiera en su mundo. A su lado, Rodolphus Lestrange, de expresión más adusta, avanzaba con paso firme, una sombra casi inseparable de Bellatrix.       —Aquí estáis… —dijo Lucius, sin sorpresa. Saludó a ambas con un leve movimiento de cabeza—. Supuse que os encontraría aquí. La casa entera huele a fuego y conspiración.       —Mucho mejor que a perfume y debilidad —espetó Bellatrix sin molestarse en disimular su desdén.       Rodolphus la observó de reojo, con una sonrisa apenas perceptible. Parecía acostumbrado a los cuchillos verbales de su esposa.       —Ha llegado la confirmación —dijo Lucius, tomando asiento junto al fuego sin esperar invitación—. El viernes por la noche, en casa. El Señor Tenebroso acudirá en persona.       Narcissa apretó las manos sobre el regazo, su rostro tan sereno como de costumbre. Solo sus pestañas parpadearon una fracción de segundo más rápido.       —¿Otra vez tan pronto? —preguntó con suavidad.       —Será algo reducido —añadió Rodolphus—. Solo algunos. Los que deben estar. El Señor quiere discutir los próximos movimientos… ahora que lo de los chicos ha agitado las aguas.       Bellatrix sonrió. Un destello febril cruzó su mirada.       —Perfecto. Que tiemblen todos un poco.       Lucius no compartió su entusiasmo. Se limitó a asentir con gravedad. Narcissa se puso de pie lentamente.       —Debo salir —dijo de pronto—. Encargué algunas cosas a Flourish & Blotts. Me las guardaban hasta esta semana. Mejor ir ahora, antes de que el servicio cierre por la noche.       Bellatrix la miró de reojo, desconfiando de la excusa. Lucius arqueó una ceja.       —¿Ahora?       —No tardaré —dijo ella, ya girando hacia el pasillo—. No quiero que se me pase. Es algo… importante.       Nadie insistió. Solo Bellatrix murmuró:       —A veces me pregunto qué cosas compras con tanta urgencia, hermana mía.       Narcissa se detuvo apenas un segundo, pero no giró el rostro. Luego siguió andando. El eco de sus pasos resonó por los pasillos antiguos como una campana lejana que marcaba una decisión callada.       Lucius la siguió con la mirada. Rodolphus encendió un cigarro mágico, y Bellatrix se volvió hacia el fuego con expresión ausente.       La tarde siguió su curso en la mansión de las hermanas Black, pero el aire se había vuelto más denso. Como si algo —o alguien— estuviera empezando a deshilvanarse del interior.              En ese mismo momento, el aroma a té de jazmín llenaba la pequeña cocina de los Tonks, mientras una suave brisa nocturna se colaba por la ventana entreabierta, agitando las cortinas. Andrómeda Tonks —aunque aún se sorprendía al oír su nuevo apellido en voz alta— tarareaba bajito mientras recogía dos tazas de loza con dibujos desparejados. Llevaba una camisa de Ted, demasiado grande, arremangada hasta los codos, y su varita descansaba olvidada en el alféizar.       Ted estaba de pie junto a la encimera, untando generosamente una tostada con mermelada de moras. Tenía manchas de tinta en los dedos —siempre las tenía— y una sonrisa floja que se le escapaba cada vez que miraba a Andrómeda.       —¿Sabes que eres una amenaza para mi reputación? —dijo, dándole un mordisco a la tostada—. Si alguien me ve tan domesticado, van a pensar que he sido víctima de un encantamiento de obediencia.       Andrómeda se rió y le dio un golpecito con el codo al pasar a su lado.       —No te preocupes, nadie sospecharía que has sido hechizado. Se nota que lo haces todo por voluntad propia.       Ted fingió indignación, pero luego la atrapó por la cintura y la hizo girar hacia él.       —Todo —susurró—. Hasta enamorarme.       Ella lo besó con una ternura que tenía tanto de costumbre como de promesa, y durante un instante, el mundo se sintió simple. Seguro.       Después del desayuno tardío, se quedaron sentados juntos, cada uno con un libro en la mano, los pies entrelazados bajo la mesa.       —Tengo que salir dentro de un rato —dijo Andrómeda, sin alzar la vista del libro.       —¿Trabajo de la Orden?       Ella negó con suavidad.       —No. Es… He quedado con Narcissa.       Ted bajó el libro. Sus ojos buscaron los de ella, pero no había reproche en su expresión, solo una preocupación silenciosa.       —¿Estás segura?       —No lo sé. Pero necesito verla. Solo hablar. Sin todo lo demás.                     Unas horas más tarde, Narcissa caminaba sola por un callejón de adoquines húmedos en el corazón del viejo Londres mágico. Había tomado tres desvíos innecesarios, lanzado un par de hechizos de disuasión, y se aseguró de que nadie —ni elfos, ni cuervos, ni su marido— la seguía. El aire nocturno olía a humo y a secretos antiguos.       Entonces, al llegar al pasadizo junto a una vieja librería mágica cerrada, se detuvo. Andrómeda ya estaba allí. Ambas se miraron en silencio durante varios segundos, el rostro de una reflejando todo lo que la otra había perdido… y aún conservaba.       —No sabía si vendrías —dijo Andrómeda al fin.       —No debía venir —respondió Narcissa, conteniendo una emoción que solo su hermana sabía reconocer—. Pero aquí estoy.       Andrómeda dio un paso hacia ella. Su cabello oscuro contrastaba con la túnica clara que llevaba, distinta a los negros y verdes de la infancia. Narcissa notó el brillo dorado en su cuello: el anillo de Ted.       —¿Estás bien? —preguntó Andrómeda con suavidad.       —No lo sé. A veces… no sé si sigo siendo yo. —Narcissa bajó la voz—. Lo que están haciendo… lo que Bellatrix está haciendo…       —Ella eligió su camino.       —¿Y tú? —susurró Narcissa.       Andrómeda asintió con lentitud.       —También. Y aún espero que tú elijas el tuyo.       Narcissa no respondió. En lugar de eso, sacó del bolsillo de su capa una pequeña bolsita de terciopelo y se la tendió.       —Es del joyero de madre —dijo—. No me preguntes cómo lo saqué. No es importante. Solo… guárdalo. Para cuando necesites recordar que también fuiste querida.       Andrómeda la tomó, sin decir nada. Hubo una pausa, larga y cargada. Y luego Narcissa dio un paso atrás.       —No puedo quedarme más. Ni siquiera debería haber venido.       —Gracias por hacerlo.       Narcissa asintió con la cabeza y dudo un momento si decir lo que estaba pensando, luego en un acto de valentía dijo:       —El viernes, hasta media noche tenemos una reunión en casa. Vendrán solo algunos, pero sobre todo el más importante. ¿Podrías… podrías contárselo a Regulus?       Andrómeda la miró con curiosidad, reconociendo que su hermana estaba colaborando con algo que ni ella sospechaba       —Cuenta conmigo, Cissy…       Luego, sin despedidas, se dio la vuelta y desapareció entre las sombras. Andrómeda se quedó sola, con la bolsita apretada en la mano. La abrió con cuidado. Dentro, entre un pañuelo con el bordado de su niñez, había una pequeña joya en forma de flor blanca, idéntica a la que su madre solía usar.              La noche había caído del todo cuando Narcissa cruzó las rejas de hierro forjado que custodiaban la entrada a la Mansión Malfoy. La oscuridad del cielo se mezclaba con la piedra pálida de la fachada, tan impecable como inmutable, como si el tiempo no tuviera permiso para tocarla.       La elfa doméstica que custodiaba discretamente la entrada apareció con un chasquido leve para tomarle la capa. Narcissa apenas le dirigió una mirada. Caminó por el vestíbulo en silencio, dejando que sus pasos resonaran suavemente sobre el mármol. No quería ver a nadie. No aún.       Se detuvo ante una de las ventanas altas que daban al jardín. Los setos estaban perfectamente recortados, la fuente central seguía burbujeando suavemente, como si nada más allá de esos muros importara. Pero ella sabía lo que había más allá.       Apoyó una mano sobre el marco frío y dejó que su mente, por un instante, se deslizó a un tiempo donde las cosas eran distintas.       —¿Bella, no te da miedo trepar tan alto?        —¡Claro que no! ¿Tú sí, Cis?       —¡No! Bueno... un poco.        —Vamos, yo te ayudo. Andy, ¿vienes o no?       El recuerdo era cálido. Las tres, en el campo de su casa familiar, correteando entre los árboles. Bellatrix con el cabello enmarañado y la mirada encendida, Andrómeda riendo con los bolsillos llenos de flores robadas, y ella la pequeña, con los zapatos sucios y las trenzas mal hechas. Había una ligereza en aquella época que luego se evaporó, como si nunca hubiera existido del todo.       —Nunca podremos volver a eso, pensó Narcissa, sin amargura, pero sí con un peso viejo que no lograba sacudirse.       Subió lentamente las escaleras hasta su habitación. La puerta estaba entornada. Lucius no estaba allí; aún debía de estar en su estudio, revisando pergaminos que hablaban en clave de alianzas, promesas y castigos.       Narcissa se dejó caer en el diván junto a la chimenea y se descalzó. Aflojó el broche que sujetaba su túnica, se recogió el cabello en una trenza baja, y se quedó mirando el fuego. No sabía aún qué haría con lo que había hablado con Andrómeda. No sabía si era un comienzo o una despedida.       Pero por un instante, entre el crepitar de las llamas y el eco de una risa infantil en su memoria, se permitió cerrar los ojos y volver a ser solo Cissy. La hermana pequeña. La que siempre intentó mantener la paz. Y como cuando era niña, supo que ese papel nunca le abandonaría.              Todavía ese día, la luz de las velas danzaba con violencia sobre las paredes oscuras del salón secundario de los Lestrange. La decoración era sobria y antigua, como si cada mueble hubiera pertenecido a una época en la que la elegancia era sinónimo de autoridad. Bellatrix estaba junto al aparador, sirviéndose una copa de licor oscuro. No ofreció una a Rodolphus.       —Nott está haciendo la guardia ahora mismo —comentó Rodolphus, sin levantar la vista del documento que leía—. Dice que los cuatro siguen tranquilos. Uno de ellos tiene fiebre, la chica más pequeña.       Bellatrix giró el rostro con lentitud, y en su boca apareció una sonrisa torcida, como si aquel detalle fuera una delicia.       —Deberíamos enviar algo para mantenerlos así... adormecidos. No quiero interferencias antes de que Él decida qué hacer con ellos. Todo debe estar preparado.       Rodolphus alzó la mirada. La expresión en su rostro era neutra, pero sus ojos le estudiaban con cautela.       —No deberías hablar tan abiertamente. Ni siquiera aquí. No sabes quién puede estar escuchando.       —¿Escuchando qué? —Bellatrix se giró por completo, con la copa aún en la mano—. ¿Mi admiración por el Señor Tenebroso? ¿Mi devoción por su causa? —dio un paso hacia él, y luego otro—. Rodolphus... tú no entiendes. Tú sirves. Yo... creo.       Él chasqueó la lengua, con un gesto de exasperación disimulada.       —No es una cuestión de fe, Bella. Es una cuestión de lealtad y prudencia. Si te oyeses a ti misma...       —No necesito que tú me des lecciones de discreción. —La voz de Bellatrix era una cuchillada envuelta en terciopelo oscuro—. Nuestro matrimonio no te otorga autoridad sobre mí. No somos más que un acuerdo político sellado por dos apellidos... y no se me olvida.       Rodolphus apretó la mandíbula, pero no dijo nada. No era la primera vez que tenían esta conversación, y sabía que nunca la ganaría. No del todo.       Bellatrix dio un sorbo a su copa, ladeando la cabeza.       —Yo estoy aquí por Él. No por ti. Y si Él me pidiera entregar mi vida ahora mismo, lo haría sin pestañear. ¿Harías tú lo mismo?       El silencio se espesó en la sala. Una brisa se coló por una rendija de la ventana mal cerrada, haciendo temblar la llama de una vela.       Rodolphus desvió la mirada al fuego, luego volvió al pergamino.       —Solo recuerda que la fe ciega es útil... hasta que el Señor Tenebroso decide que ya no lo es.       Bellatrix sonrió, una sonrisa sin alegría ni temor.       —Que intente apartar su mirada de mí, Rodolphus... lo dudo mucho.              Al tercer día del secuestro, en la casa del número doce de Grimmauld Place despertaba el día en penumbra, con las cortinas siempre echadas y un aire inmóvil que parecía estancado desde hacía décadas. El único sonido que se escuchaba en el salón era el crujido del papel cuando Walburga Black pasaba lentamente las páginas del Profeta Diario.       —Aquí está —dijo, con una nota agria en la voz, aunque sus ojos brillaban con algo más parecido a satisfacción—. “Los cuatro alumnos tras varios días desaparecidos. Se teme la participación de fuerzas oscuras no identificadas.” Qué elegantes... no se atreven a decir lo que todos sabemos. Que ha comenzado.       Orion Black, sentado en un sillón de respaldo alto, sorbía un té amargo sin azúcar. No respondió de inmediato. Solo alzó la vista cuando ella mencionó el siguiente nombre.       —Mencionan a la chica, la Bellerose —añadió Walburga, pasando a la sección de Sociedad—. Qué curiosa es la vida... Que el hijo que tanto me ha avergonzado acabe con alguien que los Nott aprobarían. Es irónico, ¿no te parece? Siempre tan altivos... y ahora se ven superados por un Black caído.       Orion dejó la taza en su platillo con un leve tintineo.       —No cantes victoria tan pronto, Walburga. Los Nott no son de los que olvidan una afrenta. Mucho menos cuando hay sangre, orgullo... y política de por medio. Si su hijo se ve expuesto... actuarán.       Walburga chasqueó la lengua, fastidiada. Pero sabía que su marido tenía razón. Siempre la tenía en esas cosas.       —Pues que lo hagan —respondió con desdén—. No es asunto nuestro. Sirius ha elegido su camino. Que le protejan sus Gryffindor ahora. Ya no es un Black.       —No. Pero Regulus sí —dijo Orion, con voz firme, devolviendo la conversación al terreno que realmente le interesaba—. Él es el que importa ahora. Y debemos asegurarnos de que esté listo.       Walburga asintió lentamente, bajando el periódico.       —Este verano trabajaremos con él. No podemos permitirnos errores. Tiene potencial, pero aún es blando en algunos aspectos.       —Había pensado en comenzar con Oclumancia. —Orion cruzó una pierna sobre la otra con la parsimonia de quien planea a largo plazo—. Es útil, discreta... y una barrera necesaria. Especialmente si las cosas siguen escalando.       Un silencio pesado cayó entre ellos. Afuera, la tarde gris filtraba un hilo de luz por entre las cortinas gruesas.       —A Regulus le gustará complacer —dijo ella al fin, con una sonrisa torcida—. Siempre ha sido obediente.       —Por ahora.       Ambos se miraron sin decir más. Grimmauld Place seguía siendo el lugar triste, quieto y helado que siempre había sido.              La mansión Nott estaba sumida en una calma antinatural. Los retratos de generaciones de magos miraban desde lo alto de las paredes enteladas, envueltos en penumbra. La lámpara de araña lanzaba destellos fríos sobre la larga mesa del salón, donde se servía el té sin prisas.       —Deberías dejar de fruncir el ceño así, Althaea —dijo el señor Nott, dejando la taza sobre el platillo con precisión quirúrgica—. No le hace justicia a tu rostro.       La mujer no respondió de inmediato. Tenía la vista fija en el ejemplar del Profeta del día, donde la noticia sobre los estudiantes secuestrados ocupaba un lugar destacado.       —¿Y si esa chica… la Bellerose… sobrevive? —preguntó finalmente, con tono contenido pero tenso—. Está claro que nuestro hijo ya no le es indiferente. Y tú sabes lo que significa.       El señor Nott sonrió, pero sin alegría. Era una sonrisa fría, fina, sin dientes.       —Oh, sobrevivirá. No me cabe duda —murmuró—. Y créeme, no va a olvidar quién le enseñó que hay consecuencias. Que cambiar un Nott por un Black no es un gesto sin precio.       Sus ojos se enturbiaron levemente con el recuerdo ocurrido tan solo hace unas horas. Volvió a aquel lugar con cierto placer.              La sala olía a incienso… y a metal. El suelo estaba frío, como una losa sin nombre. Una única antorcha iluminaba el centro, donde la silla de hierro esperaba. La habían traído vendada, con el cabello enredado y el vestido escolar desgarrado. Apenas hablaba, pero mantenía la barbilla alzada. Insolente incluso entonces.       Se obligó a sentarse. No opuso resistencia. Estúpida.       Uno de los hombres le quitó la venda.       —Has causado problemas, Bellerose —dijo alguien, con voz suave y un deje de burla contenida.       Ella susurró algo, desafiante. Los detalles importaban poco. Lo que siguió fue lo que debía quedar grabado. Y lo estuvo.       Él —el verdadero maestro de aquella escena— entró en ese momento. No llevaba prisa. Nadie necesitaba saber su identidad. Solo que mandaba. Nadie habló. No era necesario.       Se acercó y apoyó la varita en el costado de la chica. Su rostro no se inmutó al escuchar el primer grito.       —Esto… es por meterte donde no debías.       Una quemadura mágica. Precisa. No demasiado profunda, no demasiado visible. Pero eterna.       —Por hablar como si fueras libre.       —Por creer que podías elegir.       —Por proteger a quien no debías.       —Por tu linaje.       —Por considerar la posibilidad de que no íbamos a encontrarte.       —Por Theodore Nott.       Cada frase, cada línea, era una cicatriz. Paralelas. Perfectas. Grabadas en el costado derecho, como una escritura ritual. Ella dejó de gritar. Pero las lágrimas cayeron. Y eso bastaba.       Al final, él se inclinó hacia su oído.       —La sangre es memoria.       Y ella, pensó, no iba a olvidar jamás.              El señor Nott regresó al presente con una calma cultivada.       —Si sobrevive… recordará. Y ese es el punto, Althaea. Que recuerde lo que pasa cuando se traiciona el lugar al que uno pertenece.       Su esposa desvió la mirada hacia la ventana. No replicó. Solo sus dedos se apretaron alrededor de la porcelana.       —¿Y Theodore?       —Theodore aprenderá a no repetir errores ajenos. —Hizo una pausa, con una leve sonrisa—. Deberías alegrarte. Este escándalo nos ha hecho más visibles a los ojos correctos. Y cuando venga la verdadera purga, ya sabrán de qué lado estuvimos desde el principio.       Althaea dejó la taza en el platillo con un leve clac. Su mirada seguía fija en los ventanales altos de la sala, pero había un destello acerado en su tono cuando habló:       —¿Por qué ella? —preguntó, sin adornos—. ¿Por qué tiene que ser Kate Bellerose para Theodore?       El silencio se instaló entre ellos con el peso de algo que solo él sabía, pero no se atrevía a nombrar. El señor Nott no respondió de inmediato, pensó en la posibilidad de aclararle que era mandato del Señor Tenebroso por causas superiores, pero luego, Su mirada se perdió unos segundos, y el recuerdo llegó, tan claro como si acabara de ocurrir.              Theodore tenía quince años. Estaba de pie, el ceño fruncido, las manos crispadas en los bolsillos. Su padre lo observaba desde el sillón de cuero oscuro.       —¿Así que Black? —preguntó con tono neutro—. ¿El primer baile?       Theo no respondió.       —No me mires como si no entendieras, hijo. Yo vi cómo la mirabas. Y cómo se lo pediste. Dos veces. —Se inclinó hacia adelante—. ¿Y sabes qué hizo ella? Esperó. Hasta que entró él.       Theo apretó los puños.       —No fue por él… fue por joderme. Por retarme.       El padre sonrió levemente.       —A veces las mujeres se confunden. Eligen un nombre antes que una realidad. A un rebelde antes que a un heredero. Pero tú no estás hecho para perder.       Theo levantó la mirada.       —¿Entonces?       —Entonces… —se levantó y le puso una mano en el hombro— …a veces solo necesitan que alguien les muestre quién les conviene más. Con claridad. Y con fuerza, si hace falta. Que comprendan que no se trata de elección. Se trata de pertenencia.       Sus palabras eran suaves, casi didácticas. Pero ardían como hierro frío.       —Tú serás quien decida, Theodore. No ella.              Se levantó con lentitud, caminando hasta el aparador donde reposaban varias botellas de cristal cortado. Se sirvió un trago corto de licor ámbar y lo sostuvo en la mano, mirando su superficie como si en ella se escribieran palabras que no deseaba leer en voz alta.       —Hay cosas que no necesitas saber, Althaea —dijo al fin, sin mirarla.       Ella frunció los labios, pero no insistió. Él giró entonces, y con una calma estudiada, añadió:       —Lo único que importa es que Theodore puede conseguir lo que quiere. Y lo hará.       —¿Incluso si eso significa retorcerlo? —preguntó ella, más bajo—. ¿Incluso si eso significa que deje de ser quien es?       Una chispa cruzó los ojos del señor Nott. No de ira. De certeza.       —A veces hay que destruir una parte de uno mismo para crecer en la dirección adecuada.       El señor Nott tomó un sorbo de brandy y mirando a su esposa dijo con firmeza:       —Lo que empieza como un capricho, se puede corregir. Si se marca bien.       Su esposa, aunque incómoda, no dijo nada. Sabía que no era amor lo que su marido quería para su hijo. Era dominio. Control.       —¿Y si lo que siente es real? —preguntó, en voz baja.       Él giró lentamente la cabeza.       —Los sentimientos reales… —dijo, dejando el vaso en la mesa— …se destruyen igual que los falsos. Solo tardan un poco más.       Althaea desvió la vista, bajando la mirada hacia sus manos, que ahora estaban entrelazadas sobre su regazo.       —Y si no sobrevive…       —Entonces, no era lo bastante fuerte. —Su voz no tuvo emoción, como si hablara del clima o de una inversión fallida—. Pero lo es. Theodore es nuestro hijo. La sangre siempre llama. Y la sangre... termina por imponerse.       Althaea cerró los ojos un segundo. Luego se puso en pie y salió de la estancia sin una palabra más.       El señor Nott se quedó solo, con la copa aún en la mano, y los ojos fijos en las sombras que se alargaban sobre el suelo.       —La memoria, querida... es solo el principio —murmuró para sí, antes de beber.                     Mientras Kate, Hannah, Randolph y Calliope llevaban cuatro días en ese encierro, en la cocina pequeña y desordenada del piso de Ted y Andrómeda, el aroma del té de menta se mezclaba con el leve perfume de flores secas en un jarrón. Ted hojeaba distraído un número atrasado de El Quisquilloso. Andrómeda estaba sentada junto a la ventana con una carta entre los dedos, el lacre ya roto. La leía por tercera vez. Ted apareció en el umbral, con dos tazas de té humeante. Le tendió una sin decir nada al principio.       —¿Es de él? —preguntó finalmente.       Andrómeda asintió sin apartar la vista del pergamino.       —Es su letra. Escueto, como imaginaba.       Volvió a leer en voz baja: "Gracias. La información fue útil. Ya he hecho buen uso de ella. Confío en que el resto sabrá cuándo actuar. R.A.B"       Ted frunció el ceño.       —¿Eso es todo?       —Eso es todo —repitió Andrómeda. Se quedó en silencio un instante, y luego añadió—: No menciona el secuestro. Pero… algo en cómo lo ha dicho. Ya he hecho buen uso de ella… Suena a que ha hecho algo, o dicho algo, que podría haber movido piezas.       —¿Crees que tiene relación con los estudiantes? —preguntó Ted, apoyándose en el marco con el ceño fruncido.       —No lo sé —respondió ella en voz baja, doblando el papel con cuidado—. Pero si es así… entonces Regulus ha hecho algo arriesgado. Y lo ha hecho sabiendo que no habría marcha atrás.       Ted se sentó junto a ella.       —Eso no es poco viniendo de un Black.       Andrómeda asintió, mirando el horizonte gris a través del cristal.       —Y aún así, no sé si alegrarme... o preocuparme.              Unos días después, en una sala que estaba protegida por varios encantamientos, sellada incluso contra los cuadros, las llamas de la chimenea crepitaba en silencio contenido mientras los presentes ocupaban sus lugares. Dumbledore, de pie, alzó una mano con calma y los murmullos cesaron.       —Gracias por venir con tan poco aviso. —Su mirada recorrió el pequeño grupo: Moody, Shacklebolt, Emmeline Vance, Edgar Bones, Andrómeda Tonks... y junto a ella, su marido Ted.       —Gregor Bellerose ha aceptado protección para su familia —dijo Dumbledore sin rodeos—, pero la condición fue discreción absoluta. No quiere más vigilancia visible, no después de lo ocurrido con Lilium.       Un murmullo corrió entre los presentes, pero nadie contradijo la decisión. Todos sabían lo que ese nombre implicaba, aunque nadie lo mencionara en voz alta.       —¿Y los estudiantes secuestrados? —preguntó Moody, cruzado de brazos.       —Seguimos sin localización exacta —admitió Edgar Bones—. La red de espionaje dentro del Ministerio está más contaminada que nunca. Cualquier paso falso podría alertarlos.       Andrómeda, que había permanecido callada, levantó la cabeza lentamente, como si una idea le golpeara de pronto.       —Cissy… —murmuró—. El mensaje… dijo que era importante que Regulus supiera algo. Que ella no podía contarlo todo por carta. Pero... ¿y si no era solo una advertencia personal? ¿Y si era sobre los estudiantes?       Dumbledore la observó por encima de sus lentes.       —¿Crees que Narcissa quería que Regulus supiera algo que pudiera ayudar?       Andrómeda asintió, lentamente. Ted, cogiendo la mano de su esposa, añadió:       —Es lo único que tiene sentido. Regulus está… a medio camino. No ha dado un paso definitivo, pero conoce partes del engranaje. Y si Cissy le dio una pista…       —¿Cuál podría ser? —interrumpió Emmeline.       Andrómeda tragó saliva.       —Los Langstrange tienen una casa en Hogsmeade. Antigua, sellada desde hace años. Usada en ocasiones por Rodolphus antes de casarse con Bellatrix.       —Hogsmeade… —susurró Emmeline, palideciendo.       Dumbledore no habló. Se giró hacia una pared y retiró un tapiz. Un cuadro se deslizó en silencio, revelando una superficie mágica, como un espejo difuso. En él, aparecieron los nombres de varios alumnos. La mayoría, rodeados de tenues halos dorados.       —Los estudiantes de Gryffindor…—explicó Dumbledore, sin necesidad de más palabras—. Algunos han activado encantamientos antiguos, colocados con cuidado desde hace generaciones para proteger a los estudiantes. Y mirad…       El nombre de James Potter brillaba con un matiz rojo. También el de Remus Lupin. Sirius Black. Lily Evans. Alice Erhland. Marlene McKinnon. Pippa McMillan. Frank Longbottom. Fabián Prewett. Mary McDonald. Peter Petegrew.       —¿Qué significa ese color? —preguntó Shacklebolt, avanzando.       —Significa que algo saben, algo están planeando—dijo Dumbledore, con una pequeña sonrisa melancólica—. O al menos, que sospechan. Hace dos noches, Sirius Black abandonó su dormitorio y no fue el único en hacerlo. No interrumpí su camino. A veces, la motivación es más poderosa que la prudencia.       Hubo silencio.       —¿Los dejamos actuar? —preguntó Moody con dureza.       Andrómeda miró al director. Él no respondió enseguida.       —¿Confías en ellos, Albus? —preguntó Kingsley con gravedad.       —Confío en lo que les mueve. En su vínculo. En que a veces los jóvenes, por impulsivos que sean, comprenden con una claridad dolorosa que el mundo no se detiene a esperarles. —Hizo una pausa, y bajó la voz—. Pero no estarán solos. No esta vez.       Los miembros de la Orden asintieron. La misión estaba clara.       Y lejos de allí, muy lejos, en la vieja casa sellada de Hogsmeade, una grieta comenzaba a formarse en la oscuridad.              Desde esa reunión, oculta entre los árboles, la mansión de los Bellerose parecía dormida. Pero a su alrededor, las sombras se movían con sigilo. Un destello sutil entre las hojas, un leve cambio en el aire. Encantamientos de protección trazados con precisión. Uno de los aurores de la Orden se deslizó por el perímetro invisible, murmurando un hechizo de refuerzo, mientras otro vigilaba desde la loma cercana. Nadie debía saber que estaban allí. Nadie, salvo los Bellerose.       Gregor estaba junto a la chimenea, una taza humeante en las manos, ya fría. No había encendido fuego, pero se quedaba ahí como si la madera pudiera darle consuelo solo con su presencia. Elsa entró en silencio, una manta sobre los hombros y los ojos cansados. Se sentó a su lado, sin palabras, y apoyó la cabeza en su hombro.       —Doce días —susurró ella, como si ponerlo en voz alta lo hiciera más real.       Gregor no respondió enseguida. Dejó la taza a un lado y la rodeó con el brazo.       —Esta casa nunca ha estado tan silenciosa —dijo al fin—. Recuerdo sus pasos en la escalera. El modo en que dejaba los libros por todos lados. Hasta sus discusiones contigo por no cenar antes de leer.       Elsa esbozó una sonrisa débil.       —Es tan parecida a ti.       —No. —Él bajó la mirada hacia su esposa—. Es mejor que yo. Más fuerte. Más libre. Tú le diste eso.       —Yo solo traté de que no se apagara. Siempre he temido que el mundo la rompiera.       —El mundo no va a romperla —dijo Gregor con firmeza suave—. No si depende de ella.       Hubo un largo silencio.       —¿Y si no vuelve igual? —preguntó Elsa, casi inaudible—. ¿Y si nos la devuelven… distinta?       Gregor no supo qué decir al principio. Solo la apretó contra él con más fuerza.       —Entonces la ayudaremos a recordar quién es. Juntos.       Elsa cerró los ojos. Un momento después, él apoyó la frente en la suya.       —No estás sola en esto, Elsa. Nunca lo has estado. No voy a dejarte caer.       —Ni yo a ti.       Y por un instante, el peso se hizo más leve. Solo un instante. Pero suficiente para seguir respirando. Afuera, uno de los aurores caminaba en silencio, con la varita en alto. Nadie dormía del todo aquella noche. Porque proteger no era solo vigilar con la varita lista. A veces, proteger también era esperar. Y sostener.              En otro lugar más oscuro…Bellatrix estaba arrodillada, con la respiración agitada por la emoción contenida. No había fuego en la estancia, pero su rostro estaba encendido. Él estába de pie, de espaldas, observando una pared como si pudiera ver más allá de ella.       —Mi Lord… —susurra ella, apenas conteniendo su fervor—. La chica… está resistiendo. Es insolente, arrogante, pero ya se quiebra. Cada día un poco más. Hoy ni siquiera se defendió.       Silencio.       —Los hechizos no la doblegan del todo, pero… la memoria la está traicionando. Las marcas funcionan. Empieza a dudar de sí misma. Y lo mejor es que lo hace en silencio… su orgullo no le permite quejarse. Es perfecta.       Voldemort con su voz es baja, sin emoción, dijo tranquilamente:       —No la quiero muerta.       —No… no, por supuesto. Lo sé, mi Señor. Su linaje… su potencial… es necesario.       Voldemort giró apenas el rostro. Sus ojos —fríos y vacíos como mármol negro— se clavaron por un segundo en los de ella. Pero en su mente, algo se encendió.              Biblioteca de Hogwarts, primavera de 1940. Estanterías polvorientas. Luz dorada filtrándose por los ventanales altos. Un joven de trece años —de rostro bello, impecable, con una sonrisa cortante como cuchilla— hojea un libro encuadernado en cuero oscuro. Sus dedos se detienen en una página: Magia del Vínculo Vital y el Legado de Sangre.       —No deberías leer eso.       Un profesor aparece desde las sombras. Alto, elegante, con una capa que parecía ondear incluso en la quietud. Su tono era firme, pero no alarmado. Aún.       —¿Por qué no? —replicó Tom Riddle sin levantar la vista—. Está aquí. Si los libros están al alcance, es porque quieren ser leídos.       —Ese en particular fue sellado. Lo abriste sin permiso.       Tom cerró el libro con lentitud, pero mantuvo la sonrisa.       —Profesor… ¿Cree que la sangre puede conservar conocimiento o poder? Me refiero, más allá de la herencia mágica. Como si ciertas familias… portaran secretos que no pueden escribirse, sólo sentirse.       Se miraron fijamente hasta que el hombre de cabellos oscuros dijo:       —Estás jugando con ideas peligrosas.       —¿Y si no estoy jugando?       Un silencio denso cayó entre ellos. Riddle inclinó apenas la cabeza.       —He leído sobre una familia. No aparece en los registros ingleses, no del todo. Pero encontré referencias dispersas… vinculadas a Francia, a ciertos rituales antiguos.       El profesor palideció. Dio un paso adelante, casi temblando.       —¿Dónde escuchaste eso?       —En sueños. —Los ojos de Riddle brillaron con una malicia extraña—. O tal vez en una memoria ajena. ¿Quién puede saberlo?       Por primera vez, un profesor no supo qué decir. Y Tom Riddle, aunque no obtuvo respuestas, vio suficiente.              De vuelta al momento presente, Voldemort seguía mirando a Bellatrix con sus manos quietas. Dijo con la voz como un susurro apenas articulado.       —El nombre es un eco… antiguo. Uno que la sangre no olvida. Necesito saber si es verdad… si es posible.       Bellatrix no entiende, pero sonríe. Todo lo que provenga de él es para ella sagrado.       —¿Desea que continúe?       —Sí —respondió Voldemort, sin mirarla—. Pero no la rompas. No del todo. Aún no.       Bellatrix asiente. Luego, con una sonrisa desbordada de fervor, se retira, su capa arrastrándose por la piedra. Voldemort se quedó solo.       La antorcha parpadea una vez. Y en la penumbra, los ojos del Señor Tenebroso parecen mirar más allá del presente… hacia un recuerdo enterrado que nunca dejó de arder.              Pero, mientras la oscuridad se iba organizando, la luz del atardecer se iba abriendo camino en planes basados en confianza. En el despacho de Dumbledore caía sesgada sobre las paredes de piedra la luz, tiñendo de oro pálido los marcos de los retratos que dormitaban en sus posiciones de honor. Un leve chisporroteo provenía de la chimenea, y la pluma encantada de Fawkes se movía suavemente en su percha, como si captara algo en el aire.       Dumbledore estaba de pie, las manos cruzadas detrás de la espalda, observando en silencio el retrato de Phineas Nigellus, que le devolvía la mirada con una mezcla de fastidio e interés.       —No es prudente —decía Elphias Doge, con el ceño fruncido, sentado junto al escritorio, agitando un pergamino sin leerlo—. Son niños, Albus. Sirius, James, Evans, McKinnon… están llenos de valor, sí, pero esto no es una excursión escolar. Es una red de mortífagos bien organizada.       —Por eso mismo los vigilo —respondió Dumbledore con calma—. Porque son valientes… y porque si no los dejamos actuar en aquello en lo que creen, lo harán de todos modos. Sin preparación, sin guía.       Doge chasqueó la lengua, frustrado. Los retratos fingían dormir, aunque claramente escuchaban.       —¿Y si todo sale mal? —preguntó Doge, bajando la voz—. ¿Y si uno muere?       Dumbledore ladeó un poco la cabeza.       —Entonces tendré que vivir sabiendo que confié en ellos… y que aún así los perdí.       Se giró hacia la chimenea y, con un rápido gesto de su varita, conjuró un patronus: una fénix blanca, etérea, con alas abiertas como el fuego hecho niebla. Elphias observó cómo la criatura de luz se alejaba por la ventana, silenciosa.       —Diggle está en las afueras de Wiltshire —murmuró Dumbledore—. Que vigile la mansión Malfoy estas noches. Quiero saber cuántos entran… y si alguien no sale. En especial este viernes.       No habían pasado ni cinco minutos cuando un estruendo seco sacudió la puerta del despacho.       —Ah, qué puntual —dijo Dumbledore, volviendo a sentarse.       La puerta se abrió sin esperar invitación. El Ministro de Magia, William Davies, entró con su túnica perfectamente planchada y el ceño igual de rígido. Traía detrás a un asistente, que no entró del todo. Sus ojos recorrieron el despacho con desdén contenido.       —Dumbledore. Doge —saludó brevemente.       —Ministro —respondió Elphias con una ligera inclinación.       Dumbledore asintió. No se levantó.       —Supongo que estáis al tanto del caos mediático de esta mañana —empezó Davies, dejando sobre el escritorio un ejemplar del Profeta. “Doce días sin Bellerose, Cohen, Abbot y Burrow: ¿dónde está el Ministerio?”       —Leí el artículo —respondió Dumbledore sin abrir el periódico—. Lamentablemente, aún no he leído un informe oficial del Ministerio sobre los desaparecidos.       Davies alzó una ceja.       —Porque no hay confirmación. Solo rumores, pánico y… —miró a Dumbledore con sorna— grupos no autorizados investigando por su cuenta.       —La Orden del Fénix no está actuando de manera oficial —dijo Elphias rápidamente, pero su tono era tenso—. Sólo protegemos a una familia amenazada.       —Una familia que pidió esa protección —añadió Dumbledore— cuando el Ministerio les cerró la puerta.       El ambiente se heló un poco. Davies entrecerró los ojos.       —Albus… no me hagas llevar esto al Wizengamot. La opinión pública ya está agitada. Necesitamos discreción. Unidad. Y que Hogwarts no se convierta en un nido de rebelión.       —Si proteger a nuestros alumnos de secuestradores es “rebeldía”, quizás el problema no esté en Hogwarts —dijo Dumbledore con voz suave pero firme.       Davies se quedó callado un momento.       —Quiero un informe de cada movimiento de tu “Orden”. Y que se abstengan de actuar esta noche —añadió con tono amenazante—. El Ministerio hará lo suyo.       Dumbledore lo miró con una leve sonrisa que no llegó a sus ojos.       —Por supuesto, Ministro. El Ministerio… siempre hace lo suyo.       Davies no respondió. Dio media vuelta y salió, la túnica ondeando tras él. Pero antes de salir dijo:       —Y por cierto… mantenga en vigilancia a sus estudiantes. No me fío de esa respuesta de Black y Potter hace unas horas.       Cuando la puerta se cerró, Doge suspiró.       —¿Y lo hará?       —Lo suyo, sí. Pero no lo que importa.       Dumbledore se levantó. A través de la ventana, el cielo oscurecía lentamente. La noche traía consigo decisiones.       —Prepárate, Elphias —murmuró—. Pronto necesitaremos más que vigilancia.              En otro lugar, lejos de la tensión pero con la misma preocupación de los días anteriores; el salón olía a pan recién horneado y a humo de chimenea. La vieja tetera silbaba con entusiasmo en la cocina mientras Molly Weasley, con un bebé, Percy, en brazos y dos niños pelirrojos jugando a sus pies, intentaba mantener algo de orden en el caos encantador que era su hogar.       En el sillón junto al fuego, Andrómeda mecía suavemente a Nymphadora, que dormitaba contra su pecho con un mechón de cabello que había mutado a azul pastel en sueños. Ted Tonks, sentado en el reposabrazos, observaba la escena con una mezcla de ternura y preocupación apenas disimulada.       —Nunca deja de sorprenderme lo rápido que crece tu ejército, Molly —dijo con una sonrisa, mientras uno de los niños intentaba treparle a la pierna.       —¡Y espérate al siguiente —respondió ella riendo, dejando a Percy en una cuna mágica que se balanceaba sola—. Arthur dice que con un poco de suerte tendremos solo seis. Yo ya no estoy tan segura.       —¿Seis? —rió Andrómeda, con una ceja arqueada—. ¿Y qué harás cuando todos estén en Hogwarts y tú sola en casa?       —¡Dormir! —exclamó Molly entre carcajadas, luego miró a Nymphadora con dulzura—. Aunque no puedo imaginarla causando muchos líos. Se nota que es tranquila.       Andrómeda y Ted se miraron… y rieron al unísono.       —Dale dos años —dijo Ted—. Y una habitación llena de cosas que no debe tocar.       Andrómeda suspiró con cariño, pero su mirada pronto se desvió hacia la ventana. Afuera, las nubes se acumulaban, y no solo en el cielo. Había algo denso flotando desde hacía semanas. Hogwarts, el Profeta, las desapariciones.       —¿Se sabe algo más? —preguntó Molly en voz baja, mientras servía té en unas tazas desparejadas—. Sobre los estudiantes.       —Todavía nada concreto —respondió Andrómeda, volviendo al presente—. Aunque… sabemos que no están lejos. Y que alguien de dentro está ayudando.       Ted bebió un sorbo de té. Su expresión se endureció.       —La Orden está haciendo lo posible. Dumbledore ha movilizado a varios. Andy—miró a su mujer— cree que esa pista para Regulus tenía relación directa con el escondite.       —¿Y él? ¿Ha dicho algo más?       —Solo que “ya hizo buen uso” de la información —murmuró Andrómeda—. No podemos arriesgarlo más. Cissy tampoco quiere.       —¿Confiáis en ella? —preguntó Arthur desde el umbral, donde acababa de llegar con una cesta de lechugas bajo el brazo.       Ted dudó. Andrómeda asintió lentamente.       —No la reconozco del todo, pero... no sería la primera vez que una Black rompe las reglas por quien ama.       El silencio que siguió fue espeso, cargado de historias que ninguno se atrevía a nombrar en voz alta. Nymphadora, aún dormida, cambió el color de su pelo a un plateado tenue. Molly la arropó con una manta bordada a mano.       —Entonces, que el amor haga su parte —dijo en voz baja—. Porque la oscuridad... no va a esperar.              Quince días habían pasado desde el secuestro… ahora, todo estaba en su sitio. Ni una flor marchita, ni una alfombra fuera de eje, ni una mota de polvo visible. La luz entraba tenue por los ventanales altos, tamizada por las cortinas de encaje. Las paredes brillaban con ese mármol frío y perfecto que parecía más apropiado para una tumba que para un hogar.       Narcissa supervisaba cada detalle con calma milimétrica. Una criada elfa temblaba en una esquina tras haber dejado mal dispuestos unos candelabros.       —A la izquierda. La plata debe reflejarse en los bordes del tapiz, no en la mesa. —Su tono era cortés, casi susurrante, pero tan firme como el hielo.       Lucius la observaba desde el marco de la puerta. Apoyado, con la barbilla alta y los brazos cruzados sobre su túnica impecable. Sonreía con orgullo contenido.       —No puedo imaginar un lugar más digno para recibirlos —dijo, sin despegarse de la madera oscura.       Narcissa no respondió de inmediato. Hizo un gesto leve con la mano y la elfa desapareció. Entonces se acercó a la mesa central, donde ya se alineaban las copas vacías y los pergaminos ceremoniales que debían firmarse.       —¿Y tú crees que eso es… un honor, Lucius?       Él la miró. Sus ojos grises se entornaron, no por sospecha, sino como si se estuviera entreteniendo con la sutileza de la pregunta.       —El Señor Tenebroso ha confiado en nosotros. Confía en mí. Eso debería darte tranquilidad.       Ella se detuvo frente a él, a poca distancia. Parecía tan serena como siempre, pero su voz era apenas más baja.       —¿Y si no es confianza lo que lo trae aquí… sino control? ¿Supervisión?       Lucius sonrió. Pero esa sonrisa no alcanzó a su mirada.       —El control es parte del poder, Cissy. Lo sabes bien. Lo hemos vivido desde que tenemos memoria. Preferirías que no estuviéramos en el círculo interno, ¿eso quieres?       —Preferiría —respondió ella, sin alterarse— que no hubiese que fingir tanto que somos dueños de esta casa cuando ya no lo somos del todo.       Un silencio denso se instaló entre ellos. Lucius se acercó, le tomó una mano y se la llevó a los labios, en un gesto casi teatral.       —Tú sabes manejarte, Narcissa. Nadie mejor que tú para sostener un imperio con elegancia. Esta noche será recordada. Y estarás a la altura, como siempre.       Ella asintió, apenas. Su rostro era el de una mujer impecable, de porcelana noble. Pero en el fondo de sus ojos se dibujaba la sombra de algo que no decía: un presentimiento. Un miedo que no era por ella. La casa brillaba. Las velas estaban listas. Y la oscuridad estaba a punto de entrar.              Viernes, 11:45 p.m.       El aire en la gran sala estaba cargado de incienso de mirra y silencio contenido. Las paredes de mármol, bañadas por la luz temblorosa de velas flotantes, reflejaban figuras encapuchadas en sombras alargadas. Una docena de mortífagos rodeaban la mesa ovalada, y en el extremo más alejado, sobre una plataforma discreta, estaba él. Lord Voldemort.       No necesitaba levantar la voz. Su mera presencia transformaba el frío de la sala en algo más denso, pegajoso, como una niebla oscura que no se veía pero se sentía en los huesos.       Narcissa sonreía, impecable en sus gestos, mientras Lucius hablaba con tono formal sobre “discreción en los movimientos” y “contactos dentro del Ministerio”. Bellatrix no dejaba de mirarlo. Rodolphus la observaba de reojo. El ambiente era tan tenso como ceremonial.       —Los lazos se fortalecen —murmuró Lucius, con una inclinación de cabeza—. Hemos empezado a trazar las redes en el Departamento de Transportes Mágicos, y nuestros aliados en el extranjero…       Voldemort alzó una mano. Lucius se calló al instante.       —La política es útil —dijo el Señor Tenebroso, despacio—, pero lo es más la voluntad. Cuando los débiles teman desobedecer, no hará falta controlar sus leyes.       Los mortífagos asintieron. Algunos temblaban al hacerlo. Solo Bellatrix sonreía con un fervor que rozaba lo febril. Entonces habló Nott, su voz era más áspera que hace unas horas, menos ceremoniosa.       —Y en Hogwarts… nuestros hijos siguen ahí. Observando. Influyendo. Como debe ser. Son peones útiles. Y obedientes. —No era afecto lo que había en su voz, sino estrategia.       Rosier rió suavemente.       —“Útiles” hasta que alguno se enamora de la sangre que no le corresponde, ¿no es así, Nott? —lanzó la frase con veneno disfrazado de broma.       Un silencio incómodo cayó un instante, antes de que Mulciber interviniera con un tono más sombrío:       —Los jóvenes deben entender que no hay camino fuera de esta causa. Si alguno duda… ya sabremos cómo recordárselo.       Bellatrix se humedeció los labios, disfrutando del tono de la conversación.       —No hay mejor forma de enseñar obediencia —dijo— que con una cicatriz que arda cuando intentes olvidarla.       Narcissa, aún sosteniendo la tetera, bajó la mirada. Rodolphus apenas giró la cabeza. Lucius sonrió, pero con rigidez.       Fue entonces cuando una figura encapuchada entró con paso apresurado y se arrodilló al instante.       —Mi señor… algo ocurre. En la casa de Hogsmeade… están dentro.       Voldemort no se movió.       —¿Quiénes?       —No lo sabemos con certeza. Pero han entrado. Hay ruido.       La tensión se volvió acero. Bellatrix se irguió, deseosa. Casi vibrando. Voldemort bajó la vista, pensativo. Cuando habló, su voz era un hilo helado:       —Que no escapen todos. Si deben fallar… —hizo una pausa apenas perceptible— al menos traedme a Bellerose.       Rosier alzó una ceja, sorprendido, pero no dijo nada. Mulciber miró a Nott, quien apretó los labios con un gesto impenetrable. Lucius frunció apenas el ceño. Solo Narcissa, aún en su lugar, pareció parpadear con lentitud. Bellatrix se inclinó, con devoción.       —Vuestro deseo es una orden, mi señor.       Voldemort los miró con sus ojos de abismo.       —Bellatrix… tú no vayas. Esta reunión… ha terminado.       Uno a uno, los mortífagos comenzaron a desaparecer entre crujidos de desaparición. Bellatrix se quedó sin moverse, lanzando una mirada de devoción a su Señor. Narcissa se quedó unos segundos más. No dijo nada. No hizo nada. Solo observó cómo las velas se apagaban solas. Eran las 12 menos cuarto. La noche estaba ardiendo en Hogsmeade.              📎 Nota del autor       Este capítulo ocurre al mismo tiempo que el capítulo anterior y que el siguiente. No es un error de continuidad, lo prometo 😅. Simplemente quería mostrar lo que pasa fuera del hilo principal de la historia con otros personajes que también están moviendo piezas importantes. Y que necesitaré más adelante. Espero que no sea un lío y que les guste. ¿Qué opináis? ¡Gracias por seguir leyendo!       
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