Prólogo: Cenizas de Luz
10 de septiembre de 2025, 17:43
Prólogo: Cenizas de Luz
El viento arrastraba cenizas sobre los restos de la aldea, como si fueran copos de nieve negra. Entre las casas derrumbadas aún se alzaban brasas y chispas que crepitaban con un rugido agónico. El aire olía a madera quemada, a hierro, y a la sangre que había sido derramada en nombre de una victoria que se sentía amarga.
El Capitán Felder, primer capitán del Rey de Serentipy, sostenía con fuerza la empuñadura de su espada. Había visto la batalla, había visto al Gran Hechicero Oscuro caer en medio de un resplandor cegador, y también había visto cómo la última Portadora de Luz entregaba su vida para sellar esa victoria. Su sacrificio aún temblaba en sus ojos, una llama que nunca olvidaría.
El Rey había sobrevivido, aunque herido de gravedad. Serentipy aún tenía soberano. Y, sin embargo, al mirar alrededor, Felder no sentía triunfo: sentía un vacío que le estrujaba el pecho. Porque sabía que la Oscuridad no había sido destruida del todo. Algo de ella aún respiraba, agazapada, esperando el momento de volver.
Avanzó entre las llamas, apartando con su capa el humo que lo cegaba. Entonces lo vio. Una luz, débil y trémula, brillaba entre los restos de una choza medio derrumbada. No era el fuego. No era el sol ocultándose. Era algo distinto. Algo vivo.
Felder corrió hacia allí, su corazón latiendo con un presentimiento oscuro. Entre maderas carbonizadas halló a un joven ya sin vida, su cuerpo atravesado por la espada de un enemigo desconocido. Y junto a él, casi fundida en el suelo, una muchacha agonizaba. Sus brazos temblorosos se aferraban a un pequeño bulto: una niña envuelta en mantas raídas, ajena al horror, dormida en la protección de aquel abrazo.
La joven emitía la luz. No era fuerte, apenas un resplandor suficiente para envolver a la criatura que sujetaba contra su pecho. Felder se arrodilló, conmovido. Ella alzó los ojos hacia él, cristalinos por el dolor, y sus labios se movieron con esfuerzo.
—Proteg... la... —susurró, apenas audible, la voz quebrada por la sangre que le llenaba la garganta—. Mariek...Delaere… Van... Light...
El último aliento se apagó en sus labios, y con él, la luz también se desvaneció. El capitán permaneció inmóvil unos instantes, el rostro endurecido por un dolor que no se permitía mostrar. Luego apartó suavemente a la joven muerta y miró a la niña. Tenía los ojos del color del océano, grandes y puros, y un cabello oscuro como la noche… atravesado por un único mechón blanco que brillaba bajo las brasas. En su cuello colgaba un amuleto, una piedra tallada con runas antiguas que Felder creía olvidadas.
Se quedó paralizado. Pensaba que ya no quedaba ninguna. Todas las Portadoras habían muerto. Y, sin embargo…
Levantó la mirada, buscando respuestas entre las cenizas. Los dos jóvenes —padres, hermanos, guardianes, no lo sabía— habían luchado hasta el último aliento por proteger a esa niña. Entre los restos, aún quedaban algunos libros medio chamuscados. Felder los recogió con cuidado, como si en ellos pudiera encontrar la clave del misterio que ardía en sus manos.
Alzó a la pequeña, que abrió los ojos por primera vez y lo miró fijamente. En ese instante, el capitán supo que no debía dejarla allí. Aunque no entendía qué significaba su existencia, aunque su deber no le dictara aún un camino, aunque todo en él gritara que aquello podía ser el inicio de algo aún más peligroso que la guerra recién terminada…
Montó a su caballo con la niña en brazos. El fuego seguía devorando la aldea detrás de él, pero Felder no volvió la vista. No sabía qué haría con ella. No sabía si había sido testigo de un milagro o de una condena. Solo sabía una cosa: por ahora, la llevaría a casa.
El camino de regreso fue largo, aunque apenas recordaba el trayecto. El galope de su caballo y el peso de la niña en sus brazos eran lo único real entre las sombras que poblaban su mente. No había pensado aún qué palabras usar, ni cómo podría explicar lo inexplicable.
La muralla de su hogar apareció entre los árboles, una casa de piedra sólida levantada en las afueras de Serentipy, donde la vida solía ser tranquila. Allí lo esperaban dos almas que eran su ancla en aquel mundo en guerra.
La puerta se abrió de golpe antes de que desmontara. Isolde, su esposa, salió corriendo con Henrik en brazos, un niño de apenas un año, risueño y aún ajeno al dolor del mundo. Pero el rostro de ella se endureció en cuanto vio la expresión sombría de Gideon.
—Gideon… —susurró, con voz temblorosa. Sus ojos se fijaron en el pequeño bulto envuelto en mantas oscuras—. ¿Qué has traído?
El capitán bajó la vista hacia la niña. Dormía tranquila, con aquel colgante brillando débilmente sobre su pecho.
—No sé lo que es —respondió él, con un hilo de voz ronco—. Solo sé que la encontré entre las ruinas. Y que no podía dejarla atrás.
Isolde retrocedió un paso, como si un frío invisible la hubiera tocado. Henrik, ajeno a todo, estiraba sus manitas hacia la recién llegada, balbuceando sonidos inocentes. La mujer se mordió los labios, dividida entre el instinto de madre y el temor que esa criatura despertaba.
—Su madre… murió protegiéndola —añadió Gideon, con la mirada baja—. Me pidió que la cuidara. Y cuando la vi… Isolde, ella… no puede ser una niña común.
Un silencio denso cayó sobre ambos. La brisa agitaba los cabellos oscuros de la bebé, y el mechón blanco parecía brillar con luz propia bajo la luna.
Isolde sostuvo la mirada de su esposo. Conocía ese tono en su voz: el de un hombre que había visto demasiado y que cargaba con un peso imposible. Al final, respiró hondo y lo aceptó, aunque su corazón palpitara con miedo.
—Entonces… la cuidaremos —dijo en un susurro, como si sellara un destino—. Si el sacrificio de una mujer le dio una oportunidad de vivir… no seré yo quien la rechace.
Gideon cerró los ojos, aliviado. Depositó a la niña en brazos de Isolde, y por primera vez desde la batalla, sintió que sus hombros se aflojaban apenas un instante. Henrik se inclinó curioso hacia ella, con un balbuceo dulce, como si diera la bienvenida a una hermana que aún no comprendía.
No tuvieron tiempo de más. El galope de otro caballo rompió la quietud del lugar. Un mensajero, cubierto de polvo y sudor, descendió con premura, extendiéndole un pergamino sellado con el emblema real.
—Capitán Felder, noticias urgentes del castillo.
Gideon rompió el sello con manos tensas. Leyó rápido, sus ojos endureciéndose a cada línea. Finalmente, exhaló con un nudo en la garganta.
—El Rey Theobald ha despertado… —murmuró, alzando la vista hacia Isolde—. El heredero y la reina están a salvo.
Isolde dejó escapar un suspiro de alivio. Pero Gideon no compartía del todo esa calma. Porque mientras guardaba el pergamino, no pudo evitar mirar de reojo a la pequeña que ahora reposaba en brazos de su esposa.
Aquellos ojos azules, abiertos de par en par, lo observaban fijamente. Una mirada profunda, demasiado consciente para un ser tan diminuto. Y en el brillo de ese colgante antiguo, Gideon creyó ver un reflejo de la misma luz que había consumido a la Portadora en el campo de batalla.
El capitán no sabía aún qué destino había puesto a esa niña en su camino. Solo sabía que nada volvería a ser igual.
Y en su interior, muy en el fondo, una pregunta lo devoraba en silencio: ¿Habían realmente vencido a la Oscuridad… o acababa de entrar en su propia casa?