Capítulo 8: La condición del Maestro
12 de octubre de 2025, 5:24
Capítulo 8: La Condición del Maestro
La taberna era pequeña, perdida entre los callejones del puerto viejo. En una mesa apartada, bajo la luz temblorosa de una lámpara de aceite, tres hombres compartían silencio más que compañía.
Gideon Felder miró a Aldebrand von Falkenhof con la desconfianza de quien no se acostumbra a la leyenda viva frente a él.
—La oscuridad se expande. Dürnstein cayó, y hay noticias de movimientos en el sur. Necesitamos localizar los focos. Neutralizarlos antes de que devoren más territorio.
Theobald añadió:
—No hay nadie mejor que vos para guiarnos. Fuiste quien sentó los cimientos de la Academia, quien comprendió que la Caballería, la Magia, la Arquería y la Sabiduría no podían estar separadas, sino entrelazadas. Hoy, ese conocimiento es lo único que podría darnos ventaja.
Aldebrand los observó en silencio. Sus ojos se movieron lentamente del Rey a Gideon, como si sopesara algo más que sus palabras. Los ojos acerados de Aldebrand se estrecharon.
—La última guerra, hace dieciséis años —repitió, con un matiz de reproche en la voz—. Ganamos terreno, sí. Pero también perdimos.
Su mirada se clavó como una daga en los dos hombres.
—Perdimos a Celestine.
El aire se volvió más pesado. Theobald bajó la cabeza, incapaz de sostener la mirada. Gideon apretó los labios hasta que la piel de su mandíbula se tensó como acero.
Aldebrand continuó, implacable:
—Luché a vuestro lado, os di lo que ningún otro podía ofrecer. Y sin embargo, cuando ella necesitó defensa… cuando la Luz pidió amparo… ¿dónde estabais?
El Rey abrió la boca para contestar, pero ninguna palabra salió. Gideon cerró un puño sobre la mesa, conteniendo la rabia.
—¿Por qué debería ayudaros esta vez? —preguntó Aldebrand con calma helada—. Decidme, ¿qué os hace pensar que no volveréis a fallar, que no volveréis a sacrificar lo que más importa?
Theobald tragó saliva, enmudecido. Fue Gideon quien al fin respondió, con la voz grave, áspera:
—Porque no participar en una guerra también es tomar partido, Maestro.
El silencio fue absoluto. Gideon siguió, más firme:
—La Luz está en peligro. Vos sabéis lo que significa eso. Sabéis las consecuencias si permitimos que la oscuridad siga creciendo. La conocéis…
Aldebrand entrecerró los ojos, dejando que las palabras calaran. Luego, apoyó ambas manos en el bastón y respiró hondo.
—Bien. ¿Qué necesitáis de mí?
Theobald recuperó el aire con cierta dificultad.
—Localizar los focos. La oscuridad surge de puntos concretos, puntos que debemos hallar y destruir. Queremos que os infiltréis, que los debilitéis antes de que podamos atacarlos. Una misión de espionaje, sí… pero también de guerra silenciosa.
—Eso no impedirá que vuelva la Oscuridad, lo sabéis, es necesario la batalla. Su batalla.
—Lo sabemos, pero nos ayuda a ganar tiempo.
El Maestro asintió lentamente, como midiendo la magnitud de la petición. Después de un largo silencio, habló con firmeza:
—Lo haré. Pero con una condición.
Gideon frunció el ceño al instante.
—¿Cuál?
Aldebrand sostuvo su mirada.
—Necesito a alguien conmigo. Una acompañante poderosa.
Theobald arqueó una ceja, sorprendido.
—¿Una acompañante? ¿De quién habláis?
El Rey miró hacia Gideon, que de golpe se irguió como si hubiese recibido una bofetada.
—No. Eso no —dijo con dureza
—¿Quién? —insistió Theobald.
Gideon apretó los dientes. La palabra salió con esfuerzo:
—Mariek.
Theobald se inclinó hacia delante, sorprendido.
—¿Vuestra hija?
Entonces Aldebrand clavó en Gideon una mirada penetrante, tan fría como certera.
—No te engañes, Gideon. —Su voz fue un filo contenido—. Tú la encontraste, sí… pero no es tu hija. Además, sé perfectamente de lo que es capaz, la he modelado.
Gideon apretó los labios, herido en lo más profundo, pero sin apartar los ojos del Maestro.
—Ella no es tuya, ni mía, ni de la Corona —prosiguió Aldebrand, con calma implacable—. Ella pertenece a un destino que ninguno de nosotros controla. Su fuerza no puede seguir oculta. Y será ella, y solo ella, quien decida si da ese paso.
Theobald miró a Gideon, y por primera vez en la noche, supo que aquello estaba por encima incluso de su corona. La tensión en la mesa era tal que ni la lluvia que golpeaba los cristales logró suavizarla.
El caballero apretó los labios, herido en lo más profundo, pero sin apartar los ojos del Maestro.
—Ella no sabe toda la verdad—replicó, con voz tensa, casi rota—.
—Tal vez sea hora de que lo descubra —respondió Aldebrand sin levantar el tono.
—¡Es solo una niña! —Gideon golpeó la mesa con el puño, el sonido retumbó en la taberna vacía—. Solo tiene dieciséis años. Dadme tiempo… tiempo para prepararla, para mantenerla a salvo, para explicarle.
Aldebrand lo miró con esa serenidad que resultaba más cortante que la rabia.
—El tiempo es un lujo que Serentipy ya no tiene. Además, por lo que se escucha en los caminos… ya se ha enfrentado a la oscuridad.
Theobald permaneció en silencio, observando el duelo de voluntades. No dijo nada, porque entendía que esa decisión escapaba incluso al poder de la corona. Al final, Aldebrand asintió lentamente.
—Bien. Antes del invierno. Iremos a la Academia y será ella quien elija. No vosotros.
Se puso en pie, su figura imponiéndose aún más bajo la lluvia que se filtraba por la puerta entreabierta.
—Lo que decida marcará el rumbo de todos nosotros.
Y sin más, se marchó.
La taberna quedó en un silencio pesado. Solo entonces Gideon se desplomó contra el respaldo de la silla, cubriéndose el rostro con las manos. Theobald lo observó en silencio, sabiendo que no había consuelo posible. La voz del caballero tembló cuando habló:
—La encontré siendo apenas un bebé, Majestad…la tomé en mis brazos, la crié como mía, le enseñé todo lo que sé. Y la hemos preparado para esto… pero…
Alzó la vista, los ojos claros llenos de una furia contenida y de un miedo casi insoportable.
—Si entra en ese juego, si se expone a lo que Aldebrand propone… la oscuridad la marcará. Y yo no podré detenerlo.
El Rey guardó silencio. Porque sabía que, en el fondo, Gideon tenía razón. Y sin embargo, el destino de Mariek Felder ya estaba escrito mucho antes de que cualquiera de ellos lo aceptara.
El rumor no empezó con un pregón ni con un mensaje oficial, sino con un murmullo en los pasillos. Un aprendiz lo susurró a otro, una cocinera lo comentó junto al pozo, y antes de que la primera campana del día terminara de sonar, todos los estudiantes de la Academia sabían la noticia: El Rey Theobald vendrá a la Academia. En cinco días.
Al principio, pocos lo creyeron. El Rey no solía abandonar Serendor sin motivo. Gobernaba con sabiduría y firmeza, pero también con prudencia: no se dejaba ver a menos que su presencia fuese necesaria. Por eso, cuando la bandera de la Corona Real fue izada sobre la torre central al mediodía, la incredulidad se transformó en expectación. Cinco días. y el Reino entero volvería a mirar hacia el lugar donde se formaban sus futuros protectores.
El aire del patio de armas estaba cargado de polvo y sol. Los caballeros practicaban con espada, los aprendices de sabios recitaban fórmulas a media voz y los escuderos corrían de un lado a otro. Allí, en el centro del bullicio, el Príncipe Willem acababa de concluir una serie de golpes precisos cuando Roderic irrumpió entre los espectadores, jadeando.
—¡Confirmado! —exclamó sin aliento—. El Consejo acaba de anunciarlo: Su Majestad Theobald vendrá en cinco días.
Willem, con la espada aún en alto, detuvo el movimiento. El sol le caía sobre el cabello y el sudor descendía por su frente. Henrik, Octavius y Roderic le observaban expectantes.
—¿Mi padre? —preguntó al fin—. ¿Aquí, a la Academia?
—Sí —respondió Roderic—. Se dice que quiere visitar los cuerpos de estudio, evaluar a los nuevos instructores y asistir a una exhibición de combate.
Henrik, más reservado, no compartía el entusiasmo.
—El Rey no visita la Academia desde hace más de una década. Si viene en persona, debe haber una razón más que el protocolo.
Willem bajó la espada y la limpió con un paño.
—Mi padre no es un hombre que viaje sin propósito —dijo con calma—. Pero si viene, debemos recibirlo como corresponde.
Su tono no era de temor ni de desconfianza, sino de respeto. Entre él y el Rey no había distancia, pero sí cierta solemnidad natural; una relación tejida con afecto y responsabilidad, donde el amor nunca había necesitado palabras.
—Quizás quiere veros —aventuró Octavius—. Hace meses que no estáis en la capital. Y después de lo ocurrido…
—Quizás —dijo Willem con una sonrisa breve—. Pero conozco a mi padre. Cuando el Rey se mueve, el Reino tiembla, aunque sea solo un poco.
El Príncipe permaneció en silencio unos segundos. El viento soplaba entre las columnas del patio, levantando polvo y el sonido metálico de las banderas. No entendía el motivo, y eso le inquietaba más que la visita misma. Finalmente, se giró hacia los demás.
—Bien. Si el Rey viene, debemos estar preparados.
—¿Preparados para qué? —preguntó Octavius, intentando sonar ligero.
—Para lo que sea —respondió Willem, con una mirada que ninguno de los tres olvidaría fácilmente.
Al otro extremo del recinto, Elara atravesaba los corredores con pasos ligeros. El rumor se había propagado tan deprisa que nadie sabía por dónde empezar a prepararse. Ella, en cambio, sabía exactamente a quién debía buscar. Mariek estaba, como siempre, lejos del bullicio. El bosque del norte, junto al lago, era su refugio preferido: un lugar donde el viento olía a resina y el silencio pesaba más que cualquier palabra.
Elara descendió por el sendero y la vio. Mariek tensaba el arco, concentrada, los músculos de los brazos firmes y el cabello oscuro cayendo sobre el rostro. Soltó la cuerda: la flecha cortó el aire con un sonido limpio y se clavó justo en el centro del blanco.
Elara aplaudió, sonriendo.
—¡Perfecto! Si la guerra fuera un torneo, te darían todas las medallas.
Mariek bajó el arco y se volvió hacia ella, sin perder su calma habitual.
—¿Qué ocurre? —preguntó, aunque la expresión en el rostro de Elara ya daba la respuesta.
—¡El Rey viene! —anunció con entusiasmo—. Su Majestad Theobald vendrá a la Academia en cinco días.
Por un momento, Mariek no reaccionó. El viento movió suavemente las ramas, y ella pareció escucharlo más que las palabras. Luego, murmuró:
—Cinco días… No puede ser una visita casual.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Elara.
Mariek inspiró despacio. El aire del bosque traía un olor que le resultaba familiar: madera, humedad, un presagio antiguo.
—Porque el Rey siempre tiene un motivo —dijo, más para sí misma que para su compañera—. Y cuando actúa, lo hace porque ya ha visto lo que los demás aún no perciben.
Elara la observó con curiosidad, intentando entender el trasfondo de aquella certeza.
—¿Le conoces?
—Le respeto —respondió Mariek con serenidad—. Y eso basta para saber que no da pasos vacíos.
Elara se cruzó de brazos.
—¿Crees que tiene que ver con lo que pasó hace unas semanas?
Mariek no respondió. Sus ojos, azules como el acero bajo la luz del bosque, se perdieron entre los árboles. Un presentimiento la atravesó, tan claro como el frío que subía desde el lago. Algo se estaba preparando. Algo que no terminaba de ver, pero que ya sentía acercarse.
Hubo un silencio breve, el sonido del agua del lago rompiendo suavemente contra las piedras. Mariek se agachó a recoger las flechas clavadas y, mientras lo hacía, una imagen cruzó su mente con la nitidez de un recuerdo lejano. No era el bosque. Era una sala amplia, con columnas antiguas y cortinas de un azul profundo.
El suelo estaba cubierto de polvo, y las llamas de los candelabros oscilaban con el viento. Una figura se alzaba frente a ella: el Maestro.
Su voz —firme, sin dureza— resonaba en la memoria de Mariek como si acabara de pronunciarla: “Cuando el Rey se mueve, es porque algo en el Reino ha cambiado. No sigas el ruido del pueblo ni los ecos del Consejo. Observa el silencio que deja su paso. En él se esconde el verdadero motivo.”
Ella tenía apenas trece años en aquel entonces. Sus manos eran pequeñas, su mirada, más ingenua. Había preguntado: “¿Y si ese motivo no puedo verlo?” Y el Maestro había respondido: “Entonces escucha. Las corrientes del destino siempre susurran antes de romperse. Cuando el Rey actúa, Mariek, siempre hay un motivo. Nunca hagas el error de pensar que sus movimientos son impulsivos. Si quieres protegerlo, debes anticiparte a sus razones antes de que él las diga. Solo así estarás a la altura de su confianza.”
La escena se desvaneció como un eco que se disuelve en el viento. Aquellas palabras se habían grabado en ella como una marca. El Maestro no hablaba de política; hablaba de instinto, de leer la corriente antes de que llegara la tormenta. Y ahora, mientras el rumor del Rey recorría la Academia, Mariek sintió que la tormenta se avecinaba.
—¿En qué piensas? —preguntó Elara, interrumpiendo el silencio.
—En que debemos estar atentos —respondió Mariek, sin apartar la vista del horizonte.
—¿Atentos a qué?
—A lo que el Rey no diga. Observa a la Corona, Elara, nunca actúa de manera impulsiva. Si quieres proteger debes anticiparte. Solo así te ganarás su confianza.
Elara la miró, desconcertada, pero asintió. Sabía que Mariek no hablaba por hablar. La muchacha recogió el arco, lo guardó con cuidado en su funda y comenzó a caminar de regreso hacia la Academia. Elara la siguió, todavía intentando procesar la noticia y el aire repentinamente más denso que parecía envolverlo todo.
Mientras subían por el sendero, los ecos de la Academia llegaban como un murmullo lejano: risas, pasos apresurados, órdenes de los instructores. Pero en el fondo, entre esos sonidos, había algo más… Un temblor que no venía del viento ni de la tierra, sino del destino que se estaba gestando.
Mientras tanto, en el patio central, Willem observaba la torre principal donde ondeaba el estandarte de la Corona. El viento movía la tela, y durante un instante, le pareció ver reflejada en ella la figura de su padre. Recordó su voz, grave pero serena, hablándole de joven: “El poder no se sostiene con miedo, hijo. Se sostiene con comprensión. Si gobiernas solo con la espada, el pueblo te obedecerá por temor. Pero si gobiernas con el corazón, te seguirá incluso en la oscuridad.”
Era una de las tantas lecciones que Theobald le había enseñado sin imponerlas. Willem lo admiraba por eso: porque su padre no necesitaba demostrar fuerza para inspirarla. Y, sin embargo, no podía evitar la pregunta que le rondaba desde el anuncio: ¿Por qué ahora este movimiento?
Henrik se acercó, notando su semblante pensativo.
—¿Os preocupa su visita?
—No. Confío en mi padre —respondió Willem—. Pero no comprendo el motivo.
—Tal vez quiere ver con sus propios ojos cómo ha cambiado la Academia.
—O tal vez —dijo el Príncipe, mirando hacia el horizonte— hay algo que aún no nos han dicho.
Roderic y Octavius se unieron al grupo, y por unos momentos el aire se llenó de comentarios sobre las posibles causas: reformas en el Consejo, alianzas, nuevas expediciones. Pero nada sonaba convincente. Todo parecía envolver un misterio que solo el Rey podía resolver. El peso del linaje real era una carga que ninguno de ellos podía comprender del todo.
Octavius, siempre impaciente ante los silencios demasiado largos, soltó una carcajada forzada.
—Bueno, sea lo que sea, al menos tendremos banquetes. Y música. Y, con suerte, permiso para beber algo más que agua del pozo.
Roderic lo miró con desaprobación.
—Octavius…
—¿Qué? —se defendió el joven—. Es una visita real, ¿no? Un poco de alegría no mata a nadie.
Willem esbozó una sonrisa breve, casi imperceptible.
—Ojalá fuera solo eso.
Al caer la tarde, la Academia entera vibraba con una energía distinta. Los instructores ordenaban a sus alumnos con más rigor que nunca, los estandartes eran lavados y las torres encendían luces hasta entrada la noche. Se sentía la expectativa de algo grande, pero también el peso de lo desconocido.
En la torre de los hechiceros, Elara no paraba de hablar mientras Mariek leía en silencio.
—¡Imaginas la ceremonia! Todos los profesores, los sabios, los caballeros... Y nosotras ahí, en la senda de los magos.
—No me interesa impresionar —dijo Mariek sin levantar la vista.
—Pero es el Rey —insistió Elara.
—Precisamente.
Elara suspiró, sin entender esa calma obstinada.
—¿No os emociona verle, al menos?
Mariek se detuvo. Sus dedos rozaron el amuleto que llevaba siempre bajo la ropa: una piedra clara, grabada con símbolos antiguos.
—Sí —dijo despacio—. Pero no por lo que representa. Sino por lo que traerá con él.
Elara arqueó una ceja.
—¿Y qué creéis que traerá?
—Respuestas. O más preguntas. O decisiones —Mariek alzó la vista, seria—. No lo sabremos hasta que llegue.
Esa noche, mientras la luna ascendía sobre los techos plateados de la Academia, el silencio reinó por primera vez en semanas. Los estudiantes dormían con la emoción mezclada con el nerviosismo. Y en alguna torre, una vela se mantenía encendida, proyectando una sombra que pensaba en lo mismo que todos: el motivo del Rey.
Mariek se levantó, incapaz de dormir. Desde su habitación podía ver la torre de los caballeros, donde una luz seguía encendida. Sabía quién estaría despierto aún a esas horas. Por un instante, pensó en lo que había aprendido cuatro años atrás: “Anticípate al motivo.”
El motivo del Rey seguía oculto. Pero algo en su interior —una chispa antigua, una intuición casi dolorosa— le decía que esta visita no era solo política. Era personal.
Y, de algún modo, todo lo que había intentado mantener en equilibrio iba a cambiar cuando el estandarte real cruzara los muros de la Academia.
Cerró los ojos. El aire frío la envolvió, y por un instante, sintió una vibración leve en el amuleto que colgaba de su cuello. Como si respondiera a un llamado lejano. Cinco días. Solo cinco días, y el destino del Reino de Serentipy volvería a girar sobre ellos. Cinco días y todo podría cambiar.
El eco de una voz —antigua, prudente, que ya no estaba— resonó en su mente de nuevo: “La corona no es solo el símbolo del poder, Mariek. Es el peso de los destinos que la rodean. Cuando llegue el día, no temas al motivo oculto. Obsérvalo. Entiéndelo. Y, si puedes, protégelo.”
Mariek se apoyó en el alféizar, dejando que el aire frío le despejara los pensamientos. Y mirando de nuevo la Torre de los Caballeros, se decidió: Protegerle, ante todo, protegerle.
Los preparativos para la visita del Rey parecían absorber cada rincón de la institución: centinelas en posición, instructores ajustando protocolos y estudiantes practicando con más rigor de lo habitual.
Willem caminaba entre los senderos de piedra que llevaban a la fuente del jardín central, sin prisa, pero con la atención alerta. Necesitaba un momento de calma, un respiro antes de que la visita de su padre alterara la rutina de la Academia. La superficie del agua se movía suavemente, reflejando los matices ámbar y cobre del cielo que caía lentamente, como si la naturaleza también contuviera la respiración.
Un ruido ligero, medido y casi imperceptible, le hizo detenerse. No tuvo que volverse para reconocer la presencia que se aproximaba.
—Alteza —dijo la voz, clara y serena, pero cargada de una intención contenida.
Mariek apareció entre los tilos, el uniforme de la Academia impecable, su cabello negro suelto cayendo sobre los hombros y el mechón blanco cruzándole el rostro. La luz del atardecer resaltaba cada hebra, cada matiz, dándole un aire solemne y, a la vez, delicado. Su mirada, tranquila y firme, lo encontró sin esfuerzo, y Willem sintió un instante de quietud que contrastaba con la tensión que flotaba en el aire.
—No esperaba encontraros aquí —dijo él, esforzándose en mantener un tono neutral.
—Yo tampoco esperaba veros solo —replicó ella, con una calma que escondía un temblor apenas perceptible—. Todo el mundo se mueve como si la Academia estuviera en llamas.
Willem asintió, y ambos se detuvieron en un silencio compartido, apenas roto por el murmullo del agua en la fuente.
—He venido a daros algo —dijo Mariek al fin, rompiendo el silencio.
De entre los pliegues de su uniforme extrajo un pequeño objeto envuelto en un paño claro. Lo sostuvo en la palma de la mano, con la seriedad que siempre mostraba. Willem frunció el ceño, intrigado.
—¿Qué es eso? —preguntó, intentando no dejar ver la curiosidad que le recorría el pecho.
—Es un amuleto —contestó ella—. Lo he llevado desde que nací. Algo me dice que ahora debéis tenerlo vos.
El Príncipe la observó con atención. Nunca había visto aquel amuleto. La piedra pulida brillaba tenuemente, azul pálida, con finas runas que parecían respirar con la luz. Era un objeto pequeño, pero parecía contener un peso que iba más allá de lo material.
—¿Desde vuestro nacimiento? —murmuró, con una mezcla de asombro y respeto.
—Sí —dijo Mariek—. Siempre me protegió a mí, y ahora siento que os protegerá a vos.
Ella deshizo cuidadosamente el paño y se acercó, extendiendo la mano con el amuleto en la palma. Willem dio un paso hacia ella, y por un momento el mundo se redujo a ese contacto inminente.
—Permitidme —dijo ella con voz firme, casi reverente.
Willem no dudó. Mariek pasó el cordón del amuleto por detrás de su cuello, ajustándolo con cuidado sobre su pecho, justo sobre el corazón. Sus dedos se rozaron apenas, pero la intensidad de ese instante fue suficiente para que el tiempo pareciera detenerse. La mirada de Mariek se sostuvo en la suya, contenida, serena, pero cargada de un peso que él apenas comprendía.
—Ya está —murmuró—.
El amuleto brilló un momento bajo la luz del sol antes de apagarse lentamente, como si aceptara su nuevo destino.
—Os queda bien —dijo ella, intentando suavizar la tensión.
—No sé si eso me preocupa o me consuela —respondió él con una sonrisa breve.
Mariek lo observó en silencio. El Príncipe parecía el mismo de siempre —sereno, cortés, con esa dignidad natural que heredaba de su padre—, pero había algo distinto en su mirada. Como si estuviera despidiéndose sin saberlo.
—Alteza... —empezó ella, dudando.
—Willem —la interrumpió con voz baja.
Ella parpadeó.
—No debo.
—Por una vez —dijo él—. No somos Príncipe y protectora. Solo dos personas hablando junto a una fuente.
Mariek lo miró largamente, luego asintió apenas.
—De acuerdo... Willem.
El sonido de su nombre en su voz tuvo un efecto extraño. Él sonrió, aunque en el fondo sintió que algo dentro se desgarraba un poco.
—¿Creéis que la visita del Rey traerá algo más que protocolos? —preguntó, buscando desviar el pensamiento.
Mariek dudó antes de responder.
—Creo que traerá decisiones. Y no todas serán fáciles.
Willem la observó, tratando de descifrar lo que ocultaban sus palabras. Y en ese instante, comprendió algo que no se atrevió a decir en voz alta: que temía por ella. Por su papel, por su destino, por todo aquello que la ligaba a la Corona de un modo que ni siquiera él comprendía del todo.
Un silencio profundo los envolvió, solo roto por el murmullo del agua y un suspiro leve que escapó de los labios de ambos.
—Cuando mi padre llegue —dijo Willem al fin—, todo cambiará.
Mariek asintió ligeramente, con el ceño apenas fruncido.
—A veces el cambio es inevitable —murmuró—.
—Sí —respondió Willem—. Pero no todos los cambios se pueden controlar.
Ella bajó la mirada, contemplando la superficie de la fuente como si esperara encontrar respuestas en el reflejo. Durante un instante, la luz reflejó el amuleto y Willem tuvo la sensación de que aquel objeto no era sólo protección, sino un símbolo de la conexión silenciosa que ambos compartían.
—Os protegeré, Alteza —susurró ella.
—Y yo a vos —replicó él, sin poder evitar que su voz temblara apenas—. Si el destino me lo permite.
Sus ojos se encontraron, azul y gris, y por un momento, ninguno necesitó palabras. Todo estaba en el silencio, en la firmeza de sus posturas, en la intensidad contenida de sus respiraciones. Willem sintió el peso de la despedida, aunque no podía admitirlo; Mariek lo sintió también, como una brisa fría que recorría la espalda sin avisar.
—Debemos marcharnos —dijo ella finalmente, rompiendo la quietud—. No podéis permanecer aquí mientras la Academia se prepara para el Rey.
—¿Y vos? —preguntó él, con un tono que intentaba ser casual, pero que traicionaba su preocupación.
—Haré lo de siempre hasta que llegue el Rey. Entonces, también saldré a recibirle.
Willem asintió lentamente, consciente de la seriedad de sus palabras y del secreto que ambos compartían en silencio.
—Muy bien —dijo al fin—. Entonces... hasta pronto.
Mariek inclinó la cabeza, con la compostura de una soldado ante su príncipe. Pero sus ojos, cuando lo miraron por última vez, tenían una mezcla de firmeza y melancolía que él nunca olvidaría.
—Hasta pronto —repitió ella.
El Príncipe se alejó despacio, el sonido de sus pasos se desvaneció entre los árboles. Ella lo siguió con la mirada hasta que desapareció tras el arco de piedra. Solo entonces se permitió soltar el aire que había estado conteniendo desde el inicio.
El silencio volvió a llenar el jardín. Mariek se acercó a la fuente y miró su propio reflejo. La superficie del agua temblaba ligeramente, deformando su rostro y el hueco vacío en su cuello donde antes pendía el amuleto.
—Protegedle... —susurró, sin saber a quién dirigía la súplica: a las runas, al destino o a sí misma.
El viento respondió con un susurro leve, casi una promesa. A lo lejos, sonaron las campanas del ocaso.
En ese mismo momento, Willem se detenía en la galería superior. Apoyó la mano sobre el pecho, sintiendo el frío del amuleto contra la piel. Durante un instante creyó percibir un calor leve, como si la piedra respirara. No sabía si era la magia o el recuerdo del contacto de sus dedos.
Miró hacia el patio, hacia el bosque que se extendía más allá de los muros. Pensó en ella. Y aunque no lo dijo en voz alta, comprendió que ese encuentro había sido diferente. Como si, sin saberlo, hubieran cruzado una línea que no podrían desandar.
Cerró los ojos. Intentó convencerse de que nada pasaría, que los temores eran solo sombras. Pero en el fondo de su pecho, algo —quizá el amuleto, quizá su propio corazón— latía con un presentimiento antiguo.
Ya habían pasado los cinco días. A lo lejos, las campanas de la Academia comenzaron a sonar, recordando que la visita del Rey estaba cerca, que los cambios se aproximaban y que nada volvería a ser igual.
La noticia había recorrido la Academia como un relámpago: el Rey Theobald estaba llegando. La expectación se palpaba en el aire, cada estudiante, cada maestro, se apresuraba a ocupar su lugar en el gran patio de piedra.
Mariek aguardaba junto a Liora y Elara, con la capucha baja y las manos entrelazadas. Desde donde estaba, distinguía a Henrik, firme en la primera fila de cadetes, al lado de Octavius y Roderic. Más allá, el Príncipe Willem, erguido, aguardaba con un brillo extraño en los ojos: expectativa y orgullo, pero también inquietud.
El corazón de Mariek se aceleró sin razón aparente. Una punzada de presentimiento le recorrió el pecho.
Entonces, sonaron las trompetas. El estruendo metálico se expandió entre los muros, solemne, majestuoso. Las puertas del claustro se abrieron. Entró la comitiva real: caballos en formación, armaduras bruñidas reflejando la luz del mediodía, pendones de Serendipy ondeando con orgullo. Al frente, los capitanes. Entre ellos, Gideon Felder, con el porte severo y el temple de quien llevaba demasiadas guerras sobre sus hombros. En el centro, imponente, montado sobre un corcel oscuro, venía el Rey Theobald.
Todos los presentes inclinaron la cabeza en una reverencia unánime. El silencio fue absoluto.
El Príncipe Willem avanzó, con la solemnidad aprendida desde niño. Se inclinó profundamente y, acto seguido, el Rey lo estrechó en un abrazo que rompió el protocolo. Los murmullos se encendieron en los alrededores: un gesto inesperado de afecto que muchos no olvidarían.
Pero mientras los ojos de todos estaban puestos en el monarca y su heredero, algo distinto ocurría en un rincón del claustro. Gideon, aún de pie junto a su caballo, buscó con la mirada. La encontró. Apenas un leve gesto de la mano, rápido, casi imperceptible. Pero ella lo entendió al instante.
Sin pronunciar palabra, se apartó de sus amigas. Elara y Liora, embelesadas con la comitiva de caballeros, no repararon en su ausencia. Con pasos firmes, pero discretos, cruzó entre los estudiantes y se escabulló hacia la puerta lateral del claustro.
Gideon se movió también, abandonando la formación. Nadie se dio cuenta, toda la atención estaba volcada en el Rey.
Mariek sintió la respiración contenida en el aire, la tensión de lo inevitable. Estaba a punto de atravesar la puerta cuando, de pronto, una sensación le erizó la piel: Willem.
Giró apenas el rostro y, efectivamente, el príncipe la había visto. Sus ojos se cruzaron por una fracción de segundo, un destello entre la multitud. Él dio un paso al frente, instintivo, como si fuera a seguirla. Pero una mano poderosa se posó en su hombro. El Rey Theobald.
—A mi lado, hijo —le ordenó, sin siquiera mirarle.
Willem se detuvo, atrapado entre la obediencia y el deseo. Cuando volvió a girar la cabeza, Mariek ya había desaparecido tras la puerta, junto a su padre. El eco de las trompetas aún vibraba en el claustro, pero para Willem, lo único que resonaba era ese vacío. La había perdido de vista.
Mariek caminaba con pasos medidos por el amplio corredor de la Academia, el eco de sus botas resonando en la piedra pulida. A su lado, Gideon avanzaba con la firmeza que siempre lo caracterizaba, su mirada vigilante, pero suave cuando se posaba en ella.
Al llegar a la puerta de la estancia, Gideon se detuvo y la miró con esa mezcla de orgullo y preocupación que siempre provocaba en Mariek un hormigueo en el pecho.
—Mariek —dijo, suavizando su habitual tono grave—. Ha pasado el tiempo.
Ella asintió, y por primera vez permitió que una sonrisa contenida iluminara su rostro. Se acercó a él y, sin palabras, depositó una breve pero firme inclinación de cabeza. Él respondió con un gesto que mezclaba ternura y la fuerza de su autoridad, y la joven sintió, en ese instante, la seguridad que solo su padre podía darle.
—Me alegro de veros —murmuró Gideon—. Tu madre te manda recuerdos.
—Estoy bien, padre —respondió ella, con un hilo de voz, mientras se acercaba un paso más—. Díselo cuando la veas.
Gideon la observó unos instantes en silencio, con los brazos cruzados, luego asintió levemente.
—Bien. Lo haré. Pero ahora entremos, debes ver el verdadero motivo de nuestra visita.
Mariek tragó saliva, y un leve estremecimiento recorrió su espalda. La puerta se abrió y los dos entraron juntos en la estancia. La luz filtrada por los vitrales dibujaba patrones sobre el suelo, iluminando parcialmente la figura que esperaba al otro lado.
Su corazón se aceleró al verlo. Allí estaba su Maestro, Aldebrand, de pie, sereno, con una presencia que imponía respeto incluso sin necesidad de levantar la voz. Mariek sintió cómo se mezclaban emociones opuestas: alegría al verlo, reverencia por su autoridad, y un miedo sordo que le erizaba la piel por lo que iba a ocurrir.
—Maestro —dijo finalmente, avanzando un paso—.
Aldebrand giró la cabeza lentamente hacia ella. Sus ojos se encontraron, y Mariek percibió en ellos ese equilibrio inmutable entre juicio y aprobación que siempre la había hecho esforzarse más allá de sus límites.
—Mariek… —su voz resonó como un eco profundo, cargado de peso y significado—. Veo que habéis crecido. Y que habéis cumplido… en gran medida.
Ella inclinó la cabeza ligeramente, conteniendo la emoción. Cada palabra del Maestro llevaba consigo un peso que la hacía consciente de lo que había sacrificado y de lo que aún estaba por venir.
Mariek avanzó unos pasos, todavía con el corazón agitado, y clavó sus ojos azul profundo en los de su Maestro.
—He hecho todo lo que me dijo… —sus palabras salieron firmes, pero con un temblor escondido—. Entré en la Academia como Hechicera, como me pidió. No he dejado de entrenar las otras sendas, ni un solo día. Y… —titubeó un instante, bajando un poco la mirada— he cumplido con lo más importante. Proteger.
Un destello extraño cruzó por sus ojos cuando añadió, en voz más baja:
—Proteger a la Corona…
Aldebrand la observó con detenimiento. La mención, el tono cargado de algo más de lo que quería mostrar, no le pasó desapercibido. Pero el Maestro, con esa calma que lo caracterizaba, decidió no ahondar en ello. No ahora. Solo asintió.
—Mariek —dijo al fin, su voz como el retumbar de una campana profunda—, tenemos que pedirte otra cosa.
Antes de que pudiera preguntar qué, su padre intervino de golpe, adelantándose un paso, la mandíbula apretada.
—Lo haré yo.
Mariek lo miró con sorpresa. Nunca había visto en Gideon esa mezcla de severidad y… miedo. El capitán respiró hondo y señaló la silla.
—Siéntate, hija.
Ella obedeció. El roce de la madera crujió bajo su peso, y con ello, el aire de la sala se volvió aún más denso. Sabía que lo que venía iba a ser distinto, decisivo. Gideon se cruzó de brazos, sin moverse, mientras Aldebrand permanecía de pie, como una sombra expectante. El capitán habló con voz grave, medida:
—El Rey ha solicitado la ayuda del Maestro para una misión. Una tarea que podría decidir el curso de la guerra incipiente contra la oscuridad. Esa oscuridad que has combatido aquí dentro en la Academia. Y esa misión… requiere de alguien más.
Mariek sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No apartó la vista de su padre, esperando lo que seguía.
—Alguien que pueda caminar entre la espada y la magia. Que conozca la disciplina y el riesgo. Que… —su voz vaciló apenas, como si pronunciar lo siguiente le doliera— …no tema adentrarse en la oscuridad misma.
La muchacha apretó los dedos contra la tela de su falda, conteniendo el temblor que nacía en su interior. Sabía a dónde llevaba todo aquello. Su corazón ya lo había entendido, aunque sus labios aún no. El silencio cayó de nuevo, solo roto por el chasquido del fuego en la chimenea. Finalmente, Gideon la miró a los ojos. Y Mariek supo que estaba a punto de escuchar algo que podría cambiar su vida para siempre.
—Piden tu ayuda…
Era esto lo que presentía su corazón. Mariek se levantó sin prisa, como si la silla le pesara demasiado, y caminó hacia la ventana. El aire frío de la piedra se filtraba por las rendijas, pero ella apenas lo notaba. Desde allí, el mundo se desplegaba como una pintura lejana: los estandartes ondeando, el brillo de las armaduras, la multitud inclinada ante el Rey.
Y entre todo ese esplendor, sus ojos se detuvieron en él. Willem. El cabello oscuro recogía la luz del sol en hebras azabache, y el porte orgulloso lo distinguía aún entre todos los caballeros y nobles. Una punzada le recorrió el pecho.
A sus espaldas, la voz grave de Gideon fue poniendo las últimas piezas del relato. La misión. El riesgo. La condición de Aldebrand. Y al final, un silencio cargado de expectación.
—Mariek… —fue lo último que dijo su padre, como si no pudiera seguir.
Ella no se giró. Sus ojos permanecían anclados en la figura del príncipe allá abajo, riendo con Octavius mientras los trompetistas recogían los instrumentos.
—Nunca quise este destino —susurró, y notó cómo la confesión flotaba en la sala como un secreto roto—. Nunca lo elegí. Y no lo entiendo. Pero… —se enderezó, la mandíbula firme, y la luz azul de sus ojos brilló contra el vidrio— si la oscuridad ha elegido este reino, y mi lugar es estar en medio, no voy a huir.
El reflejo en el cristal le devolvió una imagen de sí misma más fuerte, más decidida. Aldebrand la observaba en silencio, y por primera vez dejó que un leve gesto, casi imperceptible, suavizara la dureza de su rostro. Gideon, en cambio, bajó la vista, apretando los puños. Sabía que había perdido.
Mariek inspiró hondo, y sin apartar la mirada del príncipe que todavía sonreía allá abajo, añadió con una mezcla de nostalgia y determinación:
—Si debo caminar en la oscuridad para que él y su gente vean la luz, lo haré.
La frase quedó suspendida, como un juramento que nadie había pedido, pero que todos entendieron.
Después de un rato, el aire en el claustro seguía cargado con el eco de trompetas y vítores. El Rey Theobald avanzaba entre filas de estudiantes y caballeros inclinados, con la majestad propia de un monarca al que nada parecía escapar.
Entonces, Gideon regresó del pasillo lateral. Su paso era firme, pero en su rostro endurecido se notaba la huella de la tormenta interior. Cuando llegó hasta la línea central, alzó la vista. El Rey lo miró en silencio, como si no hicieran falta palabras.
Solo un leve asentimiento de Gideon selló el acuerdo. Theobald devolvió el gesto, solemne, con la serenidad de quien entiende el precio del deber. No todos captaron aquel intercambio, pero alguien sí. Willem. El príncipe, desde unos pasos más atrás, había seguido con atención los movimientos del capitán. Su mirada inquieta recorrió el espacio hasta encontrar la dirección hacia la que Gideon había fijado los ojos por última vez.
Y allí… algo se movía, eran dos caballos saliendo de la entrada lateral de la Academia. El primero, blanco, sostenía sobre la silla una figura alta e imponente con capa gris y un báculo.Tras él, en un corcel negro como la noche, otra figura más pequeña le seguía, sobre ella la capa oscura caía hasta casi rozar los estribos, la capucha le ocultaba el rostro.
El galope hizo girar un instante la montura, y en ese movimiento, un mechón blanco se escapó entre las telas, iluminado por el sol poniente. El corazón de Willem se detuvo.
—No… —susurró, sintiendo cómo la sangre le helaba las venas.
Sin pensarlo, echó a correr, apartando a estudiantes y caballeros que se interponían en su camino.
—¡Alteza! —Octavius intentó sujetarlo por el brazo, pero Willem lo sacudió con violencia.
—¡Príncipe! —llamó Roderic, viendo la tensión en su rostro.
—¡Príncipe Willem! —la voz del Rey resonó, grave, imperiosa, intentando detener a su hijo.
Pero nada pudo frenarlo. Willem corría con el alma en los pies, sus botas resonaban como golpes secos de furia y desesperación contra la piedra. Llegó a la última arcada, extendiendo la mano como si pudiera alcanzarla, detenerla, arrancarla de aquel destino.
—¡Mariek! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones, su voz desgarrando el aire como un rugido desesperado.
El caballo negro ya había emprendido el galope tras el blanco. Y en un instante que pareció eterno, ella giró la cabeza. Bajo la capucha, alcanzó a verlo. Y sonrió. No era una sonrisa plena, sino triste, resignada… pero era suya y era para él.
Willem se quebró por dentro. Las siluetas se desdibujaron entre la polvareda del camino, fundiéndose con el horizonte y desapareciendo. El príncipe quedó allí, detenido, con el pecho ardiendo y los ojos clavados en la nada. Su respiración era un sollozo contenido, su mano aún tendida al vacío. Por primera vez en mucho tiempo, la impotencia lo atravesó como una herida.
Y comprendió, con un dolor insoportable, que Mariek se estaba yendo y que él no podía seguirla
El eco de las trompetas aún vibraba en los muros de la Academia, pero en la sala privada reinaba un silencio denso, casi sofocante. Henrik se mantenía erguido frente a su padre, los puños cerrados, la respiración agitada como quien lucha por contener un incendio interior.
El Rey Theobald, sentado tras una mesa robusta de roble, los observaba con la calma fría de quien mide cada gesto, como si contemplara un río al borde de desbordarse.
—¿Dónde está Mariek? —preguntó Henrik de golpe. Su voz temblaba de tensión, pero trató de mantener la compostura ante el monarca.
—En una misión —respondió Gideon, seco, sin matices—. Y es confidencial.
Henrik apretó la mandíbula, a punto de replicar, cuando la puerta se abrió de par en par. Willem irrumpió en la sala como una tormenta contenida. La rabia le ardía en los ojos, y ni siquiera se detuvo a saludar ni a medir sus palabras. Se plantó frente a su padre, clavando la mirada en él.
—¿Cómo pudisteis dejarla marchar? —su voz era un filo vibrando en el aire—. ¡No teníais derecho!
El rey frunció el ceño, sorprendido, desconcertado.
—¿Marchar? —repitió, con la calma regia de quien necesita ganar tiempo—. Hijo, fue ella quien eligió irse. Eligió servir a la Corona. ¿Por qué hablas con tanta vehemencia de lo que no comprendes?
Willem dio un paso hacia él, como si las palabras del Rey fueran un insulto.
—¡¿Servir a la Corona?! —su grito retumbó en las paredes, y ya no importaba que Gideon y Henrik estuvieran allí presentes—. Eso no es servir, ¡eso es condenarla! ¡Mandarla al peligro… sola!
Henrik bajó la cabeza. Gideon también. Ninguno de los dos debía presenciar aquello, pero las palabras del príncipe eran demasiado claras para fingir sordera.
El Rey Theobald se inclinó hacia delante, la severidad endureciendo sus facciones, aunque en el fondo de sus ojos lo que brillaba era genuina incomprensión.
—Willem… apenas si he cruzado palabra con esa muchacha. No sabía ni que la conocieras. Y, para que lo sepas, no está sola. El Maestro Aldebrand viaja con ella.
El pecho de Willem se contrajo. El nombre del Maestro solo agravaba el peso en sus entrañas. Pero fue otra palabra la que lo hirió más: esa muchacha. Como si no fuera nada. Avanzó hasta la mesa y apoyó las manos con fuerza sobre la madera, inclinándose hacia su padre.
—No es “una muchacha”. Ella… —las palabras se atragantaron en su garganta; decirlas sería exponerse por completo—. Ella es Mariek. ¡Y la habéis entregado al Maestro como si nada!
El Rey se levantó entonces, herido por el tono, pero sobre todo sorprendido por la intensidad que desbordaba a su hijo.
—¿Por qué hablas así? —su voz fue grave, inquisitiva—. ¿Qué es lo que sientes por esa joven?
El silencio cayó como un abismo. Willem apretó los dientes. No podía responder. No delante de Gideon. No delante de Henrik. Pero ambos habían entendido ya más de lo que debían.
Theobald lo miró largamente, hasta que dejó escapar un suspiro pesado. Y con voz firme, como quien dicta un destino, pronunció la frase que se incrustó en el corazón de su hijo como hierro ardiente:
—Eso que deseas no es posible, Willem. Tú eres el heredero de la Corona. Ella… jamás podrá serlo. Ella solo os protege.
Willem sintió la furia morderle la garganta, la impotencia quemándole por dentro. No confió en sus propias palabras, no quiso dejar escapar el grito que pugnaba por salir. Así que se giró en seco, las botas resonando con violencia contra el suelo, y abandonó la sala.
El Rey lo siguió con la mirada, en una calma solo aparente. Pero bajo aquella fachada, la grieta entre padre e hijo acababa de abrirse un poco más.
El portazo de Willem aún resonaba en la estancia cuando Theobald, con gesto adusto, se pasó una mano por la barba. Su mirada osciló un instante entre Gideon y Henrik, y al final dejó escapar un suspiro.
—Disculpad a mi hijo —dijo, con voz grave pero medida—. La juventud es fuego impetuoso… y a veces arde sin medida.
Ninguno de los dos replicó. Gideon se mantuvo rígido, los labios apretados, mientras Henrik, que aún no se reponía de la escena, bajó la cabeza en señal de respeto. El Rey, sin embargo, ladeó apenas el rostro hacia el joven Felder.
—Dime, Henrik —preguntó con calma regia, aunque sus ojos escrutaban con intensidad—. ¿Qué relación existe entre tu hermana y el príncipe Willem?
Henrik abrió la boca, pero ninguna palabra salió. Dudó. Sentía la mirada del monarca clavada en él, pesada como una espada suspendida sobre su cuello. Entonces, de reojo, vio los ojos de su padre: severos, inquebrantables, instándolo a hablar con franqueza.
El joven tragó saliva y, erguido, respondió con todo el decoro que pudo reunir:
—Desde el principio, Alteza, el príncipe mostró un… deseo por acercarse a ella. Un deseo de protegerla. Y mi hermana, la señorita Felder, parecía corresponder a esa cercanía algunas veces como si no pudiera evitarlo, aunque siempre dentro del respeto y la compostura. Cuando juntan su magia, su fuerza… se potencia…Hubo algún entrenamiento en común… pero poco más sé. Ambos han procurado mantener las formas.
Theobald asintió lentamente, aunque su ceño se frunció. Deseo por protegerla… Las palabras retumbaron en su mente, enlazando con los rumores de la habilidad de su hijo en las distintas sendas, con aquella energía que siempre había parecido distinta en él. También recordó el informe sobre el poder de la chica contra la oscuridad. Por un instante, un pensamiento imposible lo atravesó: ¿sería Willem…? No, se reprendió en silencio. Nunca en el linaje de la Corona había surgido algo así.
Con un gesto de la mano, dio por concluida la conversación.
—Basta. Podéis retiraros.
Los dos hombres se inclinaron y salieron de la sala, dejando al monarca solo con sus pensamientos.
El pasillo de piedra estaba en penumbras, apenas iluminado por antorchas. El eco de sus pasos resonaba con un peso extraño. Henrik, incapaz de contenerlo más, rompió el silencio.
—Padre… —su voz tembló—. ¿Por qué siempre ella? ¿Por qué cargarla con lo que ni yo, como primogénito, he llevado?
Gideon se detuvo. Sus ojos claros se clavaron en los de su hijo con una mezcla de dureza y dolor.
—Por lo que ella es, Henrik. —Su voz era un filo seco, casi cruel—. No sabes lo que está en juego.
El silencio cayó sobre ellos como una losa. Henrik sintió que aquellas palabras lo partían en dos. Por primera vez comprendió, con un nudo helado en el estómago, que su hermana estaba destinada a algo que él jamás alcanzaría… y el miedo a perderla lo atravesó como un golpe en el pecho.
Habían pasado ya seis meses desde aquella tarde en que Mariek había abandonado la Academia, dejando tras de sí un vacío que aún pesaba en muchos corazones. Liora y Elara, al principio, buscaron respuestas en Henrik. Día tras día, con insistencia, le preguntaban si había sabido algo de su hermana, si había recibido una carta, una seña, cualquier cosa que rompiera la incertidumbre de saber el motivo de su partida sin despedidas… ellas se consideraban amigas. Henrik, atrapado entre la lealtad a su padre y el dolor de no saber nada, respondió como pudo: con evasivas, con medias verdades y silencios. Con el tiempo, las muchachas dejaron de preguntar. Pero en sus ojos, cuando hablaban de entrenamientos o de recuerdos compartidos, había siempre un brillo apagado, un matiz de tristeza que no lograban ocultar.
La vida en la Academia, sin embargo, no se detuvo. Las clases se volvieron más intensas, casi despiadadas, como si el peso del invierno y de los meses sin noticias hubiesen endurecido a maestros y alumnos por igual. Willem, marcado por una seriedad que muchos notaban nueva en él, se volcó en el estudio y la práctica de las cinco sendas. No había día en que no se exigiera más allá de lo razonable, como si intentara llenar con disciplina el vacío que llevaba dentro.
Los demás comprendieron que el Príncipe se preparaba para algo, por eso pusieron su mayor esfuerzo en mejorar: Octavius, con su carácter riguroso, fue el primero en elevar su nivel en el arte del combate; Roderic, siempre impulsivo, aprendió a controlar la furia de su espada con disciplina renovada; y Henrik, a pesar de su lucha interna, demostró avances notables en el campo militar y estratégico. Entre las jóvenes también se vió un cambio, Elara refinó sus dones de hechicera con un brillo prometedor, mientras que Liora, con arco en mano, llegó a superar marcas que en otro tiempo le parecían inalcanzables.
En seis meses, todos cambiaron. Pero de Mariek… nada. Ni un mensaje. Ni un rumor. Hasta que un día las noticias llegaron a la Academia con el eco de un mal presagio. Fue Roderic quien llevó la voz, pues la provincia de Lysmarin era su hogar, y la preocupación se le notaba en cada palabra.
—Belvarenne ha sido atacada—anunció con la seriedad impropia de su carácter.
Sus compañeros lo miraron en silencio, deteniendo el entrenamiento como si aquella noticia pesara más que cualquier espada. Wim alzó la vista.
—¿Cómo?
—Saqueada —respondió Roderic—. Atacada con armas que no deberían existir, armas mágicas. Las mismas que robaron hace unos meses.
El silencio en el círculo se volvió más tenso aún. Pero Roderic no había terminado. Inspiró hondo, como si no supiera cómo decir lo siguiente.
—La gente huyó, muchos murieron… pero hubo algo. O alguien. Entre los sobrevivientes, corre la historia de una hechicera que apareció en medio del caos. Dicen que su magia fue un despliegue que nadie había visto jamás. Que levantó muros de fuego, que quebró el suelo mismo bajo los invasores… que las armas mágicas quedaron hechas ceniza.
Las palabras cayeron como chispas en el pecho de Willem. Su respiración se aceleró.
—¿Quién era? —preguntó, casi sin voz.
Roderic negó con la cabeza.
—Nadie lo sabe. Cuando las tropas reales llegaron, ya había desaparecido. Solo dejaron una descripción: llevaba una capa negra, con capucha.
Henrik y Octavius intercambiaron miradas inquietas, pero Willem… Willem sintió que el mundo se detenía. Un mechón blanco escapando de una capucha. Una capa oscura rozando los estribos de un caballo. El recuerdo aún vivo de Mariek alejándose ante sus ojos.
—Era ella… —murmuró sin darse cuenta.
Roderic dio un paso hacia él.
—Alteza, no puede estar seguro. Pudo ser cualquier hechicera.
—No —replicó Willem con dureza, y la fuerza de su voz sorprendió incluso a los demás—. Era ella.
El silencio cayó de nuevo, pesado. Roderic bajó un poco la mirada, intentando que su tono fuera firme pero sin herir.
—Incluso si lo fuera, ¿qué haría? No sabemos dónde está ahora. Belvarenne está en ruinas. Si fue ella, ya no estará ahí.
Willem cerró los ojos un instante, recordando el día en que Mariek lloró en sus brazos, con la voz quebrada por el dolor de los refugiados, por el dolor ante la oscuridad. La imagino después de defender Belvarenne… ¿habría llorado también exhausta? Esa mezcla de rabia y compasión, esa voluntad inquebrantable de proteger incluso a desconocidos… sí, era ella. No podía ser otra.
Cuando abrió los ojos, su mirada estaba marcada por una determinación silenciosa, un deseo imposible de contener. Pero se quedó callado. Porque Roderic tenía razón: aunque partiera ahora, ella ya estaría lejos. Aun así, por primera vez en seis meses, Willem sintió que había vuelto a oír su nombre en el viento.
Habían pasado solo unas semanas desde Belvarenne, y los rumores volvían a recorrer la Academia como un río imposible de contener. Esta vez no era Lysmarin, sino la Provincia del Este. Grünfeld, más concretamente su ciudad ganadera, Vacherenne.
La noticia había corrido entre estudiantes y maestros: otra aparición de la misteriosa hechicera de la capa negra junto con un mago de potencial increíble. Y en medio de aquel caos, la familia Étoile había sido especialmente protegida.
Mientras Willem y Roderic comentaban los rumores y Octavius simulaba leer un libro, la puerta del salón se abrió de golpe. Elara apareció, el rostro pálido y los ojos vidriosos. Sus manos temblaban mientras sostenía un pliego cerrado con el sello de su casa.
—Alteza… —dijo, dirigiéndose a Willem con una mezcla de respeto y urgencia—. Quiero enseñarle una carta recibida de mis padres.
El príncipe tomó el sobre y lo abrió con cuidado. Sus ojos recorrieron la letra apretada de los Étoile. El silencio se hizo absoluto, todos esperaban. Y entonces Willem leyó en voz baja, casi para sí:
"Después del ataque, cuando todo volvió a la calma, la hechicera se acercó a nosotros. No mostró su rostro, pero sus palabras aún resuenan en nuestra memoria: ‘Tenéis una gran hechicera en vuestra familia. Tened orgullo de que ella servirá al Reino, y su nombre quedará escrito en las estrellas’."
Willem sintió un golpe en el pecho. Era imposible no reconocer la voz de Mariek entre esas palabras. Recordó de pronto un día en la torre de los caballeros: Elara, humillada por sus compañeras, y Mariek poniéndose a su lado, con esa convicción que convertía la vergüenza en fuerza. La vio sonreírle, decirle que ella tenía algo que los demás nunca tendrían: la chispa verdadera de la magia.
Al levantar la vista, Willem encontró a Elara con lágrimas cayendo por sus mejillas. La muchacha dio un paso adelante y, con voz quebrada pero firme, habló:
—Alteza… quiero ofrecerme a usted. Quiero apoyar en la batalla. Sé que tiene planes.
Octavius abrió la boca, incrédulo.
—Pero… Elara, tienes dieciséis años. Nunca has salido de la Academia, jamás has pisado un campo de batalla. Además, ¡¿cómo te atreves a decir cuáles son las intenciones del Príncipe?!
—Mariek me enseñó a mirar, a comprender incluso aunque no diga sus verdaderas intenciones. Me dijo que si queremos protegerle debemos anticiparnos a sus razones antes de que las diga, Alteza. Solo así estaremos a la altura de su confianza. Eso es lo que me ha enseñado Mariek.
Octavius negó con la cabeza, pero ella lo miró con una fuerza inesperada en sus ojos húmedos.
—Disculpe, pero usted solo tiene un año más. Y, si es por defender lo que tanto quiero…mi casa, mi reino, mis amigos… —apretó los puños— conseguiré la fortaleza que me falte. Ella confía en mí. Por eso no me llevo con ella, porque todavía necesito entrenarme.
El silencio se volvió solemne. Octavius, que había querido reprenderla, se encontró sin palabras. Comprendió que Elara, y seguro Liora, habían llegado a esa conclusión para consolarse. Cerró los labios, como si entendiera la verdad que había en ella. Finalmente, dio un paso hacia adelante, quedando junto al príncipe.
—Alteza… —su voz fue firme, grave—. Si va a aceptar la petición de la señorita Étoile, acepte también la mía.
El aire de la sala se cargó de una nueva gravedad. El silencio pesaba como plomo. Willem giró la carta en sus manos, doblándola con cuidado antes de apoyarla sobre la mesa. Luego se levantó despacio, la mirada fija en la ventana alta del salón. Fuera, los campos de entrenamiento de la Academia estaban cubiertos de escarcha tardía, brillando bajo un sol frío.
—No hay batalla en la que participar… todavía —dijo al fin, con la voz grave, controlada—. Estamos en la Academia. Ese es nuestro deber, ahora.
Elara inclinó la cabeza, las lágrimas aún secas en sus mejillas, pero su tono fue respetuoso y firme.
—Lo sé, Alteza. Mi ofrecimiento no es para hoy. Es… para cuando llegue el momento. Porque llegará. Sé que usted lo está preparando.
Octavius la observó, sorprendido de que, pese a su juventud, sonara con tanta convicción como cualquier veterano. Willem no respondió de inmediato. Sus ojos siguieron fijos en el horizonte tras los cristales, donde el viento agitaba las ramas desnudas de los olmos.
Finalmente, asintió apenas, un gesto contenido, como si guardara aquellas palabras en lo más profundo de su memoria. Y la sala quedó en silencio, con la sensación de que, aunque nada había cambiado todavía… algo se había puesto en marcha.
Mientras, en la sala privada del Rey estaba iluminada apenas por la luz de las antorchas, el fuego de la chimenea y el peso de los informes esparcidos sobre la mesa. Theobald llevaba horas repasando aquellos documentos, pero lo que le mantenía despierto no eran las letras sino los recuerdos.
Aún veía con claridad el rostro de su hijo Willem aquella tarde, enrojecido de rabia, gritándole por dejar marchar a “esa muchacha”. Aquella furia, aquel fuego… al principio lo había interpretado como un capricho juvenil. Pero con el tiempo había comprendido que no.
Willem había cambiado. En ocho meses, el príncipe había dejado atrás su sonrisa fácil y los juegos propios de su edad. Se había entregado a un entrenamiento extremo, con la severidad de un hombre que carga un destino sobre sus hombros. Y no solo eso: sus maestros hablaban de una facilidad innata para todas las sendas, un don que ningún heredero de la Corona había mostrado jamás.
El Rey cerró los ojos, y las noticias recientes acudieron a su memoria. Al otro lado del reino, rumores hablaban de una joven Hechicera que había detenido avances de la oscuridad, sellado grietas en aldeas remotas y repelido criaturas que antes solo podían enfrentarse con batallones enteros. El nombre nunca se decía con claridad en los informes, pero Theobald lo sabía: ella. Mariek Felder
¿Quién era en realidad esa muchacha?
Se llevó la mano a la barba, pensativo. Oficialmente, era hija de Gideon Felder, uno de sus capitanes más fieles. Pero él sabía que no lo era. Que había sido encontrada por Gideon. Nunca preguntó dónde. Nunca preguntó por qué. Ahora esas preguntas lo devoraban.
Si Willem se había aferrado a ella de ese modo… si su hijo mostraba esa madurez repentina, esa fuerza desconocida, esa determinación que parecía alimentarse de un lazo invisible… ¿qué significaba? ¿Podía esa muchacha ser un riesgo para la Corona? ¿O era acaso la clave de algo que aún escapaba a su entendimiento?
El Rey se volvió hacia la sombra más discreta de la sala. Un hombre de mediana edad, vestido con sencillez, esperaba allí como si llevara horas. Era Arlan, su servidor más leal, alguien en quien confiaba más que en muchos nobles.
—Majestad —dijo con voz baja, inclinando la cabeza.
Theobald lo miró a los ojos, grave, casi solemne.
—Arlan… necesito que encuentres todo lo que puedas sobre Mariek Felder. —La voz del Rey era firme, pero se notaba el filo de la duda detrás—. Dónde nació, cómo la encontró Gideon, quién era antes de él… Todo.
El siervo asintió, sin vacilar.
—Así será, mi señor.
El Rey se quedó mirando el fuego cuando Arlan se retiró en silencio. La llama crepitaba, proyectando sombras que parecían oscilar al ritmo de sus pensamientos: “¿Quién eres, Mariek Felder? ¿Y qué destino arrastras contigo… que ahora también amenaza con envolver a mi hijo?”
La noche se había cerrado sobre las montañas de Serentipy como una fiera que aprieta los dientes. No había luna. Ni una sola estrella.
En un lugar donde el mapa ya no decía nada —más allá de los valles, más allá de los bosques y las rutas de los hombres—, una torre se alzaba solitaria entre riscos y brumas. Era alta, imposible, hecha de piedra negra que absorbía la luz. No se oía viento. Ni insectos. En su centro, una figura esperaba.
Cubierta con una capa oscura, tan amplia que parecía fundirse con las sombras mismas. Las manos, largas y pálidas, descansaban sobre un libro abierto, encuadernado en cuero antiguo, con letras que brillaban tenuemente con un resplandor violáceo. Frente a él, en el suelo, se extendía un círculo de runas inscritas con precisión milimétrica. Algunas aún ardían en un rojo tenue; otras, se apagaban como si les faltara aire.
El silencio pesaba. Hasta que un portón metálico chirrió desde lo alto de la torre. Pasos. Rápidos, temerosos, descendiendo por las escaleras de piedra. La figura no levantó la vista del libro.
—Habla —dijo una voz profunda, áspera, que no necesitaba elevarse para imponerse.
El espía se arrodilló con torpeza frente al círculo. Tenía el rostro cubierto por un velo de viaje, y su respiración agitaba el aire viciado del lugar.
—Mi señor —dijo, con un temblor apenas contenido—, ha ocurrido de nuevo.
El hombre del libro alzó lentamente la cabeza. Bajo la capucha, un resplandor carmesí cruzó su mirada.
—¿Otra vez… detenidos? —sus palabras fueron lentas, cortadas, llenas de una calma que hacía más temible la ira que se avecinaba.
El espía asintió.
—Sí, mi señor. El ataque… fue repelido.
El silencio volvió. Por un instante, el fuego de las antorchas titubeó, como si temiera ser consumido. Entonces, la figura del centro se incorporó. Su sombra se estiró sobre las piedras, creciendo, como si en lugar de un cuerpo proyectara una oscuridad viva.
—¿Y quién…? —la voz resonó en las paredes, distorsionada, casi multiplicada—. ¿Quién es el causante?
El espía tragó saliva.
—Una hechicera y un mago… —respondió, y en el eco de su voz había algo de temor reverencial—. Dicen que su poder… no es común.
—Una hechicera…y un mago… —repitió el hombre, con una risa amarga, apenas un murmullo—. Siempre hay una. Siempre.
El espía se arrojó al suelo, temblando.
—Mi señor, di la orden. Los Espectros esperan órdenes. Las fosas están llenas.
El hombre bajo la capa giró lentamente. Se acercó al círculo, y con la punta de un dedo trazó una runa nueva en el aire. El símbolo ardió por un instante con un fulgor azulado, luego se deshizo en humo.
—Aún no —susurró—. No hasta que Él despierte. No hasta que la voz vuelva a oírse entre los vivos.
Su tono cambió, bajo y temible:
—Pero prepara las sombras. Sigue enviando advertencias de oscuridad. Diles que el Maestro los verá pronto. Que causen terror.
El espía asintió, pero antes de levantarse, una energía invisible lo lanzó contra la pared. Gritó, pero el sonido se ahogó al instante. La figura oscura avanzó hacia él, cada paso un golpe contra la piedra.
—¿Sabes… por qué fracasáis? —preguntó, inclinándose sobre el espía con un tono de falsa dulzura—. Porque teméis. Porque todavía pensáis que los hombres merecen compasión.
Con un movimiento rápido, le tomó del mentón y lo obligó a mirarlo. Bajo la capucha, sólo se distinguían los ojos: dos abismos de fuego carmesí que no miraban, devoraban.
—La Corona… —susurró, arrastrando la palabra como un veneno—. Ellos son la raíz. Su pureza… su luz… es una mentira construida sobre la sangre de los nuestros. El día en que caigan, el Reino se arrodillará ante el verdadero poder.
El espía jadeaba.
—Y la Hechicera…
—La Hechicera —interrumpió el hombre, soltándolo de golpe— será la primera en arder.
Desde una de las aberturas de la torre, el espía, aún tambaleante, pudo ver el paisaje al exterior. No había árboles, ni tierra. Solo una llanura de piedra fracturada, surcada por grietas de las que emanaba un resplandor verdoso. Dentro de cada grieta, cuerpos. Miles. Algunos ya casi esqueletos, otros recién caídos. Todos con los ojos vacíos, pero abiertos. El espía retrocedió horrorizado.
—¿Qué… qué son?
—Ejércitos —dijo con frialdad—. Los que no necesitan comer, ni dormir, ni dudar. Los que no temen la muerte… porque ya la han conocido.
Sus dedos se curvaron, y de la grieta más profunda emergió un cuerpo completamente formado, cubierto de sombra líquida. Abrió los ojos —dos destellos blancos, vacíos— y esperó órdenes.
—Mis Espectros —continuó el hombre, con voz más baja, casi reverente—. Los heraldos del regreso.
Caminó hasta el borde de la torre, donde el viento parecía cortarse al rozar su capa.
—El Reino ha olvidado lo que es el miedo. Creen que su luz los protege porque ganaron aquella vez. Pero no hay muro que contenga la oscuridad cuando ella decide recordar.
Giró el rostro, y en su mirada, la locura y la devoción eran una misma cosa.
—Pronto… —murmuró, más para sí mismo que para nadie—. Pronto volverá. Y cuando pise esta tierra, el sol se negará a salir.
El espía temblaba, de rodillas.
—¿Y… y la Corona, señor?
El hombre sonrió por primera vez. No era una sonrisa humana.
—La Corona caerá. Y con ella, caerán los herederos de la Luz.
Se giró hacia el círculo central, donde el libro aún permanecía abierto. Puso una mano sobre las páginas, y la tinta empezó a moverse, serpenteando como un líquido vivo.
—Dejad que sigan creyendo en la paz, en los sueños, en la esperanza… —susurró—. Cuanto más crean, más fuerte será su caída.
Al pronunciar las últimas palabras, solo quedó el sonido de las runas ardiendo. Y en medio de la oscuridad, la voz del hombre, baja y terrible:
—La oscuridad no ha regresado…
Una pausa. El aire se heló.
—Nunca se fue.
El viento rugió entonces, y las montañas respondieron con un eco grave que pareció extenderse por todo Serentipy. A lo lejos, las estrellas se apagaron una tras otra. Y el Reino, sin saberlo aún, acababa de entrar en la víspera de su noche más larga.