Capítulo 7: Amar o reinar.
11 de octubre de 2025, 6:04
Capítulo 7: Amar o reinar
El amanecer llegó sin gloria. Una bruma densa cubría los jardines de la Academia, como si la tierra se negara a mostrar las cicatrices de la noche anterior. El aire olía a hierro, a magia disuelta y a miedo contenido. Desde las torres, las campanas no repicaron. Era costumbre que lo hicieran tras un ataque o un incidente grave, pero esa vez no hubo sonido alguno. Solo el silencio.
En los patios, los alumnos cruzaban miradas inciertas. Algunos hablaban en susurros sobre la batalla, otros fingían no haber oído nada. Las versiones cambiaban con cada voz: que había sido un entrenamiento fallido, que un hechizo se había descontrolado, que un profesor había muerto —o peor, que había traicionado al Reino. Nadie sabía la verdad. Nadie quería saberla.
En la enfermería, el Príncipe Willem se mantenía erguido junto a la ventana. Tenía el brazo derecho vendado hasta el codo y una herida leve en la sien. Su uniforme, limpio mostraba la gravedad del combate más que cualquier palabra. Detrás de él, un grupo de sanadores conversaba en voz baja. Las paredes parecían más frías que nunca.
Mariek estaba sentada en la cama contigua. No decía nada. Su cabello, todavía húmedo por el baño sanador, caía sobre los hombros en mechones desordenados. Había un corte en su mejilla y una venda cruzando el antebrazo izquierdo.
Nadie decía nada, pero la tensión era tangible. Cada vez que Willem giraba apenas la cabeza, podía sentir los ojos de Mariek sobre él. No era un gesto afectuoso, ni de culpa. Era algo más profundo: el reconocimiento mudo de haber compartido la frontera entre la vida y la muerte.
Henrik, con un vendaje en el costado, entró junto a Roderic. Saludaron al Príncipe con un gesto.
—Nos llamarán pronto —dijo Henrik, la voz aún ronca por el cansancio—. El Consejo de Profesores quiere oírnos… a todos.
Willem asintió. Mariek no se movió, pero sus manos se tensaron sobre las sábanas. La puerta volvió a abrirse y Aurelia apareció, vestida con el uniforme blanco y dorado de la senda de los sabios. Tenía el rostro pálido, pero el porte intacto. A su lado caminaba Liora, con una venda en el hombro y el arco colgado a la espalda. Por un momento, las miradas se cruzaron entre todos ellos. Nadie sonrió. Habían visto mucha oscuridad.
El Gran Salón de Mármol había sido preparado para la reunión. En lo alto del estrado, los profesores de las cuatro sendas estaban sentados. Sus túnicas marcaban los colores de sus órdenes: azul oscuro y negro por los hechiceros, blanco y dorado por los sabios, verde por los arqueros y rojo profundo por los caballeros. Faltaba la senda de los guardianes, pero de todos era sabido que hace años que no existía ninguno. Frente a ellos, de pie, estaban los ocho estudiantes que habían combatido la noche anterior.
El profesor Erenwald, de la Senda de los Caballeros, fue el primero en hablar:
—El informe oficial menciona el uso de hechicería avanzada, intervención de criaturas mágicas y la muerte del profesor Deynor. ¿Quién dará su versión?
Silencio. El Príncipe Willem dio un paso adelante.
—Yo —dijo.
Su voz era serena, pero el eco en la sala la volvió imponente. Todos los ojos se posaron en él.
—La amenaza no era humana —continuó—. El profesor Deynor había sido corrompido por magia oscura. Intentó llevarse a Lady Aurelia, intentando un ataque indirecto al linaje real. En el enfrentamiento, nos vimos obligados a defendernos. Él… perdió el control de su poder.
El profesor Erenwald entrelazó las manos sobre la mesa, su voz era grave, penetrante.
—¿Por qué el profesor Deynor usaría a Lady Aurelia como ataque indirecto?
El silencio cayó pesado. Willem tragó saliva. Su mirada buscó, casi sin querer, la figura inmóvil de Mariek. Ella no lo miraba; mantenía la cabeza gacha, los ojos fijos en el suelo. Solo el leve temblor de sus dedos delataba algo más profundo.
El príncipe inspiró lentamente, conteniendo algo que no debía dejar salir. Cuando habló de nuevo, su voz sonó serena… pero demasiado contenida.
—Porque… hay posibilidad de compromiso.
El aire se heló. Algunos profesores se miraron entre sí, murmurando con incredulidad. Henrik, sentado a la izquierda de Aurelia, alzó la cabeza bruscamente. Sus ojos pasaron de Willem a Aurelia, que permanecía rígida, los labios apretados, sin atreverse a responder. La tensión se volvió tangible.
Henrik apartó la mirada, fingiendo volver al informe sobre la mesa, pero el leve tic en su mandíbula reveló el conflicto que bullía en él. Sabía que era una posibilidad desde hace tiempo. Pero no comprendía por qué aquella noticia —que debía ser motivo de orgullo— le había dolido.
Mariek seguía sin moverse. Si alguien la hubiese observado con atención, habría notado cómo se aferraba al borde de su capa con fuerza, como si necesitara anclarse a algo para no romper la compostura.
Willem, de pie frente a todos, sentía el eco de su propia mentira. Aquellas palabras pronunciadas por deber, no por deseo, pesaban más que cualquier juramento. Pero debía proteger a Aurelia, proteger el equilibrio político… proteger a todos. Incluso si eso implicaba herir a quien no debía.
—¿Y el estudiante Darien? Según el informe médico, fue hallado inconsciente en el bosque, sin heridas fatales pero sin memoria alguna.
—Deynor lo manipulaba —intervino Roderic—. Usó un amuleto para controlarlo. Nosotros…
—¿Nosotros? —repitió Erenwald, interrumpiéndolo—. ¿“Nosotros” quiénes, exactamente?
Su mirada se dirigió a Mariek. La joven hechicera alzó la cabeza con calma.
—Yo conjuré la defensa final —dijo sin titubeo—. Fui yo quien detuvo la corrupción que poseía a Darien antes de que alcanzara al Príncipe.
Un murmullo recorrió la mesa de los maestros.
—Pero… ¿Cómo lo hizo? —repitió el profesor Alther, de los Hechiceros—. Eso es imposible, Señorita Felder. Ningún aprendiz puede sostener una fuerza de ese tipo y si lo logra, las consecuencias son terribles.
Willem la miró. No sabía esa información. No sabía que lo que había hecho Mariek era peligroso. Por un instante, creyó ver en los ojos de Mariek un destello, una sombra leve bajo el azul. Pero ella no apartó la mirada.
—Estoy bien, Profesor —respondió.
Un murmullo recorrió la mesa de los maestros, como un viento que se cuela por rendijas.
—¿Cómo lo hizo, Señorita Felder?¿Absorbió… la oscuridad? —preguntó el profesor Alther, entrecerrando los ojos—. Esa barrera sólo podría sostenerse con un hechizo de absorción, y eso solo lo hacen... —se detuvo de golpe, tragando saliva—. Es imposible.
Mariek sostuvo su mirada.
—No fue absorción, señor —respondió con serenidad—. Solo... canalicé la energía del entorno.
Willem frunció el ceño. Las imágenes del enfrentamiento volvieron a él con nitidez: el instante en que la oscuridad lo envolvía, y cómo Mariek la había atraído hacia sí, apartándola con una luz extraña, casi viva. Su respiración se tensó. La miró, sobresaltado. Aquello no había sido una simple canalización.
El profesor insistió, incrédulo:
—Canalizar no produce esa reacción, Señorita Felder. Vi la explosión de energía desde la Torre. Fue una contención pura, y eso—
—Profesor —interrumpió Willem, con voz firme pero cortés—. Lo que importa es que funcionó. Mariek salvó más que mi vida; salvó el perímetro entero. Si no fuera por su acción, estaríamos discutiendo entre ruinas.
El silencio cayó con peso. Alther cerró la boca, molesto, pero asintió.
—Por supuesto, Alteza —murmuró.
Mariek inclinó la cabeza, agradecida, aunque no miró al Príncipe. Sus dedos temblaron apenas sobre la mesa.
Willem la observó un instante más. Había algo en ella, una sombra contenida bajo el azul de sus ojos, un rastro que antes no había visto. Y aunque no entendía por qué lo ocultaba, supo con certeza que no debía decir nada.
Entonces, la profesora Yvain, de los Sanadores, se inclinó hacia adelante.
—¿Y el profesor Deynor? ¿Qué pruebas tienen de su traición?
El Príncipe respiró hondo.
—Solo la palabra de los que estuvimos allí —dijo con firmeza—. Y un amuleto, idéntico al que encontramos semanas atrás.
—El amuleto fue confiscado —replicó Malthus—. Ya está en custodia de los Archimagos.
Hizo una pausa, observando a Willem con una mezcla de respeto y cautela.
—Alteza… usted no debería haberse expuesto de esa manera. La Corona no puede permitirse un heredero que se arriesga en combates no autorizados.
El silencio se espesó. Willem levantó la vista, y su tono cambió, firme y grave:
—No fue un combate “no autorizado”. Fue una defensa de la Academia y de mis compañeros.
Hizo una pausa.
—Y si la oscuridad ha vuelto a infiltrarse en nuestros muros, esconderse tras un título sería el mayor error que podría cometer.
Las palabras resonaron como un golpe seco. Los profesores se miraron entre sí. Nadie respondió de inmediato.
Mariek lo observó, impasible, pero en su pecho sintió algo moverse. No orgullo, ni admiración, sino un extraño miedo… a lo que aquel hombre estaba empezando a convertirse.
El interrogatorio continuó, pero el tono se había modificado. Ya no era una simple evaluación: era política. Los maestros no podían condenar al Príncipe, pero tampoco reconocer que un miembro de su orden había traicionado a la Corona. Al finalizar, Erenwald anunció:
—El Consejo deliberará. Hasta nuevo aviso, ninguno de ustedes podrá abandonar los terrenos de la Academia.
Sus miradas se detuvieron en Willem, luego en Mariek.
—Y ustedes dos… deberán abstenerse de practicar hechicería fuera de las clases. Es una orden directa.
Willem asintió sin emoción. Mariek simplemente inclinó la cabeza. Cuando salieron del salón, el aire era más denso que dentro. Henrik se pasó una mano por el rostro.
—Nos creen sólo a medias.
Roderic suspiró.
—Al menos seguimos con vida.
Willem caminó unos pasos adelante. No dijo nada, pero la tensión en sus hombros hablaba por él. Detrás, Mariek se quedó quieta unos segundos. Su mirada siguió al Príncipe hasta perderlo tras la galería. Luego bajó la vista. Su mano temblaba apenas.
Caminó sola hasta su habitación en la Torre más alta de los Hechiceros. Lumos apareció a su lado, mirándola con ojos azules intensos.
—No —susurró ella, casi con culpa—. No ahora…
Pero la criatura no se movió. Solo inclinó la cabeza, como si comprendiera un secreto que ella misma aún no quería aceptar.
Horas después, Mariek decidió salir a buscar un libro en la biblioteca. Necesitaba entender cómo el profesor Deynor había logrado poseer a Darien. El pasillo estaba en penumbra; las antorchas crepitaban, arrojando sombras largas sobre la piedra húmeda.
Avanzaba en silencio cuando una voz la detuvo.
—Señorita Felder.
Mariek se giró despacio. No parecía sorprendida, solo cansada.
—Alteza.
Willem dio un paso hacia ella, el eco de sus botas llenando el pasillo vacío.
—No voy a repetirlo delante de los maestros —dijo en voz baja—, pero sé lo que vi.
Mariek mantuvo el gesto sereno, aunque sus manos se entrelazaron con fuerza.
—No sé a qué os referís.
—Absorbiste la oscuridad. —Su voz fue apenas un murmullo, pero cargado de certeza.
Ella cerró los ojos un instante, como si esas palabras la golpearan.
—Ya he dicho que no fue absorción.
—No mientas —replicó Willem, más firme—. Te vi. Sentí cómo la energía se apartaba de mí y te envolvía. Ninguna canalización puede hacer eso, Mariek.
El silencio cayó pesado entre ellos. Mariek desvió la mirada, buscando en las piedras una salida que no existía. Cuando habló, su voz se quebró apenas.
—No quería que lo supierais. Era mejor que no lo supierais.
Willem frunció el ceño.
—¿Por qué ocultarlo? Si fue lo que nos salvó…
Ella lo miró. Y por primera vez, su calma se rompió. En sus ojos había miedo, pero también una tristeza antigua, un cansancio que parecía venir de mucho antes de conocerlo.
—Porque no debería poder hacerlo —susurró—. No deben saber que puedo hacerlo.
Él dio un paso más, sin apartar la mirada.
—¿Cómo lo lograste, Mariek? ¿Quién te enseñó?
Ella titubeó. Las palabras se agolparon en su garganta, pero no salían. Pensó en Henrik, en la Casa Felder, en el apellido que no era suyo, en la mentira que había aprendido a respirar, en el Maestro. Y, de pronto, comprendió que ya no quería mentirle a él. Alzó la vista, la voz le temblaba, pero no se apartó.
—Creo… que en mi sangre corre un poder que todavía no comprendo, Alteza.
El pasillo pareció encogerse. Willem la observó, inmóvil. Esa frase —“en mi sangre”— resonó en su mente junto con las palabras de Henrik, el secreto que le había confiado meses atrás. Un nombre. Un linaje. Una advertencia. Resonó en él lo diferente que era Mariek al resto de chicas, la mirada profunda, la fuerza de su magia, el dominio de todas las sendas…
Y entonces, sin pensar, lo dijo:
—¿Qué eres?
El silencio posterior fue como un golpe.
Mariek lo miró, como si no creyera haberlo escuchado bien. Luego su expresión cambió: el brillo en sus ojos se volvió opaco, y su respiración se quebró. Durante un instante, Willem vio el dolor puro, desnudo, que acababa de causarle. No quiso decir “qué”, quiso decir “quién”. Pero ya era tarde.
—No soy un experimento, ni una aberración, si eso es lo que pensáis —murmuró ella, con una dignidad rota, dando un paso hacía atrás—. Solo… no lo entiendo aún.
Willem dio un paso hacia ella, arrepentido.
—Mariek, yo no—
Pero antes de que pudiera continuar, una voz rompió el aire espeso del pasillo.
—¡Ah, aquí estáis! —Elara apareció al final del corredor, sonriente, sin notar la tensión que los envolvía—. Os buscaba para cenar.
Mariek se giró al instante, casi agradecida por la interrupción.
—Enseguida, Elara.
Elara hizo una reverencia a Willem y se marchó junto a ella. Willem las siguió con la mirada, sin moverse. El sonido de los pasos de Mariek se apagó, dejando atrás solo el eco de su propia pregunta.
Sabía lo que Henrik le había dicho. Sabía cuál era su apellido. Todavía no comprendía del todo la repercusión de esa verdad. Pero verla temblar así, verla herida por sus palabras… le hizo dudar. La había tratado como algo y no como alguien… y eso hace daño a cualquiera. Comprendió que, más allá del secreto, lo que realmente lo perturbaba era cuánto deseaba protegerla… incluso de sí mismo.
Mientras, en Serendor amaneció con el cielo encapotado. En el salón del trono, el Consejo Real se reunió con urgencia. Las velas ardían con una luz blanquecina, proyectando sombras inquietas sobre los tapices. El Rey Theobald se mantenía sentado, inmóvil, mientras los consejeros discutían a su alrededor. Las noticias de la Academia habían llegado durante la madrugada.
—¡El profesor Deynor, muerto! —exclamó el Consejero Alarico—. ¿Y bajo la intervención directa del heredero? ¡Majestad, esto es una afrenta política!
—No hay afrenta si fue defensa —replicó la Consejera Lysenne—. Si la oscuridad ha regresado, el Príncipe hizo lo que debía.
—¡A riesgo de su vida! —gritó otro.
El Rey no habló. Sus manos descansaban sobre los brazos del trono, los nudillos blancos. Solo cuando el ruido se volvió insoportable, se levantó lentamente. El silencio cayó de inmediato.
—¿Habéis terminado? —preguntó con voz baja.
Nadie respondió. Theobald dio un paso adelante, su mirada fija en el estandarte de Serentipy que colgaba sobre la sala.
—Mi hijo… ha hecho lo que yo no pude hacer a su edad —dijo, despacio—. No ha huido del peligro, lo ha enfrentado.
Hizo una pausa.
—No le castigaré por ello.
Alarico frunció el ceño.
—Majestad, pero si la oscuridad se infiltra incluso en los muros sagrados de la Academia, ¿no sería más prudente traer al Príncipe de vuelta a Serendor?
El Rey lo miró con una calma que era más peligrosa que la ira.
—¿Traerlo? ¿Y ocultarlo en un castillo, mientras su gente lucha sin saber por qué muere?
Negó con la cabeza.
—No. Willem debe ver el Reino con sus propios ojos.
Se volvió hacia la ventana, donde el sol apenas intentaba romper las nubes.
—Debe aprender a amarlo… porque sólo amando algo se es capaz de defenderlo en el destino que le espera.
El silencio se llenó de peso. La frase quedó suspendida en el aire como un juramento. El Capitán Felder, que hasta entonces había permanecido de pie junto a la puerta, dio un paso adelante y colocó la mano sobre el pecho.
—Majestad… lo hará.
Sus ojos, serenos, no temblaron.
—A su tiempo, el Príncipe comprenderá.
Theobald asintió.
—Entonces recen… porque el tiempo no se acabe antes de que lo haga.
Cuando el Consejo fue finalmente disuelto, los pasos de los consejeros se perdieron entre los corredores de piedra, dejando atrás un silencio pesado, cargado de ecos. El Rey Theobald permaneció de pie frente al ventanal, observando la neblina que cubría los jardines interiores del castillo. La lluvia comenzaba a caer con suavidad, golpeando los cristales.
El Capitán Felder seguía allí, firme, con la mano aún apoyada sobre la empuñadura de su espada. Solo cuando las puertas del salón se cerraron del todo, el Rey habló sin volverse.
—A veces pienso… —dijo con un tono cansado, grave— que el Consejo olvida que un heredero no se forja entre tapices y protocolos.
Felder alzó apenas la cabeza.
—La seguridad, Majestad, los hace ciegos. Confunden la protección con la cobardía.
Theobald giró despacio. Sus ojos grises, semejantes a los de Willem, tenían el brillo acerado de quien lleva demasiado tiempo conteniendo el peso de su deber.
—Y sin embargo, Felder, no niego que siento el mismo temor que ellos —confesó—. Un padre no puede escuchar que su hijo se ha enfrentado a la oscuridad… sin que se le quiebre el alma. Willem tiene una misión pero me asusta.
Hubo un silencio. El sonido de la lluvia llenó el vacío entre ambos.
—Majestad —respondió Felder con serenidad—, su hijo no estuvo solo.
El Rey alzó una ceja.
—Lo sé. Habéis leído los informes.
El Capitán asintió.
—Sí, Alteza. Siete estudiantes lucharon a su lado. Tres caballeros, una sabia, una arquera… y dos hechiceras.
Theobald apoyó una mano en el respaldo del trono.
—Los nombres.
—Ocatavius Thalmyr , Henrik Felder y Roderic Vahl de la Senda de los Caballeros. Liora Arkwald, arquera de la Senda de los Bosques. Aurelia Vaeloria, de los Sabios… y las dos hechiceras, Elara Étoile y… —hizo una breve pausa, apenas perceptible— Mariek Felder.
El Rey lo miró con atención.
—Vuestros dos hijos.
Felder sostuvo la mirada sin parpadear.
—Sí, mis dos hijos —Su voz no tembló—. Mariek y Henrik están en la Academia con un propósito claro: servir y proteger al heredero. Los he preparado para eso desde que eran niños.
Theobald se acercó lentamente, los pasos resonando sobre el mármol.
—¿Y creéis que entienden el alcance de esa misión?
—Lo entienden, Majestad. —El tono del Capitán se volvió más bajo, más firme—. No porque se lo haya ordenado… sino porque lo sienten. Henrik lleva la lealtad en la sangre. Y Mariek… —hizo una breve pausa— ella tiene algo que no se enseña. Instinto. Corazón. El tipo de fuerza que se despierta cuando uno protege algo que no puede perder.
El Rey lo observó en silencio, midiendo cada palabra.
—Dicen que una de esas dos hechiceras mostró un poder inusual.
Los ojos de Felder se endurecieron.
—Sí, Majestad.
—¿Sabía lo que hacía la Señorita Felder?
—Lo sabía —respondió con un leve orgullo contenido—. La entrené para resistir, pero nunca para rendirse. Si se interpuso entre el Príncipe y la oscuridad, fue porque lo consideró necesario.
El Rey apartó la vista hacia la ventana. La lluvia caía con más fuerza ahora, golpeando los cristales como una advertencia.
—A veces, me pregunto —murmuró— si no les hemos pedido demasiado. A los jóvenes, a nuestros hijos.
El Capitán bajó la cabeza.
—Les hemos pedido lo mismo que nos pedimos a nosotros. Ser fuertes cuando el miedo es más grande que la esperanza. No olvide lo vivido, Majestad.
Hubo otro silencio, más largo. El Rey giró lentamente hacia él, con un destello de tristeza en la mirada.
—¿Y si pierdo a mi hijo, Felder? ¿Y si esa oscuridad lo arrastra antes de que aprenda lo que significa amar este Reino, antes de que pueda gobernar como se espera de él? ¿Qué pasará entonces con Serentipy?
El Capitán inspiró hondo antes de responder.
—No lo perderá, Alteza. No mientras haya quienes estén dispuestos a caer primero.
Theobald lo observó recordando como tantas veces el Capitán Felder le había salvado la vida a él. Por un instante en su rostro se dibujó algo parecido a una sonrisa, breve, cansada.
—Esa lealtad… es lo que mantiene a Serentipy en pie.
Felder inclinó la cabeza, solemne.
—Mi familia vive por ese juramento.
El Rey volvió a mirar la lluvia.
—Decís que los habéis preparado para proteger al heredero. ¿Y quién los protegerá a ellos?
El Capitán tardó en responder. Sus ojos se perdieron en el fuego de las velas, donde el reflejo de la lluvia temblaba.
—Nadie, Majestad —dijo al fin—. Y eso es lo que hace que su entrega sea verdadera.
Las palabras quedaron flotando entre ambos, densas, inquebrantables. Theobald se acercó al trono y apoyó la mano sobre el hombro del Capitán.
—Que los dioses los guíen a todos. Porque si la oscuridad ha vuelto… pronto no bastará con el valor.
Felder inclinó la cabeza con respeto.
—Ni con la sangre, Majestad. Pero mientras respiren, lucharán. Y mientras luchen… el Príncipe no estará solo para afrontar su destino.
El Rey lo observó unos segundos más, luego se volvió de nuevo hacia la ventana. La lluvia seguía cayendo sobre Serendor, borrando las huellas de la noche. En el reflejo del cristal, dos figuras permanecían inmóviles: el monarca y su capitán, unidos por una verdad que los superaba. Y más allá, en la distancia invisible entre el castillo y la Academia, el destino comenzaba a trazar los hilos de otra tormenta.
El viento rugía en el exterior de la casa Felder, en las afueras de Serendor. La lluvia seguía golpeando los ventanales con furia. El hogar, siempre lleno del calor disciplinado de una familia marcada por el deber, se hallaba ahora envuelto en una tensión contenida, casi insoportable.
Isolde Felder se mantenía de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija en las llamas. Su cabello oscuro, antes recogido con orden, caía suelto sobre sus hombros, y su expresión era una mezcla de furia, miedo y algo más profundo: el dolor de una madre que comprendía demasiado bien el precio de la lealtad.
—Así que… todo era cierto —dijo al fin, sin mirarlo—. La oscuridad volvió a alzarse, y nuestros hijos estuvieron en medio de ella.
Gideon, aún con el abrigo empapado por la lluvia, permanecía junto a la puerta, en silencio. Sus manos, curtidas y firmes, sostenían el cinturón de su espada como si ese gesto lo mantuviera en pie.
—No podía mantenerlos al margen —respondió al cabo, con voz grave.
Isolde giró bruscamente hacia él.
—¡No podías mantenerlos al margen! —repitió, incrédula—. ¿Eso es todo lo que tienes que decirme, Gideon? ¡Son tus hijos! ¡Nuestros hijos! —Su voz se quebró un instante, pero enseguida recuperó su dureza—. Y tú los has puesto en el camino del Príncipe como si fueran escudos humanos.
Él no respondió. Se limitó a quitarse los guantes con lentitud, dejando que el silencio pesara entre ambos.
—¿Sabes lo que sentí —continuó ella, avanzando un paso— cuando llegó el mensajero esta mañana? ¿Cuando escuché que hubo muertos, que hubo oscuridad en la Academia? Que Deynor, un profesor, cayó… y que nuestros hijos estaban allí. —Su voz bajó, apenas un susurro tembloroso—. Sentí que te odiaba.
Gideon alzó los ojos hacia ella, y en su mirada no hubo defensa, sino un cansancio viejo, de esos que se forman con los años de guerra y las decisiones imposibles.
—Lo sé —dijo simplemente.
Isolde lo miró, los ojos brillantes por las lágrimas.
—¡Los entrenaste para morir por otro, Gideon! ¡Para vivir por un juramento que ni siquiera eligieron! Henrik apenas tenía ocho años cuando le pusiste una espada en las manos. Y Mariek… —el nombre se le escapó en un hilo de voz— ella no pidió ser parte de esto. ¡Era una niña!
Gideon dio un paso al frente.
—No, Isolde. —Su voz fue baja, pero firme—. No era una niña cualquiera.
—¡Era nuestra hija! —gritó ella, con una rabia que era puro amor—. ¡Y tú la trataste como un soldado!
El Capitán apretó la mandíbula. Por un momento, el sonido de la lluvia llenó el silencio, como si la noche misma contuviera la respiración.
—Tú no estuviste allí —dijo al fin, con una calma que dolía más que el grito—. No viste lo que yo vi el día que la encontré.
Isolde lo miró sin comprender.
—La encontraste… —repitió con lentitud—. Siempre hablas de eso, de que la encontraste después de la guerra. Pero nunca me dijiste qué significaba. ¡¡Explícame, Gideon, qué sabes de Mariek!!
Gideon se acercó al fuego, y su rostro quedó medio iluminado por la llama, medio perdido en la sombra.
—Fue en la última jornada de la Campaña del Norte, después de vencer al Gran Hechicero —comenzó, su voz bajando hasta volverse un eco—. El aire olía a hierro y ceniza. Las aldeas ardían, y las montañas devolvían el rugido de la guerra como si el mismo mundo se quejara. Avancé entre las llamas. Entonces lo vi.
El fuego del hogar crepitó más fuerte, reflejando en su mirada un brillo antiguo.
—Una luz, débil y trémula, brillaba entre los restos de una casa medio derrumbada. No era el fuego. No era el sol ocultándose. Era algo distinto. Algo vivo.
Isolde se había quedado inmóvil.
—Corrí hacia allí —continuó Gideon—. Entre maderas carbonizadas hallé a un joven ya sin vida, su cuerpo atravesado por una espada de un enemigo desconocido. Y junto a él, casi fundida en el suelo, una muchacha agonizaba. Sus brazos temblorosos se aferraban a un pequeño bulto: una niña envuelta en mantas raídas, dormida, ajena al horror.
La voz del capitán se quebró apenas.
—La joven… emitía la luz. No era fuerte, apenas un resplandor suficiente para envolver a la criatura que sujetaba contra su pecho. Me arrodillé, conmovido. Ella alzó los ojos hacia mí, cristalinos por el dolor, y sus labios se movieron con esfuerzo. “Proteg... la… Mariek… Delaere… Van… Light...” —repitió Gideon, despacio, como si aún escuchara el eco de aquellas palabras—. Y entonces murió. La luz se extinguió con su último aliento.
Isolde cubrió sus labios con una mano, conteniendo un suspiro mientras sus lágrimas comenzaban a caer por sus mejillas.
—Aparté el cuerpo —continuó él—, y la vi. La niña. Tenía los ojos del color del océano y un cabello oscuro como la noche… atravesado por un único mechón blanco que brillaba bajo las brasas. En su cuello colgaba un amuleto con runas antiguas, de las que creíamos perdidas.
Guardó silencio un instante antes de añadir, más bajo:
—Pensé que ya no quedaba ninguna. Todas habían muerto. Pero esa niña… estaba viva.
Isolde lo observó en silencio, el corazón encogido.
—¿Es una de ellas?
—Sí —explicó Gideon, apenas un murmullo—. De las que nacen para oponerse a la oscuridad. De las que nacen para estar cerca del Rey. De las que nacen sabiendo que su vida es para otros… Los dos jóvenes que murieron allí habían luchado hasta el final para protegerla. Lo supe por sus manos: aún sujetaban las armas. Entre los restos encontré algunos libros chamuscados, llenos de símbolos de la Orden de la Llama Blanca.
Isolde cerró los ojos, sintiendo el peso de esas palabras.
—Así que… es una de ellas.
Gideon asintió.
—Y no podíamos dejarla morir. Por eso la traje aquí. Por eso la criamos como nuestra hija.
Isolde, lentamente, bajó la mirada hacia el suelo. El fuego temblaba entre ambos, proyectando sombras danzantes.
—¿Y crees que ella lo sabe? —preguntó, con la voz apenas audible—. ¿Que en su sangre… hay algo más?
Gideon suspiró.
—No lo sabe exactamente pero lo intuye. Mariek siempre ha sabido mirar más allá de lo que los demás ven. No puede cambiar lo que es, Isolde. Lo supimos desde el primer día.
Ella levantó la mirada hacia él, con lágrimas contenidas.
—Entonces su destino ya estaba escrito. Proteger la Corona hasta…
—Quizás —respondió Gideon, con un tono sereno pero triste—. Pero nosotros le dimos algo que no tenía: un hogar. Un nombre. Un amor que no dependía de su poder.
Isolde respiró hondo, la rabia disolviéndose en dolor. Dio un paso hacia él, y cuando habló, su voz fue más suave.
—No quiero perderlos, Gideon. A ninguno de los dos.
Él la rodeó con los brazos, atrayéndola contra su pecho.
—Lo sé —susurró—. Yo tampoco. Pero si alguna vez dudamos… recuerda que ellos nacieron para sostener la luz cuando los demás no puedan hacerlo.
Isolde cerró los ojos, apoyando la frente contra la de él.
—Entonces que los dioses los protejan. Porque nosotros… ya no podemos hacerlo.
—Ellos protegerán al Reino —murmuró Gideon, sin soltarla—. A nosotros también.
El fuego siguió ardiendo, reflejando en las paredes la sombra de los Felder —unidos por la sangre, por la pérdida y por la promesa silenciosa de no dejar que la oscuridad los consuma.
Pasaron tres días. El ritmo de la Academia regresó, al menos en apariencia. Los estudiantes retomaron las clases, los maestros fingieron normalidad, y las patrullas nocturnas duplicaron su número. Pero los ecos del enfrentamiento seguían allí: en los pasillos susurrantes, en las miradas que se desviaban, en la sensación de que algo había quedado inacabado.
Darien, el estudiante transformado en bestia, permanecía en la enfermería bajo vigilancia. Decía no recordar nada. Los sanadores aseguraban que no mentía, pero había una marca en su brazo que no lograban borrar.
Aurelia se mostraba más silenciosa que nunca, como si tuviera siempre un pensamiento golpeándole por dentro. Caminaba junto a sus amigas, sí, pero ya no reía. Su mirada se había vuelto lejana, como si una sombra persistente la siguiera incluso a la luz del día.
Y Willem…Él caminaba como un príncipe y respiraba como un soldado. No había vuelto a hablar con Mariek desde que dijo esas palabras desafortunadas. La había visto, sí: en las clases de hechicería, en los pasillos de piedra, en la biblioteca. Siempre con el mismo semblante sereno. Pero algo entre ellos había cambiado. Algo que ni los muros más antiguos de la Academia podían ocultar.
Una tarde, mientras salía del consejo con los instructores de la Senda de los Caballeros, Willem escuchó una conversación entre Roderic y Henrik:
—Deynor creyó que Aurelia era la protectora del Príncipe —decía Henrik—. Pero al final… todos sabemos quién sostuvo la oscuridad en sus manos.
—¿Y si eso la consume? —preguntó Roderic.
Henrik guardó silencio.
—Entonces… no la dejaremos sola. Ni tampoco al Príncipe.
El Príncipe siguió caminando, sin intervenir. Pero sus pasos se volvieron más pesados. Él tenía el mismo miedo y ya no sabía cómo acercarse a ella. Había decidido esperar… esperar a que el destino le pusiera en ocasión nuevamente.
Y esa noche la ocasión llegó. El lago reflejaba un cielo pálido. La luna, apenas un fragmento, dibujaba un círculo roto sobre el agua. Willem estaba allí, de pie, con el abrigo sobre los hombros. No esperaba a nadie, pero percibió como se acercaba despacio y su corazón se detuvo por un instante. Había aprendido a reconocer su presencia antes de oírla.
—Alteza —dijo una voz suave detrás.
Mariek se detuvo a unos pasos. Vestía su uniforme azul oscuro, el cabello suelto, el rostro más pálido que de costumbre. Lumos se había quedado lejos, observando.
—No deberíais estar fuera tan tarde —murmuró ella.
—Tampoco vos —respondió Willem, sin volverse aún.
Hizo una pausa antes de continuar.
—He pensado en lo que ocurrió. En lo que hiciste. Y en lo que te dije antes.
Mariek bajó ligeramente la cabeza.
—No se preocupe por sus palabras, Alteza. Comprendo que todos estamos todavía un poco confusos.
Willem giró hacia ella. Su mirada, antes serena, se endureció apenas.
—¿Eso es lo que creéis? ¿Qué fue una confusión del momento? —preguntó, con una calma que no ocultaba el reproche.
Ella lo miró, desconcertada por su tono.
—Solo quise decir que no tiene por qué disculparse. Yo entiendo…
—No lo entendéis —la interrumpió suavemente, pero con una firmeza que la hizo callar—. No hay excusa para trataros como algo, y no como alguien. —Respiró hondo—. Fui injusto, Mariek. Me equivoqué. Y no necesito que lo justifiquéis solo porque soy el heredero.
El silencio que siguió pesó entre ambos. El agua del lago rompía contra las piedras con un murmullo lento, como si el mundo intentara no interrumpirlos. Ella bajó la mirada, y esta vez su voz fue apenas un susurro:
—No quería que os sintierais culpable, Alteza.
Willem la observó largo rato. En su gesto había más tristeza que enfado, pero también un brillo de algo más profundo: respeto.
—Lo estoy igual —dijo, casi en un murmullo—. Porque os lo merecéis todo menos eso. Fuisteis sincera y no supe…
Por un instante, ninguno de los dos habló. Solo el viento movía el agua, llevando consigo algo que, aunque invisible, los unía más que cualquier palabra.
—Los profesores creen que fue suerte —dijo por fín Willem con una sonrisa cansada—. Que sobrevivimos por azar.
—¿Y vos qué creéis?
Él dio un paso hacia ella.
—Que fue algo más.
Mariek respiró hondo, pero no retrocedió.
—El azar… a veces se disfraza de destino —susurró.
Los ojos de Willem la buscaron, intentando leer más allá de sus palabras.
—¿Y si el destino nos obliga a repetirlo?
—Entonces —respondió ella— lo enfrentaremos… como la última vez.
El Príncipe bajó la voz.
—No quiero que os arriesguéis otra vez.
Ella inclinó apenas la cabeza.
—Y yo no quiero que olvidéis por qué lucháis.
Durante un instante, el mundo pareció detenerse. El viento, el lago, las sombras, todo se suspendió entre ellos. Mariek rompió el contacto, girando apenas.
—Proteged vuestro Reino, Alteza. Es todo lo que importa.
Willem la miró en silencio.
—¿Y si lo que importa… no fuera solo el Reino? —susurró—.
—¿Qué decís? —preguntó ella, con un temblor leve en la voz.
Él dio un paso más, tan cerca que el reflejo de la luna tembló entre ambos.
—Quiero ayudarte, Mariek. No sólo a protegerme o al Reino. Quiero ayudarte a entender quién sois realmente.
Ella parpadeó, sorprendida.
—No sé a qué os referís…
Willem la sostuvo con la mirada, una mezcla de ternura y determinación en sus ojos grises.
—Creo que sí lo sabéis. No tenéis que cargar con ello sola.
El príncipe extendió la mano, rozando con cuidado los dedos de ella. Mariek contuvo la respiración, pero no se apartó. Entonces Willem tomó su mano con suavidad. Ella alzó la vista, sus ojos azules enfrentando los grises del príncipe.
—Alteza… —murmuró, apartando lentamente la mano.
Él no se movió. Solo la observó un segundo más, con una mezcla de frustración y ternura que desarmaba cualquier muro.
—Mariek —dijo en un hilo de voz—, ¿podéis olvidar por un minuto que soy el Príncipe?
El silencio que siguió fue casi sagrado. Ella titubeó, pero al fin asintió, despacio. Willem volvió a tomar su mano, esta vez con más firmeza. Sus dedos se entrelazaron un instante, y el contacto bastó para detener el tiempo. La acercó despacio, sin apartar la mirada, y se inclinó hacia ella. Mariek cerró los ojos.Todo su cuerpo tembló con una mezcla de miedo y anhelo
Entonces él se inclinó, muy despacio, como si temiera que un movimiento brusco rompiera el hechizo. Y la besó en la frente. El beso llegó como una promesa que no debía hacerse: un roce apenas perceptible. No era posesión, sino rendición.
Fue un beso breve, pero tan lento que pareció detener el tiempo. Los labios de Willem tocaron su piel con una delicadeza que no buscaba poseer, solo agradecer, solo sentir que ella estaba allí. Un gesto sencillo, pero cargado de todo lo que ninguno se atrevía a decir.
El aire alrededor se volvió más denso, casi luminoso. Mariek tembló apenas, sin abrir los ojos. Cuando él se separó, el frío de la noche entró entre los dos. Willem bajó la mirada, como si acabara de romper algo sagrado.
Mariek dio un paso atrás, respirando hondo, mientras pasaba su propia mano por su frente besada por él segundos antes. No dijo nada más. Solo bajó la vista, y con un gesto que era a la vez reverencia y despedida, se alejó hacia la oscuridad del jardín.
Lumos la siguió con los ojos, antes de mirar al Príncipe. Por un segundo, en el brillo de la criatura, Willem creyó ver reflejado el azul de la mirada que acababa de perder. Y en ese reflejo, comprendió que ya no podría olvidarla.
Al día siguiente, el sol de la tarde caía sobre los jardines de la Academia, dorando las hojas que el viento arrastraba con suavidad. A lo lejos, el rumor del lago llegaba como un eco lejano, un recordatorio de días más tranquilos que ya parecían lejanos.
Aurelia pasaba las páginas de un libro sin leer realmente. Sus ojos, claros y reflexivos, se perdían en la nada cada pocos segundos. Desde su asiento, junto a la galería norte, vio a Mariek cruzar el sendero empedrado, sola, con el cabello oscuro cayéndole sobre el rostro y el mechón blanco brillando bajo la luz. Caminaba despacio, con los hombros levemente encorvados, como si llevara todavía el peso de la noche anterior.
Aurelia cerró el libro con un leve chasquido y lo dejó sobre el banco. Dudó unos segundos. Luego se levantó y se acercó.
—Señorita Felder —la llamó con suavidad.
La joven hechicera se detuvo y levantó la vista. Su expresión era serena, pero en sus ojos oceánicos había un cansancio que Aurelia reconoció al instante.
—Señorita Vaeloria. —Hizo una leve inclinación con la cabeza—. ¿Os encontráis bien?
Aurelia sonrió, aunque la sonrisa no alcanzó del todo sus ojos.
—Debería ser yo quien preguntara eso. —Se acercó un poco más, cuidando su tono—. Después de todo lo que ocurrió… pensé que quizá necesitabais… —hizo una breve pausa, buscando las palabras— un poco de compañía.
Mariek bajó la mirada.
—Estoy bien. —Su voz fue tranquila, casi un susurro—. Ya no hay heridas que curar.
—Las de fuera, quizá —replicó Aurelia, con un atisbo de ironía melancólica.
Mariek no respondió. El silencio entre ambas se hizo más denso. Aurelia respiró hondo, y entonces, sin pensarlo demasiado, soltó aquello que llevaba días mordiéndole la lengua:
—No tengo intenciones con el Príncipe Willem.
Mariek la miró de inmediato, sorprendida por la repentina confesión.
—Nunca he tenido interés de saber esa información.
—Lo sé —Aurelia sonrió, nerviosa, bajando la vista—. Pero quiero que lo sepáis. Desde pequeña me enseñaron que, quizás, algún día… —sus dedos se entrelazaron con fuerza—, podría convertirme en la consorte de la Corona. La esposa del heredero. Era mi deber como hija de Vaeloria.
Hizo una pausa.
—Siempre admiré al Príncipe. Su inteligencia, su temple… su bondad.
Mariek la escuchaba, quieta, sin emitir juicio alguno. Su mirada no era fría, solo atenta.
—Pero —continuó Aurelia, más despacio—, ahora comprendo que su corazón ya pertenece a alguien.
Se interrumpió, tragando saliva.
—Y el mío… —una sonrisa tembló en sus labios—, empieza a hacerlo también.
Mariek inclinó ligeramente la cabeza.
—No comprendo por qué me contáis esto.
Aurelia levantó los ojos, algo turbada.
—Porque… —dudó, pero ya no podía retroceder— vos tenéis una conexión con él. Lo he visto. Todos pueden notarlo, incluso si ninguno de los dos lo admite.
Un silencio. Mariek sostuvo su mirada unos segundos, y luego dijo con calma:
—Mi relación con el Príncipe es de protección. Nada más.
Aurelia la observó en silencio. Sabía que mentía. Pero también entendía que aquella mentira no era orgullo, sino defensa.
—Si vos lo decís… —respondió finalmente, con una leve sonrisa triste.
Mariek no añadió nada. El viento movió una hoja entre ambas, y por un instante, el sol iluminó el mechón blanco de la hechicera, haciendo que pareciera un hilo de plata.
Entonces Aurelia, en un intento por cambiar el tono, murmuró:
—En realidad… quería pediros un consejo.
Mariek parpadeó.
—No soy buena dando consejos.
—Seguro que sí —dijo Aurelia con un amago de risa—. O al menos, mejor que yo escuchando los míos.
Mariek suspiró, apenas audible.
—Quizá Elara o Liora puedan ayudaros más que yo. Son… más abiertas.
Por primera vez en días, Aurelia soltó una risa sincera.
—Tenéis razón. —Luego la miró con un brillo amable en los ojos—. ¿Me acompañáis entonces a buscarlas?
Mariek dudó. Miró hacia el sendero que llevaba a las torres, luego a Aurelia, que seguía allí, esperándola, sin presionar. Finalmente asintió.
—Está bien.
Caminaron juntas hacia los jardines, bajo un cielo que se teñía de malva. A cada paso, el silencio se volvía menos incómodo, y aunque ninguna lo supiera aún, aquel paseo sería el comienzo de un vínculo extraño: una alianza silenciosa entre dos jóvenes que, desde orillas distintas, habían empezado a sentir el peso del mismo destino.
Elara y Liora se encontraban sentadas en los escalones del claustro, disfrutando de unos dulces que habían conseguido del comedor gracias a alguna travesura bien calculada de la hechicera.
—Te juro que el cocinero casi me ve —decía Elara entre risas—. Pero logré distraerlo con una ilusión de humo.
—Lo que vas a lograr es que nos castiguen a todas —respondió Liora con su tono seco, aunque una sonrisa apenas contenida se asomaba en sus labios.
Fue entonces cuando las vieron venir. Mariek caminaba junto a Aurelia, ambas en silencio. La primera parecía pensativa; la segunda, algo nerviosa, con los dedos jugueteando con el borde de su capa azul.
—¡Mariek! —exclamó Elara, levantándose de inmediato—. ¡Por fin sales de tu encierro!
—No estaba encerrada —replicó ella con calma—, solo necesitaba… silencio.
—Eso suena exactamente a estar encerrada —bromeó Elara, acercándose para darle un abrazo suave.
Liora se levantó también y saludó con un leve gesto de cabeza hacia Aurelia.
—Lady Vaeloria. No esperábamos veros por aquí.
Aurelia sonrió, algo cohibida.
—Aurelia, por favor. Y... bueno, vine porque necesitaba un consejo, y Mariek dijo que vosotras quizás podríais ayudarme.
Elara abrió mucho los ojos.
—¿Un consejo? ¿Sobre qué?
Aurelia miró hacia el suelo, insegura.
—Es… algo personal, pero no puedo comentarlo con las otras señoritas…
Liora cruzó los brazos.
—Si es personal, no tenéis por qué contarlo.
—Quiero hacerlo, necesito hacerlo—replicó Aurelia con un poco de prisa, como si temiera arrepentirse—. Solo… no sé por dónde empezar. Confío en vuestra discreción.
Elara dio una palmada en el aire.
—¡Claro que sí! Puede empezar el principio, siempre es lo mejor.
Aurelia rió, nerviosa, y respiró hondo.
—Creo que… siento algo por alguien. Es algo nuevo… —La confesión cayó entre ellas como una pequeña piedra en el agua.
Elara se inclinó hacia adelante con los ojos brillantes.
—¿Alguien de la Academia? ¿El Príncipe?
—Sí. —Aurelia jugueteó con un mechón de su cabello dorado, sonrojada—. Pero es un caballero, no es el Príncipe Willem.
—¡Oh! —Elara casi saltó de emoción—. ¡Un caballero! Eso suena terriblemente romántico.
Liora alzó una ceja.
—¿Terriblemente?
—Ya sabes a lo que me refiero. —Elara agitó la mano, impaciente—. Una dama de la nobleza que se espera que sea la consorte del heredero y le conquista el corazón un caballero de rango inferior… ¡Eso grita amor prohibido!
—O imprudencia —comentó Liora, aunque su tono no era cruel, solo realista.
Aurelia las observaba, algo abrumada por la diferencia de perspectivas.
—No sé si él siente lo mismo. Ni siquiera estoy segura de si debería sentir esto. Mi familia… espera que me una a alguien que fortalezca los lazos políticos. Pero cuando le veo… —una sonrisa suave se le escapó, sincera—, todo eso deja de tener sentido y en mi corazón nace la posibilidad de enfrentarme a la Casa Vaeloria.
Mariek, que hasta entonces había escuchado en silencio, ladeó la cabeza.
—¿Y por qué necesitáis consejo? Si le apreciáis, decídselo. Hablad a vuestro padre y listo.
Aurelia la miró sorprendida.
—No puedo simplemente… decirlo. No puedo arriesgarme sin tener la certeza.
—¿Por qué no? —preguntó Mariek, genuinamente confusa.
Liora suspiró y dijo con ironía—: Porque no todos expresan sus sentimientos como tú lanzas un hechizo, Mariek. Y si la Señorita Aurelia expresa sus sentimientos hacía alguien que no es el Príncipe y no es correspondida, puede ocasionar un conflicto.
Elara rió, conteniendo la carcajada.
—Tiene razón, Liora. Las cosas del corazón requieren delicadeza.
Mariek las miró sin entender del todo, aunque una pequeña sonrisa se insinuó en sus labios.
—Entonces… ¿qué proponéis?
—Yo digo que haga lo que siente —contestó Liora con seguridad—. Si espera demasiado, puede que el momento pase.
Elara negó con la cabeza, con expresión soñadora.
—No, no. Eso arruinaría el encanto. Tiene que ir poco a poco… quizás escribirle una carta secreta. Algo discreto, que le deje entrever lo que siente sin decirlo todo. ¡O un encuentro secreto!
Aurelia la escuchaba con atención, sonriendo.
—¿Una carta?
—Claro —dijo Elara entusiasmada—. Una nota dejada entre sus libros, o en la mesa de entrenamiento… algo elegante, misterioso. Los hombres aman los misterios.
—O los malinterpretan —añadió Liora con sequedad.
Aurelia rió, relajándose al fin.
—Quizá… —dijo despacio—. Quizá lo intente.
Entonces Mariek, con toda naturalidad, preguntó:
—¿Quién es el caballero?
Elara y Liora hablaron al mismo tiempo:
—¡Mariek!
Ella parpadeó, confundida.
—¿He dicho algo inapropiado?
Aurelia se sonrojó hasta las orejas.
—No… no, está bien. Solo… preferiría guardarlo un poco más. —Bajó la vista, su voz se volvió suave—. No quiero decirlo antes de saber si él… podría corresponderme.
Liora le dio un leve toque en el hombro.
—Entonces guárdalo. Lo que es tuyo no necesita prisa.
Elara sonrió con dulzura. Aurelia rió, por fin con naturalidad.
—Gracias.
El sol comenzaba a ponerse, tiñendo las torres de la Academia de tonos ámbar. Las tres caminaron juntas hacia el patio, y Mariek, en silencio, las siguió unos pasos detrás, observando aquella escena tan ajena y tan humana a la vez.
No comprendía del todo lo que movía a las personas a sentir de esa manera, pero por primera vez en mucho tiempo, pensó, que en ella también había sentimientos que no quería decir por miedo.
En el mirador superior del patio de entrenamiento, el Príncipe Willem observaba en silencio la escena bajo sus pies: Cuatro figuras femeninas caminaban entre los senderos de flores. El viento jugaba con las capas de sus uniformes: Elara, risueña, gesticulaba animadamente; Liora caminaba con paso firme; Aurelia parecía más tranquila de lo habitual; y Mariek… Mariek iba unos pasos detrás, con el cabello suelto cayéndole como un velo oscuro sobre los hombros, su expresión pensativa.
El atardecer encendía en su rostro destellos de ámbar y azul. Willem no apartó la mirada. Había algo en aquella quietud —en la forma en que ella alzaba el rostro hacia el cielo, como si buscara respuestas en la última luz del día— que le oprimía el pecho sin saber por qué.
—Vas a desgastar la piedra de tanto mirar, Alteza —bromeó Octavius, rompiendo el silencio.
Willem pestañeó, volviendo a la realidad.
A su lado, Henrik mantenía una postura algo rígida, atento pero sin intervenir. Octavius, siempre perspicaz, siguió la dirección de la mirada del Príncipe y dejó escapar una leve sonrisa.
—Ah, ya entiendo —dijo con tono travieso—. Dicen que Lady Aurelia ha estado pasando mucho tiempo con vos últimamente.
Henrik se tensó. Apenas era perceptible, pero Willem lo notó.
—¿Y qué dicen exactamente? —preguntó el Príncipe con serenidad estudiada.
—Oh, solo rumores de estudiantes —respondió Octavius, encogiéndose de hombros—. Dicen que su familia la educó para ser una posible consorte de la Corona. Que hace buena pareja con vos.
El aire se volvió más denso, casi imperceptiblemente. Henrik apretó la mandíbula. Willem, que percibía hasta el más leve cambio en sus hombres, lo miró de soslayo antes de responder:
—El heredero tiene muchas obligaciones —dijo, con una calma que ocultaba algo más hondo—. Pero hay una que no puede forzarse.
Octavius lo miró sin comprender.
—¿Y cuál sería esa?
Willem sostuvo su mirada, aunque en sus ojos había un brillo melancólico.
—Nunca enlazaría en matrimonio a una dama cuyo corazón no sintoniza con el mío.
Hubo un breve silencio. El viento arrastró unas hojas secas que cruzaron el suelo de piedra entre ellos. Octavius frunció el ceño, confundido.
—No entiendo del todo lo que queréis decir, Alteza.
Willem alzó una ceja, casi divertido.
—Henrik, explícaselo. —El tono fue casi una orden, aunque cargado de cierta ironía.
Henrik se quedó quieto.
—¿Yo? —preguntó, como si quisiera asegurarse de que había escuchado bien.
—Sí —replicó Willem—. Tú entiendes mejor que nadie lo que es tener sintonía con alguien.
El silencio se alargó un instante. Henrik bajó la vista, intentando ordenar las palabras. Su voz, cuando habló, fue más baja y contenida.
—No es… algo que se elija —dijo despacio—. Es una especie de… conexión. No tiene que ver con el rango, ni con los deberes. Es… cuando el alma de alguien… resuena con la tuya, aunque no deba.
Sus ojos se perdieron un instante hacia el jardín, donde Aurelia reía con Elara.
—Y aunque intentes negarlo, aunque quieras callarlo, siempre la sientes.
Octavius lo observó, intrigado, sin captar del todo el peso de esas palabras. Willem sí lo hizo.
El silencio que siguió fue interrumpido por el sonido de pasos apresurados. Roderic apareció, con el uniforme de entrenamiento aún manchado de tierra.
—Ah, aquí estáis. —Su tono era impaciente—. El instructor os busca. Dijo que si volvéis a llegar tarde, os hará correr hasta la muralla sur.
Octavius bufó.
—Otra vez…
Henrik asintió, aliviado por el cambio de tema. Willem, sin embargo, se quedó un instante más mirando hacia el jardín. Las cuatro jóvenes caminaban ahora hacia el ala norte. Supo que iban a encontrarse en breve. Y así fue: Justo en el momento en que ellos descendían los escalones para dirigirse al campo de entrenamiento, los grupos se cruzaron. Las chicas se detuvieron e hicieron una leve inclinación de respeto.
—Alteza —dijeron casi al unísono.
Willem devolvió el gesto, con una sonrisa cortés. Pero en ese instante, Elara, que tenía una percepción más viva de lo que no se decía, notó algo: Mientras todas inclinaban la cabeza, Aurelia alzó la mirada apenas un segundo, lo suficiente para cruzarla con la de Henrik. Una mirada breve, casi imperceptible… pero cargada de significado.
Willem, ajeno a ese intercambio, pasó su mirada por Mariek. Ella, fiel a su temple, simplemente sostuvo el contacto visual unos segundos, inclinó la cabeza y siguió su camino. Pero el Príncipe sintió —sin entender por qué— que ese breve gesto lo acompañaría durante toda la noche.
Y mientras se alejaban en direcciones opuestas, el sol terminó de hundirse tras los muros de la Academia, dejando al Reino envuelto en una calma engañosa…Una calma que, tarde o temprano, volvería a romperse.
Días después, la clase había terminado hacía apenas unos minutos. El aula todavía conservaba el olor metálico del polvo de runa y el eco grave de las palabras del Maestro Arven. Los estudiantes se retiraron en silencio, agotados por la intensidad de aquella lección de estrategia y magia aplicada a la diplomacia —una asignatura que el Maestro consideraba esencial para quienes, de una forma u otra, gobernarían algún día.
El Príncipe Willem fue el último en abandonar el aula. O más bien, no la abandonó. Permaneció quieto, sentado a medio camino entre las sombras que se alargaban por el ventanal y la luz dorada del atardecer.
Tenía los guantes en la mesa, la espada aún al cinto, y los ojos fijos en el mapa extendido sobre el escritorio central. En ese mapa, trazado con una precisión casi obsesiva, se delineaban los límites del Reino de Serentipy. Montañas, ríos, fortalezas y ciudades parecían figuras inmóviles en una partida que nunca terminaba.
El Maestro Arven, de pie junto a la pizarra de piedra, observó al joven heredero sin decir palabra. Había sido su tutor durante años antes de que entrara en la Academia, por eso había aprendido a leer en el silencio de Willem mucho más que en sus discursos. Sabía cuándo el muchacho pensaba en el Reino, cuándo en su padre… y cuándo, en alguien más.
—No suele ser costumbre de los príncipes quedarse después de clase —dijo al fin, con esa voz grave y serena que parecía tener siglos—. A menos que haya una pregunta que el protocolo no les permite hacer en público.
Willem alzó la mirada, sin sorpresa.
—Supongo que hoy soy menos príncipe y más… estudiante confundido.
Arven sonrió apenas.
—Eso, Alteza, es precisamente lo que le convierte en buen alumno.
El Príncipe exhaló un suspiro y se puso de pie. La luz bañaba su perfil, delineando la melancolía que ya era parte de su porte.
—Maestro, ¿cree que el deber puede... anular lo que uno siente?
Arven lo observó con atención. No era la primera vez que escuchaba esa pregunta de un heredero, pero la forma en que Willem la pronunció —con una mezcla de agotamiento y miedo— le hizo comprender que no hablaba de política.
—Depende —respondió despacio—. ¿De qué clase de sentimiento hablamos?
—De uno… que no debería existir. —El tono del príncipe se endureció—. De uno que pone en duda quién soy y para qué nací.
El maestro caminó hacia él, apoyándose ligeramente en su bastón tallado en roble oscuro.
—Entonces, Alteza, hablamos del amor.
Willem no respondió. Solo apartó la vista, fijándola en el ventanal, donde el sol caía tras las torres de la Academia. Las banderas ondeaban lánguidamente, bañadas por un oro apagado.
—Amar no debería ser un problema —dijo al fin—. Pero en mi caso lo es.
—Porque teme que lo aparte del trono.
—Porque temo que me recuerde que soy humano. —Sus palabras salieron más duras de lo que pretendía—. Mi padre dice que el Rey no puede amar más que a su Reino, solo debe protegerlo. Pero yo... —guardó silencio un instante, la mandíbula tensa—. Yo no puedo proteger nada si no entiendo lo que significa amar.
El Maestro lo miró con ternura discreta.
—Su padre no está del todo equivocado —respondió—, pero tampoco tiene toda la razón. El amor puede ser una debilidad, sí, si se ama desde el miedo a perder. Pero también puede ser la mayor de las fuerzas si se ama desde la fe en lo que se protege.
Willem sonrió con amargura.
—Suena a paradoja, maestro.
—Todo lo que vale la pena vivir lo es, Alteza. —Arven se acercó al escritorio y, con la punta del bastón, señaló una de las regiones del mapa—. Aquí, las tierras del norte. Hace siglos, el Rey Aeldric perdió a su esposa en la guerra. Decían que su dolor casi lo llevó a abandonar el trono. Pero fue ese mismo amor el que lo hizo vencer al enemigo. No por orgullo, sino porque no quería que otros sintieran la misma pérdida.
—El amor como impulso.
—Y no como ancla —asintió el anciano.
El príncipe bajó la mirada.
—Yo… no sé si el mío es impulso o ancla. —Se detuvo, como si tuviera miedo de seguir—. A veces pienso que, si la pierdo, perderé todo sentido. Y otras, que si me acerco demasiado, pondré en riesgo aquello que juré proteger.
El silencio se espesó entre ambos. Las palabras “la pierdo” resonaron con un peso que el maestro no ignoró.
—¿La muchacha de la senda de los hechiceros? —preguntó Arven con calma.
Willem levantó la cabeza, sobresaltado.
—¿Cómo…?
—No subestime a un viejo, Alteza. Los vínculos verdaderos rara vez pueden ocultarse. Y… le conozco desde que era un niño.
—No hay… vínculo —replicó Willem, demasiado rápido—. Solo un deber. Ella es… una protectora de la Corona y yo… soy la Corona.
—Y usted es un hombre antes que una corona. —La voz del maestro era suave, pero firme—. Lo que siente no lo deshonra. Lo que haría con ello, sí podría hacerlo.
El joven bajó la mirada de nuevo, frotándose la frente.
—No puedo permitirme sentir. No si eso la pone en peligro.
—Entonces, ¿piensa ocultarlo? —preguntó Arven.
—No. —Willem negó lentamente—. Pienso enterrarlo.
El maestro suspiró.
—Enterrar un sentimiento no lo mata, Alteza. Solo lo convierte en sombra. Y las sombras, como se ha visto, siempre encuentran un modo de volver.
Willem alzó la vista. Sus ojos grises parecían contener el reflejo de todo el peso de Serentipy.
—¿Qué haría usted, Maestro, si tuviera que elegir entre proteger a quien ama o proteger un Reino?
Arven se quedó en silencio unos segundos antes de responder.
—Amar un Reino, Alteza, es amar a su gente. Pero amar a una persona… es recordar por quién se hace todo eso. Si pierde una de esas dos cosas, el equilibrio se rompe.
—¿Entonces no hay elección?
—Nunca la hay. —El Maestro sonrió levemente—. Solo se sobrevive al dilema eligiendo los dos y aceptando el dolor de ambos.
Willem giró el rostro hacia el ventanal. El aire del atardecer entraba tibio, trayendo consigo el rumor lejano de los entrenamientos y las risas en los patios. Aquel sonido parecía pertenecer a un mundo del que él ya no formaba parte.
—A veces envidio a mis compañeros, Maestro —confesó—. Ríen, entrenan, se equivocan… pueden permitirse sentir sin consecuencias.
—Y sin embargo lo respetan —dijo Arven.
—Porque soy el heredero, no porque me comprendan.
—Tal vez. Pero algún día querrán seguirle porque lo amen, no porque deban hacerlo. Y ese día, Serentipy será más fuerte que nunca.
Willem lo miró, pensativo.
—¿Usted cree que un pueblo puede amar a su Rey?
—Solo si el Rey aprende a amar primero. —El anciano apoyó su bastón y caminó hasta la ventana junto a él—. La grandeza de un monarca no está en cuánto teme ser traicionado, sino en cuánto confía pese a ello.
El príncipe siguió con la mirada hacia el horizonte. Las torres de la Academia proyectaban sombras largas sobre los prados. En el cielo, un grupo de aves cruzaba hacia el sur, como presintiendo un cambio en el aire.
—Ella no lo sabe —dijo, en voz apenas audible.
—No necesita saberlo aún —respondió Arven—. A veces, el amor más puro es el que se calla hasta que el mundo está listo para escucharlo.
Willem cerró los ojos. Por un instante, volvió a ver su rostro: los ojos azules como el océano, el mechón blanco moviéndose con el viento del bosque, la mirada serena incluso en medio del caos. Recordó cómo se había aferrado a él en la batalla, su voz pronunciando su nombre. “Willem…” Aquel sonido le perseguía desde entonces, como una oración y una herida a la vez.
—¿Y si ella… nunca puede saberlo? —preguntó.
—Entonces, será usted quien lleve esa llama, Alteza —dijo Arven con voz baja—. No todas las promesas se sellan con palabras. Algunas viven en silencio… y aun así, arden.
El Maestro se apartó unos pasos, dejándolo solo junto a la ventana. Durante un largo rato, ninguno habló. Solo se oía el rumor del viento y el leve crujido de las maderas del aula. Finalmente, Arven rompió el silencio:
—¿Sabe cuál es la mayor lección que intento enseñarles, Alteza?
—¿La estrategia? ¿La diplomacia?
—No. —El anciano sonrió apenas—. Que todo reino nace y muere en el corazón de quien lo gobierna. Si el corazón del Rey está vacío, ningún ejército podrá defenderlo.
Willem asintió lentamente, sin hablar. En su mente, las palabras del Maestro se entrelazaron con los rostros de su padre, de sus amigos, de Mariek… La Corona, el deber, el amor, la magia, la oscuridad. Todo se mezclaba en un torbellino que no sabía cómo detener.
El sol terminó de ocultarse. El aula quedó envuelta en una penumbra dorada y azul, casi sagrada. El Maestro tomó su bastón, se inclinó ante el Príncipe y murmuró:
—Vuestra Alteza… recuerde: no tema al amor. Témale al día en que ya no sienta nada.
Y se retiró en silencio.
Willem permaneció allí un largo rato. El sonido de las aves se había apagado; solo el viento rozaba las vidrieras. Miró su reflejo en el cristal: un joven con armadura, ojos cansados, y un peso que ningún metal podía sostener. Pensó en Mariek, en la promesa no dicha, en el futuro que le esperaba. Y, en un murmullo que se perdió con el viento, dijo:
—No temer al amor. Temer el día en que ya no sienta nada.
El eco de su voz se mezcló con el rumor de la tarde que moría, y por un instante, el Príncipe Willem de Serentipy pareció, más que un heredero, un hombre que empezaba a entender el precio de amar y reinar.
Al otro lado de Serentipy, una taberna estaba sumida en penumbra, apenas iluminada por un par de candiles cuyo humo ennegrecía el techo bajo. Nadie más que ellos ocupaba el lugar; el tabernero había recibido órdenes de desaparecer en cuanto el Rey cruzó el umbral. El silencio pesaba, solo roto por el crujir de la madera vieja y el golpeteo lejano de la lluvia contra los cristales.
Theobald se mantenía erguido en la mesa central, la capa oscura cubriéndole el cuerpo, sin el más mínimo indicio de la dignidad regia que siempre portaba en palacio. A su lado, Gideon Felder no lograba disimular su incomodidad: sus manos permanecían apretadas contra la mesa, los nudillos blancos de tanta tensión. Temía el encuentro.
La puerta chirrió. Una corriente de aire helado recorrió el lugar. Entró él: Aldebrand von Falkenhof.
Su figura parecía desprender una gravedad propia, como si el aire se hiciera más espeso a su alrededor. Llevaba una capa gris que apenas dejaba entrever el peto de cuero trabajado y un bastón con incrustaciones de plata en la empuñadura. El cabello, blanco, caía sobre los hombros, y sus ojos, de un gris acerado, contenían una lucidez que incomodaba.
No era un hombre joven, pero tampoco parecía ceder terreno a la edad: en él convivían la calma del sabio y la rigidez del guerrero. Theobald fue el primero en hablar, inclinando la cabeza con respeto.
—Maestro Aldebrand. Gracias por acudir a nuestra llamada.
El aludido no respondió enseguida. Caminó hasta la mesa con pasos lentos, se sentó y apoyó el bastón contra la madera. Sólo entonces habló, con voz grave y clara.
—Cuando un Rey abandona su trono para venir a una taberna en los arrabales, las razones deben de ser importantes. Hablad.