Un dolor por otro
11 de septiembre de 2025, 13:11
Horas después, me encuentro en mi cuarto. Estoy sentado en la orilla de la cama, pero no se siente a unos centímetros del piso: se siente como si estuviera al borde de un barranco invisible. Esta vez, sin embargo, no hay miedo. Hay algo hermoso en ese filo delgado entre la realidad y la imaginación. Algo en la adrenalina de no saber si lo que siento lo invento o si de verdad está pasando.
Me acuesto en el suelo, dejando que el frío de los azulejos regule lo que mi mente no puede. En ese instante, todo se silencia. Por un momento me siento cayendo, como si atravesara nubes lejanas que nunca voy a alcanzar. El contraste de la temperatura me arrastra de nuevo al presente. No frunzo el ceño, no me muevo. Solo me dejo ir.
El corazón aún duele. El recuerdo de Jade despidiéndose con un beso en la mejilla me arde como un corte abierto. Después de eso, me quedé quieto en la puerta, incapaz de parpadear mientras la lluvia me empapaba. Mi mamá tuvo que arrastrarme al coche como si yo fuera un peso muerto. No habló. Encendió la radio para que el silencio no nos destrozara por completo.
En la noche, me descubro probando algo distinto. La presión de un golpe contra mi propio cuerpo. El dolor punzante que, contra toda lógica, trae calma. Es rápido, contundente, real. En el lugar donde el ruido mental solía desbordarme, ahora solo queda un punto fijo al que aferrarme.
Y funciona.Al día siguiente me levanto y saludo a mi mamá con un “buenos días” tan convincente que ella sonríe. Con Jade también parece funcionar. Hablo, sonrío, hago chistes. Le dejo rozar mis manos y sostengo su mirada sin temblar. Ella sonríe de vuelta, me besa la mejilla, y todo parece acomodarse como si de verdad fuera suficiente.
Pero yo sé la verdad.Sé que no estoy mejor.Sé que he cambiado un dolor por otro.
Y, en silencio, empiezo a convertirme en alguien que parece funcionar.
Un par de semanas después, todo el mundo parece convencido de que estoy bien.Y, en cierto modo, lo estoy. Al menos, eso aparento.
Jade me espera en la salida de clase con un café en la mano, como si nada hubiera pasado aquella tarde en la cafetería. Sus bromas vuelven a llenar los espacios, sus gestos ligeros disuelven las pausas incómodas, y yo… yo aprendo a sonreír en el momento exacto, a responder en el tono correcto, a no dejar que el temblor en mis manos se note.
Pero debajo de esa superficie, el filo sigue ahí. Lo oculto bajo la manga, bajo las risas ensayadas, bajo los silencios acumulados que se me atragantan cuando ella me mira demasiado fijo.
Hay una tensión invisible, un muro que Jade parece ignorar o no querer nombrar. Y yo, en silencio, espero. Espero a que su sonrisa falle, a que sus palabras cambien, a que su amor se quiebre de la misma forma en que me quiebro yo en privado.
Es casi un experimento cruel:cada broma que hago, cada historia que cuento, cada silencio que sostengo demasiado, lo lanzo como una piedra al agua para ver si la superficie se rompe.Para ver si de verdad me quiere o si solo es cuestión de tiempo.
La paradoja es insoportable: quiero que me pruebe, pero temo que lo haga.
En las noches, cuando regreso a mi cuarto, el ciclo vuelve. El dolor físico es mi secreto mejor guardado, la única forma de convencer a mi cuerpo de que obedezca, de que respire, de que duerma. Funciona. Siempre funciona. Y en ese falso alivio me descubro pensando que tal vez he encontrado la forma de mantenerla cerca, aunque en el fondo sé que lo único que hago es alejarme más.
La herida sigue ardiendo.Ella actúa como si nunca existiera.Y yo aprendo a acumular silencios hasta que duelen más que los golpes.
Esa tarde estamos en mi cuarto. La ventana está entreabierta y entra una brisa tibia que mueve las cortinas. Jade hojea uno de mis cuadernos de dibujo mientras yo finjo ordenar la cama, aunque en realidad solo estoy buscando el valor.
“Este eres tú, ¿verdad?” pregunta señalando un autorretrato torpe en grafito.
“Tal vez” murmuro, sin mirarla. Me siento como un cable tensado, como si cualquier palabra fuera a chocar contra la chispa que llevo acumulando semanas.
Ella sonríe, esa sonrisa que parece abrir espacios incluso donde no los hay. Y justo ahí, en ese instante en que debería sentir paz, me arriesgo.
“Jade…” Mi voz suena más quebrada de lo que quiero. Ella levanta la cabeza y me mira, expectante.“Si un día dejo de mejorar… si un día no soy suficiente, ¿te quedarías igual?”
No es una pregunta casual, pero intento disfrazarla de inocencia. Ella lo nota. Lo sé por el silencio que se alarga.
“Leo…” deja el cuaderno sobre la cama y se acerca a mí. “No eres una condición. No eres un proyecto. Eres tú. Y yo no estoy aquí porque ‘mejores’ o no. Estoy porque te quiero.”
Trago saliva, pero la desconfianza me arde como una espina enterrada.“Eso dices ahora. Pero, ¿y si un día todo esto te pesa demasiado? ¿Y si un día te hartas de sostenerme?”
Ella inspira, larga y hondo, como si supiera que esa es mi forma de empujarla contra el borde.“Quizá sí me canse, Leo. Soy humana. Pero cansarme no significa dejar de quererte. Quedarse no siempre es fácil, pero quedarse es lo que yo elijo.”
La miro en silencio, con el corazón acelerado. Parte de mí quiere creerle, la otra parte la escucha como si fueran promesas que el tiempo inevitablemente romperá.
Para Jade, sus palabras son certeza. Para mí, son prueba. Y aunque me abraza después, y aunque su calor me envuelve como si intentara apagar el incendio, no logro dejar de pensar que, en el fondo, sigo buscando la grieta en la que su amor se quiebre.