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La noche olía a cobre y lluvia vieja. Sobre los edificios de ladrillo, la marca de las Reliquias de la Muerte flotaba como un ojo geométrico, trazada con fuego frío contra las nubes. Debajo, el callejón muggle vibraba con el zumbido de postes eléctricos y el ronquido de un tren lejano. Diez figuras con capas negras se materializaron con un estallido de aire comprimido. La más alta, con el cabello recogido y el rostro afilado, levantó la varita. —Por el Bien Mayor —entonó el Comandante Gerulf Hauser, y el resto respondió como un susurro de cuchillas. —Por el Bien Mayor —repitió Adrian Draymond, y la frase le pasó por la garganta como vidrio molido. Los Guardianes del Orden se dispersaron según el esquema. El edificio objetivo tenía ventanas empañadas y una puerta azul desconchada. Sobre el marco, un talismán muggle de metal formaba una cruz. Hauser lo tocó con la punta de la varita; el metal siseó y chorreó como cera. —Rastreadores, dentro. Verificación de Homenum. Eliminación de evidencia. Y si hay cría, ya conoces el protocolo, Draymond. Adrian asintió. El protocolo. “Cunas vacías.” Así lo llamaban, con naturalidad administrativa. Cerró un instante los ojos. Vio el candelabro de la sala de su casa; el reflejo de Selene en el cristal; la curva de su sonrisa cuando le decía que respirara hondo antes de ocultar lo que sentía. “No tiembles donde te ven temblar.” El mantra que ella le regaló. —A mi señal —dijo Hauser—. Rompe, Weiss. La puerta explotó hacia dentro con un hechizo mudo. Adrian entró primero. Pasillo estrecho, olor a sopa y detergente; fotografías baratas en marcos torcidos. “Un matrimonio joven”, identificó su cerebro entrenado antes de que pudiera detenerlo. Pisadas detrás de él, respiración contenida, el chasquido fácil de varitas preparadas para castigos. —Homenum revelio —susurró, y tres destellos pálidos se encendieron en su campo mental: salón, cocina, habitación de fondo. —Tres —informó en voz baja. —Procede. Adrian cruzó hacia el salón. Un hombre de veintitantos se levantó de golpe. Llevaba una camiseta con letras muggles, los ojos aún arrugados de sueño. Intentó alzar las manos, pero Weiss ya tenía la varita en el cuello de él. —En el suelo —gruñó Weiss—. Sin trucos. La mujer apareció desde la cocina con un cuchillo inútil en la mano. Su cabello oscuro estaba recogido torpemente. —¿Quiénes…? ¡Salgan de mi casa! ¡Tienen que…! —Silencio —murmuró Hauser, y la voz de la mujer murió en el aire, aún abierta. Adrian se desvió hacia el pasillo. La tercera presencia palpitaba al fondo, pequeña y vibrante. La puerta tenía pegatinas de estrellas y el dibujo infantil de un sol. Empujó con el hombro. Dentro, la habitación era un rectángulo de paz doméstica: una cuna blanca, un móvil de cartón con lunas, un oso de peluche sin un ojo. El bebé lo miró con ojos enormes y húmedos. Abrió la boca y lloró con toda la inocencia del mundo. “Cunas vacías.” —Draymond —la voz de Hauser desde el salón—. Termina y ven. Hay que registrar al macho por conexión con propaganda subversiva. Adrian se acercó, las rodillas le pesaban. El bebé pateó bajo la mantita amarilla. Tenía las mejillas encendidas, un mechón de cabello castaño pegado a la frente. El llanto—ese llanto—atravesó la coraza de años, medallas, juramentos aprendidos a fuerza de golpes. Extendió la mano. Su propia varita titubeó en el aire, teñida del brillo frío de un conjuro que no se pronunció. “Por el Bien Mayor”, le susurró su educación, la voz de su padre, la sombra de Grindelwald sobre el mapa de Europa. “Por el Bien Mayor”, repetían los informes, las fiestas, los brindis bajo cúpulas con frescos glorificados de guerras “limpias”. —Somnum lenis —musitó, y no supo si el hechizo era para el bebé o para sí mismo. El llanto menguó hasta convertirse en un sollozo húmedo. Adrian soltó aire. Bajó la varita hasta tocar la baranda de la cuna. El tacto del barniz barato le pareció de repente más real que sus guantes de cuero. Miró atrás: el pasillo, la luz amarilla del salón, el murmullo ahogado de la pareja. —Draymond, informes —Weiss apareció en la puerta de la habitación, jadeante, con una sonrisa torcida—. ¿Qué tenemos? ¿Un bebecito? Vaya noche. ¿Quieres que lo…? El brillo de su varita fue demasiado natural. —Baja eso —dijo Adrian sin pensar. Su tono fue una orden que acostumbraba obediencias. Weiss parpadeó. —¿Perdón? Adrian giró apenas la muñeca. —Protocolo de traslado. La sala de registros quiere muestras completas. —Mintió con la facilidad desesperada del que ya ha elegido bando y solo necesita tiempo para inventar el resto—. Tenemos órdenes nuevas. “Conservación de material”—programa de conversión. Ya sabes. Weiss chasqueó la lengua. —¿Desde cuándo? —Desde que el Comisario Kraal decidió que los hijos lloran en las celdas y cantan lo que no cantan los padres. —Lo dijo casi con asco. Como si hablara de burocracia, no de vidas. En ese tono, Weiss bajó la varita, fastidiado. —Lo que sea. Más papeleo. —Ve a apoyar al Comandante —insistió Adrian—. Yo me encargo de la pieza y del registro del cuarto. Weiss giró. Se detuvo. —Oye, Draymond. Adrian tensó el hombro. —¿Qué? —¿No te tiembla la mano últimamente? Te vi en la última purga. —Weiss sonrió, una víbora satisfecha—. Ten cuidado. A Hauser no le gustan los poetas. —Vigila tu lengua —respondió Adrian, plano—. O te la cortarán. Weiss se rió y desapareció por el pasillo. Adrian se quedó solo con la criatura. Podía oír ahora, con el enfoque agudo de quien empuña dos vidas en una mano, los sonidos de la rutina de la violencia al otro lado de la pared: el golpe de un cuerpo contra el suelo, una silla volcada, el aullido mudo de la mujer atrapado bajo el hechizo, la voz profesional de Hauser recitando cargos como letanías: “posesión de literatura subversiva, comunicación con sangre impura armada, desobediencia civil…” El bebé lo miró. Un par de ojos castaños, brillantes, como lagos en una noche sin viento. Adrian sintió ese clic interior que había sentido apenas dos veces en la vida: la primera, cuando Selene Carrow-Lestrange lo miró desde una escalera de mármol y alzó un dedo para indicarle que callara; la segunda, ahora, atado a una cuna barata y a un latido diminuto. —Shh —susurró, y no sabía a quién suplicaba. Un estallido en el salón. El hechizo silencioso se rompió un segundo; la mujer alcanzó a decir “por favor” con una mueca que se disolvió al instante bajo otra orden. Adrian maldijo. El tiempo. Se quitó la capa, la extendió sobre la cuna. —Disfraz —ordenó a la tela, y la capa obedeció, tornándose del gris apagado de las mantas del régimen. Deslizó al bebé dentro, lo acunó contra el pecho. Pequeño peso, calor que traspasó el cuero. Su propia sangre aceleró; su varita acudió a su mano libre con un hábito autónomo. —Draymond, reporte ahora —la voz de Hauser sonó desde la sala con ese filo que delata sospecha—. Weiss, qué diablos… Adrian salió al pasillo con la seguridad mil veces practicada frente a enemigos y espejos. —La pieza está controlada. Muestras tomadas. —Se detuvo en el umbral del salón. El hombre yacía en el suelo, las manos extendidas como si aún buscaran agarrar algo que ya no estaba. La mujer estaba en una silla, encorvada, ojos abiertos sin ver. Hauser guardaba su varita, con gesto tedioso. —Inútiles —dijo—. Ni siquiera pelean. —Levantó la vista—. ¿Y eso? Adrian apretó el bulto contra su pecho como si fuese un objeto, no una vida. —Procedimiento Kraal —repitió—. Traslado a Conversión. Informe directo, cadena de custodia: Draymond. Weiss frunció la boca. —No me llegó ninguna circular. —Porque no sabes leer —replicó Adrian, y el salón rió con una viscosidad desagradable. Hauser, en cambio, midió. Lo midió a él, el paquete, el tiempo. Finalmente asintió. —Hazlo. Quiero este sitio limpio en diez. El fuego bonito, no el salvaje. Hay vecinos muggles. Que huela a accidente. —Sí, señor. Salieron del edificio entre sombras de cortinas que se movían; ojos muggles asustados. Weiss dibujó con torpeza runas de incendios controlados en el pasillo. Al cruzar el umbral, Adrian vio el talismán de metal derretido en la puerta azul como una lágrima detenida. Se permitió un pensamiento mezquino: “Lo odiarán a él, al metal. Nunca sabrán nuestro nombre.” El callejón tenía la luz blanca de las lámparas modernas. El símbolo de las Reliquias seguía allá arriba, presidiendo la noche como un mandamiento. Hauser se puso un guante. —Informe al Ministerio Unificado. —Su mirada volvió a Adrian—. No me falles con la cadena, Draymond. Hay rumores. Siempre los hay. —Se inclinó apenas—. Y tú eres vistoso cuando fallas. —No fallaré. Hauser y los otros se desvanecieron con la sobriedad ceremonial de los que practican elegancias en los peores actos. Quedaron el humo, el tren, el llanto acallado contra su camisa. Adrian caminó hacia la esquina del callejón, evitando cámaras muggles que su varita apagó con toques rápidos. Al final, tras un contenedor, había una grieta de sombra. Las apariciones en zonas urbanas se hacían desde allí, esos lugares que casi no pertenecían a nadie. Aseguró el bulto con un nudo de su capa alrededor de su torso. El bebé protestó apenas, un sonido menor. —Nos vamos a casa —dijo. Giró sobre el talón y el mundo se partió. La Mansión Draymond emergió entre columnas de tejos, oscura y pulida como una amenaza antigua. Las runas del perímetro brillaron un segundo, lo saludaron, midieron su pulso, aceptaron su magia. Estaba amaneciendo, una línea de leche gris detrás de los árboles. Selene lo esperaba en el vestíbulo. Llevaba una bata de terciopelo negro, el cabello trenzado con hilos plateados que parecían luz atrapada. En su dedo, el anillo Carrow-Lestrange latía con gemas frías. No preguntó por qué había llegado antes del alba. No preguntó por la sangre en el borde de su guante. Sus ojos descendieron hacia el bulto contra su pecho. —Adrian. Su nombre en su voz fue un lugar al que regresar. Él aflojó la capa. La pequeña cara apareció, dormida ahora, húmeda de lágrimas secas. Selene no lloraba. Selene nunca lloraba delante del mundo. Pero sus labios, perfectos y crueles cuando quería, se ablandaron. —¿Qué has hecho? Adrian tragó. —Lo único que podía. —Le contó en frases cortas, como informes: el edificio, la pareja, Weiss, Hauser, el protocolo inventado, la mentira que ya pedía otras mentiras. Selene escuchó con el mentón alzado, absorbiendo cada palabra. —¿Te siguieron? —preguntó al final. —No. —¿Te creen? —Me temen lo suficiente para fingir que sí. Selene extendió los brazos. Adrian cedió al bebé, lenta, religiosamente, como si traspasara una reliquia. La niña se acurrucó contra su pecho con la facilidad que da no conocer aún el mundo. Selene la miró largo rato, y cuando alzó la vista, su rostro era un mapa decidido. —Entonces no hay vuelta atrás. Adrian soltó una risa sin humor. —¿Alguna vez hubo? —No desde que me elegiste sobre tu casa —replicó ella con una sombra de sonrisa—. Y tal vez ni siquiera desde antes. Caminaron juntos hacia la sala de música, donde una chimenea de mármol dormía y los retratos fingían dormir. Selene pasó la mano sobre la repisa; un mecanismo invisible respondió. La pared se abrió con un susurro, mostrando una cámara pequeña, redonda, con estantes vacíos y una cuna antigua de madera oscura. No era para bebés; era para secretos. Las familias viejas siempre tenían habitaciones así: no para esconder vergüenzas, sino para ampararlas con orgullo. —Aquí —dijo Selene, y su voz, por primera vez, tembló apenas—. Aquí estará a salvo hasta que inventemos su historia. —Inventar una historia —repitió Adrian, aturdido—. Podemos falsificar linaje en el Registro de Sangre. Puedo mover favores con Kraal y—. —Kraal te venderá a la primera sospecha —lo cortó Selene—. Lo haremos por otra vía. Yo hablaré con mi tía Cassiopeia. Es Lestrange de apellido, Carrow de sangre, y colecciona árboles genealógicos como otros coleccionan maldiciones. Si alguien puede insertar una rama “perdida” con sello antiguo, es ella. Adrian la miró con ese vértigo que lo asaltaba siempre que Selene tomaba el timón del abismo. —Te pondrás a tiro —susurró. —Ya lo estoy desde que me casé contigo —dijo con suavidad feroz—. No te preocupes. Soy una Lestrange que sabe sonreír cuando muerde. Y un Carrow que aprendió a rezar callada. El bebé se removió, lanzó una queja diminuta. Selene meneó la cuna con un toque de varita; la madera se calentó apenas. —Necesita un nombre —añadió—. No podemos seguir llamándola “la niña”. Adrian alzó la vista hacia el ventanal. El símbolo de las Reliquias no estaba ya en el cielo, pero su fantasma parecía impresionar la mañana. Buscó en la memoria nombres que no fueran de guerra. Recordó una página vieja de una biblioteca todavía más vieja, de cuando Selene le enseñaba a leer las notas al margen de genealogías prohibidas. —Hermione —dijo—. Por la astrónoma que trazó mapas del cielo y los escondió en una cajita de música para que nadie se los robara. Selene probó el nombre en su boca. —Hermione Draymond. —Hizo una pausa, y añadió, con una decisión que era una cuchillada contra su propia estirpe—: Hija de Adrian y Selene, de la Casa Draymond, protegida por Carrow-Lestrange. Que me condene quien deba. Ya no me importa. Los retratos despertaron, murmuraron como árboles. Una bisabuela Draymond tosió, escandalizada; un tío que había muerto en duelo ocultó una sonrisa detrás de un pañuelo. Selene alzó la varita. El aire se tensó. Selló la habitación con un hechizo antiguo que olía a pólvora y a sal. —Por el Bien Mayor —dijo, y sus ojos negros brillaron con hierro—. El bien mayor… de ella. Adrian sintió que algo encajaba y algo se quebraba al mismo tiempo. Se acercó. Apoyó la mano sobre la cuna, junto a la de Selene. Las runas de la madera se encendieron un segundo, como si los aceptaran. Como si la casa entera respirara, contrariada, pero resignada. En ese momento, la radio mágica del salón—que el mayordomo había dejado encendida con prudencia política—emitió un chasquido y luego la voz sedosa que todos conocían, la voz que había conquistado países y conciencias con promesas gloriosas: Selene alzó la mano y el aparato se silenció de golpe. —Basta. Se miraron. El día entraba tímido por los vitrales, tiñendo de gris la piel del bebé. Afuera, los tejos susurraban con el viento. Dentro, la cámara olía a madera vieja y a un futuro que aún no sabía su propio nombre. —A partir de ahora —dijo Selene—, respiramos juntos o nos hundimos juntos. Adrian asintió. —Juntos. Se inclinó sobre la cuna. La bebe estiró un puño absurdo y rozó su dedo enguantado. Un toque. Una ancla. Una promesa que no se dice porque se llora. —Bienvenida a casa —murmuró. Al otro lado del país, en una cocina subterránea, una mujer de cabello rojo preparaba té en silencio mientras un hombre de gafas dibujaba mapas de túneles sobre el mantel. No sabían que su destino acababa de cambiar de nombre en una mansión oscura. En la Academia Suprema, un niño rubio practicaba hechizos de precisión con los labios fruncidos. Y bajo un vitral de iglesia abandonada, un símbolo antiguo, tres líneas y un círculo, se apagaba muy despacio, como si algo, en algún lugar, hubiese decidido desobedecerlo. La primera grieta en el Bien Mayor acababa de abrirse con el peso de un nombre. Y el mundo, aunque todavía no lo sabía, se había inclinado un grado hacia su fin.𝙿𝚛𝚘𝚕𝚘𝚐𝚘 - 𝙻𝚊 𝚛𝚎𝚍𝚊𝚍𝚊
11 de septiembre de 2025, 13:12