ID de la obra: 648

𝐄𝐋 𝐍𝐔𝐄𝐕𝐎 𝐎𝐑𝐃𝐄𝐍

Het
NC-21
En progreso
1
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planificada Maxi, escritos 21 páginas, 8.304 palabras, 3 capítulos
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Capítulo 1 — Una hija de sangre pura

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***

La Mansión Draymond despertó con un rumor de candelabros y alfombras espesas. En el ala este, donde los vitrales filtraban la luz como si el sol tuviera pudor, una nana vieja tarareaba en silbo bajo mientras calentaba leche en una tetera de plata que nunca tocaba el fuego. Las cucharas se movían solas dentro de tazas con monogramas, los retratos carraspeaban y fingían leer periódicos desfasados, y la madera, esa madera negra de siglos, exhalaba la dignidad de las casas que se saben vigiladas y, sin embargo, no se inclinan. Hermione abrió los ojos con ese asombro de recién llegada al mundo. Su cuna—ahora forrada de seda perla y encajes heredados—respondía a su respiración con un vaivén mínimo. Un móvil de estrellas de ónix giraba, emitiendo notas casi inaudibles: una caja de música encantada que Adrian había sintonizado a mano, ajustando cuerdas invisibles como quien afina un arpa. La niña fijó la vista en una de las lunas, la tocó con el pensamiento, y la luna tintineó, débil, obediente. —Otra vez —murmuró Adrian al verla, de pie junto a la barandilla, sombras bajo los ojos pero un pliegue orgulloso en la comisura de la boca—. Tienes oído, mică. —No la acostumbres a los diminutivos —lo reprendió Selene entrando con una capa ligera—. Las palabras pequeñas vuelven pequeño al mundo. —Se acercó y, sin sonreír del todo, deslizó un dedo bajo el puño mínimo—. Buenos días, Hermione Draymond. La niña respondió como responden los que aún no saben que deben responder: abrió la boca sin sonido, luego la cerró y apretó el dedo de su madre con una decisión que hizo reír a Selene hacia adentro. —La tía Cassiopeia llega al mediodía —anunció Selene sin apartar la mirada de su hija—. Quiere ver el “sitio de su nacimiento”. Adrian desvió los ojos hacia la pared. La cámara de secretos había sido sellada y, sobre el sello, Selene había colocado un tapiz antiguo: una constelación bordada en hilo oscuro sin estrellas. El “sitio de su nacimiento” era un eufemismo que ellos aceptaban por costumbre: en esa casa, todo lo peligroso llevaba otro nombre. —Cassiopeia no “ve” sitios —respondió él en un susurro—. Pesa silencios. —Se inclinó hacia la cuna y dejó una cosa mínima sobre la sábana: un anillo sin metal, solo sonido, un aro de notas suspendidas—. Y estos días todo está hecho de silencio tenso. Selene lo observó. Adrian, con la camisa abierta en la garganta, tenía esa postura de guerrero que nunca se quitaba ni en casa, pero la piel del hombre—no del guardián—se adivinaba cada vez que tocaba algo de la niña. Hay hombres que hablan armando discursos; él hablaba cuando afinaba cuerda o acomodaba la mantita dos veces en el mismo borde. —No te quedes hoy —dijo Selene, sin suavidad—. Si estás cuando ella llegue, te pedirá relatos de patrulla. Y no quiero que su ojo te lea el temblor. —No tiemblo —replicó él mecánicamente. —Tu pulso tarda tres latidos más en volver a su sitio —corrigió Selene—. Y Cassiopeia cuenta latidos. La nana—un duende anciano cuyo nombre real era impronunciable para lenguas humanas—entró flotando en una silla baja. —La leche, señora. El señorito “no-tiemblo” debería dormir una hora antes del mediodía. —Sus ojos horizontales pasaron de Adrian a Selene con insolencia cariñosa. Selene tomó la taza con naturalidad. —Gracias, Brin. Quédate cerca. Hoy hay familia. Brin chasqueó la lengua. —Familia, sí. Esos que preguntan con sonrisa La llegada de Cassiopeia Lestrange no fue una entrada: fue una aparición estudiada. La puerta principal se abrió y el aire se perfumó con pólvora y lirios. La mujer atravesó el vestíbulo como quien camina sobre una cuerda de cristal: alta, intocable, con un vestido oscuro que parecía absorber la luz. Sus ojos eran dos puñales limpios; su boca, un juicio suspendido. —Sobrina —dijo, apenas inclinando la cabeza hacia Selene—. Draymond. —El saludo para Adrian fue una palabra sin adjetivos. —Tía Cassiopeia —Selene rozó su mano, no por cariño, sino por código. —He traído el Libro —anunció la Lestrange, y dos elfos cargaron con esfuerzo un volumen que parecía un animal dormido: piel antigua, lomo con runas, cierres de hueso. Los retratos se enderezaron con gula. Les encantaban los Libros que podían comer nombres. —Antes de ver el sitio de su nacimiento —continuó Cassiopeia—, quiero ver su respiración. —Sus ojos, dos piedras preciosas sin calor, cayeron sobre la cuna—. Acércamela. Selene no se movió. Fue Adrian quien levantó a Hermione y la ofreció en un gesto secular de presentación. La niña olió a leche y a la lavanda que Selene ponía a escondidas bajo las sábanas. Cassiopeia no tocó a la niña. La rodeó, como se rodea una estatua para encontrar el ángulo exacto en el que el mármol parece carne. —Silencio —ordenó. La casa obedeció. Los relojes detuvieron un latido, las cortinas suspendieron su vaivén, los retratos contuvieron sus críticas. Cassiopeia exhaló sobre la frente de Hermione una palabra que no era palabra y, en el aire, apareció una esfera diminuta, traslúcida, palpitante: un eco de aliento, un reflejo de sangre. —Resonancia —murmuró—. ¿Oirás, pequeña? —Sus dedos dibujaron tres símbolos: un tronco de árbol, una torre, una serpiente. La esfera vibró, cambió de tono ante la torre, se agudizó ante la serpiente, se sostuvo firme ante el tronco. Cassiopeia asintió una vez—. Tendrás cabeza para los laberintos. Y las manos tercas. —Por primera vez, su boca dejó escapar algo parecido a un elogio—. Sirve. Selene exhaló lo que no sabía que retenía. Adrian apretó un segundo los hombros, mínimo. —El Registro de Sangre —dijo entonces Cassiopeia, negocio—. Abriremos una rama celta perdida. Diré que tu bisabuela Eudoxia se casó en secreto con un Draymond de paso por Irlanda. Puedo conseguir una firma de un pintor muerto que la retrató embarazada. —Sus ojos volvieron a la niña—. Hermione de Eudoxia. Suena bien. —Hermione Draymond —corrigió Selene, cortés como un filo—. De la Casa Draymond. A secas. —Eres tozuda, sobrina —Cassiopeia sonrió como quien huele veneno y aprecia su pureza—. Bien. Que conste que te lo advertí: cuanto más se pisa la mentira, más marca deja. —Se volvió—. Llévenme al sitio. Selene abrió el tapiz y la pared susurró. La cámara recibió a la Lestrange con aire de cofre al que vuelven a abrir. Cassiopeia dio una vuelta lenta, tocando con un bastón invisible (su voluntad) las líneas de hechizo en la piedra. —Buen trabajo —admitió, y ese elogio valía cien indulgencias—. Esto sostendrá siglos si no se rompe desde dentro. —Adrian la hizo respirar —dijo Selene, y fue una caricia escondida. —Draymond afina cosas —concedió Cassiopeia—. Que afine su rostro la próxima vez que un Comandante le pregunte algo. —Sus ojos se clavaron en él—. El rumor de tus latidos llega lejos. No me comprometas los márgenes del Libro. Adrian sostuvo la mirada sin huir, práctica en duelo sin varitas. —No me comprometo yo —dijo—. El mundo entero es la mentira; nosotros solo la escribimos con letra más bonita. Cassiopeia dejó una risa inaudible, una sombra de sonido. —Límpienle la lengua al chico, Selene, antes de que alguien más se la limpie a hierro. —Cerró el Libro con un chasquido—. Regresaré al anochecer. El escriba vendrá con los sellos. Si el Ministerio pregunta por la ausencia del Bautismo del Orden, diles que la niña duerme días enteros por una delicadeza heredada de los Rosier. Nadie se atreve a cuestionar a un Rosier cuando habla de debilidades. —Sus ojos brillaron de ironía—. La nobleza vive de sus achaques. Se fue como vino: dejando perfume y amenaza. La tarde transcurrió en rituales pequeños. En el comedor, Selene dictó cartas que Brin transcribió en tinta que solo se veía a contraluz roja. En el salón de música, Adrian colocó a Hermione sobre un cojín y, con una varita corta no activada, le marcó compases en el aire. La niña seguía el movimiento con los ojos, risueña sin ruido, y cada vez que él dibujaba un círculo, la niña alzaba una mano y rozaba el borde invisible como si allí hubiera una cuerda. —No deberías —dijo Selene desde el umbral, mirando el juego—. Si aprende a escuchar demasiado pronto, oirá también lo que no conviene. —El mundo le gritará igual —respondió Adrian—. Prefiero que reconozca la nota justa antes de que la asuste el ruido. Selene entró, dejó un beso en la frente de Hermione—un beso casi simbólico, porque la aristocracia rara vez besa sin testigos, pero esa casa ya se estaba desobedeciendo a sí misma—. —La llamarás “mică” otra vez y te cortaré las cuerdas —amenazó con ternura áspera. Adrian sonrió por fin. —Llegó un ave —anunció Brin desde la escalera, secándose las manos en el delantal como si el sudor fuera asunto serio—. Negra. Sello del Ministerio Unificado. Selene extendió la palma. La carta descendió, plomo con lacre. Adrian la abrió con el pulgar. Leyó en silencio. La línea de su mandíbula se endureció. —¿Qué dicen? —preguntó Selene, ya sabiendo que no sería una invitación amable. —Inspección de rutina —dijo Adrian—. Verificación de la sala cuna, del personal, del registro de alimentación. —Una pausa—. Y del “Parentesco mágico directo” mediante el Árbitro Sanguinis. Selene se detuvo. El Árbitro Sanguinis no era metáfora: era un artefacto antiguo, un cuenco que, en presencia de dos manos—las de un padre y un hijo—, cantaba o se negaba a cantar. Podía ser engañado, sí, pero pedía música de hechizos viejos, peligrosos de usar a la vista de inspectores. —Cassiopeia lo previó —dijo Selene, caminando hacia la vitrina donde dormían reliquias—. Trajo un sello de su casa. —Abrió con un gesto una caja estrecha—. Aquí. —Dentro, un amuleto pálido, una astilla de hueso con runas diminutas—. Lo llaman “patena de óbito”: roba el eco de sangre de un linaje y lo presta por minutos. —No me gusta —escupió Adrian—. Los Lestrange juegan con huesos y luego se lavan las manos con genealogías. —Hoy somos hueso y genealogía —replicó Selene—. Vive con ello. Adrian asintió, ese asentimiento que se hace encima de una grieta. —¿Cuándo? —Al amanecer. —Entonces esta noche no dormimos. —Como todas. El amanecer llegó con botas en el mármol. Tres funcionarios vestidos con una sobriedad luctuosa cruzaron el vestíbulo con su propia alfombra de polvo: el Inspector Valen Krauß (rostro de estatua, manos largas), una matrona con olor a alcanfor (Madame Ermine), y un escriba jovencísimo que miraba el techo como si encontrara ahí un diccionario abierto. —Señor Draymond. Señora Draymond —saludó Krauß con una inclinación que quería ser amable y fue exacta—. Venimos a certificar lo que ya sabemos: que su casa mantiene el orden en la sangre. —El orden se mantiene solo si se lo equilibra —dijo Selene con una sonrisa imposible—. ¿Té? —Trabajo antes de té —cortó Madame Ermine—. La criatura. La criatura—Hermione, dormida de belleza ancha—yació un momento en manos de Selene. La matrona acercó una varita con campanillas y la pasó a un centímetro del pecho de la niña; la campanilla tintineó como un insecto satisfecho. —Fuerte —admitió la matrona, y fue casi un suspiro. El Árbitro Sanguinis fue colocado sobre una mesa de roble. Era un cuenco de piedra con una grieta en el borde, lleno de agua muy clara. Krauß extendió la mano. —Señor Draymond. Adrian miró a Selene. Ella, de pie, lo sostuvo por la mirada primero, luego por debajo de la mesa, la patena de óbito pegada a su palma. Él posó su mano sobre el agua. La superficie besó sus dedos y cantó una nota baja, como un cello afinándose. —La niña —dijo Krauß. Selene dejó a Hermione en el brazo de Adrian un segundo; la manita, curiosa e ignorante, tocó el agua. Silencio. El silencio se estiró hacia lo insoportable. Un latido. Dos. Adrian oyó, con la claridad dolorosa del músico, que faltaba un semitono. Selene, sin parpadear, apretó la patena dentro del puño. El hueso se calentó, una runa antigua se encendió como un ojo, y un hilo de sonido—apenas—entró en el cuenco. El agua vibró y, de golpe, cantó la tercera perfecta, exacta, limpia, como si las piedras recordaran. El escriba levantó el rostro, maravillado. Krauß no sonrió, pero su codo se relajó. —Parentesco —declaró, despojado de entusiasmo—. Que así conste. Madame Ermine hizo una marca con tinta violeta. —La leche. Brin apareció con la bandeja. Miró a los tres como se miran las moscas: con aburrimiento profesional. Servido el ritual de alimentación, la matrona anotó tiempos, cantidades, temperatura. —El personal —pidió Krauß. Selene desgranó nombres con precisión matemática. Cuando llegó el turno de la nana oficial (no Brin; a los elfos no se los escribía), presentó a una mujer alta con cofia, muda como las piezas. La mujer inclinó la cabeza y no dijo nada, como exigía su papel. —Bien —Krauß cerró su libreta de cuero—. Una última formalidad. —Su mirada, por primera vez, mostró interés—. El Bautismo del Orden. Se pospuso por “delicadeza heredada de los Rosier”. Lo tendremos en dos semanas. No más dilaciones. —Sus ojos eran una cuerda en tensión—. El Comisario aprecia a los que no improvisan. —El Comisario me aprecia a mí —dijo Selene, glacial—. Y yo improviso. Hubo un segundo de vacío detrás de las pupilas del inspector. Luego, ese gesto aprendido de los burócratas que miden la temperatura del poder ajeno. —Dos semanas, señora. —Dos semanas —repitió ella. Cuando por fin se fueron, el aire de la casa recobró el pulso; los relojes parecieron aplaudir por lo bajo. Selene dejó caer la patena en el cuenco; el agua humeó y una runa se apagó con un suspiro. Adrian apoyó la frente en el borde de la mesa. No rezó, porque ya no sabía a quién. Selene le tocó la nuca, apenas. —No diremos su nombre en voz alta durante un mes —dictaminó—. Ni el de Krauß ni el de ninguno. —Alzó a Hermione—. La bautizaremos nosotras primero. Y no con su marca. —¿Cómo? —preguntó Adrian. Selene sonrió sin dulzura. —Con lo único que las casas no saben falsificar: costumbre. —Se volvió hacia la chimenea, donde, sobre la repisa, dormía una campanilla opaca—. En mi familia, antes del miedo, había un rito antiguo de mujeres. Se rompió con los hombres. Lo vamos a coser. Encendió la chimenea con un chasquido. La campanilla se iluminó desde dentro, dejando ver pequeños insectos de luz atrapados en el vidrio. Selene habló en un tono que no usaba ni en fiestas ni en conspiraciones. —Hermione Draymond —enunció—, hija de Adrian y de Selene, de la casa que te abrigue y de la sangre que no te tenga. Te ofrezco esto: que el fuego no te dé miedo, que la música no te confunda, que los apellidos no te aprieten el cuello. —Se pinchó el dedo con una aguja invisible y dejó caer una gota sobre la campanilla—. Que las mujeres rotas de mi casa te cuiden cuando no esté. —Una a una, las sombras de los retratos de damas antiguas se acercaron al margen de sus marcos. No bajaron; asintieron. Adrian tomó aire. —Hermione Draymond —repitió, su voz un hilo de acero y nudo—. Te doy esto: que mis manos sepan soltar, que mi espalda se enderece cuando te cargue, que mis mentiras te protejan sin volverse casa. —Puso sobre la campanilla el aro de notas suspendidas. Las notas zumbanron y se acomodaron, reconociéndola—. Si el mundo te pide canto, que sea el tuyo. Brin, en la puerta, se secó los ojos con una toalla que dijo estar usando para el polvo. —La pequeña va a comer mejor con tanta bendición —gruñó. Selene apagó la campanilla con un aliento. La luz se hizo íntima. —Ahora, el otro rito —dijo, práctica—. En dos semanas, bailaremos sobre mármol y dejaremos que te pongan agua negra en la frente. Dirán palabras que no valen nada. Sonreiremos. —Miró a Adrian—. Y tú no mirarás al Comisario como si lo midieras para un ataúd. —No he medido ataúdes —dijo él, cansado. —No, pero los artesanos te pedirían opinión. Se miraron, largos, con Hermione en el medio, como el punto exacto que hace posible el equilibrio de una balanza demasiado vieja Los días siguientes adquirieron la forma amable de las mentiras bien hechas. Hermione dormía en intervalos exactos; la nana cantaba esos cantos sin letra que hacen los hogares cuando quieren espantar a lo espantable; Adrian salía a patrulla con la mandíbula apretada y volvía con olor a lluvia y a calle; Selene sostenía una corte de damas que hablaban en susurros del color del lacre de moda y del último baile en la Academia, mientras por debajo del mantel se pasaban listas de nombres prohibidos que luego se quemaban dentro de copas. Una tarde, Adrian llevó a Hermione al salón de música vacío. La niña ya seguía con la mano cualquier cosa que se desplazara: polvo, luz, plumas. Adrian colocó sobre el suelo una línea de cuerdas invisibles—nervaduras del aire—y, a cuatro patas frente a ella, tocó una. La cuerda vibró y una nota limpia llenó el piso. Hermione rió sin sonido. Puso la palma en el aire y, con el esfuerzo del que está inventando un músculo, empujó. La nota cambió de vaga a precisa, como si ella hubiese corregido la afinación. —Ah —dijo Adrian, con una sorpresa antigua—. Entonces no era mi oído. —Se echó hacia atrás—. Otra. Ella lo miró con gravedad absurda y volvió a tocar el aire. La nota, un segundo, fue exactamente la del primer día en que él la cargó envuelta en su capa. —Lo recordaste —murmuró. Y por primera vez desde la redada, se permitió llorar sin que nadie lo viera. Selene los encontró así y no dijo nada. Se sentó en el suelo con ellos, sin preocuparse por el terciopelo. A veces, la aristocracia más radical es quitarse el corsé donde no te miran. —Cuando el mundo empuje fuerte —dijo al fin—, acordémonos de esta nota. —Miró a la niña—. Y si alguna vez te dicen que naciste de mármol, ríete por dentro, pequeña. —No digas “pequeña” —protestó Adrian, automático, y Selene dejó escapar una risa de cristal La víspera del Bautismo del Orden, el cielo se llenó de grietas de luz. En la distancia, sobre Londres, la marca de las Reliquias volvió a encenderse, convocando a la ciudad a una ceremonia que no necesitaba ni quería. La Mansión se estiró, tensa. Brin sacó del aparador una faldilla ridícula que, según él, usaban “todas las niñas bien nacidas cuando las mojan de mentira”. Selene seleccionó un vestido para sí misma que era una guerra declarada: severo, negro sin concesiones, con el sello Draymond brillando como una amenaza. —Si nos hundimos —dijo, probándose un broche—, lo haremos con el cuello recto. Adrian probó guantes. Acomodó bajo su manga un hilo de plata que no era ornamento: era una cuerda afinada con un hechizo viejo, por si la música salvaba más rápido que las palabras. —En cuanto pongan esa agua sobre su frente —advirtió Selene—, le limpiarás con mi pañuelo. —Le mostró un trozo de encaje que olía a menta—. Lo bendije anoche con tu miedo y mi soberbia. Eso limpia casi todo. —Casi —repitió él, promesa y pregunta. Selene cargó a Hermione. La niña, engalanada, apretó un puño y pateó, como si buscara la nota justa para entrar al compás. Afuera, los tejos hicieron un ruido parecido a aplauso. En la puerta, antes de cruzar, Selene se detuvo. Tocó la campanilla opaca de la repisa. La luz escondida respondió apenas. —La bautizamos nosotras primero —susurró—. Lo de mañana es teatro. —Alzó a su hija—. Y el teatro, pequeña, lo ganan quienes no olvidan que es mentira. Adrian, a su lado, enderezó la espalda. Afuera, el mundo esperaba con dientes. Adentro, la casa respiró hondo por ellos. Y en algún lugar, demasiado lejos para ser oído y demasiado cerca para ser ignorado, una cuerda invisible vibró con la promesa de que el siguiente acto sería hermoso y terrible a la vez.
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