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La mañana amaneció con una lluvia fina que se pegaba a los vitrales como si quisiera leer lo que había detrás. La Mansión Draymond olía a resina y pan tostado; las chimeneas respiraban lento. En la alcoba del ala este, Selene sentó a Hermione sobre un cojín de plumas y le acomodó la cabeza con precisión ritual. La niña abrió los ojos, redondos, atentos, y estiró la mano hacia la campanilla opaca de la repisa, que respondió con una luz tímida, apenas un latido. —No, aún no —dijo Selene, pero la voz le salió tierna, suave en las orillas—. Hoy aprenderás otra cosa. Se arrodilló a su altura. Sin varita, solo con la palma, dibujó un óvalo en el aire, como quien marca el borde de un espejo invisible. —Esto es un salón —explicó—. Hombres que creen que hablan de política, mujeres que de verdad la hacen con abanicos, copas y silencios. —Con el dedo, señaló el centro del óvalo—. Aquí estás tú. Nadie te mira… hasta que dejas de moverte. Y entonces, te miran más. Hermione parpadeó, seria, como si comprendiera la trampa del teatro antes de aprender a caminar. Selene escondió una sonrisa. —Regla uno de las damas de la Familia Draymond—continuó—: el mundo está diseñado para que nos observen; nosotras decidimos con qué luz. —Se inclinó y rozó la nariz de su hija con la suya—. Y tú, fiica, naces bajo luces que matan… y no te van a matar a ti. Brin asomó por la puerta con una bandeja y su eterno ceño. —Leche, y la señora tiene visita de la señora Cassiopeia al mediodía. Y un mensajero del Ministerio dejó esto. —Dejó una tarjeta dura, lacre negro. Sobre el sello, tres líneas y un círculo. Selene no la tocó de inmediato. Levantó a Hermione, la sentó en su regazo y dejó que la niña enredara los dedos en los encajes. —¿El mensajero habló? —El mensajero respiró —gruñó Brin—. Y se fue con la cara de los que creen que dejan miedo y dejan polvo. —Bien. —Selene apretó apenas la tarjeta entre dos dedos. El lacre olía a humo frío y tinta vieja. Leyó sin gestos: “Bautismo del Orden. Confirmación. Sede de la Academia Suprema. Dos semanas.” Y, al pie, una adición que no estaba en el plan: “Presentación en círculo reducido de damas del Consejo de la Sangre. Imprescindible asistencia.” —Quieren ver el vestido antes de ver el agua —comentó Selene. —Quieren oler la sangre antes de bendecirla —corrigió Brin—. A las damas les enseñaron eso desde la cuna. —A mí me enseñaron algo más —dijo Selene, y la luz en sus ojos cambió de temperatura—. Que si te van a oler, eliges el perfume.***
Adrian estaba en el salón de música, afinando hilo de plata entre los dedos, cuando Selene entró con la tarjeta. En la ventana, la lluvia parecía una cortina a medio cerrar. —Fecha confirmada —anunció—. Y antes, “círculo reducido” en la Academia. Damas del Consejo. Adrian subió la vista. —¿Invitación o ultimátum? —Ambas. —Dejó la tarjeta en el piano y, con dos toques, alineó tres objetos sobre la tapa: un abanico de hueso, una cajita de rapé vacía, un alfiler—. Necesito que hoy seas piedra. —No tiemblo —dijo él, automático. —No hablo de tus manos —replicó ella—. Hablo de tus ojos. Hoy verás cosas que odiamos y que, sin embargo, debemos aplaudir. No les regales tus pupilas. Adrian dudó un segundo, luego asintió. Miró a Hermione, que en brazos de Brin inspeccionaba el borde de una servilleta como si fuera un mapa. —¿La llevas? —Sí. —Selene alzó a la niña y la apoyó sobre su hombro—. No me quito a mi hija del pecho para complacer a una mesa. Además, les gusta medir bebés. —Sonrió sin dulzura—. Que midan. —Hauser me convocó esta tarde —dijo Adrian, volviendo al hilo de plata—. “Breve informe”, según él. —Hizo un nudo perfecto—. Breves son las horas cuando cuelgan cabezas. —Te acompañaría si no fuera peor —contestó Selene—. Brin estará cerca. Y Cassiopeia… —cayó un segundo—. Cassiopeia huele la tierra antes de que la pala la toque. Si algo se mueve, vendrá. Adrian quiso acercarse, pero se contuvo. El gesto de Selene—ese modo de alzar el mentón y desmontar al enemigo sin tocarlo—lo detenía como una plegaria. —Te veré volver —dijo él, nada más. —Me verás volver —repitió ella.***
La Calle Ébano—un pliegue discreto entre dos avenidas, oculto tras faroles que nunca daban la misma luz—bullía con mujeres que llevaban la guerra en la boca y las manos en guantes. Selene cruzó con Hermione en brazos y Brin al paso, cargando una caja que parecía ligera en apariencia y pesaba secretos. El escaparate de Madame Lovelace mostraba abanicos que guardaban alfabetos y sombreros con falsos recuerdos stitched en la cinta. Al entrar, el olor a tiza y perfume antiguo la envolvió. —Selene —canturreó la dueña, una bruja de piel aceitunada y ojos de gato—. Y esa es… —su mirada se posó en Hermione, evaluó, archivó—. La niña Draymond. —La niña —confirmó Selene, sin apellidos. Las dos se entendían. —¿Qué necesita? —Una “protección de miradas” que no sea obvia. No vendas humo. Te conozco. Lovelace mostró tres opciones en silencio: una medalla con un camafeo que distraía ojos (demasiado vulgar), un alfiler con una piedra que devolvía la curiosidad (demasiado agresiva), y una cinta que, al anudarse, corregía el foco del que miraba. —Esta —eligió Selene, alzando la cinta—. Y el abanico “Palacio de Invierno”. El patrón que sembramos el año pasado. Lovelace sonrió, cómplice. —Los cuadros están aprendiendo a leerlo. Tardaron demasiado. —Que sigan tardando. —Selene pagó con una bolsita de monedas de plata vieja y un favor—. Esta noche alguien vendrá a buscar una caja que no existe. Di que la vendiste a una Rosier. No dirán mucho después de esa palabra. —Hecho. —Lovelace envolvió la cinta y el abanico—. La niña tiene ojos de mapa. No de espejo. Hará preguntas. —Que las haga —dijo Selene, y el orgullo se le coló a través del acero—. Para respuestas estamos nosotros.***
La Sala de Marfil de la Academia Suprema era una caja de música emboscada: columnas con flores petrificadas, un piso tan pulido que la culpa patinaba sin poder agarrarse. Las damas del Consejo de la Sangre ocupaban media luna: Lady Morgana Lestrange (madre de nadie y abuela de todos, por cómo hablaba), Dame Rosamund Carrow (sonrisa como cuchilla de pan), dos Rosier que olían a gardenias tristes, y tres esposas de ministros con nombres importantes y ideas prestadas. Selene entró con Hermione, el vestido negro sin concesiones y la cinta nueva anudada a la muñeca de la niña. Brin quedó fuera, donde los elfos esperaban sin nombre. —Sobrina —la voz de Morgana Lestrange llenó la sala sin esfuerzo—. Has escondido bien tu luna. —Las lunas crecen mejor detrás de nubes propias —replicó Selene, inclinando lo justo—. Señoras. No hubo abrazos. En ese círculo, el cariño era una palabra de museo. —Seamos expeditivas —dijo Rosamund Carrow, moviendo apenas el abanico—. El Comisario quiere la imagen perfecta. —Sus ojos midieron a Hermione—. Y las imágenes se construyen con… aristas pulidas. —Traducción: “no nos gustan los sobresaltos”. Selene sostuvo la mirada. —La imagen es perfecta. —Elevó a Hermione, como quien enseña una pieza de colección—. Es Draymond. —Dejó que la niña apretara el dedo de Morgana. La Lestrange no se inmutó, pero sus ojos bajaron un grado la temperatura. —Lo es —dictaminó—. Bien. —Cerró el abanico, señal de cierre y de inicio—. Hablemos de lo que de verdad importa: qué te piden y qué pides. —Piden asistencia radiante —enumeró Selene—. Puntualidad, obediencia en el agua, silencio después. —Una pausa—. Pido margen. Rosamund alzó la ceja. —¿Margen? —Para elegir dónde me paro en la foto —dijo Selene—. Ni delante ni detrás de quien no me conviene. —Sostuvo, y dejó que el filo brillara—. Y pido que, cuando termine el teatro, no me llamen tres veces en la misma semana para banquetes. Habrá… —buscó una palabra que les fuera inteligible—… recuperación. Las Rosier intercambiaron una mirada. Recuperación era un término elegante para decir “no me molesten”. Morgana dejó una risa seca. —La hija de mi hermano aprendió a cobrar caro. —Se inclinó hacia la niña—. Tu madre sabe poner precio. Que no te ponga etiqueta. —No lo haré —respondió Selene, y esa promesa fue una puñalada a su propia estirpe. Una de las esposas—una Talbot de apellido, nadie en esencia—alzó una copa. —¿Y el traje? Selene abrió su caja. El abanico Palacio de Invierno se desplegó con un susurro de nieve. Las varillas talladas mostraban escenas de caza y flores heladas; el tejido, si se miraba bien, escondía un patrón de puntos y líneas: un alfabeto. Las damas, que sí sabían mirar, se inclinaron lo justo. —Sigue siendo… discreto —admitió Rosamund. —Y contundente —sumó Morgana—. Bien. El círculo te protege, sobrina. —Sus ojos se clavaron, duros—. No porque te quiera… sino porque nos sirves. —Se enderezó—. Y porque si caes mal, nos salpica. ¿Estamos? —Estamos —aceptó Selene, con la dignidad de quien firma una paz que no reconoce. Hermione soltó en ese instante una carcajada sin sonido, como si una cuerda invisible vibrara en la sala. Todas miraron a la niña. En el borde del abanico, la luz tembló. —Oído —observó una Rosier, casi con admiración—. Cuidado con la música. A los que escuchan bien, el mundo los intenta romper con ruido. —Ya lo intento —respondió Selene, y cerró el abanico con un chasquido que fue aplauso y sentencia.***
La noche cayó sobre la Mansión con la prisa de los que vuelven a su cueva. Adrian regresó tarde, el abrigo mojado de lluvia y calles. Tiró la capa sobre una silla y dejó la varita en la repisa sin ceremonias. Tenía las manos limpias, pero la limpieza olía a metal. —¿Hauser? —preguntó Selene, acercándole un vaso. —Habló de “higiene del relato” —dijo Adrian—. Quiere más redadas limpias. Menos ruido. —Bebió—. Y preguntó por la niña. Me felicitó por “la discreción del embarazo”. —La mueca se le torció—. Dijo que “una Draymond vale más si nace sin escándalo”. —El mundo siempre supo poner precio a nuestras vidas —contestó Selene, con ese cansancio invicto—. No le demos descuento. Le contó el círculo, las miradas, el abanico, la frase de Morgana. Adrian escuchó sin interrumpir. Cuando terminó, se sentó a su lado y, por un momento, dejó la cabeza en su hombro. No duró mucho: los guardianes no descansan donde se les ve. —Dos semanas —resumió él. —Dos semanas —repitió ella. Brin pasó con una manta sobre el brazo. —La pequeña está aquietando la casa —anunció—. Las tablas crujen menos cuando duerme. Eso no lo hacen todos los bebés. —Lo hace esta —dijo Selene, y lo dijo como si nombrara una nueva ley.***
En la madrugada, Hermione se despertó con un sobresalto que no era suyo. Selene abrió los ojos en el acto; en las casas viejas, las madres duermen con los oídos de la pared. Se levantó, la tomó en brazos, y caminó descalza hasta el ventanal. Afuera, el jardín era una sombra con brillos. —Te van a mirar mucho —susurró—. Y van a querer llamarte con nombres que no son tuyos. —Le acarició la frente, donde en dos semanas pondrían agua negra—. No te preocupes. El primer nombre que recibiste te lo dimos nosotros, y ese no lo borra nadie. Adrian apareció en la puerta, la camisa abierta, el silencio cansado. Se acercó, rozó la nuca de la niña con los nudillos. —Hauser tenía delante el mapa de la próxima oleada —dijo, sin preámbulos—. Líneas sobre el sur. Buscan “residuos”. —La palabra se le oxidó en la lengua—. Ni saben nombrar lo que persiguen. —No se lo enseñes —pidió Selene, y lo dijo como si el verbo pudiera cerrar una ruta—. No le enseñes a nombrar. Se quedaron los tres mirando el jardín. Una rama golpeó el vidrio. Hermione, como si respondiera a un ritmo secreto, alzó la mano y empujó el aire. La campanilla opaca, en la repisa, respondió con una nota baja, casi un ronroneo de vidrio. —Eso —dijo Selene—. Eso eres tú. —Luego, a media voz—. La mañana nos espera con la gente y sus pretensiones. Vamos a dormir un poco. El cuello recto se cose con sueño.***
Las dos semanas se midieron en tareas diminutas y riesgos grandes: confirmaciones, medidas, pruebas, visitas que se excusaban, cartas con lacre, listas que ardían en copas, ensayos de sonrisa ante el espejo, pruebas de vestido, arreglos de encajes que escondían amuletos. Selene supervisó todo como una cirujana: cada hilo, cada botón. Adrian, cuando no patrullaba, ajustaba la música de la casa para que el aire no traicionara el pulso de la niña. La tarde antes del Bautismo, Cassiopeia volvió. No pidió permiso para entrar a la cámara detrás del tapiz. Colocó el Libro sobre la cuna, como quien deja un peso para que el sueño no se vuele. —Estás lista —dijo a Selene, que no aparentaba nervios—. Y la niña está lista porque la hiciste nacer en piedra. —A Adrian—: Tú… —lo midió—. Eres un buen mentiroso cuando no hablas. Recuérdalo mañana. —Lo recuerdo —dijo él, seco. Cassiopeia alisó el vestido de Hermione con dedos inmerecidamente suaves. Una sombra de ternura cruzó su perfil y se borró. —El mundo les pertenece a los que callan los dos primeros nombres —dijo, enigmática—. Y ustedes ya callaron los suyos. —Se volvió—. Mañana, cuando los rocíen, no piensen en agua. Piensen en vidrio. El agua pasa; el vidrio corta. —Sonrió como si bendijera con cuchillas—. Que corte al que debe. Salió como había entrado, dejando un perfume imposible de catalogar.***
Al caer la noche, Selene colocó a Hermione sobre el cojín de plumas. Le anudó la cinta de Lovelace en la muñeca y, con el abanico Palacio de Invierno aún cerrado, marcó un compás invisible. —Ya no hay ensayo —le dijo—. Mañana es función. En el teatro, fiica, los que no olvidan que todo es mentira… son los que escriben la verdad. Adrian apoyó la mano junto a la suya. Los dos miraron a la niña. La casa, vieja y orgullosa, suspiró por ellos. Fuera, las nubes movían la luna a su antojo. Dentro, una cuerda invisible vibró, afinada en el tono exacto donde term inan los miedos y empieza la voluntad. Y Hermione, nacida bajo luces que matan, durmió con la tranquilidad feroz de quienes, sin saberlo, ya están aprendiendo a elegir con qué luz los van a mirar.