ID de la obra: 650

Caricia Mordaz

Slash
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planificada Midi, escritos 10 páginas, 4.226 palabras, 2 capítulos
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Capítulo 1. Los ojos que se niegan a ver

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El traje era negro, ajustado y elegante. Perfecto para alguien que planeaba colarse en una reunión mafiosa con la intención de negociar, dispuesto a no aceptar una sola negativa. Santa se miró al espejo con expresión neutra. El reflejo le devolvía la imagen de un joven de veintitantos que no encajaba en ningún molde. Ni en el de los alfas dominantes como sus hermanos, ni en el de los omegas dóciles que su padre tanto despreciaba. Se veía... correctamente beta. ¿Tal vez incluso intimidante? Pero eso no era lo que le importaba. No quería parecer fuerte. Quería serlo. Pasó una mano por su cuello, recordando los collares que lo obligaban a usar de niño, una de tantas formas de intentar doblegar su instinto. Su padre solía repetirle que un omega solo servía para obedecer, y que uno masculino era una aberración de la naturaleza. Años después, esas palabras seguían persiguiéndolo, clavándose como puñales cada vez que se observaba en el espejo. No podía evitar revivir el dolor que ocultaba cada cicatriz de su cuerpo, heridas que nunca sanarían del todo y que gritaban, con cruel claridad, la vergüenza que le habían impuesto desde la infancia. Inspiró hondo. No podía derrumbarse. No ahora. Debía evitar que cualquier rastro de vulnerabilidad se asomara. Su aroma, como siempre, estaba perfectamente contenido. Ni una sola nota dulce, ni una insinuación de feromonas. Ese era su mayor talento, lo único que en varias ocasiones le había salvado la vida: su capacidad de ocultar por completo su naturaleza omega sin ayuda de supresores. "Más te vale mantener ese patético aroma a raya, maldito omega asqueroso..." —Imbécil —susurró Santa con amargura, apartándose del espejo para tomar las llaves del buró—. Estás muerto y aún sigues dándome órdenes. Guardo el pequeño cuchillo que siempre llevaba escondido en el tobillo. No tenía intención de usarlo, pero una reunión con un alfa como Perth no podía tomarse a la ligera. Necesitaba estar preparado para cualquier adversidad. Y si iba a caer, al menos no lo haría sin pelear. Todo esto... ¿por qué? No lo sabía con certeza. Tal vez quería demostrar que no era débil. Tal vez que podía tomar sus propias decisiones. O quizá, en el fondo, solo buscaba ser reconocido. Ser validado por alguien. Por cualquiera. Y ese correo había sido la oportunidad perfecta. Iba a probarles a sus hermanos mayores que él también podía ser confiable, que no era solo una figura decorativa a la que debían mantener al margen mientras los alfas se encargaban de los asuntos importantes. Claro que Aou se pondría furioso cuando lo descubriera, pero aquella era una oportunidad que no pensaba dejar escapar. Una como esa no volvería a presentarse. Sabía bien que sus hermanos lo vigilaban como halcones, limitándolo a cada paso. A veces quería creer que lo hacían por sobreprotección, por cariño. Pero no era un ingenuo. Sabía que simplemente no confiaban en él. Santa intentaba no tomarlo como algo personal, aunque era difícil. Su padre se había encargado de que todos lo vieran como el eslabón más débil de la familia. Pero eso tenía que cambiar. Ya había sobrevivido demasiado como para resignarse a ser una cara bonita a la espera de un buen matrimonio con algún alfa dominante que quisiera encerrarlo en una jaula de oro. Le habían inculcado a golpes que debía odiar su condición, y por años lo hizo. Pero ya estaba harto de vivir a la sombra de algo que no eligió. Su padre estaba muerto. Ya no había más cadenas. Y, sin embargo, todavía sentía su presencia como si pudiera aparecer en cualquier momento para imponerle una vez más su “disciplina”. Por eso, cuando sus hermanos le contaron que querían abandonar el legado mafioso, Santa no se opuso. Le parecía perfecto. Una vida más tranquila para todos. Pero no lo invitaron a formar parte de esa decisión. No le pidieron ayuda. Solo le anunciaron que debía mantenerse al margen. Que debía estar a salvo . Una vez más, lo dejaron fuera. —Queremos que seas libre —le dijo Aou, con esa diplomacia fría que no dejaba espacio a objeción alguna. Libre. Sonaba como una mala broma. Libre de la mafia, de las armas, incluso de la sombra de su padre. Pero también, al parecer, libre de propósito. Libre de relevancia.  La noticia le cayó como un balde de agua fría. No pudo evitar lanzar una mirada mordaz a Aou y soltar con tono desafiante: —Odio que pienses que soy débil. Aou solo suspiró, con ese aire cansado de padre lidiando con un adolescente rebelde. Y eso hizo que la sangre de Santa hirviera aún más, sobre todo cuando su hermano agregó que lo hacía “por su bien”. Quiso gritar, maldecir, romper algo. Pero sabía que nada de eso cambiaría la decisión de su hermano. Así que se limitó a salir dando un portazo, sin molestarse en disimular su rabia. No tenía intención de marcharse. No sin antes averiguar los planes que sus hermanos intentaban ocultarle. Por eso, cuando supo que Aou había salido a recoger a Boom del trabajo, volvió a entrar a escondidas en la oficina y se dirigió directamente a la laptop que había pertenecido a su padre, y que ahora Aou usaba. Mientras revisaba los documentos, una notificación emergente le llamó la atención: la llegada de un nuevo correo. En otras circunstancias no habría prestado atención, pero hubo algo —una corazonada— que lo empujó a abrirlo. [ Sr. Aou: Como bien sabe, algunos compromisos antiguos aún requieren una revisión a fondo antes de ser cerrados. Me gustaría retomar el tema que quedó pendiente con su padre. Usted comprenderá que no puedo dejarlos pasar por alto. Propondré una reunión informal para aclarar estos detalles personalmente. A las 21:00 horas, en el Restaurante de Siam. Le agradeceré que venga usted directamente, sin delegados. En estos asuntos, la claridad depende de la presencia del interesado. Estoy seguro de que no desea que un malentendido empañe nuestra relación profesional. —Perth T.] No necesitó analizarlo demasiado para entender la amenaza implícita, disfrazada con una cordialidad tan pulida que cualquiera distraído la habría tomado como una simple formalidad profesional. Perth. El nombre le sonaba vagamente familiar. Frunció el ceño, intentando recordar de dónde lo había escuchado. Lo más probable era que su padre lo hubiera mencionado alguna vez, en alguna conversación que Santa escuchó a escondidas. Lo cierto era que aquel tal Perth debía ser alguien importante. No cualquiera se atrevía a escribirle a su hermano con ese tono exigente, como si diera órdenes y esperara obediencia inmediata. El muy cabrón ni siquiera había dejado espacio para una negativa. —Maldición… —murmuró entre dientes. Nunca había conocido a nadie tan osado. Todos en el bajo mundo sabían que Surasak Thanaboon no era un hombre con quien se pudiera jugar. Su reputación lo precedía: despiadado, implacable, un estratega cruel. Y aunque Santa había sido mantenido al margen de todo ese entorno mafioso, no era ajeno a los rumores. Había escuchado suficiente para saber que se esperaba que los hijos de Surasak —al menos los alfas— heredaran ese mismo temple. Por eso le sorprendía aún más que el remitente del correo no mostrara la más mínima preocupación por las posibles repercusiones. Aquello no era una simple reunión de negocios: era una advertencia. Y eso solo podía significar una cosa. No debía tomarse a la ligera. Cualquier persona sensata habría dejado el mensaje sin abrir. Lo habría ignorado, o incluso lo habría reportado a sus hermanos. Pero Santa no era una persona sensata. No cuando se trataba de demostrar que no era un adorno o una carga. Tenía la necesidad visceral de probar algo, aunque no supiera exactamente qué. Tal vez que no era débil. Tal vez que podía tomar decisiones por su cuenta. O quizás —y esta idea lo avergonzaba un poco— solo quería que alguien, aunque fuera un desconocido, lo viera y pensara: tú también vales, tú también perteneces aquí. Por eso no le dijo a nadie que había leído ese correo. Ni que había contestado aceptando la reunión. Ni que había borrado toda evidencia. Ni que había alquilado un auto bajo un nombre falso. Ni que pensaba ocupar el lugar de su hermano, confiando en que aquel tal Perth no conociera personalmente a Aou. No tenía un plan del todo claro. En realidad, sabía que gran parte tendría que improvisarla sobre la marcha. Rebuscó en los archivos de la laptop con la esperanza de encontrar alguna pista útil, pero no había ni una sola mención directa a Perth. Solo el correo. Ni contratos, ni registros, ni nombres codificados que pudiera vincular a algo más. Ni siquiera una nota olvidada. Frustrado, intentó una búsqueda rápida en Google. Perth Tanapon. Aparentemente, era un magnate en la industria de fabricación de instrumentos musicales. Tenía docenas de empresas alrededor del mundo y estaba vinculado a importantes proyectos dentro del mundo del espectáculo. Su imagen aparecía en galas de beneficencia, portadas de revistas y eventos exclusivos, siempre rodeado de músicos, ejecutivos y celebridades. Una cara pulida para la prensa, perfectamente diseñada para inspirar confianza. Pero había algo más. Santa no pudo evitar reparar en su aspecto. Y para su desgracia, tuvo que admitir que era… atractivo. Muy atractivo. Alto, de complexión atlética, con el cabello oscuro peinado con descuido elegante. Tenía ese tipo de belleza que parecía irreal, de esas que molestaban solo por existir. Parecía más un modelo de revista o el vocalista de una banda de rock que un empresario de alto nivel. Era estúpido formarse una opinión de un hombre al que jamás había conocido, pero cuanto más miraba Santa las fotos de Perth Tanapon, más desconcertado se sentía. Incluso cuando sonreía, aquella expresión nunca llegaba a sus ojos. Eran esos ojos lo que más le inquietaba: fríos, oscuros, dominaban por completo cada imagen en la que aparecía, atrapando la atención de Santa una y otra vez. No había calidez en ellos. Nada que invitara a confiar. Si acaso, lo que se asomaba allí era una crueldad latente, apenas contenida, lo bastante inquietante como para hacerle dudar de su cordura por ir a buscarlo. Santa no tenía idea de con quién se iba a encontrar realmente esa noche. Pero sí sabía algo con certeza: No pensaba quedarse sentado viendo desde la banca mientras otros decidían su destino. Sacudió la cabeza, apartando la pantalla y comprobó la hora en su teléfono. Si no salía pronto, sus hermanos regresarían a la mansión y descubrirían todo. No podía arriesgarse. Apagó la computadora y se dirigió al local de renta de autos. Minutos después, estaba rumbo al restaurante. Mientras avanzaba por la carretera, no pudo evitar que sus pensamientos lo atraparan. Se sentía culpable por haber descargado su frustración en Aou. Entendía por qué lo protegía con tanta determinación: no había podido hacerlo durante su infancia. También comprendía que sus hermanos querían dejar atrás aquel legado maldito al que habían sido obligados, que ansiaban una vida distinta. Después de todo, Aou, Joong y Pond habían encontrado a quienes consideraban los amores de sus vidas. Tres preciosos omegas a quienes Santa adoraba desde el primer momento en que los conoció. No era fácil ganarse su cariño, pero Boom, Dunk y Phuwin lo habían logrado. Sus hermanos los habían mantenido ocultos durante años, por miedo a su padre. Y con razón: si aquel hombre hubiera descubierto que sus hijos alfas se habían emparejado con omegas varones, no los habría echado ni desheredado. Habría hecho algo mucho peor. No como en las novelas, donde todo se resuelve con amenazas y dinero de por medio. No. Su padre habría castigado a sus hermanos de una forma cruel, una que dejara una lección grabada a fuego. Sí, su padre había sido una verdadera mierda. Y no solo con él, aunque a veces pareciera que Santa era el blanco favorito de su odio. Le había recordado cada día de su vida que era un error, algo que jamás debió haber nacido. Su arrogancia, su desprecio y su creencia en una jerarquía de castas lo habían hecho cosechar docenas de enemigos. Su final había sido inevitable. Y, sin embargo, muerto o no, parecía que todos querían ajustar cuentas con sus hijos. Y si podían, quedarse con lo que quedaba del imperio mafioso Thanaboon. Santa se preguntó si Perth era uno de ellos. Frunció el ceño al pensar en el inminente encuentro con él. Para su pesar, tenía que admitir que estaba nervioso. Porque la verdad era que se estaba lanzando a una misión a ciegas, en secreto, con más voluntad que preparación. Había demasiadas cosas que podían salir mal. Ni siquiera sabía qué quería exactamente ese magnate de su hermano. —Maldita sea... —susurró, apretando el volante. Estaba harto de seguir siendo mantenido en las sombras. Sí, tal vez lo que estaba haciendo era imprudente, incluso temerario. Pero era la única forma de obligar a sus hermanos a cambiar de parecer. Si les demostraba que también podía estar a la altura, que tenía algo más que ofrecer, entonces no les quedaría otra opción que confiar en él. "Los omegas solo deben ser sumisos y dejar que los follen. No hay más." Aquella voz intrusiva, vieja y podrida, se coló en su mente como un veneno. Le revolvió el estómago, haciéndolo apretar los dientes mientras murmuraba un “cállate” casi inaudible. Era lo que trataba de evitar pensar: ¿Y si su padre tenía razón? ¿Y si, como omega, no valía nada? ¿Y si sus hermanos solo querían deshacerse de él bajo la excusa de protegerlo? "¿Por qué estoy haciendo esto?" Era absurdo. Aou era el diplomático, el estratega. Pond, el ejecutor implacable. Joong, el mediador que lograba calmar cualquier tormenta. ¿Y él? Él era el que nadie quería ver en una sala de negociaciones. El que siempre quedaba al margen. El que debía fingir ser un beta para no estorbar. Y, sin embargo, ahí estaba. Metido en un auto alquilado, en camino a un restaurante donde un alfa de reputación desconocida pero de mirada gélida esperaba reunirse con el heredero legítimo de la familia. Se pasó la lengua por los labios, forzando a su cuerpo a relajarse. No podía temblar. No debía tensarse. Su aroma tenía que mantenerse neutro. Inexistente. Debía ser un Beta. Una sombra de amargura le atravesó el pecho. Qué ironía: fingir exactamente como su padre quería, solo para demostrar su valor siendo aquello que su padre jamás aceptó. Suspiró con cansancio cuando por fin vio el letrero del restaurante. Esperaba no lucir tan agotado como se sentía por dentro. Aparcó frente al edificio y entregó las llaves al valet con una mueca forzada. Caminó hacia la entrada tratando de proyectar confianza, como si no estuviera lleno de dudas. En recepción, mencionó que alguien lo esperaba y dio el apellido Tanapon como referencia. La recepcionista le sonrió con profesionalismo y lo guió entre las mesas. El restaurante era elegante, moderno, con una decoración pulida y pensada para destacar en las redes sociales. Todo parecía diseñado para ser fotografiado. P ero no se detuvieron en ninguna de las mesas principales. En su lugar, ella lo condujo por un pasillo discreto que desembocaba en una sala privada. Las paredes eran gruesas, insonorizadas. Las luces, tenues. Santa no podía oír nada más allá de esa puerta. Y eso solo aumentó su inquietud. Inspiró hondo. “Mantén el control. Sin dulzor. Sin delatarte.” Repitió internamente como un mantra. La puerta se abrió y entonces lo vio. Perth estaba de pie, junto a la pared de cristal que ofrecía una vista impresionante de la ciudad nocturna. Sostenía un vaso con elegancia casual, la espalda recta, la postura relajada. Era más joven de lo que Santa había imaginado, pero no por eso menos intimidante. De rasgos marcados y mirada gélida. No parecía sorprendido de verlo. Tampoco molesto. Solo... evaluador. Santa dio un paso dentro con la seguridad de alguien que aprendió a fingir desde niño. —Gracias por recibirme, señor Tanapon —dijo con voz firme, clavando en él una mirada severa mientras juntaba sus manos en saludo. Perth no respondió. Se limitó a observarlo. Y en ese instante, Santa supo que todo lo que había planeado no valía nada. Aquel hombre no necesitaba alzar la voz para imponer respeto. No necesitaba amenazas para infundir miedo. Su sola presencia bastaba para que el aire se sintiera más denso, más pesado. —No eres Aou Thanaboon —dijo Perth finalmente, con un tono bajo, casi aburrido. Santa sintió cómo sus músculos se tensaban, pero no apartó la mirada. —Mi hermano tuvo que atender otros asuntos —respondió, retrocediendo hasta tomar asiento, sin esperar invitación. Quería que ese tipo supiera que no debía subestimarlo—. Me envió en su representación. Podríamos empezar con las negociaciones. Un silencio largo y cortante se impuso entre ambos. —No me gustan los juegos —añadió Perth, dejando el vaso sobre la mesa sin apartar los ojos de él—. Y mucho menos las mentiras. Santa no respondió. No tenía idea de qué decir. No tenía un plan para eso. Entonces, sin más, Perth se dio media vuelta. —La reunión ha terminado. Santa se levantó de golpe, desesperado por detenerlo, pero la mirada que recibió lo congeló en seco. No era ira. Ni decepción. Era algo peor. Indiferencia . Perth entonces cruzo la puerta y desapareció, dejándolo solo en aquella sala. Santa miró el asiento vacío frente a él. La humillación le cayó encima como una losa. Sintió un impulso de salir corriendo tras él y golpearlo, de exigirle que no lo mirara por encima del hombro, que lo reconociera como alguien digno. Pero se obligó a contenerse. No ganaría nada perdiendo el control. No había comido nada desde la mañana. Tal vez un poco de comida le ayudaría a pensar con más claridad. Hizo una seña al camarero y pidió lo que éste le recomendara, sin ánimos de leer la carta. La comida era deliciosa, pero apenas pudo probarla. La decepción seguía ardiendo en su estómago, enredada con la frustración. También sentía una punzada de aprensión. En lugar de haberle mostrado a Aou el correo, como probablemente debía haber hecho en un principio, había actuado por su cuenta… y había fracasado. Perth se había molestado por la ausencia de su hermano. ¿Qué consecuencias tendría eso? No tenía forma de saberlo. No sabía casi nada sobre aquel hombre como para prever su reacción. No tenía idea de qué era exactamente lo que quería de la familia Thanaboon. En retrospectiva, quizá no debió haber metido la nariz donde claramente no lo habían llamado. Pero en su momento, la rabia de seguir siendo relegado había sido más fuerte. Solo quería participar. Solo quería que lo incluyeran. Quizá fue una estupidez lanzarse a ciegas. Pero Santa siempre había confiado en su instinto. Hasta que ese estúpido alfa, con su mirada imperturbable, lo había reducido a nada. Cuando salió del restaurante, una llovizna ligera comenzaba a caer. Santa se estremeció y se abrazó a sí mismo. No quería volver a casa tan pronto. No con ese sentimiento de derrota pegado a la piel, listo para delatarlo. Tendría que contar lo ocurrido a sus hermanos, lo sabía. Tenían que estar prevenidos en caso de que aquello desencadenara alguna represalia. Pero al menos quería recomponerse. Ignoró al valet y comenzó a caminar sin rumbo fijo. La lluvia no era lo bastante intensa como para necesitar un paraguas. No tenía sentido atormentarse a sí mismo. No era su culpa que ese idiota arrogante no aceptara negociar con alguien que no consideraba a la altura. Era problema de Perth, no suyo. Santa no era tan débil ni tan inexperto como muchos creían. Y aún así, no pensaba rendirse por una sola humillación. Encontraría otro modo de demostrar su valor. Sus hermanos no podrían mantenerlo al margen para siempre. Era solo cuestión de tiempo. Santa fue arrancado de sus pensamientos por un ruido de pasos tras él. Varias pisadas, rápidas, insistentes. Giró la cabeza con disimulo. Un grupo de hombres venía siguiéndolo. ¿Ladrones? Fingió atarse los cordones del zapato, agachándose para alcanzar el cuchillo que siempre llevaba escondido en el tobillo. Quería confirmar que no eran paranoias. Cuando los hombres se detuvieron al mismo tiempo que él, supo que tenía razón. Estaban siguiéndolo. Podría intentar regresar al restaurante. Con testigos cerca, quizá lo dejarían en paz. Pero al mirar alrededor, se dio cuenta de que no tenía idea de dónde estaba. Había caminado tan distraído que perderse había sido inevitable. Respiró hondo. Lo mejor sería terminar con esto rápido. Si lograba moverse con agilidad, podría neutralizarlos antes de que lo rodearan. No era débil. Había enfrentado cosas peores. La calle estaba desierta, apenas iluminada. Los hombres aceleraron el paso. Sabía que el ataque era inminente. Volvió a mirar atrás. Y entonces lo vio. Una SUV negra avanzaba con lentitud, sin luces. No necesitaba más señales. Ellos no eran ladrones. Santa se detuvo al sentir los pasos aproximarse con más fuerza. Contó mentalmente. Tres… cinco… ocho. Quizá más. El eco de las suelas contra el pavimento mojado se le clavó como una alarma en la nuca. No había margen para la duda. El frío del metal en su palma le devolvió algo de control. Respiró hondo. Un grito al unísono fue la señal. Tres hombres corrieron hacia él. Santa giró sobre su eje con la agilidad que sólo los entrenamientos duros y la necesidad de sobrevivir habían tallado en su cuerpo. El primero se lanzó con los brazos extendidos, torpe, confiado. Santa lo esquivó con un giro lateral y el filo de su cuchillo trazó un corte limpio en el costado del atacante. El tipo soltó un gruñido y cayó sobre una rodilla. El segundo venía directo hacia su pecho. Santa levantó la pierna y lo recibió con una patada frontal al estómago, haciéndolo retroceder con un gemido sordo. No tuvo tiempo para disfrutarlo: el tercero ya estaba encima. Alcanzó a levantar el antebrazo y desvió el puño que venía directo a su rostro, luego bajó el cuchillo y se lo clavó sin dudar en el muslo. El tipo gritó y cayó. —Vamos, ¿Quién sigue?—alentó Santa entre dientes, retandolos. Otros cuatro se lanzaron a la vez. Uno le sujetó por la espalda, tratando de inmovilizarlo, mientras los otros lo rodeaban. Santa se dejó caer de golpe hacia adelante, arrastrando con él al que lo sujetaba, y rodó por el suelo mojado. Cuando el tipo intentó levantarse, Santa ya lo tenía bajo su peso y le asestó un codazo en la garganta que lo dejó sin aire. Una patada voló hacia su costado. Santa la sintió romperle el aliento. Otro golpe en el hombro. Otro en la espalda. A la tercera patada, su cuchillo cayó al suelo, resbalando hacia un charco. Intentó alcanzarlo, pero una mano lo sujetó del cuello. Gruñó, escupió, pataleó. Con un esfuerzo desesperado, se giró y propinó un cabezazo al tipo más cercano, justo en la ceja. La sangre manchó su camisa. No supo si era suya o ajena. Un puño le alcanzó la mejilla, partiéndole el labio. Otro en el abdomen. Ya no sentía las costillas. Aun así, se levantó tambaleante, con la mirada encendida de rabia. Atrapó al siguiente por la muñeca y lo giró con el cuerpo entero, usándolo como escudo para detener una nueva embestida. Dos tipos cayeron al suelo con el impacto. Santa recuperó su cuchillo del piso con la punta de los dedos y, sin pensarlo, lo enterró en el muslo del que tenía más cerca. Pero eran demasiados. Santa apenas podía mantenerse en pie. Los pulmones le ardían. La visión se le nublaba. El agua de la lluvia comenzaba a mezclarse con la sangre en su ropa. Uno lo empujó por la espalda. Otro le dio un golpe directo a la rodilla. El filo de su cuchillo fue arrancado de su mano. El metal chocó contra el suelo, lejos. Cayó boca abajo, exhausto y jadeante. S intió las rodillas aplastarle la espalda, los brazos torcerse a la fuerza por detrás y las bridas ajustarse con fuerza brutal sobre sus muñecas y tobillos. —¡Mierda...! —gruñó, sin fuerzas para seguir. Estaba atado. Inmóvil. Derrotado. La cabeza contra el pavimento frío. La lluvia empapándole el rostro. Solo podía rezar, entre dientes y rabia, que quien fuera que estuviera detrás de todo esto solo buscara dinero. Y no algo peor.
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