Prólogo
11 de septiembre de 2025, 14:46
El firmamento es demasiado vasto como para creer que un fenómeno únicamente esté destinado a suceder en una única galaxia, a un solo sistema planetario. Existen fuerzas que trascienden la arquitectura del universo conocido, fuerzas que se extienden más allá de los límites del tiempo mismo. La delicada trama del espacio-tiempo no se somete ante meras conjeturas ni a absurdas suposiciones humanas: responde a leyes antiguas, insondables e inexorables.
Es entonces el destino, completamente inevitable, una constante absoluta. Cada mínima variación, cada desvío apenas perceptible, abre una nueva línea paralela de una realidad ligeramente diferente. El tiempo puede plegarse, superponerse, converger extraordinariamente, y aun así no existe plano, cielo ni dimensión donde no pertenezcan los Mejores del Mundo.
No existe un universo donde ellos no se encuentren…
No hay mundo donde sus almas no estén unidas, selladas y resguardadas en el toque de sus manos entrelazadas.
Porque Bruce Wayne y Clark Kent son dos mitades de una misma verdad, un vínculo que el multiverso no puede romper. Y sin importar el nombre del cielo bajo el que caminen, siempre, inevitablemente, encontrarán el camino de regreso al otro.
El primer encuentro puede cambiar de forma, pero nunca de esencia.
Existirá ese tirón, un empujón fantasmal, una idea persecutoria, una amenaza inminente, un ser destructor, una advertencia, una curiosidad genuina, un reportaje, un juego descarado de coqueteo, un encuentro inevitable.
De vez en cuando, se oye en el muelle de Gotham en llamas, el crujido de una bota sobre la cornisa de un edificio asediado, justo cuando una figura roja y azul corta el cielo como un meteorito saliente.
El salón de baile del restaurante más exuberante de Metrópolis, la gala donde el heredero de la fortuna Wayne inevitablemente llega tarde, solo para sentir esa presencia cálida e inconfundible al otro lado del salón.
Otras veces, es la mirada de un periodista curioso que sigue con la vista un borrón de sombra escapando entre gárgolas, con la certeza de que algo antiguo y dolido vive detrás de esa capa.
Es el zumbido en los oídos de Clark cuando el murmullo del mundo se silencia por la noche… porque alguien lo observa desde las alturas, sin decir una palabra, pero visible desde la ventana de su apartamento.
Ocurre de vez en cuando en el rascacielos de una empresa multimillonaria que deja caer al vacío a su director ejecutivo, solo para ser salvado por un alienígena benevolente.
Quizás sea una noche cualquiera, en la redacción del Daily Planet, cuando Clark, distraído, sigue con la vista al nuevo accionista mayoritario del que inevitablemente se siente atraído.
Una figura en bata, copa en mano, que no se inmuta ante un dios flotando más allá del alféizar de una vieja mansión gótica.
Una ventana abierta en la mitad de la noche.
Un apartamento oscuro.
Un archivo robado de una base de datos del gobierno
Una señal de comunicación perdida, que lleva un acento británico al oído de un multimillonario.
Un encuentro en una azotea bajo la lluvia, donde no hay palabras, solo el sonido del corazón acelerado.
Bruce investiga, siempre lo hace. No en vano lo llaman el mejor detective del mundo, rastreando patrones de vuelo imposibles con precisión quirúrgica. Conectando patrones donde nadie más vería nada. Siguiendo el calor de un cuerpo solar hasta una modesta granja en Smallville, donde un perro viejo ladra desde el porche y una madre amable le pregunta si quiere quedarse a cenar.
Clark sospecha, siempre lo hace. Percibe la anomalía en la sombra y siente el peso de una mente brillante desafiando su instinto. Vuela a Gotham sin saber por qué… solo porque algo lo empuja a buscar entre los techos y los gritos hasta encontrarlo. ¿Cómo no iba a ir a buscar al hombre que se viste de murciélago para proteger su ciudad?
Sabrán sus identidades por accidente, o descubrirán la verdad en silencio, sin necesidad de confirmarlo, o corriendo a comprobar lo que ya sospechaban. En la forma en que uno pronuncia el nombre del otro, el breve temblor cuando sus dedos se rozan. El modo en que, aún sin conocerse, confían el uno en el otro con una especie de furia desesperada, incluso sin saber por qué.
Dos almas que se buscan y que se reconocen incluso cuando todo es diferente. Incluso cuando no deberían encontrarse, incluso cuando el mundo está en ruinas, o ni siquiera ha nacido. Y cada vez que el multiverso se expande, cada vez que la realidad se deshilacha y recomienza, el hilo vuelve a atarse.
Hay mundos donde esas señales son aún más claras.
Donde la evidencia es empírica y verificable, las almas gemelas no son un mito, sino un estándar. Mundos donde las sociedades que crecieron comprendieron que este fenómeno no era la excepción, sino la regla.
A veces, son marcas en la piel. Un nombre que aparece al nacer, un símbolo permanente como un tatuaje, una frase que no significa nada… hasta que alguien más la dice, palabra por palabra en el primer encuentro. En otros mundos, el color no existe hasta que se miran a los ojos por primera vez. O es un roce, apenas un roce de los dedos, lo que lo revela todo. Una chispa eléctrica e innegable.
Y esta Tierra…
Bueno, esta Tierra tiene su propio Clark Kent.
Tiene a Superman.
Y a la llamada “Justice Gang” y el Salón de la Justicia.
Pero algo salió mal.
Lo supo en el instante exacto en que la realidad, su realidad, comenzó a deshacerse.
Primero fue la luz.
Los colores que conocía, el azul limpio del cielo, el rojo de su capa azotado por el viento, el dorado metálico del escudo en su pecho, comenzaron a temblar, como si el mundo parpadeara. Se volvieron más intensos, luego más pálidos… y finalmente se quebraron, como si cada tono fuera una lámina de vidrio teñido estallando en mil fragmentos.
Entonces llegó el sonido. La voz de Mr. Terrific, y también la de Metamorfo, se distorsionaron, como si fueran ecos de sí mismas, rebotando en un pasillo interminable. El aire vibraba. El suelo ya no era suelo, sino un limbo líquido donde el horizonte se encogía y expandía como una respiración descompasada.
Clark intentó anclar su cuerpo, fijar su ubicación, encontrar el eje del mundo como había hecho incontables veces en el espacio o en medio de tormentas solares.
Pero esta vez… no había eje.
Todo se estaba desgarrando.
Las líneas del universo —esos hilos invisibles que mantenían las cosas en su lugar— se tensaban alrededor de su cuerpo como si fueran a partirlo. Y entonces cedieron, rompiéndose en un destello blanco. Un tirón brutal en su pecho. Como si una fuerza lo hubiera jalado hacia adentro de sí mismo y, al mismo tiempo, lo hubiese expulsado hacia otra parte.
Y de pronto…
Silencio.
Frío.
Oscuridad.
Y lluvia.
Cuando sus sentidos se estabilizaron, ya no estaba donde debía estar. Ya no estaba en casa.
Él estaba en...
Gotham.
No con el estruendo de un meteorito ni con el drama de un aterrizaje forzoso. Simplemente… apareció. Desplazado como una ficha mal colocada en un tablero de ajedrez cósmico. Sus poderes estaban intactos, pero había algo en este mundo que no terminaba de encajar.
Reconoció la ciudad, parcialmente. Gotham era Gotham en casi todos los rincones del multiverso: oscura, gótica, agrietada por dentro y por fuera. Pero había detalles que no coincidían, detalles que le parecían… extraños. Calles que no recordaba, letreros con nombres desconocidos, una arquitectura que parecía más moderna, como si el tiempo hubiera avanzado demasiado rápido aquí.
Y entonces lo vio:
Asilo Arkham.
Ese nombre; él conocía ese nombre.
Estaba parado frente a la verja de hierro forjado cuando lo escuchó: Golpes. Voces. Un grito apenas contenido, ronco, desgarrado. Un hombre reía, pero no de alegría. Reía como si se estuviera rompiendo por dentro. Clark se elevó un poco, lo justo para asomarse por encima del muro. Vio una figura desplomada en el suelo: piel pálida, delgado, atormentado por espasmos de risa que sonaban como sollozos. Estaba herido. Alguien lo estaba golpeando.
Clark no lo dudó. Se dejó caer de inmediato
—¡Oye! ¡Detente! —gritó, avanzando con las manos abiertas, sin amenazas, con voz tranquila pero firme—. Tranquilo. Superman va a ayudarte.
El hombre del suelo lo miró, delirante, con los ojos vidriosos y se rio más fuerte, como si las palabras “Superman va a ayudarte” fueran el chiste más divertido que hubiera escuchado jamás.
Y entonces lo sintió.
La mirada.
Fría. Precisa. Calculadora.
Clark giró la cabeza.
Allí estaba él.
De pie entre las sombras, con la capa agitada por el viento y los nudillos manchados. Silencioso. Inmóvil. Observándolo como si cada célula de su cuerpo fuera una amenaza potencial.
El Murciélago de Gotham. La leyenda urbana.
La figura encapuchada no se movió, pero su mente ya estaba haciendo conexiones. Un hambre con poderes. Volando como si fuera lo más natural del mundo. Hablando con autoridad. Interrumpiendo una operación activa en Arkham.
Demasiado peligroso para ignorarlo.
Clark lleva cuatro palabras marcadas en la piel, grabadas a fuego en el hombro como una promesa. Esperó media vida para escucharlas en voz alta.
Y cuando finalmente lo hizo… no estaba en su universo.
Y no fue gentil.
No fue nada como él lo imaginaba.
Aunque, para ser justos, ¿qué más podía esperar de esas palabras?
—¿Superman? No te conozco —la voz era baja, áspera, afilada como una advertencia. El hombre de la capucha lo miró de reojo, serio, contenido, desconfiado. Es una amenaza desconocida, decía esa mirada sin palabras—. No sé quién eres.
Cuatro palabras.
Las mismas que habían ardido en su piel desde que tenía memoria.
Bruce se mantuvo estático. El sujeto estaba suspendido en el aire.
No había cables. No había plataforma. No había tecnología visible que pudiera justificarlo. Solo estaba allí, suspendido en el aire como si desafiara la gravedad por capricho. Bruce no pestañeó. Los sensores internos instalados en la capucha ya estaban escaneando al intruso: altura aproximada, masa corporal, presión en la voz, temperatura. Lo observaba con la precisión de un bisturí. Todo en ese hombre gritaba anomalía.
Y, sin embargo, lo que más inquietaba a Bruce no era lo que podía ver.
Era lo que sentía.
Algo... se desacomodó.
Hay reglas en el multiverso. No están escritas en piedra, pero se cumplen con la misma serena fidelidad con la que nacen y mueren las estrellas: cada Superman tiene su propio Batman.
Reglas que no se cuestionan. Reglas que no se rompen.
Hasta que un día… lo hacen.