ID de la obra: 679

A pesar de todo, eres tú

Slash
NC-17
En progreso
2
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Midi, escritos 109 páginas, 44.428 palabras, 9 capítulos
Descripción:
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VIII

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Bruce no estaba preparado para eso, esas palabras declaradas como si fueran tan fáciles de pronunciar. El aire se le atascó en los pulmones, como si Clark le hubiera arrancado las defensas de un solo tirón. Sintió que la sangre le hervía en las venas, no por el deseo que también lo inundaba, sino por esa ternura que buscaba consuelo. Su instinto fue apartarse, gruñir, decir algo ácido que lo devolviera a terreno seguro. Pero la voz le falló. Apenas pudo sostener la mirada brillante de Clark, esos ojos cargados de tanta devoción que dolía. —No… —murmuró, un intento torpe de negación, aunque sus manos seguían aferradas a los hombros de Clark—. No digas… eso. Su respiración era desordenada. El corazón le golpeaba tan fuerte que temía que Clark lo oyera. No estaba acostumbrado a ser visto así, como si fuera algo digno de adoración y no una colección de cicatrices, errores y sombras. —Bruce… —susurró Clark, buscando sus labios de nuevo. Y Bruce lo dejó, porque no sabía qué más hacer. Besarlo era más fácil que aceptar esas palabras, más fácil que sostener el peso de esa verdad. Pero mientras lo besaba, mientras sentía el temblor de Clark contra él, se dio cuenta de que estaba cediendo. Que el muro se estaba resquebrajando. Se oyó a sí mismo emitir un sonido bajo, casi un gemido, entre frustración y necesidad. Una risa rota le escapó contra los labios de Clark, amarga y vulnerable al mismo tiempo. —Eres un maldito idiota… —susurró, con la voz quebrada, la frente pegada a la de él—. ¿Cómo puedes verme así…? Y sin poder contenerse más, lo abrazó con fuerza, como si necesitara anclarse a ese cuerpo para no desmoronarse por completo. El cuerpo de Clark irradiaba un calor indescriptible. Cada lugar donde Bruce apoyaba la mano estaba marcado por esa firmeza cálida que lo envolvía; cuando la franela se deslizó y pudo aferrarse a los bíceps flexionados, bronceados por el sol, tensos y nervudos para sostenerlo en su sitio, casi se le escapó un silbido de contemplación. Era lo más cercano a un dios griego, majestuoso y con los rizos desordenados que caían en cascada, rozándole el rostro a Bruce como una caricia.  Los besos continuaron hasta casi agotarse el aire. Y fue entonces cuando Bruce reaccionó, necesitaba respirar incluso si para Superman aquello no fuera necesario. Si continuaba de esa manera iba a ahogarse en sus labios. Parecía que incluso la falta de oxígeno había afectado su mente, se sentía difuso, todo estaba caliente a su alrededor. Tenía un horno vibrante encima de él. Y aunque no era desagradable y podría dejarse fundir entre el cuero oscuro del sofá y el cuerpo de Clark, llevó su mano derecha, subiendo desde la espalda de Clark hasta su nuca, y enredó sus dedos en los rizos, jalando fuerte, obligándolo a separarse. Clark se separó ante el tirón en su cabello y lo miró fijamente. Bruce tenía el traje hecho un desastre, su camisa estaba desprendida hasta la altura del pecho, revelando su piel pálida salpicada de un rubor intenso, la corbata hecha un jirón pendía hacia un costado, habiendo perdido su función. Su cabello, normalmente impecable, estaba revuelto en mechones oscuros que caían sobre su frente húmeda; su mirada encendida, los ojos brillantes, casi lacrimosos con un resplandor febril. Sus labios, enrojecidos, hinchados y maltratados por la intensidad de los besos, permanecían entreabiertos, como si estuviera siempre a punto de decir algo, siempre al borde de un gemido o de una orden. Esa visión lo golpeó de lleno. Era la visión de un rey destronado: el murciélago, siempre contenido, siempre inaccesible, ahora parecía a punto de romperse y, al mismo tiempo, más imponente que nunca. Era una imagen que lo complacía, lo cautivaba y sobre todo, lo empujaba a mantenerlo así. En estado de desastre. Se veía tan majestuoso. Bruce Wayne desecho y abiertamente receptivo. Clark abrió la boca, dispuesto a disculparse, a retroceder. ¿Había sido demasiado brusco? Pero no tuvo oportunidad. Bruce se lanzó sobre él con la misma ferocidad con la que enfrentaba a sus enemigos; lo empujó hacia atrás con el peso de su cuerpo y, en un movimiento seco, se sentó encima suyo, asegurándose de inmovilizarlo. El aire escapó de los pulmones de Clark con sorpresa apenas disimulada. La determinación en los ojos de Bruce lo dejó anclado en su lugar. Había algo ardiendo en esa mirada, algo entre desafío y necesidad, que lo paralizaba más que cualquier trozo de kriptonita. Bruce respiraba agitado, los mechones de su cabello pegados a la frente, los dedos todavía aferrados a la nuca de Clark. No había vacilación en él: solo decisión. Y Clark se descubrió inmóvil, esperando el siguiente movimiento de un hombre que parecía dispuesto a devorarlo entero.  Bruce se acomodó un poco, y levantó levemente las caderas antes de dejarse caer suavemente sobre su entrepierna. Se movió tentativamente, probando el lugar, cuando, de pronto, un sonido fuerte y constante se coló en la habitación. Ring. Ring. Ring. Ring. El teléfono vibraba sobre el escritorio, insistente, ajeno a lo que había estado a punto de suceder. Bruce soltó un bufido áspero y se incorporó con brusquedad. Clark, todavía sin palabras, lo siguió con la mirada incrédula, viéndolo alejarse como si nada hubiera estado a punto de ocurrir.  Con un gesto seco, Bruce presionó el botón del aparato, silenciando el timbre. —Bruce Wayne, al habla —dijo firme, impecable, con la autoridad de quien no tolera interrupciones innecesarias. —¡Bruce! —la voz de una mujer estalló al otro lado; sonaba madura, gastada por los años, con una cadencia pausada—. La puerta de tu oficina está cerrada desde dentro. Ábrela ahora mismo o encontrarán la forma de sacarte de ahí. Tenias que estar en una reunión de la junta directiva hace quince minutos. Bruce se alisó el traje con un movimiento medido, abotonando su camisa con la precisión de siempre, sin levantar la voz, controlando cada gesto. —Lo sé, Dory —respondió, con un tono firme pero sereno—. Iré en cuanto pueda. Dame un par de minutos para… reorganizar un par de asuntos aquí. —Un par de minutos, dice… —replicó ella, con un suspiro que mezclaba cansancio y frustración—. No me obligues a ir a buscar a Pennyworth. El señor Fox no podrá distraerlos mucho más tiempo. —No será necesario —contestó Bruce, ajustándose la corbata con un solo gesto—. Saldré en cuanto termine aquí. Clark lo observaba en silencio, fascinado, mientras Bruce recuperaba su impecable compostura, y, sobre todo, la única evidencia de lo que había ocurrido eran sus labios… hinchados, rojos, marcados por cada beso, como una prueba irrefutable de lo que acababa de suceder. Un nudo le apretó la garganta. No quería que nadie más lo viera así. No la junta, nadie. Esa intimidad le pertenecía solo a él. Se mordió el labio, luchando contra el impulso de detenerlo antes de que cruzara esa puerta. Bruce se acercó a la puerta y miró a Clark antes de salir. Sus ojos se clavaron en él un instante, fijos, medidos, como si intentara leer cada reacción. Clark tragó saliva, todavía atrapado en el desorden que los últimos minutos habían dejado: la ropa ligeramente revuelta, la camisa a cuadros en el piso pulido, el cabello desordenado, la respiración todavía agitada, y una tienda de campaña en sus pantalones donde Bruce se había acomodado.  Se veía tan… tan desordenado. Mierda. Realmente habían hecho un desastre ahí. Bruce no dijo nada; solo lo observó, silencioso, la intensidad de su mirada sosteniéndolo en su sitio. —Le diré a Alfred que te traslade a otro piso de la torre —dijo, firme y controlado, como si nada de lo anterior hubiera ocurrido. Clark apenas asintió desde el sofá, incapaz de apartar los ojos de él. Y Bruce, todavía con esa mirada que parecía pesar y medirlo todo, se giró finalmente y salió, dejando el rastro de lo que habían compartido flotando en el aire. Clark sintió que su excitación se desvanecía lentamente. Se quedó un segundo más, procesando todo. Dios… ¿qué había hecho? ¿Cómo había llegado tan lejos? Y Bruce… le había correspondido todo aquello. Se levantó con cuidado y tomó la camisa del piso, poniéndosela nuevamente. No había tenido intención de que esto sucediera, no así, pero lo hecho, hecho estaba. Bruce había dejado la mansión y, al no detectar su latido, casi entró en pánico. No podía tampoco llamar la atención hacia sí mismo. Cuando llegó a la cueva, activó algún tipo de alarma silenciosa. En cuestión de segundos, Alfred apareció, sosteniendo una escopeta con firmeza, los ojos entrecerrados y la mandíbula tensa, evaluando como si pudiera disparar en cualquier instante.  Clark levantó las manos, más por reflejo que por convicción. Al darse cuenta de quién era, Alfred relajó los hombros y bajó lentamente el arma, un destello de reconocimiento en la mirada. Luego lo saludó con cordialidad, sin preguntar, sin juzgar. Pero cuando preguntó específicamente por Bruce y no por Batman, el rostro de Alfred adquirió sorpresa. Y se encogió un poco de hombros, señalando hacia arriba. Clark levantó la vista a la estructura vieja de la estación, el nombre ahí arriba, grabado en piedra e imponente. Wayne Terminus. Un golpe de comprensión lo atravesó. Oh… había sido un idiota. Lo había tenido sobre su cabeza todo este tiempo. Y aún más arriba, dominando el horizonte: la imponente Torre Wayne. —Aún está patrullando —dijo Alfred con tranquilidad—. Démosle una hora. Sin más comentarios, Alfred lo guio por pasillos y ascensores interminables hasta la oficina, donde una puerta negra con inscripciones doradas los esperaba. Ahora, de nuevo por los pasillos de Wayne Enterprises, Clark miraba a cada lado. Las paredes estaban adornadas con pinturas, seguramente más costosas que un año de su salario de periodista, colgaban también fotografías históricas de los primeros proyectos y logros de la empresa. Esculturas modernas y piezas de arte contemporáneo se alternaban con estanterías de cristal que exhibían prototipos tecnológicos, premios y trofeos de innovación. Todo irradiaba poder, legado y precisión, un reflejo tangible de la grandeza de la familia Wayne. Clark desviaba la miraba hacia la marcha de Alfred, impecable a pesar de usar un bastón, cada paso seguro, medido, como si el suelo mismo se plegara a su voluntad. —Es lo que sucede cuando una bomba detona a corta distancia, Sr. Kent —dijo Alfred, con esa mezcla de calma y autoridad que hacía imposible no prestarle atención. Clark se sonrojó levemente, sorprendido de sí mismo. —No era mi intención… mirar así. Alfred lo observó por un instante, arqueando una ceja, y su sonrisa fue apenas perceptible. —Tampoco lo es mirar al amo Bruce, ¿verdad? Clark tragó saliva, su mirada bajó unos segundos, pero no podía apartar los ojos del hombre que lo guiaba.  —¿C-como es qué? —balbuceó, incapaz de formular bien la pregunta, sintiendo que Alfred lo leía con exactitud. Alfred inclinó ligeramente la cabeza, evaluándolo con esa mezcla de autoridad y sagacidad que le era natural. —Algunos miran demasiado fijamente —dijo, con una pausa medida—, y uno termina preguntándose si es pura curiosidad… o algo más. Clark sintió un estremecimiento recorrerle la espalda. Cada palabra de Alfred, cada gesto medido, lo hacía sentir expuesto.  —Supongo… que yo… no sé de qué habla —murmuró, tartamudeando levemente, mientras Alfred continuaba caminando por los pasillos. —Joven Kent —dijo Alfred, su voz firme y calma—. Hay algo extraño en usted. Puedo verlo. Bruce es un inadaptado, sí, pero me aseguré de darle la mejor crianza posible. Tal vez el amo Bruce no lo note de inmediato, pero hay algo en cómo usted actúa, en la forma en que lo observa, que me hace preguntarme… qué busca realmente cuando lo mira fijamente. Los años no vienen por sí solos; la experiencia enseña a leer entre líneas, a detectar lo que otros esconden. Y créame, usted no está ocultando nada. Clark continuó caminando, intentando procesar cada palabra, mientras el edificio cambiaba a su alrededor. Los pisos inferiores eran modernos y pulcros, con líneas rectas y luz abundante. Alfred lo guio hasta el fondo de un pasillo donde los esperaba un ascensor antiguo, de esos con reja de metal, que a pesar de su apariencia clásica mostraba un mantenimiento impecable. Con un gesto firme, Alfred presionó el botón del último piso. A medida que ascendían, las luces de los pisos se iluminaban rápidamente, marcando el ritmo del viaje. El ascensor se detuvo con un chirrido mecánico, descendiendo apenas un par de centímetros antes de detenerse por completo. Alfred salió primero, y se detuvo frente a una gran puerta de madera con molduras. Al abrirse la puerta, un gran salón se reveló ante ellos. El estilo gótico empezó a dominar: columnas de piedra, molduras talladas, techos altos y sombras profundas que danzaban sobre alfombras oscuras y muebles de madera maciza. El espacio era amplio y abierto, con techos que desaparecían en la penumbra, creando un efecto de inmensidad. Las paredes estaban decoradas con detalles tallados y repisas que integraban libros y objetos antiguos. La luz entraba filtrada a través de vitrales, proyectando patrones de color sobre la madera y la piedra. En el techo colgaban enormes candelabros de metal oscuro, su diseño pesado y ornamentado proyectaban sombras sobre las paredes y el suelo. El piso de madera tallada estaba dispuesto en un patrón único que guiaba la mirada hacia una mesa central, rodeada con dos sillas dispersas, sobre la mesa un par de libros y documentos, había, curiosamente una bandeja con un par de lentes oscuros en exposición, como si aquel lugar fuera tanto un espacio de planificación estratégica como de reflexión constante. Clark se detuvo un instante para observar las escaleras que conducían, al parecer, al último piso real de la torre. Cubierta por una alfombra roja gastada, la escalera se curvaba hacia el fondo del salón, como una invitación silenciosa. Las barandillas, adornadas con figuras talladas que parecían guardianes vigilantes, observaban cada movimiento de Clark, recordándole que no estaba solo y que cada paso debía ser medido. Pero no todo era historia y solemnidad. Algunos detalles modernos llamaron la atención de Clark: un amplificador y una guitarra apoyados contra una pared, recordándole que aquel lugar no era solo un mausoleo, sino un espacio lleno de vida, reflexión y secretos, donde la tradición y la modernidad coexistían bajo la sombra de Bruce Wayne. Mientras recorría la sala con la mirada, Clark se sentía diminuto, atrapado entre siglos de historia y la huella omnipresente de Bruce en cada rincón. Cada detalle, desde los enormes candelabros de metal oscuro que colgaban del techo hasta los vitrales que filtraban la luz en patrones irregulares, pasando por los amplificadores, parlantes y esa guitarra eléctrica apoyada contra la pared, parecía llevar la firma de Bruce, su presencia extendiéndose silenciosa pero innegable por todo el espacio. A Clark eso lo fascinaba y, al mismo tiempo, lo intimidaba. Alfred se detuvo y señaló una de las antiguas sillas de madera, su voz más suave ahora, casi un gesto de cuidado, rompiendo la tensión que envolvía a Clark. —¿Ha comido algo? Clark tragó saliva, sorprendido de la sencillez de la pregunta en medio de tanta majestuosidad, y por un instante, la presencia de Alfred fue un ancla en aquel océano. —No —respondió Clark, bajando la mirada, todavía fascinado y un poco abrumado por la grandiosidad de la sala—. No he comido. Alfred asintió con calma, su expresión apenas suavizada. —Entonces iré a preparar algo —dijo—. Tome asiento mientras tanto, joven Kent. Clark obedeció, eligiendo una de las sillas cercanas a la mesa. —Gracias —murmuró, un poco incómodo. —No hay de qué —respondió Alfred mientras se dirigía hacia la cocina oculta—. Aunque me pregunto… ¿ha estado caminando todo el día así de abstraído, o es que la sala lo tiene hipnotizado? Clark soltó una pequeña risa nerviosa. —Creo… que es un poco de ambas cosas —admitió—. Nunca he estado en un lugar así… tan… imponente. Alfred se detuvo un instante, como si evaluara la respuesta sin siquiera mirarlo. —Imponente, sí —dijo—. Pero recuerde, a veces, la grandeza también requiere paciencia y cuidado. Y también un poco de respeto por quienes la mantienen. Clark asintió lentamente, sus ojos recorriendo la sala mientras Alfred retomaba su camino. —¿Y Bruce… suele pasar mucho tiempo aquí? —preguntó Clark, queriendo romper el silencio y, al mismo tiempo, tentado de descubrir algo más. Alfred le lanzó un vistazo rápido por encima del hombro. —El amo Bruce tiene sus momentos. Algunos días parece no existir fuera de esta torre, y otros, el mundo exterior no deja de llamarlo. Si su pregunta es si vive aquí… la respuesta es sí. Desde que Wayne Manor sucumbió al tiempo, este lugar se ha convertido en su hogar desde que era un niño. Mientras se acomodaba en la silla, no pudo evitar pensar en lo abrumador que debía ser vivir en un lugar donde cada objeto, cada sombra y cada rincón llevaba la huella de Bruce Wayne. Estando de regreso, Alfred colocó con cuidado una bandeja con té humeante y galletas sobre la mesa, dejando que el aroma cálido llenara el espacio. Luego, se sentó frente a Clark, ocupando la única otra silla disponible, cruzando las piernas. —¿Desea azúcar en su té, joven Kent? —preguntó Alfred. —Señor Pennyworth… ¿tiene un alma gemela? —interrumpió Clark, su voz firme y directa. Por un instante ambos hablaron al mismo tiempo. Alfred levantó una ceja, claramente desconcertado, y Clark parpadeó, sorprendido de haber interrumpido de ese modo. Alfred reposó la taza sobre la bandeja, dejando escapar un leve suspiro antes de inclinarse apenas hacia adelante. El mayordomo lo miró, serio, ligeramente sorprendido por la pregunta absurda, como si evaluara si debía responder con honestidad o simplemente ignorar aquello: un cuento de hadas que no tenía lugar en la vida real. —Un alma gemela —replicó Alfred finalmente, con una sonrisa leve—. Eso es un concepto bastante… fantasioso, joven Kent. Clark lo miró fijamente y, como si no pudiera contenerlo, dijo de la nada: —Bruce es mi alma gemela. El silencio se hizo pesado. Alfred arqueó una ceja, la sonrisa desvaneciéndose en una expresión que mezclaba curiosidad y cautela. —Enamorarse en tan corto periodo de tiempo es absurdo —comentó finalmente, con esa calma medida que siempre lo caracterizaba—. Pero no soy quien para juzgar el corazón. Entiendo las similitudes de sus oficios extraoficiales y lo que eso conlleva. Clark se pasó una mano por el rostro, al borde del pánico, la voz temblorosa pero firme: —Lo digo de verdad —sus palabras tenían el peso de una certeza absoluta—. En mi mundo, esto existe. Lo sentí desde la primera vez que lo conocí… pero aquí… aquí no, ¿verdad? Alfred lo miró, midiendo cada gesto, cada respiración, consciente de que aquello no era una mera fantasía para Clark Kent, sino una verdad que su corazón llevaba tatuada. Alfred lo observó en silencio unos segundos más, evaluando cada palabra, cada gesto. Su expresión permanecía imperturbable, aunque en su mirada se notaba un destello de curiosidad por la intensidad de aquel hombre.  —Sr. Kent —dijo finalmente, con voz medida, como quien habla de un asunto que le resulta insólito pero que merece respeto—, no niego la fuerza de lo que siente. Está claro que cree en ello con toda su convicción… y no hay manera de arrancarle eso del corazón. Pero este mundo —Alfred hizo un gesto amplio, abarcando la torre, la ciudad y, de algún modo, la realidad que los rodeaba— no opera bajo esas mismas reglas. Lo que para usted es una certeza, aquí se considera un cuento de niños. Se inclinó ligeramente, apoyando una mano sobre el reposabrazos de la silla.  —Puede que su alma gemela exista en algún sentido metafórico —continuó—, en las afinidades, en las coincidencias de carácter o propósito… pero la idea de que haya una “única” persona destinada a usted es, en términos prácticos, imposible de probar en este mundo. Un simple mito.  Alfred se quedó en silencio, observando cómo Clark absorbía cada palabra, como si intentara reconciliar dos realidades incompatibles.  —Ahora bien —añadió, con un matiz irónico apenas perceptible—, la obstinación del corazón humano suele ser más persistente que la lógica. Y si algo he aprendido en tantos años al servicio de la familia Wayne, es que el corazón rara vez escucha cuando la cabeza dice “imposible”.
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