ID de la obra: 679

A pesar de todo, eres tú

Slash
NC-17
En progreso
2
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Midi, escritos 109 páginas, 44.428 palabras, 9 capítulos
Descripción:
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VII

Ajustes de texto
Clark empezó a escribir, sus ojos se movían veloces entre las líneas de información que aparecían en la pantalla, pero Bruce veía el leve temblor en su mandíbula, el gesto reprimido de alguien que quería avanzar a toda velocidad y se obligaba a detenerse. —Demasiado ruido —murmuró Bruce, inclinándose un poco sobre Clark para mirar sobre su hombro—. Filtra por fecha, elimina lo irrelevante. Clark obedeció sin rechistar, pero no pudo evitar lanzar una mirada rápida hacia Bruce. Sentía, de manera casi física, cómo el calor de Bruce se irradiaba desde el borde de su cuerpo, rozando su percepción más de lo que quería admitir. Clark se dio cuenta de que estaba nervioso, aunque Bruce probablemente no tuviera la menor idea. —¿Alguna vez dejas de vigilarme así? —preguntó Clark, con una mezcla de curiosidad, tratando de sonar despreocupado mientras su corazón se aceleraba ligeramente. Bruce no apartó los ojos de la pantalla. —No. El silencio que siguió fue sutil. Clark bajó la vista, una sonrisa breve y casi resignada asomó en su rostro. —Supongo que debería estar acostumbrándome. Después de todo, hay sensores en mi habitación. Bruce no dijo nada, pero su ceño se frunció apenas, como si la observación lo hubiese tomado por sorpresa. Clark, al notarlo, se apresuró a aclarar: —La cuestión con las alarmas silenciosas… es que nunca son silenciosas para mí. Los ojos de Bruce se estrecharon apenas. —Y aún así, no las desactivaste. Clark encogió los hombros, con un gesto entre resignado y cómplice. —Si las hubiera quitado, lo habrías sabido. Y si lo intentara, también lo sabrías. —Correcto —dijo Bruce con un tono seco. Clark lo miró un instante más, con algo entre reproche y cariño escondido. —Entonces lo dejamos así… ¿eh? Tú finges que yo no lo noto, y yo finjo que no me importa. Por un segundo, Bruce sostuvo su mirada, impenetrable. Luego giró apenas hacia la pantalla. —Funciona. Y no creas que es por costumbre —dijo con calma controlada—. Es necesidad. Si te concentras en lo que quieres ver y no en lo que está frente a ti, cometerás errores. Y tus errores por lo que he aprendido de ti… no son pequeños. Clark se detuvo un instante y después retomó el tecleo, más lento, más contenido. Ni Lois ni Bruce iban a dejarlo olvidar nunca que había intervenido en esa guerra sin preguntar, actuando por instinto, sin considerar las consecuencias. ¡Pero todo resultó bien! Eso es lo que más le importa. —A veces olvidas —murmuró— que no siempre necesito que me cuiden. Soy prácticamente invulnerable. Bruce giró el rostro apenas, sus ojos fijos, había algo casi suave en la manera en que lo miraba, como si evaluara cada palabra, cada gesto, pero sin perder la firmeza que siempre lo definía. —Me seguiste bajo la lluvia durante casi veinte minutos —replicó, sereno pero sin reproche—. A veces olvidas que alguien tiene que hacerlo. Bruce lo observó en silencio, evaluando cada gesto, cada respiración. La lluvia regresaba a su memoria: el hombre más poderoso del planeta siguiéndolo a través de la oscuridad, empapado, insistente, con un brillo desesperado en los ojos. Clark sostuvo su mirada más de lo necesario. Las puntas de sus orejas se tiñeron de rojo antes de que pudiera disimular su vergüenza con un resoplido. Bajó la vista, incómodo, y murmuró: —No era eso… yo… necesitaba ayuda, y estabas ahí. El mejor detective del mundo —confesó al fin, con una sonrisa nerviosa que se asomó apenas en sus labios. Una risa breve, contenida, lo traicionó mientras intentaba restarle peso a la confesión—. Fue una situación extenuante, y estoy agradecido de que no me dejaras a mi suerte. Bruce se quedó quieto un instante más de lo habitual. Nadie, jamás, lo había llamado así en su vida: “el mejor detective del mundo”. Era un título que nunca había reclamado, ni siquiera en su mente, y escucharlo de Clark, le dio un golpe sutil. Podría ser de entre tantos, un epíteto en el mundo de Clark. Después de todo, no siempre había sido Batman. Durante años, había actuado bajo el nombre de Venganza porque así lo habían apodado los criminales asustados, una sombra en Gotham antes de consolidarse como el Caballero Oscuro. Bruce no respondió de inmediato. Permaneció en silencio, observando cómo Clark buscaba las palabras correctas, cómo su aparente invulnerabilidad se agrietaba en los pequeños gestos: la tensión en sus manos, la forma en que empezaba a mirarlo directamente durante más tiempo del que parecía adecuado, el temblor casi imperceptible en su voz. El contraste entre el hombre más poderoso del planeta resultaba… desconcertante. Bruce parpadeó apenas, sorprendido más por el tono de Clark que por la confesión en sí. Clark siempre lo miraba un instante más de lo que la cortesía requería cada vez que Bruce parecía distraído, como si no se diera cuenta de que Bruce lo notaba. El rubor en sus mejillas era apenas visible, pero suficiente para despertar la atención de Bruce. En el fondo, Bruce no podía evitar pensar en algo incómodo: la naturalidad con la que Clark lo trataba era extraña, demasiado familiar. Era como si conociera personalmente a esa otra versión de él, a ese otro Bruce Wayne, alguien que habita en un mundo distinto pero que comparte con Clark Kent. Alguien que había compartido momentos que este universo nunca le había permitido vivir pero que se estaba permitiendo experimentar, al menos brevemente, alguien que quizá había coqueteado con Clark de formas que él jamás habría podido, porque ese periodista de modales amables y sonrisas tontas no trabajaba en el Daily Planet, ni tendría la oportunidad de entrevistarlo. No podía afirmarlo, no en voz alta, ni siquiera ante sí mismo, pero la sospecha estaba ahí, se enroscaba en su pensamiento, a la vez molesta como intrigante. Se encontró analizando cada gesto de Clark: la manera en que se recostaba en la silla, cómo sus dedos tamborileaban con impaciencia sobre la mesa, la ligera tensión en su mandíbula, la forma en que desviaba la mirada antes de levantarla otra vez, atrapado en un instante de vulnerabilidad que Bruce tenía oportunidad de observar casi con una constancia igual de abrumadora.  Y ante todo pronóstico, todo en él sugería una confianza que no debería existir, algo que Clark al parecer había construido, un conocimiento tácito que pertenecía a otro mundo, a otra relación que Bruce no había tenido… y eso le molestaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.  Era desconcertante. Bruce notaba el sonrojo apenas perceptible en las mejillas de Clark, la manera en que sostenía la mirada un segundo más de lo necesario, como si pensara que nadie estaba prestando atención a esos detalles. Pero Bruce lo estaba más de lo que se hubiera permitido reconocer. Y aunque no pronunciaba palabra alguna, un pequeño filo de incomodidad se abría paso en su mente, mezclado con curiosidad, sorpresa… y una sensación que prefería no identificar. Nunca antes había sentido algo así por un compañero de misión, ni siquiera por los aliados más cercanos, ni siquiera con Selina Kyle había sentido esa clase de mareo capaz de sacudir el suelo por dónde camina. Era algo nuevo, confuso, un impulso que no podía racionalizar y que, de alguna manera, lo dejaba con una atención concentrada únicamente en Clark, mientras el resto del mundo —las amenazas, la misión, incluso su propia disciplina— parecía desvanecerse por un instante. —Dijiste que nunca habías hablado conmigo en tu mundo —dijo Bruce finalmente, midiendo cada palabra—. Entonces, ¿por qué actúas conmigo como si… ya me conocieras? —Uh… no lo hago —Clark se rascó la nuca, mientras desplazaba la vista por los artículos sin encontrar nada útil—. Soy periodista. Es parte de mi trabajo saber quiénes son las celebridades… y el hombre más rico del país. O al menos, en el top diez. Bruce arqueó una ceja, evaluándolo en silencio. Era una respuesta justa, pero no satisfactoria. Había algo en la naturalidad de Clark, que no encajaba únicamente con la información pública. —Top tres —comentó Bruce con calma, corrigiendo el detalle menor, aunque sus ojos no dejaban de estudiarlo. Clark levantó la vista, sorprendido por la precisión, y luego sonrió nerviosamente, entre divertido y apenado. —Está bien… top tres. Supongo que eso no cambia nada.  

***

Persuadir a Clark Kent era, por mucho, lo más difícil que Bruce había intentado en años. Ya no bastaba ni el tono cortante y cargado de amenaza de Batman, parecía que nada de lo que hiciera Bruce lograra hacerlo retroceder; Clark poseía esa clase de convicción inquebrantable, como un acero que ni siquiera la forja más ardiente podría fundir ni doblegar. Era, en términos simples, el hombre más obstinado que había tenido la dudosa fortuna de encontrarse en su camino. Y si eso no bastaba para irritarlo, bueno… entonces tendría que reescribir sus propios informes. Los había enviado de manera remota a la computadora central de su cueva principal. Alfred, como siempre, ya les había dado el visto bueno y estaba al tanto desde que ambos habían dejado atrás la Torre Wayne. La cueva bajo la mansión era poco más que un anexo, una ramificación secundaria que rara vez utilizaba. Un recurso de emergencia, una contingencia dentro de tantas otras que había previsto con meticulosa obsesión. Alfred, ahora al tanto del revuelo que había provocado el libro, se había encaminado a investigar todo lo posible al respecto. ¿Quién era exactamente Jordan Elliot? ¿Dónde había estado todos esos años y, más importante aún, dónde se encontraba ahora? Lo que siguió después fueron conversaciones triviales que no supo en qué momento se habían deslizado tan fácilmente entre ambos, desde el pastel de manzana de Martha Kent al tractor que Clark había tratado de reparar sin mucho éxito, y que llevaba años abandonado en el granero. Bruce cree que podría repararlo en una tarde. Así fue como terminó confesando que había construido su propio auto y motocicleta, lo que dejó al chico de granja totalmente sorprendido, insistiendo con una sonrisa en que quería clases de mecánica. Bruce se permitió la rareza de sonreír, apenas, ante la idea. El brillo entusiasta de Clark era difícil de resistir, y por un instante se dejó llevar por la imagen absurda de él, un ermitaño, explicando cómo sincronizar válvulas o ajustar un carburador.  Pero apenas esa calidez amenazó con asentarse, Clark empezó a hacer preguntas más personales, Bruce sintió un nudo en la garganta. No era que no quisiera responder; era que no estaba dispuesto a abrir esa puerta tan rápido. —¿Nunca… tuviste miedo de…? —empezó Clark, con curiosidad genuina en la voz. Bruce negó con la cabeza, cortando suavemente la conversación: —No es algo que necesites saber —su tono era firme, medido, y suficiente para que Clark entendiera que no había espacio para insistir. Bajó la mirada hacia sus guantes, como si allí hubiera algo urgente que atender, y contestó con monosílabos hasta que la conversación se fue apagando por sí sola.  Clark lo dejó correr, aunque en sus ojos persistía la chispa de curiosidad, lo suficiente para saber que volvería a intentarlo. Bruce dejó que Clark se marchara y cerrara la puerta el tiempo que fuera necesario.  Clark, por su parte, prefirió no seguir hiriéndose con el peso de nuevas revelaciones. Bastante golpeado había quedado ya con la noticia de Lois Lane y Lex Luthor en sagrado matrimonio. En teoría, nada de eso debía incumbirle a Clark.  Bruce no lo culpa por el arrebato y la intranquilidad que se aferraron en él, Clark se había interrumpido llevándose una mano a la garganta y Bruce se dio cuenta de que estaba a punto de un ataque de histeria, aunque luchara por mantener la compostura. Para Bruce Wayne, Luthor no dejaba de ser un empresario de renombre que buscaba labrarse un lugar en la política. Sus aspiraciones eran tan evidentes como desmedidas: la presidencia. Sin embargo, ni todo su dinero ni toda su ambición desbordada bastarían para que ese ascenso fuera sencillo. Waller lo vigilaba de cerca, cada movimiento, cada palabra, cada aliado; y lo hacía desde las sombras, sin necesidad de levantar la voz. En ese silencio estratégico, Bruce percibía más que cautela desmedida sino constantes advertencias. Waller no gobernaba con proclamas ni discursos públicos; gobernaba con el peso de una amenaza permanente. Había convertido a los metahumanos en rehenes de su voluntad, encadenados bajo un orden que no podían romper sin pagar un precio demasiado alto. Se presentaba como guardiana del equilibrio. Era tolerada porque su puño no se veía, aunque su sombra lo cubriera todo, desde hace tiempo. La llegada de Clark había dejado a Gotham sin su vigilante. Tres días fueron suficientes para que la ciudad notara la diferencia, y Bruce lo sabía. Los crímenes que normalmente se sofocaban en su inicio empezarían a filtrarse por las grietas de la ciudad, pequeñas alarmas que Selina había podido contener con su propia astucia y recursos.  Bruce ya le debía demasiado a Selina por haber cubierto su ausencia estos días, y la sensación de deuda le pesaba más que cualquier golpe recibido en combate. La ciudad, siempre hambrienta de caos, no tardaría en notar su ausencia prolongada, tendría que hacer una aparición y esta noche se veía como el momento adecuado, no podía permitirse distraerse de darle esperanzas a Gotham… aunque parte de su mente estuviera atrapada en Clark. Selina había suplido sus funciones de manera brillante, pero pronto necesitaría un respiro, y la ausencia de Batman dejaría a la ciudad vulnerable. Bruce respiró hondo, consciente de que su tiempo con Clark, por breve y gratificante que fuera, tenía un precio.  Por eso mismo, en cuanto tuvieran la ubicación de Elliot, tomaría esta noche para patrullar.  Bruce ya sabía que no permitiría que Clark lo siguiera. Debía quedarse en la mansión, no había espacio para discusión. Y si llegaba el momento en que Clark se negara a obedecer, si lo miraba con esa obstinación silenciosa, escrutándolo con aire interrogativo… Bruce tendría que imponer su decisión, sin importar lo que eso costara. Bruce ya había estado leyendo las demás obras de Jordan Elliot ¿Qué tan difícil podía ser sintetizar la luz de un sol rojo y construir una celda para mantenerlo confinado allí? El solo hecho de considerarlo resultaba incómodo, incluso para sus propios estándares. Un pensamiento frío, pero en el fondo necesario. O al menos eso quería creer. La realidad, sin embargo, era otra: no tenía tiempo para experimentar con esa teoría y, mucho menos, podía esperar que Clark atendiera a una súplica. Un simple “Quédate”, jamás funcionaría con él. Bruce aunque se obligara, cree que ni siquiera sería capaz de imposibilitar a Clark.  Clark no le haría caso. Bruce lo sabía. Y mientras tanto, él trataba de hacer las paces con la idea que le causaba verdadero fastidio: entre lo que quería hacer y lo que terminaría haciendo. Tarde o temprano tendría que resignarse a sacarlo de la vieja mansión y aceptarlo a su lado, lo quisiera o no. Y lamentablemente, realmente lo quería cerca. Pero no esta noche. Clark era realmente… diferente de lo que Bruce esperaba. Había algo en él que hacía fácil sentirse cómodo; no provocaba culpa ni juicios, era comprensivo, atento, sorprendentemente paciente con los silencios de Bruce y capaz de sostener la mirada sin pedir nada a cambio. Con él, Bruce estaba lentamente considerando no proteger cada emoción, ni medir cada palabra. Clark le caía bien. Mucho más de lo que Bruce estaba dispuesto a admitir. El problema era que a veces atrapaba a Clark mirándolo de formas que ya le resultaban demasiado conocidas, no como un periodista curioso, ni siquiera como un aliado, sino como un hombre que lo quería para sí. Las miradas que recibía en actos benéficos y galas, que solían ser miradas de admiración o de interés, eran miradas que no buscaban obligarlo a hacer algo, sino comunicarle con claridad cuánto lo deseaban. Cuando creía que no lo veía, Clark lo miraba como un hombre que deseaba demasiado, con posesión y certeza tranquila de que él era, en parte, suyo. Y Bruce… solo podía quedarse inmóvil, intentando convencer a su razón de que no le importaba, mientras su cuerpo le decía lo contrario. Esa mirada lo desarmaba de golpe, le aceleraba el corazón y lo ponía nervioso de una manera que no sabía cómo manejar. Bruce podía soportar los interrogatorios, la curiosidad, incluso la confianza, pero eso… eso era diferente. Eso lo hacía sentir expuesto, y, contra toda lógica, deseaba que no dejara de mirarlo así. Bruce sabía que no podía permitirse distraerse. No ahora. No cuando la misión con Clark exigía toda su atención. Sin embargo, por más que su mente insistiera en concentrarse, no podía ignorar la manera en que el tono cálido de Clark aún resonaba en sus oídos, ni cómo el recuerdo de su mirada lo mantenía alerta y a la vez inquieto. Bruce se obligó a bajar la vista, a centrarse en los documentos y en la información que Alfred le había recopilado, intentando convencer a su cuerpo y a su mente de que lo importante era la misión, no el temblor que Clark provocaba en él. Pero en lo profundo, sabía que esa chispa no desaparecería con solo decidir ignorarla; cada instante cerca de Clark le recordaba que su autocontrol tenía un límite, y que él… no estaba seguro de no querer cruzarlo. Bruce revisaba el archivo que Alfred le había enviado. Blogs antiguos, entradas polvorientas en foros casi olvidados, libros publicados hacía más de veinte años… nada nuevo hasta ahí ni nada reciente, estaban adentrándose en la madriguera del conejo. Jordan Elliot parecía haberse evaporado en el aire. Alfred había hecho lo que podía: cruzó datos, buscó patrones en los escritos, revisó las pocas referencias geográficas que Jordan dejaba en sus libros, ningúna parecía ser real. Nombres demasiado extraños, que podrían ser ficción o un planeta realmente orbitando en el universo conocido. Bruce comenzó por lo más obvio: revisar los colofones. Cada libro, cada reedición, llevaba impreso el lugar y la imprenta en la que había sido producido. Era un dato estándar, casi rutinario, pero no arrojaba nada de valor. Bruce lo medito un segundo, desde donde estaba parado podía ver la pantalla brillante, veía los libros de Jordan Elliot. La mayoría, por no decir todos, habían sido impresos en Midvale, una pequeña ciudad suburbana ubicada a las afueras de Metrópolis. Allí funcionaban imprentas modestas que trabajaban con tiradas muy limitadas, ediciones reducidas que apenas dejan rastro en los registros oficiales. Todo parecía convencional en las publicaciones, hasta que llegó al primer ejemplar, el primero de todos. Ese pequeño libro de apenas ciento setenta páginas.  El libro estaba enterrado en los archivos de patentes de impresión, parecía un guiño poético más que un dato relevante. Bruce notó algo más en la tipografía del primer libro que le había hecho notar que, ese libro en particular, había sido reimpreso. Comparado con los siguientes, mostraba un micro-error recurrente en la alineación de los guiones largos, un fallo que solo se repetía en esa imprenta y que los impresores de Midvale jamás habían replicado. Aquella obra había salido de una pequeña imprenta familiar que había cerrado hace casi dieciocho años. Bruce empezó a revisar los registros mercantiles antiguos y descubrió que la imprenta había tenido un patrón de financiamiento curioso: cada proyecto estaba patrocinado por asociaciones pequeñas, era parte de una cooperativa que arrojaba nombres de comercios modestos sin ningún tipo de dirección física, el lugar estaba tan mal documentado en internet que Bruce tuvo que pellizcar su rostro para no cerrar los ojos del cansancio, conseguir una dirección tendría que ser más sencillo que esto.  Dentro de la cooperativa, sin embargo, encontró un detalle llamativo: todos sus integrantes figuraban como patrocinadores de un equipo juvenil de fútbol americano. Había una pequeña introducción de una iniciativa para que jóvenes promesas pudieran abrirse camino hacia Metrópolis, de todas las grandes ciudades era a la que muchos jóvenes de pueblo aspiraban a llegar e impulsar sus carreras. Bruce siguió leyendo hasta dar con una vieja fotografía, en ella un grupo de muchachos en uniforme rojo, se encontraban acomodados en dos hileras con sonrisas amplias, en la banca frente a ellos, ondeando con orgullo, la bandera del equipo: los “Gigantes de Smallville”. De repente, la pieza terminó de encajar. Smallville. El punto geográfico que no dejaba de repetirse. El nombre se repetía en todos los registros, en cada pista que había seguido para ayudar a su visitante perdido. Smallville era el epicentro. De Superman. De Clark Kent Del primer libro de Jordan Elliot. El lugar donde había empezado todo. La revelación lo atravesó como un puñal: no era solo un escritor. No podía ser solo eso. Había algo más. Algo mucho más grande de lo que habían previsto. Bruce lo meditó un segundo y caminó unos cuantos pasos antes de acomodarse el cabello hacia atrás con las manos. Cerró los ojos y apretó los labios. Si estaba haciendo esto bien, no había forma de estar equivocado. Pero una única revelación no era suficiente para aceptar una teoría, necesitaba más.  Y entonces apareció un detalle minúsculo, casi imperceptible: una mención casual en un marcapáginas. Este había quedado registrado al escanear el ejemplar para su versión digital. En él se alcanzaban a leer unas notas sobre un festival local, la descripción de un pueblo pequeño que, entre campos dorados de maíz y caminos tranquilos, invitaba a disfrutar de una tarde mágica dedicada a los libros. Pero el marcapáginas estaba roto y el resto del texto resultaba ilegible. Parecía pequeño, casi trivial. Pero Bruce lo anotó y lo investigó. Cruzó algunas fechas, coincidencias de editores, referencias a correspondencias pasadas. Había sucedido en algún momento y debía de poder dar con la invitación completa. Cada pieza aislada no significaba nada, pero al unirlas todas, el nombre del lugar empezaría a sobresalir. Y el resultado para su consternación siguió arrojando Smallville como el punto focal. Bruce comenzó a repasar los datos con la precisión obsesiva que lo caracterizaba, tenía que atar los cabos sueltos a como diera lugar. Ya no lo hacía por él mismo, ni por demostrar que podía hacerlo; lo hacía porque Clark merecía saberlo. El mejor detective del mundo, ¿no? Bruce repasó la información que el primer libro había arrojado. No cabía duda: el autor había crecido y vivido en Kansas, de todos los lugares. En el hogar de Clark Kent, donde el hombre, a una habitación de distancia, había pasado su infancia, o en su verdadera concepción, en el lugar que debió ser su hogar si Krypton hubiera sido destruido como se suponía. Ahora necesitaba determinar a quién buscar una vez llegara a Smallville. Crear un perfil iba a ser un poco complejo, pero una vez allí con datos suficientes, explorar los registros censales locales sería pan comido. La edad del autor, calculada a partir de referencias temporales en sus libros y correspondencia entre las notas de autor, apuntaba con claridad a un rango entre los cuarenta y poco más de cincuenta años. Si antes tenía dudas de lo que Clark decía, su vida siendo documentada, le debía una disculpa.  Bruce volvió a abrir el archivo titulado “01_Superman_Kal-El”. Al ajustar el período de búsqueda a un rango de 1960 a 1980, el informe presentó un cambio significativo: una estrella fugaz registrada el 18 de junio de 1971. No era un evento cualquiera: los registros indicaban un objeto de gran magnitud, un cometa brillante que cruzó los cielos de Kansas y desapareció repentinamente. Para Bruce, los datos sugerían otra cosa. Las descripciones de la trayectoria y del estallido posterior eran demasiado contundentes, no correspondían a un fenómeno natural, sino a una nave que había ingresado en la atmósfera terrestre y se había destruido con el impacto.  En su primer análisis había calculado con un margen de error de treinta años, basado en la edad de Clark. Fue un error, su primer error.  Ahora sabía que nada se había recuperado del lugar del impacto y que, en su momento, el gobierno había desestimado el incidente. Bruce asimiló la información y se debatió entre llamar a Clark de inmediato o terminar primero todo el informe antes de mostrárselo. De cualquier manera, sabía que Clark no se lo iba a tomar bien. Se quedó un momento en silencio, observando la pantalla, repasando cada detalle: la fecha exacta, la trayectoria, la magnitud del impacto. Todo encajaba demasiado bien para ser coincidencia. Cada fragmento de información lo llevaba a una sola conclusión: un kriptoniano había caído en Smallville en 1971. Nunca se había convertido en Superman. Nunca había tenido la oportunidad de serlo, por razones que Bruce aún desconocía. Y, sin embargo, era un escritor. ¿Era esa su manera de mostrarse al mundo? Bruce encontró curioso que la forma tan amena y accesible de las novelas que había estado leyendo pudiera reflejarse también en los artículos que Clark escribía en su propio universo. ¿Cómo no se había percatado Clark, entre tanta consternación, del estilo y del patrón de escritura? Pero a Bruce nada le aseguraba que ese kriptoniano fuera Clark. Que se tratara del Kal-El. Respiró hondo, conteniendo el impulso de irrumpir en la habitación de Clark con la verdad. Sabía que, si la revelaba ahora, todo el mundo cuidadosamente reconstruido se derrumbaría. Clark, perdido y vulnerable en este universo, no estaba listo para escuchar que su existencia “alternativa” había sido mucho más estéril; que alguien había vivido su vida, y que él, tal como lo conocía, era una anomalía multiversal.  En lugar de eso, decidió continuar su investigación. Cada documento, cada registro, cada referencia al misterioso autor de Smallville era una pista que debía seguir antes de enfrentar a Clark con la verdad. Por ahora, el tiempo jugaba a su favor. Por ahora, podía prepararlo. Bruce repasaba los datos una vez más, obsesivo, casi frenético. Cada libro, cada referencia, cada nota parecía exigirle atención. Sus ojos empezaban a arder, la fatiga pesaba en sus párpados, y el agotamiento amenazaba con nublar su juicio. Y entonces lo vio. Apenas un destello de intuición, casi perdido entre las cifras y las fechas. Sus ojos, ardiendo por el cansancio, se fijaron en el nombre que había leído tantas veces: Jordan Elliot. Lo repitió en voz baja, arrastrando las sílabas, fragmentando el nombre hasta el límite: Jor… dan… El… liot… Su corazón se detuvo un instante. La conexión era demasiado clara para ignorarla. El nombre civil del autor era un juego de palabras deliberado, un eco del verdadero origen: Jor-El. No era un simple escritor retirado, ni siquiera un Clark alterno: era Jor-El, caminando entre humanos, oculto bajo un pseudónimo cuidadosamente construido, dejando solo migas de su presencia en libros y blogs antiguos. Eso explicaba, en parte, por qué Clark no había percibido la similitud en la escritura. Bruce apretó los puños. La incredulidad se mezclaba con la furia contenida. Ese hombre, ese kriptoniano… había vivido décadas sin que nadie lo notara, mientras él mismo lidiaba con problemas y amenazas que nunca podrían compararse. Y ahora estaba allí, tan cerca, con un legado que podía cambiar todo lo que Bruce creía saber de su propio mundo. Había alguien con la capacidad de ayudarlos, y que sin embargo, se abstuvo. 

***

  Selina lo esperaba en el borde de un edificio en construcción. Las vigas, oxidadas y tensas bajo el peso de grúas y montacargas, se alzaban lo bastante alto como para que nadie reparara en ellos allí arriba. El cielo, oscuro y teñido de rojo, servía de telón a la batiseñal que forzaba su brillo contra las nubes —El comisionado Gordon ha estado preguntando por ti. —Estaba ocupado. —¿Dónde has estado? —Selina entornó los ojos, aguda—. ¿Sabes que hubo mobs que aprovecharon tu ausencia? Dos noches seguidas sin tu sombra en Gotham… Bruce dudó. La verdad era un riesgo; la omisión, un callejón sin salida. Cualquiera de las dos lo iba a condenar frente a Selina. —Un metahumano… —murmuró al fin. Selina lo interrumpió con una carcajada incrédula, elevando una ceja. —¿Un meta? —repitió, con sorna—. En serio, ¿vas a decirme que por eso no estabas aquí? ¿Me vas a decir que lo escondiste? —dio un paso hacia él, desafiante—. Estás completamente demente. Claro que sí… —No iba a permitir que ocurriera lo mismo que con Waylon. Selina se quedó rígida, su escepticismo tambaleándose. El nombre de Waylon… eso significaba que Bruce hablaba en serio. Por un instante, su incredulidad dio paso a la alarma. —Lo entiendo pero, ¿qué crees que hará ella cuando se entere, Bats? —su voz estaba cargada de preocupación, casi un susurro que se perdía entre el viento—. Es… demasiado peligroso. —Necesitaba mi ayuda. Selina lo miró un segundo, con la mirada entre divertida e incrédula. —Dime que me estás tomando el pelo. —No —Bruce mantuvo la mirada firme, aunque sus ojos reflejaban la preocupación que trataba de ocultar—. No hay broma. Selina parpadeó, incrédula, retrocediendo un paso. —¿Estás… volviéndote loco, Bruce? —su voz subió un tono, mezcla de alarma y exasperación—. ¿Alguien te golpeó en la cabeza mientras yo no miraba? —No. Nadie. —su tono era grave, medido, casi cansado—. Solo… es diferente esta vez. —¿Diferente? —Selina frunció el ceño, como si intentara descifrarlo—. ¿Sabes lo que significa esto? Waller lo neutralizaría en un instante si se entera. No hay margen de error, Bruce. Ninguno. —Lo sé —la voz de Bruce se hizo más baja, tensa—. Por eso no podía dejarlo solo. Nadie más debía notarlo. —¡Esto es una locura! —Selina se acercó, intensa, sujetándolo de los hombros—. Te estás jugando la vida, y la de alguien más, escondiéndolo. ¿No lo entiendes? Esto no es un juego, Bruce. Waller no perdona. Bruce cerró los ojos un instante, conteniendo la frustración, la culpa y la preocupación que le quemaban por dentro. —Lo sé. Por eso estoy aquí… contigo. Nadie más.  —¿Alfred también lo sabe? —Selina preguntó, su tono mezclando curiosidad y alarma. Bruce desvió la mirada hacia el paisaje urbano, la tensión en su mandíbula palpable. —Él también lo sabe. Selina lo miró, buscando en sus ojos una señal de mentira, pero solo encontró determinación y preocupación. —Entonces estás metido hasta el cuello en esto, ¿eh? —su voz bajó, más dura ahora—. Y no me lo habías dicho… ¿por qué no? —Porque no había tiempo —respondió Bruce, con un tono frío, medido—. Cada segundo contaba. Selina retrocedió un paso, tomando aire. Su incredulidad daba paso a una preocupación genuina. —¿Y qué hay del metahumano? —preguntó, con un hilo de voz—. ¿… sabe lo que se está jugando? —Algo así. Selina frunció el ceño, cruzando los brazos. La respuesta no era suficiente; su mirada exigía más. —“Algo así” no es suficiente, Batman. Si no sabe exactamente en qué se está metiendo, todo esto puede volverse un desastre. Bruce cerró los ojos un instante, apretando la mandíbula. —Lo sé. Por eso estoy haciendo esto… por él. Selina arqueó una ceja, con una sonrisa que mezclaba incredulidad y picardía. —¿Es un “él”, entonces? —preguntó, con un brillo travieso en los ojos—. ¿Y es guapo? Bruce abrió los ojos de golpe, visiblemente incómodo, sus labios apretándose en una línea. Algo en su expresión le dio a Selina un lugar donde pellizcar. —Selina… no es momento para eso. —¿No lo es? —replicó ella, divertida, acercándose un poco más—. Porque a mí me parece el momento perfecto para averiguar qué tanto te afecta. Bruce entrecerró los ojos, conteniendo un suspiro, mientras Selina sonreía, claramente disfrutando de su reacción. —Esto no es un juego. —No juego, solo observo —dijo Selina, rozándole el brazo con un dedo, dejando que su toque fuera consciente y provocador—. Y veo que te importa más de lo que quieres admitir. Admitirlo no va a matarte, ¿o sí? —Selina… —la voz de Bruce sonó más grave, tensa, contenida—. Tenemos cosas más importantes que esto. —¿Importantes? —dijo ella, bajando la voz y acercando su rostro al suyo—. Como esconder a tu meta secreto de Waller mientras tu corazón late más rápido solo de pensar en él…  Selina sonreía, satisfecha de haberlo tomado desprevenido. —Está bien… —dijo finalmente, con un gruñido—. Dejemos esto para más tarde. Tenemos que seguir con nuestra patrulla. Selina se separó un poco, con la sonrisa de quien sabe que ganó, mientras Bruce giraba hacia el borde del edificio, concentrado, aunque el calor de su mirada aún permanecía fija en ella. No fue demasiado complicado llegar al tejado del DPCG, las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos mientras el viento de Gotham los envolvía. El frío no parecía importarles; la tensión de antes había dado paso a una calma medida, concentrada. —Nada fuera de lo común —dijo Gordon, desde la cornisa, un megáfono colgaba de su mano—. Algunos robos menores y disturbios por borrachos. Nada que necesite que el Murciélago se estrese demasiado está noche. —Ya veo —respondió Batman, con la voz grave y medida. Selina se apoyó en el borde, mirando la ciudad con una mezcla de aburrimiento y diversión. —Noche tranquila… seguro, hasta que alguien decida complicarnos la noche. Bruce ladeó la cabeza, observando cada movimiento desde las sombras. Gordon iba a decir algo más cuando saltaron del tejado, moviéndose de manera fluida sobre los edificios cercanos, con pasos silenciosos y perfectamente coordinados. El comisionado se quedó con las palabras en la boca. —Un día de estos… —murmuró, frustrado, mientras los veía desaparecer entre las sombras.

***

Casi al final de la patrulla, sus pasos los llevaron a un callejón estrecho, iluminado apenas por el reflejo mortecino de una farola parpadeante. Selina se detuvo, el brillo de sus ojos asomando bajo su máscara. —Hasta aquí llego yo —dijo con un tono ligero, aunque la sonrisa insinuaba algo más—. Ya sabes dónde encontrarme… o dónde dejar que yo te encuentre. Bruce inclinó apenas la cabeza, serio, sin añadir nada más. Sus guantes aún conservaban el rastro de la violencia que había descargado minutos antes; había golpeado con más fuerza de la necesaria, como si buscara apagar algo dentro de sí con cada impacto. Selina lo había notado, claro… pero no dijo nada. Se limitó a mirarlo, un instante más largo de lo usual, antes de darse la vuelta. —Cuídate, Bats —Selina giró sobre sus talones, deslizándose entre las sombras con la misma naturalidad con la que había llegado. Bruce permaneció en silencio unos segundos, observando la oscuridad donde ella había desaparecido. Luego, sin dudar, levantó el brazo y disparó su gancho. El cable se tensó con un chasquido y en un movimiento preciso desapareció por la ruta contraria, rumbo a la vieja estación. La noche volvía a ser solo suya… pero su mente ya estaba ocupada por Clark Kent. En el interior de la cueva se acercó al tablero principal, casi sin ceremonias dejó caer su uniforme, tenía que volver a la mansión. Pero había ciertas cosas que aún debía atender.  Sus pasos resonaban arrastrados mientras se dirigía al ascensor. Seguía siendo Bruce Wayne, y todavía tenía juntas que atender, contratos que firmar, proyectos que evaluar. Había donaciones pendientes para revisar, cartas de inversionistas sin contestar, presupuestos de la fundación que necesitaban aprobación, la renovación del ala tecnológica del nuevo laboratorio, incluso la planificación de los próximos entrenamientos del equipo de rescate. Todo eso  había sido desplazado durante días, posponiéndolo mientras su mente se distraía con la imagen de Clark, con la preocupación de entenderlo y protegerlo, mientras el mundo seguía girando sin esperar por él.  Apenas había amanecido cuando caminaba por los pasillos pulidos; la gabardina abrazaba su cuerpo, y su cabello liso, impecable y brillante enmarca un rostro cuidadosamente maquillado, lo justo para disimular las ojeras.  Clark dormía hasta pasado el mediodía, sin nada mejor que hacer que esperar, así que aún tenía buena parte de la mañana hasta que notara su ausencia.  Bruce caminaba por los pasillos acristalados de la Torre Wayne, rumbo a su oficina. La ciudad despertaba a sus pies, el sol de la mañana reflejándose en los ventanales y tiñendo de dorado los espacios impecables. Cada paso sobre el suelo pulido resonaba con un eco contenido, mientras revisaba mentalmente la lista de asuntos pendientes. En un punto, se cruzó con Alfred, quien lo esperaba con la habitual compostura impecable y esa serenidad que parecía apaciguar cualquier tensión. —Veo que por fin has vuelto —dijo Alfred con cordialidad, esbozando una leve sonrisa. —También es agradable verte, Alfred —respondió Bruce, devolviendo la cortesía con un gesto sutil, aunque su mente todavía estaba ocupada con otras preocupaciones. Alfred inclinó ligeramente la cabeza y agregó con cuidado: —Tiene visita esperándolo en su oficina, señor. Bruce frunció apenas el ceño. No recordaba haber programado nada para este día. —¿Visita? —preguntó, con curiosidad contenida. —Sí, señor. Se adelantó para no interferir con sus obligaciones —explicó Alfred con discreción—. Nada que requiera preparación especial, solo… una reunión inesperada. Bruce empujó la puerta de su oficina y se detuvo en seco. La luz de la mañana atravesaba los ventanales, bañando la sala en tonos dorados, y allí estaba Clark, de pie al borde del cristal, con la luz reflejándose en su cabello, su postura tranquila, casi irreal. Vestía una camiseta blanca, una franela azul encima, jeans gastados y botas de campo, sencillo, pero cada detalle parecía diseñado para detener el corazón de Bruce. Por un instante, Bruce sintió que el mundo se había congelado. Cerró la puerta tras de sí y pasó el cerrojo. La oficina estaba insonorizada; podía estallar sin que nada ni nadie interfiriera. —¿Qué demonios haces aquí? —su voz cortó el silencio como un disparo, mientras avanzaba, cada paso de sus oxford iban resonando sobre el piso pulido—. ¿Cómo llegaste hasta aquí? ¡Abandonar la mansión es un riesgo enorme! Clark lo miró, con un leve dejo de arrepentimiento, pero no protestó, permaneciendo quieto, casi como si comprendiera que cualquier palabra era inútil ante la intensidad de Bruce. —¿Volaste hasta aquí? —gruñó Bruce—. Tu patrón de vuelo podría haber sido rastreado por Waller en segundos. No hay manera de confundir el tráfico aéreo con un vuelo hipersónico. Clark caminó lentamente hacia él, sin parpadear, absorbiendo cada grito, cada chispa de ira en la mirada de Bruce. Por un instante, su calma dejó al vigilante sin palabras. Bruce respiró hondo, conteniendo la rabia y la preocupación que amenazaban con estallar. Cada fibra de cuerpo, con años de entrenamiento, cada reflejo, se tensaba: la seguridad de Clark estaba en juego, sí, pero también la de todos los empleados en la Torre Wayne. —¿Me vas a explicar, o vamos a quedarnos aquí contemplando el paisaje? —dijo finalmente, con voz baja pero firme, acercándose paso a paso para cerrar la distancia. Sus ojos recorrieron cada detalle de Clark, analizando, evaluando, sin apartarse de él ni un instante, mientras el sol de la mañana los envolvía en un halo inquietantemente hermoso. —No volé hasta aquí —respondió Clark con seriedad—. No soy tan ingenuo. Utilicé la estación de trenes. Vi la cueva bajo la mansión y que estaba conectada con la torre. También vi el derrumbe, desbloqueé el paso y seguí las vías del tren.  Bruce exhaló con fuerza, aliviado de que nadie estuviera en peligro. Se acercó a su escritorio de roble oscuro y se apoyó en el borde, aún preocupado, mientras clavaba su mirada en el suelo.  —Te fuiste sin avisar… ¿qué esperabas que hiciera? —dijo, con un hilo de voz más suave, dejando entrever su frustración y alivio a la vez— ¿Esperar de brazos cruzados? Conozco cómo suena tu corazón. Encontrarte no iba a ser un problema. Clark lo siguió, acercándose un paso más, su cuerpo tenso, como si cada movimiento necesitara deliberación. Parecía que iba a disculparse, pero en lugar de eso se inclinó hacia Bruce, su aliento rozando el cuello del otro hombre. Bruce sintió un escalofrío recorrer su espalda; la mano de Clark se posó en su rostro, firme, obligándolo a levantar la mirada. Su corazón latía con fuerza, rápido, casi dolorosamente.  Bruce levantó la mirada. Clark no buscaba sus ojos, sino que su mirada intensa y concentrada se encontraba en sus labios. El aire entre ellos se volvió denso, casi tangible, y Bruce sintió una mezcla de temor y deseo que le erizaba la piel. Quiso retroceder, resistirse, pero algo en él ansiaba con fuerza lo que parecía inevitable, y esa tensión lo quemaba por dentro. Bruce asintió, casi sin darse cuenta, rendido a la corriente que lo arrastraba. Y entonces Clark lo besó, como si el mundo fuera a acabarse después. El beso era urgente, necesario, y Bruce respondió con la misma intensidad: sus labios perseguían los de Clark, cada contacto menos suave que el anterior, como si a cada roce estuviera poniendo el mundo al revés. Clark se aferraba a ese sentir; su brazo rodeó la cintura de Bruce y lo acomodó sobre su regazo, sus cuerpos encajando con una precisión casi desesperada. Lo besaba porque su corazón se negaba a esperar, porque necesitaba sentirlo así, sin compasión, sin límite. Y Bruce, rendido, se entregó al fuego que los consumía a ambos, perdiéndose en cada beso, en cada suspiro compartido, en la sensación de que nada más importaba. Bruce sintió el leve tirón en su nuca, dónde Clark había enterrado sus dedos, arrancando un gimoteo de su garganta, su cabello se caía en cascadas por su rostro sonrojado. Sus labios se encontraron de nuevo, más urgentes, y Bruce se permitió inclinarse hacia adelante, dejando que la presión de Clark lo envolviera. Bruce levantó una de sus manos y aflojó el cuello de su corbata, un gesto deliberado. Clark interpretó la señal y no dudó: atacó su cuello con besos, lamidas y mordiscos suaves, provocando escalofríos que recorrían por todo el cuerpo de Bruce. Cada contacto lo hacía temblar, y un gemido se escapó de sus labios sin que pudiera detenerlo. La sensación de Clark sobre su piel lo consumía, mezclando nervios y deseo, y él se entregó un poco más, cediendo a la presión de esos gestos urgentes y precisos. Sin romper el contacto, Clark lo alzó con facilidad, como si Bruce no pesara nada, y lo acomodó suavemente en uno de los sofás de cuero. El corazón de Bruce latía con fuerza mientras el calor del cuerpo de Clark se mantenía cercano, y la proximidad, la presión y el roce de sus labios lo hacían sentirse vulnerable, expuesto… pero deseando cada segundo. Clark se inclinó sobre él, sus labios apenas rozando la piel mientras sus manos lo mantenían cerca. Con un hilo de voz grave y tembloroso, empezó a susurrarle a Bruce. —...Eres tan hermoso —murmuró Clark, su aliento cálido sobre su cuello—. No puedo… no puedo dejar de mirarte… de tocarte. Bruce gimió entre los besos, su cuerpo arqueándose ligeramente, mientras Clark deslizaba sus manos hasta sus caderas, firme pero con cuidado. Sin apartar sus labios de su piel, continuó susurrándole al oído, su voz grave y cálida recorriendo cada fibra de Bruce. —¿Sabes lo hermoso que eres, Bruce? —murmuró Clark, dejando que su aliento rozara el lóbulo de su oreja—. Tan perfecto… mi… mi… —¿Tu qué, farmboy? —interrumpió Bruce, con una media sonrisa y un hilo de desafío en la voz, aunque el rubor intenso en sus mejillas delataba lo afectado que estaba.  Bruce acarició el cabello revuelto de Clark. Los rizos oscuros y densos que tanto había querido tocar.  Clark se tensó un instante, sorprendido. La intensidad de Bruce lo atravesaba como un golpe, y por un segundo, la seguridad habitual se le escapó. Respiró hondo, tragó duro, porque decirlo lo llenaba de miedo, de miedo a ser rechazado, a romper ese hilo invisible que los unía. Mi alma gemela. —Mi… salvador —susurró finalmente, con la voz temblorosa pero cargada de verdad, mientras sus labios se encontraban de nuevo con los de Bruce. Bruce se dejó llevar, el corazón latiéndole con fuerza.
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