Siglo III
11 de septiembre de 2025, 16:14
"Rain, he wanted it comfortable
I wanted that pain
He wanted a bride
I was making my own name
Chasing that fame
He stayed the same
All of me changed like midnight"
Siglo III
El sol romano caía implacable sobre la colina donde los niños jugaban a ser soldados. A pesar de la hora temprana, el aire estaba cargado de calor y la bruma matinal lentamente se disipaba, dejando al descubierto el cielo azul. A lo lejos, se escuchaba el balido de las ovejas y el viento traía consigo una mezcla de aromas: tierra húmeda, heno recién cortado y el humo distante de las hogueras de los pueblos cercanos.
En medio de la explanada, Hispania blandía su espada con una energía desbordante. El sudor le perlaba la frente, pegándole sus mechones de cabello castaño a la piel bronceada, pero sus ojos verdes ardían con una pasión feroz, siguiendo cada movimiento de su rival. Frente a él, Galia se movía con gracia ligera, parecía que estaba bailando y no luchando, cada giro de su muñeca era preciso, elegante, casi burlón. El choque de las espadas resonaba con fuerza, levantando ecos demasiado grandes para ser obra de simples niños mortales.
Hispania gruñía con cada embate, la mandíbula tensa, los músculos de los brazos marcados por el esfuerzo bajo la túnica ligera. Galia, en cambio, sonreía con esa arrogancia natural que hacía hervir la sangre del ibérico; lo recibía todo con movimientos teatrales, un giro de muñeca, un desplante de hombro, como si estuviera en una exhibición ante Roma misma.
Nuevamente se lanzo de frente contra Galia, pero este lo recibió con una sonrisa arrogante, apenas con un ademán elegante de su hombro, y su arma desvió el golpe sin esfuerzo. Cada embate de Hispania era detenido con facilidad, cada contraataque respondido con movimientos practicados y guionados.
Un poco más atrás, Tarraconense intentaba seguirles el ritmo. Pero sus pasos eran más torpes, sus brazos se agitaban sin coordinación, y cada embestida acababa con él en el suelo o con un tropiezo. El suelo seco castigaba sus rodillas con cada caída, levantando nubes de polvo que le cubría su túnica de manchas marrones, mezclándose con su sudor y su sangre. Su rostro, sonrojado y cubierto de tierra, se crispaba de frustración.
—¿Eso es todo? —rió Galia, esquivando a ambos ibéricos con un giro que levantó aún más polvo—. No me extraña que Roma siempre me prefiera para las demostraciones.
Las palabras cayeron como sal sobre la herida de Hispania. Apretó los dientes con fuerza hasta sentir dolor, sintiendo como su orgullo ardía ante la arrogancia del otro. Él quería el reconocimiento de Roma, deseaba ser visto más a allá de un simple satélite del gran imperio, quería que Roma viera en él la misma grandeza que en Galia.
Detrás de ellos, Tarraconense tropezó nuevamente, cayéndose de espaldas con un golpe seco. Galia ni siquiera le dirigió la mirada, mientras Hispania, jadeando y con las mejillas encendidas por el calor, soltó una carcajada breve.
—¡Otra vez en el suelo, Tarraconense! ¿Cuántas van hoy? ¿Cinco?
—Seis —añadió Galia, con una sonrisa insolente y con el cabello apenas despeinado—. Y parece que llegarán a siete.
—¡Es tu culpa, Baetica! —protestó Tarraconense, levantándose con el rostro enrojecido, recogiendo su espada con torpeza.—. Tu me empujaste.
—Siempre me culpas de tu torpeza —replicó Hispania, con un gesto con la mano, como si apartara una mosca molesta.
Frustrado, con los labios apretados en un puchero de rabia infantil, Tarraconense arrojó la espada al suelo y con pasos cortos y enfurruñados, se aparto. Dirigiéndose hacia donde estaba Lusitania, sentada bajo la sombra de un apacible olivo que se alzaba sobre la colina. Ella parecía ajena al bullicio del entrenamiento, con la espalda recta, sus ojos turquesas absortos en el libro que tenia plegado sobre sus rodillas, un manuscrito de ilustraciones sobre criaturas marinas: hipocampos, nereidas, tritones.
Al verlo acercarse cubierto de polvo, ella alzó la mirada y le regaló una sonrisa tranquila, tan distinta, que apago la frustración de Tarraconense. Luego le hizo un gesto suave en el suelo a su lado, invitándolo a sentarse con ella. Tarraconense obedeció de inmediato, y ella le tendió el libro con delicadeza. Sus dedos rozaron apenas los de él; fue un contacto breve, insignificante, accidental, pero suficiente para desarmarla la amargura del muchacho por sus derrotas. El aroma de su cabello —fresco, salino, como si trajera consigo la brisa de la costa atlántica— lo envolvió y las risas estridentes de Hispania y Galia quedaron lejanas, amortiguadas su presencia serena.
Mientras tanto, Hispania, entre golpe y golpe, alcanzo a ver aquella escena desde el rabillo del ojo. El sol arrancaba destellos en el cabello oscuro de Lusitania, que se agitaba suavemente con el viento y su risa breve se colaba como un murmullo por encima del fragor de las espadas. Esa distracción fue suficiente: Galia aprovechó la apertura y, con un giro veloz, le golpeo con la espada contra la costilla. El impacto seco lo derribó de rodillas sobre la tierra reseca, levantando una nube de polvo que se pegó a su piel sudada, arrancándole un gruñido de frustración, mientras Galia, erguido y apenas transpirando, sonreía con arrogancia.
—Nunca aprendes —canturreó, inclinándose con exageración teatral para darle un golpecito burlón en el hombro con la espada—. Siempre distraído.
Hispania apretó los puños respirando con fuerza. Sus ojos verdes húmedos por el esfuerzo, estaban encendidos tanto por la rabia como por un calor que no era solo por el sol abrasador. El orgullo le palpitaba en las sienes mientras Galia se pavoneaba victorioso, disfrutando de su invicto.
Un poco más atrás, Tarraconense se acomodaba junto a Lusitania, su cabeza apoyada en su hombro, como si el mundo se redujera solo a esa sombra tranquila. Lusitania no lo apartó; al contrario, inclinó apenas la cabeza, dejando que un mechón rebelde rozara la frente de Tarraconense, y dejó escapar una risa suave, casi un soplo, que apenas se oía entre el murmullo de la colina.
Roma, que los vigilaba desde lejos con los brazos cruzados sobre el pecho, no intervino. Sus ojos oscuros, recorrían la escena con calma, como un general. Para él, estas riñas eran parte del entrenamientos, lecciones necesarias para templar el orgullo y la obediencia.
Mientras Hispania se levantaba, el polvo aún pegado a sus rodillas, Lusitania volvió a reír, como si su voz no temiera ni al sudor ni a la furia de los varones en combate.
—Vaya par de engreídos —susurró más para sí misma que para cualquiera, sus ojos turquesas brillando con diversión—. Siempre tan seguros, siempre tan predecibles.
Tarraconense rodó los ojos, exhalando un suspiro cargado de cansancio y desdén. No valía la pena entrar en aquel juego; Galia y Hispania siempre estaban buscando ser el centro de atención, aunque se desgarraran en el intento. Lusitania se inclinó un poco hacia él, revolviéndole su cabello rubio oscuro con gesto juguetón y una sonrisa torcida.
—No pierdas tu tiempo con ellos. Les gusta hacer mucho ruido.
Luego cerró su libro con un gesto elegante, ignorando deliberadamente a los otros dos.
—Son insoportables —dijo Tarraconense, esbozando una sonrisa leve que, para su sorpresa, arrancó un rubor fugaz en las mejillas de Lusitania.
—Sí —respondió ella, en un tono juguetón—. Siempre con la necesidad de ser el centro de todo.
—¿Eh? —exclamó Hispania, indignado, girándose hacia ellos con el pecho aún agitado por el duelo. Dio un paso brusco en su dirección, la espada todavía en su mano—. ¿Qué dijiste?
—Nada que te importe —contestó Lusitania con total calma, sacándole la lengua como si fuera la cosa más natural del mundo.
Galia frunció el ceño, desconcertado. Odiaba cuando la gente tenía la osadía de ignorarlo, mucho más cuando lo hacían con tanta tranquilidad.
—¡Oye! No puedes hablarme así —replicó, intentando recomponer la compostura mientras Tarraconense sonreía satisfecho.
Lusitania ladeó la cabeza, sus labios curvándose con inocencia fingida, como si realmente no entendiera qué ofensa había cometido.
—¿Y por qué no? —preguntó, con voz dulce pero cargada de desafío—. Tal vez alguien necesita recordarte que el mundo no gira a tu alrededor.
Hispania, con el sudor corriéndole por la frente y el orgullo herido latiéndole en el pecho, la observó sorprendido. Había algo en esa seguridad tranquila que lo desarmaba más que cualquier golpe de Galia.
Galia abrió la boca para replicar, pero no tuvo tiempo. Una voz grave y poderosa desgarró el aire, imponiéndose sobre su discusión.
—¡Suficiente!
Roma emergió desde el borde del campo de entrenamiento. La sola firmeza de sus pasos bastó para que incluso Galia y Hispania se detuvieran en seco. Su mirada severa, tan densa como el bronce de sus estatuas, se clavó en ellos con un peso que ningún niño podía resistir. En ese instante, la colina quedó en silencio. Hasta el zumbido constante de las cigarras pareció ceder ante su autoridad, como si la naturaleza misma reconociera a su amo.
Avanzó con paso firme, el crujido del cuero de sus sandalias resonando en el terreno seco, acompañando el compás solemne de su marcha. La túnica blanca, sencilla pero impecable, se ceñía a un torso forjado en años de guerra, testimonio de campañas pasadas. Una faja púrpura rodeaba su cintura, un recordatorio visible de que aquel hombre no representaba solo un guerrero, sino también el poder de todo un Imperio. Un imperio de carne y hueso.
Hispania, todavía con el polvo pegado a las rodillas, bajó la cabeza en un gesto que oscilaba entre respeto y la rabia contenida. Sus puños, endurecidos por el ejercicio con la rudis (1), se cerraban con la terquedad de quien no acepta la derrota. Su pecho subía y bajaba con fuerza y los ojos verdes, brillaban con furia infantil. Sentía la mirada de Roma clavada como un yugo sobre sus hombros: exigente, implacable, como si aquella autoridad invisible lo empujara a ser más fuerte y a no fallar nunca. No podía evitarlo: por más que quisiera resistirse, aquel hombre representaba todo lo que algún día deseaba ser.
Galia, en cambio, reaccionó con rapidez, como si hubiera ensayado ese gesto mil veces antes. Su sonrisa insolente se apagó y, con un leve movimiento de cabeza, inclinó el rostro en señal de respeto, perfecta en su compostura, como si de pronto estuviera siendo juzgado ante un tribunal. Ante Roma, incluso su orgullo encontraba límites.
Tarraconense, refugiado bajo el olivo, se encogió instintivamente, ocultando la cara contra el hombro de Lusitania. El ruido de los gladiadores y la voz de trueno de Roma siempre lo hacían más pequeño, como si el peso del Imperio pudiera aplastarlo en cualquier momento.
Pero Lusitania, en contraste, permanecía inmóvil. Sus ojos turquesa se alzaron con calma hacia la figura colosal. No había temor en su mirada, ni siquiera sumisión: solo esa quietud suya que parecía nacer de otro lugar, serena como el mar en un día sin tormenta. Había en ella una quietud que contrastaba con el bullicio de los demás; no le temía, ni se esforzaba por llamar la atención de él.
Roma recorrió con los ojos a cada uno de ellos, y al detenerse en Tarraconense su ceño se endureció.
—Tarraconense —dijo con voz grave, tan cortante como el mármol—, deja de esconderte detrás de otros. Necesitas aprender a luchar y a mantener la cabeza erguida.
El muchacho titubeó, mordiéndose el labio con fuerza, el calor subiéndole al rostro. Una punzada de vergüenza lo atravesó.
Lusitania, que lo sostenía aún contra su hombro, levantó la mirada con deliberada lentitud. Había en su gesto un instinto protector que desentonaba con la edad, como si fuera demasiado antigua para ser niña. Sus ojos, fríos y serenos, se fijaron en Roma, siguiendo cada tensión de su mandíbula, cada arruga de su frente, evaluando con precisión quirúrgica la paciencia del coloso. Fue un desafío silencioso: no le tenía miedo.
Roma suspiró. El gesto fue breve, pero pesado, casi derrotado. Nunca sabía cómo tratar con ella. La verdad era que no sabía cómo tratar con ninguno de ellos. La guerra, sí; los senadores, también; incluso los esclavos y los generales tenían para él un lenguaje claro, jerárquico. Pero esos cuatro… esos niños eran otra clase de batalla. Y Lusitania en particular parecía odiarlo con la calma helada de alguien que lo había condenado hacía tiempo.
Él se repetía que era duro por su bien, que su severidad era forja, disciplina, temple. Y aun así, en momentos como ese, la sensación de que estaban tan lejos de comprenderlo le carcomía como una termita invisible.
Hispania, ajeno a esa lucha silenciosa, no podía apartar los ojos de Lusitania. Cada gesto suyo —su calma desafiante, su instinto protector hacia Tarraconense— lo desarmaba más que cualquier golpe que pudiera recibir de Galia. No entendía por qué, pero la furia en sus venas se templaba cada vez que la miraba.
Roma alzó la voz, rompiendo de nuevo el silencio.
—Muy bien —tronó, con la solemnidad de un magistrado dicta una sentencia—. Basta de juegos. Es hora de aprender algo que sostiene al Imperio más que sus legiones.
Los muchachos se miraron entre sí como condenados a muerte, completamente resignados. Hispania rodó los ojos, todavía con polvo pegado a las cejas; Tarraconense bajó la cabeza en silencio, aceptando su destino como quien acepta la lluvia; y Galia, que minutos antes parecía un general en miniatura, ahora no pudo evitar mascullar un insulto entre dientes.
—Otra vez no…
Roma alzó un dedo hacia el cielo, solemne, con la misma seriedad que un augur (2) interpretando los designios de los dioses. Su voz retumbó con pasión desmedida, más propia de un senador en el Foro que de un tutor frente a cuatro niños despeinados:
—¡Los acueductos!
El gesto dramático arrancó de Tarraconense un resoplido nervioso que se le escapó como un silbido; enseguida se atragantó con su propia risa cuando Roma lo fulminó con una mirada que pesaba como plomo. Lusitania, en cambio, arqueó apenas una ceja, como si en silencio digiera "otra vez lo mismo".
Hispania, teatral, se dejó caer de rodillas en el polvo como si hubiera recibido una sentencia divina.
—¡Pero nosotros entrenamos para la guerra, no para excavar canales de agua! —replicó, indignado, llevándose una mano al pecho como un actor trágico.
Roma ni siquiera parpadeó, fingiendo ignorar el fastidio general. Caminaba de un lado a otro con entusiasmo infantil que contrarrestaba con su porte.
—La estrategia no es solo fuerza ni espada, Hispania. Incluso los ejércitos más poderosos necesitan agua y caminos. Y vosotros —señaló con el dedo, primero a Galia, luego a Tarraconense— no pongáis esa cara. El ingenio puede ser más letal que cualquier arma.
—¿Pero por qué siempre los acueductos? —protestó Hispania, con voz dolida, como si le hubieran condenado a cadena perpetua.
Roma se giró hacia él con fervor.
—¡Porque los acueductos son eternos! —bramó, abriendo los brazos hacia el horizonte como si pudiera señalar con ellos todos los arcos del imperio—. Un ejército muere, un general cae, pero el agua… ¡el agua siempre llega donde debe llegar!
El discurso era tan solemne que las cigarras callaron un instante, como si hasta los insectos se rindieran a la retórica romana.
Galia, sin embargo, no pudo contener un gesto de aburrimiento. Aun así, bajó la cabeza con respeto: por dentro quería reírse, por fuera sabía que Roma era la encarnación misma de la autoridad, en especial cuando se trataba de sus venerados acueductos. Tarraconense lo imitó, mordiéndose la lengua para no reír.
Solo Lusitania permanecía inmóvil, los ojos turquesas fijos en Roma, con esa calma serena que rozaba la insolencia. No se reía, no interrumpía, pero tampoco lo veneraba como los demás. Ese silencio irritaba a Roma más que cualquier burla: ella lo desarmaba con su aparente indiferencia.
—Hoy no solo veréis piedras. Hoy entenderéis que un acueducto es disciplina, es orden, es el reflejo de Roma en cada arco perfecto. Y aprenderéis, quieran o no, porque Roma no construye para un día, sino para la eternidad.
Hispania suspiró como si llevara el peso del mundo sobre la espalda. Galia, incapaz de contenerse, dejó escapar con solemnidad artificial.
—Al menos el agua no se queja como ustedes.
Roma se detuvo, satisfecho con la observación de Galia, asintiendo con solemnidad, como si acabara de oír una máxima digna del Senado. La pasión del coloso por los acueductos era tan intensa que podía eclipsar incluso sus conquistas militares: había tomado ciudades, vencido ejércitos, sometido reinos enteros… y aun así, un arco de piedra bien colocado lo emocionaba más que cualquier victoria.
—Por fin un discípulo digno.
Galia sonrió apenas, satisfecho con la aprobación, Tarraconense soltó un bufido bajito, mientras Lusitania alzaba los ojos al cielo, harta de aquel teatro.
Roma giró sobre sus talones, levantando una mano con gesto ceremonial que habría hecho sonrojar a cualquier senador:
—Vamos. Los acueductos os esperan. Y recordad: cada piedra colocada, cada arco que desafía el tiempo, es un monumento a lo que somos. El conocimiento —dijo, inflando el pecho como si estuviera recitando los Anales (3)— es tan afilado como cualquier espada.
Hispania hundió la frente en las manos con un quejido dramático, mientras Lusitania se levantaba lentamente, sacudiéndose el polvo de su túnica.
Los niños empezaron a caminar en fila, siguiendo los pasos firmes de Roma. Lusitania caminaba al final del grupo, a paso seguro, mirando desafiante al coloso que los dirigía. Hispania, que se encontraba unos pasos más adelante, volteaba una y otra vez, mirando de reojo cada gesto de ella: el leve arqueo de sus cejas, la curva de los labios conteniendo la risa, sus ojos mirando al cielo como pidiendo paciencia.
Cada pequeño movimiento suyo le generaba una mezcla entre fascinación, irritación... y algo más que todavía no podía descifrar.
—Y si alguno de vosotros no puede explicarme mañana la pendiente exacta de los canales del Quirinal (4)—tronó Roma, con la voz grave y el brillo fanático en los ojos—, juro por Júpiter que lo haré construir uno real, piedra por piedra, con vuestras propias manos.
Lusitania bajó la cabeza, no por sumisión ni por vergüenza, sino para contener una carcajada. Los labios apenas se movían, pero el brillo travieso de sus ojos delataba que estaba lista para explotar en risa ante la obsesión cómica de Roma. Hispania lo notó y se contuvo a duras penas, intentando no estallar de risa con ella.
¿Quién diría que el gran Imperio, temido por todos, se obsesionaba con tuberías y piedras alineadas?
Había conquistado reinos, derrotado ejércitos enteros, y aun así, la perfección de un arco de acueducto lo emocionaba más que cualquier victoria militar.
El grupo avanzaba por un camino polvoriento, bajo un sol de la mañana que caía a plomo sobre sus cabezas, haciendo brillar el sudor en los cabellos y los pliegues de sus túnicas. Roma marchaba al frente, erguido como si cada paso fuera un acto de política y guerra a la vez, señalando colinas y curvas del terreno con un entusiasmo inagotable. Sus brazos describían arcos invisibles, cada uno más perfecto que el anterior, como si de ellos dependiera el destino del mundo.
—¡Aquí! —exclamó, extendiendo sus brazos musculosos hacia el horizonte—. Aquí podrían alzarse los arcos, firmes y eternos, desafiando la gravedad misma. ¿Imagináis la majestuosidad de un nuevo canal elevándose sobre estas tierras?
Hispania arrastraba los pies con dramatismo, lanzando de vez en cuando una mirada de reojo a Lusitania.
—Va a hacernos construir uno —murmuró con resignación, su tono cargado de humor negro.
—No sería la primera vez —susurró Tarraconense, pateando una piedra y viendo cómo rodaba colina abajo.
—Si es por él, nos hará contar cuántas gotas pasan por cada arco —añadió Hispania, lanzando una mirada traviesa a Lusitania, esperando provocarle aunque sea una sonrisa.
Roma, absorto en sus cálculos imaginarios, extendía los brazos hacia el horizonte, como si pudiera abarcar con ellos toda la ciudad y sus canales:
—¡Imaginen el agua descendiendo, domada por arcos de piedra que desafían el tiempo! ¡Cientos! ¡Miles de litros por segundo!
Hispania se inclinó hacia Galia y murmuró:
—Apuesto a que sueña con ellos por las noches.
—¡Y se despierta gritando “¡más presión!” —respondió Galia, conteniendo la risa, mientras Tarraconense rodaba los ojos y soltaba un resoplido seco.
—Con lo que grita, no me sorprendería… Y encima espera que lo adoremos como si fuera un dios… de las tuberías.—añadió Tarraconense, serio y divertido a la vez.
Galia bufó, divertido y un poco incrédulo:
—Lo peor es que se emociona más con piedras que con las batallas. Habiendo conquistado reinos, derrotado ejércitos enteros… y aun así, sus ojos brillan más por un arco de piedra que por una victoria.
—Dos pasiones tiene Roma: sus amantes y sus acueductos —dijo Hispania, con una sonrisa pícara. Y es cierto: ni a sus amantes —y tenía muchos— les dedicaba tanta pasión como al Aqua Appia. (5)
Tarraconense, pateando otra piedra, agregó con un aire resignado:
—No olvides sus caminos. También les dedica más cariño que a nosotros.
—Al menos con los amantes se entretendría un poco… —añadió Galia, divertido—… aunque no me imagino cómo serían sus cenas románticas.
Lusitania, conteniendo la risa, caminaba al final del grupo con paso seguro:
—Apuesto a que si una de sus amantes le preguntara por la presión del agua, él suspiraría como si fuera poesía.
Tarraconense, riendo entre dientes:
—Imagina que uno de sus amantes le pida un acueducto como regalo de cumpleaños…
Galia, divertido:
—Y él levantando arcos y calculando litros por segundo mientras suspira: “Ah, mi querida Julia, mira cómo fluye el agua”…
—No me quiero imaginar si se emocionara igual con sus ejércitos…—añadió Hispania, mientras su imaginación recreaba la sola idea del coloso obsesionado por la guerra y no los acueductos. La imagen de Roma levantando una legión con el mismo fervor como si fueran bloques de piedra le provocaba un escalofrío que lo recorrió de pies a cabeza.
Los cuatro sintieron ese mismo escalofrío, una mezcla de respeto y miedo. Roma, incluso sin volverse, imponía un aura que ni sus bromas, ni su obsesión con los acueductos, podían suavizar. Su figura adelantada, erguida, recortada contra el cielo claro, parecía más un monumento que un hombre; solo pensar en él centrado en la guerra los dejaba helados y fascinados al mismo tiempo.
Mientras tanto, Roma seguía absorto en su propio mundo, exclamando la grandeza eterna de los acueductos, describiendo arcos y pendientes como si fueran armas más poderosas que cualquier espada. Los cuatro niños lo acompañaban detrás, entre risas sofocadas, burlas silenciosas y miradas cómplices.
—¿Saben qué es lo más hermoso? —continuaba Roma, con voz solemne—. La perfección matemática de un arco. Cada piedra colocada en su sitio exacto, sosteniendo al resto como hermanos unidos… ¡esa es la esencia de Roma!
Lusitania suspiró, cruzando los brazos y rodando los ojos con esa mezcla de escepticismo y diversión.
—De verdad, no entiendo… ¿Cómo alguien puede admirarlo tanto? —murmuró, dejando escapar un hilo de sarcasmo apenas contenido.
Los tres se giraron hacia ella al mismo tiempo, entre sorprendidos y ofendidos por su descaro:
—¿Cómo que no lo entiendes? ¡Es Roma!
—¡¿Qué dices, Lusitania?! —exclamó Hispania, con los ojos abiertos e indignado—. Él puede ser un poco… exagerado, pero su fuerza, su inteligencia, su… todo, ¡eso es lo que lo hace increíble!
—Es invencible en batalla —añadió Galia, frunciendo el ceño, como si le resultara inconcebible que alguien cuestionara aquello —. Puede parecer ridículo con sus tuberías, pero ha derrotado a más enemigos de los que podamos imaginar.
—Y su porte… su manera de imponerse —agregó Tarraconense, con los ojos brillantes, como si no pudiera creer que alguien osara cuestionar a Roma de semejante forma—. No hay nadie como él.
Lusitania arqueó una ceja, claramente más interesada en provocarlos que en sostener su argumento. No era ingenua: sabía perfectamente por qué Roma era temido, pero le encantaba observar cómo lo defendían con argumentos casi infantiles, con esa devoción que rozaba la idolatría.
—Sigo sin creerme que muchos le teman. —comentó Lusitania. Se permitió un pequeño gesto de diversión al notar cómo Hispania fruncía el ceño, intentando contener su indignación ante tal descaro.
—¡Es temido en todas partes! —exclamó Galia, con orgullo, levanto ligeramente la voz—. La gente tiembla cuando escucha su nombre y los ejércitos enemigos se repliegan incluso antes de enfrentarlo.
—Exacto —intervino Tarraconense, meneando la cabeza con gravedad—. ¡Incluso cuando nos hace memorizar cada curva del agua, lo hace con tal intensidad que da miedo! A veces parece más un dios que un hombre.
—Oh, sí, seguro —respondió Lusitania, divertida, ladeando la cabeza—. Un dios obsesionado con tuberías y piedras apiladas.
Los tres hablaron al mismo tiempo, indignados, como si les hubieran insultado en lo más sagrado:
—¡No son tuberías! ¡Son acueductos!
Hispania, rojo de frustración, se inclinó un poco hacia ella, rozando sin querer su hombro:
—Puede que ame los acueductos… pero cuando lucha, su poder es incomparable.
Lusitania arqueó una ceja, entretenida por la indignación que había desatado, cruzando los brazos mientras intentaba mantener una sonrisa disimulada:
—Perdí todo el respeto por él el día que declaró la guerra al mar.
Hubo un silencio incrédulo, como si acabara de blasfemar en un templo.
—¿Qué? —preguntó Hispania, casi sin aire.
—Sí —repitió ella, encogiéndose de hombros con fingida seriedad—. Lanzó lanzas al océano, como si pudiera vencer a Neptuno en su propio reino. ¿Cómo podéis admirar eso?
Los tres chicos se miraron entre sí, atónitos, como si necesitaran fuerzas conjuntas para soportar semejante atrevimiento. Galia fue el primero en reaccionar, con un bufido furioso:
—¡Esos son detalles menores! ¡No ves lo imponente que es en general? Su fuerza, su mente estratégica, su liderazgo… ¡eso lo eclipsa todo!
—Sí, incluso con obsesiones ridículas —agregó Tarraconense, levantando el mentón con convicción, aunque enrojecía como si defendiera a un padre frente a una burla—. Lo demás es parte de su grandeza.
Hispania, incapaz de contenerse, soltó demasiado rápido:
—¡No lo entiendes porque eres niña!
—¡Exacto! —secundó Galia con vehemencia, frunciendo el ceño—. Tú no entiendes, eres solo una niña.
El puño de Lusitania voló contra el brazo de Hispania con un golpe seco.
—¡Auch! —protestó él, frotándose la zona con una mueca entre la indignación y el dolor, mientras notaba la mirada burlona de los otros, en especial la de Tarraconense que estaba sofocando una risa. —. ¿De dónde sacaste tanta fuerza?
—Eso es por tu estupidez —respondió ella con calma, sin molestarse en mirarlo.
Hispania abrió la boca para quejarse, pero cuando se giró hacia ella con gesto de reproche, recibió otro intento de golpe, esta vez dirigido a Galia. El galo, más ágil, se apartó con un movimiento brusco, su capa ondeando con el gesto, lo que arrancó un siseo de frustración a la lusa.
—¡Ridícula! —espetó el galo, con tono severo, aunque en sus ojos brillaba el orgullo infantil—. Él puede ser obsesivo, sí, pero sus acueductos son perfectos, y sus caminos… inigualables.
—Inigualables mis narices —replicó ella, alzando el puño de nuevo, cruzando su mirada con la suya, con un brillo rebelde que no aceptaba la autoridad masculina de forma automática.
Galia retrocedió un paso, alzando las manos como quien se protege de un cachorro rabioso.
—¡Ni se te ocurra! —advirtió, aunque la sonrisa contenida lo delataba, como si disfrutara de su desafío, incluso respetando esa osadía que para la época era inusual en una niña.
Ella avanzó un poco más, amagando con golpearle en el hombro. Él giró apenas el torso, esquivándola con gracia, y Lusitania chasqueó la lengua.
—Cobarde.
—Prudente —replicó Galia, erguido como si estuviera en pleno foro romano, buscando en su postura reafirmar un respeto casi militar hacia la “disciplina” que Roma les enseñaba —. Roma nos enseña a calcular antes de arriesgar.
Hispania, todavía sobándose el brazo, bufó indignado:
—¡No uses sus enseñanzas para esquivar un golpe de una niña, imbécil!
Galia arqueó una ceja, y con teatralidad, recitó como si declamara ante un público invisible:
—Es más digno morir ante un león que ante una niña enojada.
Las mejillas de Lusitania ardían, no por vergüenza, sino por la furia contenida que le hacía palpitar la sien con fuerza. Sus ojos brillaban con determinación y desafío, y por un instante todo su cuerpo tembló, listo para la acción. En lugar de levantar otra vez el puño, tomó el pesado libro que llevaba consigo, sintiendo el peso en sus manos como si fuera un arma digna de su indignación, y lo alzó con toda la intención de estamparlo contra el rostro del galo.
—¡Atrévete otra vez a llamarme niña! —lo retó, avanzando con decisión, con la intención de demostrar que no aceptaría ser subestimada por su género.
Galia dio un par de pasos atrás, riéndose bajo, pero la tensión se marcaba en sus hombros; el ceño fruncido y la mandíbula tensa delataban que, a pesar de todo, no estaba completamente relajado.
Lusitania respiró hondo y, con un movimiento rápido y calculado, lanzó el libro hacia él. El golpe alcanzó la cara de Galia con un “¡Eh!” que escapó de sus labios, y lo obligó a retroceder un paso, sorprendido, mientras el borde del libro dejaba una marca leve en su mejilla.
—¡Eso duele! —gruñó, llevándose la mano al rostro, frunciendo los labios entre la sorpresa y la molestia—. ¡Casi me rompes la nariz!
—Te lo mereces —replicó ella, arqueando la ceja con un gesto de triunfo que lo desarmaba tanto como el impacto físico—. ¿Ahora quién es el ridículo?
Detrás de ellos, Roma seguía absorto en su discurso, totalmente ajeno a las pullas y a la tensión que se desarrollaba entre sus discípulos:
—¡Y la simetría! Cada curva del canal debe responder a la siguiente como un latido, ¡una melodía de piedra y agua que desafía los siglos!
Allí, entre espadas de madera, acueductos y risas infantiles, los futuros destinos de aquellos pequeños países comenzaban a entrelazarse.
Notas:
(1) Rudis: es una espada de entrenamiento, normalmente de madera que usaban los gladiadores.
(2) Augur: son sacerdotes de la antigua Roma, que interpretaban la voluntad de los dioses.
(3) Los Aneles del Imperio Romano: Se refiere a una obra del historiador romano Tácito, obra que detalla los reinados de los emperadores Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón, desde el año 14 hasta el 68 d.C. Es un registro cronológico de los eventos históricos del Imperio Romano.
(4) Quirinal: Es una de las colinas históricas de Roma y el palacio que se encuentra en él es muy importante. Es de las zonas verdes más extensas e importantes de Roma, un laberinto de setos y jardines. Albergó los baños privados de Constantino I.
(5) Aqua Appia: El primer acueducto de Roma. Construido por Claudio Ceco, en el 312 a.C, fue el inicio de la ingeniería en los sistemas de abastecimiento de agua.