ID de la obra: 700

Midnight Rain

Het
R
En progreso
0
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Maxi, escritos 30 páginas, 17.237 palabras, 3 capítulos
Descripción:
Publicando en otros sitios web:
Consultar con el autor / traductor
Compartir:
0 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar

Siglo IX

Ajustes de texto
"My town was a wasteland Full of cages, full of fences" Siglo IX. El palacio que Gharb Al-Ándalus había mandado erigir se alzaba imponente sobre la antigua ciudad visigoda, como una declaración de poder grabada en ladrillo rojo. Sus muros contrastaban con los mármoles blancos arrancados de las antiguas villas romanas abandonadas, convertidas ahora en trofeos de conquista. Entre columnas de jaspe y tapices de seda venidos de Damasco, bordados con escenas que narraban conquistas lejanas y que parecían vigilar a todo aquel que entrara, el aire se espesaba con ese incienso de canela de Ceilán, un perfume dulce y penetrante que apenas lograba ocultar el verdadero olor que impregnaba cada rincón: el del sometimiento. Las fuentes de agua corrían en los patios interiores rectangulares que reproducían con precisión la geometría de la tradición omeya, mientras los naranjos —una novedad que Al-Ándalus había traído de oriente— comenzaban a echar raíces en esta tierra que ahora llamaba suya. El fluir constante de las aguas no era un detalle menor: era la misma técnica que había aprendido cuando comprendió que el poder se mide por la capacidad de hacer florecer el desierto. Pero aquí, en esas tierras de lluvias generosas, el agua ya no representaba supervivencia, sino sinfonía. Al-Ándalus avanzaba descalzo sobre esos mosaicos policromados, con pasos suaves, pero firmes, que resonaban con la seguridad de quien conoce cada secreto del territorio que ha doblegado. Su túnica de lino, bordada en hilos de oro, caía sobre él como una segunda piel, meciéndose como el agua al caminar, y su voz, melodiosa y grave, como el árabe que ahora se escuchaba por los pasillos, tenia la misma capacidad de cortar que una cimitarra (1) recién afilada. Todo en él era contradicción: la delicadeza de un poeta y la dureza de un conquistador. Lusitania mantenía la cabeza gacha, aunque no lo suficiente para ocultar el brillo obstinado de sus ojos turquesa. Bajo la obediencia que fingía, ardía un desafío que ni los siglos con Roma habían conseguido apagar. Sus manos tensas se aferraban a los pliegues de su vestido de lino celeste, como si el color mismo fuera un recordatorio del mar que la llamaba lejos de aquel encierro, un recordatorio de quien era realmente. A su lado, Bética —antiguamente conocido como Hispania Baetica—se mantenía erguido y altanero, su porte aún marcado por siglos de ser el orgullo y el granero de Roma, aunque sus ojos verdes, delataban la impotencia de un noble obligado a inclinarse ante un nuevo amo. Entre ambos no hubo palabra ni gesto, pero la cercanía compartida frente al mismo yugo los unía más que cualquier otro pacto. Al-Ándalus se volvió hacia ellos con la sonrisa de un coleccionista que contempla sus piezas más preciadas y sus ojos dorados se clavaron en ellos, estudiándolos con la paciencia de quien sabe que tiene el tiempo de su lado y con él, la certeza de que incluso la rebeldía terminaría doblegándose. La sala parecía inclinarse hacia su voz. —Vuestra tierra ahora es mía —declaró en un latín perfecto, aunque teñido del acento que traía de las arenas del Hiyaz (2)—. Vuestros pueblos me obedecen y recitan mis nombres en sus oraciones y vosotros... pronto también os moldearás a mi voluntad. El eco de sus palabras quedó suspendido en el aire. No hubo respuesta alguna, sin embargo ese silencio no era sumisión, sino más bien la contención de quienes saben que aún no es momento de atacar, como dos fieras enjauladas que miden la distancia hasta la libertad. En esa humillación compartida, de a poco comenzó a tejerse entre Bética y Lusitania, un hilo de entendimiento como si la adversidad los acercara. Al-Ándalus tomó asiento en su trono de ébano y marfil, elevado como un sol en el centro del salón, pulido y ornamentado por la talla de artesanos damascenos que habían cruzado el estrecho con las primeras naves. Los tapices que colgaban a los costados del trono contaban historias en caligrafía cúfica (3): versos del Corán entrelazados con poemas de amor cortesano, una dualidad que el conquistador encarnaba con naturalidad desconcertante. Las viejas piedras romanas, esas que habían sostenido templos a Júpiter y a Marte, ahora servían de cimiento para algo completamente nuevo: una síntesis de mundos que jamás debieron haberse encontrado. —De ahora en más —su voz cortó el aire como seda sobre acero—, tú serás Córdoba, la perla de mi califato, donde los sabios de Bagdad vendrán a aprender y los poetas del Oriente envidiarán tu esplendor. Bética sintió el peso de su nuevo nombre como una corona demasiado pesada. Córdoba: no solo iba a ser una ciudad, ni un mero título, era una carga, una promesa de grandeza impuesta. Inclinó la cabeza con la reverencia que había aprendido de Roma, consciente de que cada movimiento era registrado y observado, sin embargo la tensión en su mandíbula delataba que su sumisión era pura supervivencia y no el respeto, el orgullo y la reverencia sincera que alguna vez tuvo por Roma. Su mirada verde busco la de turquesa de Lusitania, como buscando un hilo invisible de complicidad en medio de la imposición de ese nuevo nombre.  —Y tú —Al-Ándalus se volvió hacia Lusitania, y en su mirada había algo más frío, más calculador—, serás Cora de Mérida, mi fortaleza en la marca fronteriza. Allí donde los reinos cristianos del norte sueñan con reconquistar, tú serás mi muralla. La sentencia resonó distinta. Ya no era una ofrenda de grandeza, sino una orden de combate. No había allí poesía, sino dureza; no había futuro prometedor, sino desgaste. El nombre Cora de Mérida olía a hierro y polvo, a sangre derramada en la frontera y muerte. No era esplendor, era guerra. A Bética le había dado el futuro; a ella, la resistencia. No era casualidad: era jerarquía, minimización, cálculo frío. La frontera requería resistencia, disciplina y, en términos prácticos, una capacidad para administrar saqueos y reparar infraestructuras militares. Que le adjudicaran esa tarea revelaba tanto la confianza del conquistador en su temple como la disposición a usarla hasta el límite. Lusitania entendía la paradoja: ser útil en la guerra le daba poder simbólico, pero también la colocaba en la posición más precaria. Lusitania apenas bajó la barbilla, pero sus ojos turquesas lo penetraron con una intensidad que hizo que Al-Ándalus sonriera. No era sumisión lo que veía en ella, sino desafío contenido, que detrás de su aparente docilidad se escondía la férrea determinación de quien sabía sobrevivir en un mundo dominado por hombres y eso lo divertía más que la obediencia ciega. “Prefiero un desafío medido a una rendición servil”, pensó, y ese pensamiento se reflejó en la leve inclinación de su cabeza.  —No busco que me obedezcáis por miedo —dijo con un extraño matiz de mentor—. Quiero que aprendáis, que comprendáis. Que sepáis que el conocimiento puede ser más poderoso que cualquier espada. Sus palabras eran miel envenenada. Les habló de las casas que construiría, donde los textos de Aristóteles dialogarían con los comentarios de Al-Kindi (4). De las escuelas de medicina donde judíos, cristianos y musulmanes traducirían y descubrirían juntos los secretos del cuerpo humano. De la matemática que había aprendido de los hindúes y que ahora ellos aprenderían de él. Su tono oscilaba entre la autoridad absoluta y la fascinación académica, dejando entrever que, bajo el conquistador, había un hombre que deseaba ser admirado, que anhelaba respeto y cooperación más que generar terror.  Cada frase de su boca era un destello de hacia un nuevo futuro y la tentación recaía allí, seductora: él hablaba de un mañana donde la sabiduría sustituiría a la guerra.  —Olvidaos de todo lo que Roma os enseñó —les dijo, sus manos trazando círculos en el aire como si pudiera borrar siglos con un gesto—. Vuestros hijos no recitarán a Virgilio sino a Al-Mutanabbi (5). No construirán acueductos sino jardines que desafíen al mismo Edén. El contraste era brutal: todo lo que habían aprendido de Roma, sus legiones, sus foros y sus leyes, sustituida por un universo de versos árabes y jardines imposibles. Era más que dominación política; era una reescritura de su memoria, un intento de arrancar sus raíces y plantar nuevas. Pero luego, su voz se suavizó, adoptando el tono de quien ofrece un regalo envuelto en terciopelo: —Sin embargo, seré misericordioso. Seré razonable. Tendréis libertad, sí… dentro de los límites que yo disponga. Como pájaros en una jaula dorada, tan amplia que olviden que es prisión. La metáfora flotó en el aire como veneno endulzado. La falsa misericordia era el recurso más cruel de todos, porque disfrazaba de bondad lo que no era más que dominio. Bética y Lusitania lo entendieron al instante: aquella promesa de libertad no era un obsequio, sino un grillete invisible. Entre sus palabras, un sirviente se deslizo con una bandeja de plata rebosante de frutas: higos morados de Damasco, granadas que sangraban un rojo intenso, y albaricoques dorados como pequeños soles. El aire se impregnó de dulzor, un perfume cargado de promesas y de trampas. Bética clavó sus ojos en ellas con un hambre profunda, casi salvaje. No era el apetito trivial de un hombre frente a un banquete, sino el hambre de un conquistador que se sabe digno de todo lo que toca. Sus pupilas, verdes y cálidas como olivares al sol, brillaban ahora con una avidez que no le pasaba desapercibida a Lusitania. Al-Ándalus en cambio le divertía verlo tan transparente de sus propios impulsos.   "Es típico de él", pensó Lusitania con una mezcla de exasperación y ternura involuntaria. Bética siempre había sido así: impetuoso, generoso hasta la imprudencia, incapaz de disimular sus deseos. Durante los siglos bajo Roma, ella lo había visto arrojarse de cabeza a cada nueva promesa de grandeza, cada reforma, cada general que llegaba con discursos sobre civilización y progreso. Su corazón era como sus tierras: fértil, abundante, siempre dispuesto a dar frutos, pero también vulnerable a las sequías que traían los poderosos cuando decidían retirar su favor. —Todo esto —dijo, señalando las frutas— es símbolo de lo que puede florecer aquí, si entendéis el arte de cultivar tanto la tierra como la mente.—Sus ojos dorados se posaron primero en Bética, luego en Lusitania—. Algunos jardines necesitan más... atención que otros. Sus palabras flotaron en el aire como el humo del incienso que adornaba el palacio, dulces pero intoxicantes. Lusitania sintió cómo cada sílaba era una caricia envenenada, una invitación que era también una advertencia: el precio de la rendición disfrazado de dulzura. Un soborno tangible y una prosperidad tentadora pero también el inicio de la dependencia hacia él. Conocía ese tono; lo había escuchado de Roma y de cada nuevo conquistador que había llegado a sus costas prometiendo un futuro mejor a cambio de sumisión. —El conocimiento —continuó Al-Ándalus, tomando un albaricoque y haciéndolo girar entre sus dedos como si fuera una pequeña luna dorada— es como esta fruta. Dulce para quien sabe apreciarlo, pero requiere... paciencia. Y sobre todo, requiere saber cuándo está maduro para ser cosechado. Bética fue el primero en quebrar la quietud del discurso. Tomó un higo con un gesto impetuoso y lo devoró de un solo bocado, sin saborearlo siquiera. Fue un acto de instinto, la misma imprudencia que lo había definido toda su vida: arrebatar sin medir consecuencias. El jugo dulce le escurrió por la comisura de los labios, y se lo limpió con el dorso de la mano, un gesto que a Al-Ándalus le arrancó una sonrisa de satisfacción. Lusitania, en cambio, permanecía rígida, sin mirar siquiera a las frutas. Los brazos cruzados sobre el pecho eran una armadura pétrea, tan dura como las murallas que había defendido durante siglos. Esa postura no era nueva: Bética la había visto antes, cuando Roma pretendía “civilizarla”, cuando cada general llegaba con órdenes envueltas en desprecio hacia sus costumbres considerándolas como barbarie. Nunca cedió entonces y no iba a hacerlo ahora. Ella no tenía hambre de abundancia: solo sed de libertad, solo sed de que la dejaran en paz. —¿Lo notas? —le susurró Lusitania, inclinándose apenas hacia él, su voz tan baja que se perdía en el murmullo de las fuentes—. A ti te entrega el esplendor, a mí las guerras. Sus palabras tenían el filo de la experiencia. Durante siglos había sido la frontera: primero contra los pueblos del norte, luego contra los piratas del mar, siempre la primera en recibir los golpes pero siempre la última en recibir las recompensas. — Roma te amaba porque eras fértil y dócil. Yo era útil porque era feroz. Ahora él —señaló discretamente hacia Al-Ándalus— ve en ti lo mismo: belleza que puede cultivar, riqueza que puede cosechar. En mí solo ve una guardiana que puede usar. Bética sintió cada palabra como una bofetada bien merecida. Sin embargo, sin apartar la vista de las granadas, replicó con una voz que intentaba ser consoladora pero que sonaba hueca incluso para sus propios oídos: —Te da lo que confía que puedes llevar — su voz tenía la suavidad de quien intenta curar una herida que conoce bien—. Porque sabe que eres inquebrantable. Hasta Roma lo reconocía, aunque jamás te lo dijera.  Entonces Bética tomó una granada de la bandeja y la partió con una mano, con fuerza innata haciendo que los jugos de la fruta salpicaran la plata como si la fruta llorara lágrimas de sangre. Las semillas, brillantes como rubíes, cayeron una a una sobre el metal. Pero lo que él pensó como consuelo, ella lo sintió como afrenta. Lusitania lo fulminó con esa mirada forjada durante siglos de desprecio, cuando Roma la llamaba “indomable” con respeto y exasperación a partes iguales. —No es fortaleza lo que reconoce, Córdoba —y al usar su nuevo nombre, había un dejo de amargura que cortaba como vidrio—. Es desdén. Para él tu eres su nueva joya de su corona, su Bagdad occidental, su sueño de grandeza. Yo solo soy una muralla con ojos y pies.  El nombre "Córdoba" sonó extraño en los labios de ella, como un traje que no le quedaba bien. Durante siglos había sido Bética o Hispania para ella, habían compartido ese nombre que Roma les había dado, esa identidad común que los unía. Ahora Al-Ándalus quería rebautizarlo, darle una nueva identidad que lo separara de su pasado... y por ende de ella. —No es gloria, Lusitania —replicó él, acercándose más, hasta que sus brazos se rozaron en un contacto que los sorprendió por su naturalidad—. Es una celda con grilletes de oro. Seré hermoso, sabio y próspero, pero jamás libre. —Al menos tu cadena brilla —susurró ella, y en esas cuatro palabras había siglos de ser siempre la menos favorecida, la que cargaba con el trabajo sucio para que otros brillaran, la que siempre olvidaban.  Bética dudó un momento, sintiendo el peso de siglos de rivalidad y malentendidos entre ellos. Pero luego, en un impulso que lo sorprendió, dejó la granada ensangrentada en la bandeja y tomó su mano, apretándola suavemente. La mano de Lusitania era áspera, curtida por el trabajo de defender fronteras, tan diferente de las suyas, suavizadas por años de ser el favorito de Roma. El corazón de Lusitania se aceleró violentamente. No apartó la mano; al contrario, entrelazó sus dedos con los de él casi sin pensarlo, como si fuera lo más natural del mundo. Bética inclinó el rostro hacia ella, lo suficiente para que el aire entre ellos se cargara de una electricidad que no tenía nada que ver con las tormentas atlánticas. —Sea cual sea el nombre que nos imponga —murmuró él, y su voz tenía la calidez del aceite de oliva bajo el sol de mediodía—, yo seguiré viendo en ti a mi igual. Mi compañera. Mi otra mitad. La única persona que realmente me conoce. Al-Ándalus, que había estado observando toda ese intercambio con el interés de un cazador que estudia a sus presas, giró su mirada de sus consejeros hacia ellos en ese preciso instante. Dejó un higo sobre la bandeja con deliberada lentitud y con una sonrisa que sugería que poco se le escapaba en su propio palacio. Sus ojos dorados los estudiaron como un coleccionista estudia piezas raras, con una mirada que no dejaba claro si despreciaba ese tipo de acercamiento entre ellos dos o si, por el contrario, le fascinaba la posibilidad de usar esa conexión a su favor. Bética, movido por su instinto protector, se adelantó medio paso, interponiéndose sutilmente entre Al-Ándalus y Lusitania. Era un gesto pequeño pero poderoso, un escudo humano que la envolvía en una protección que ella nunca había tenido. No estaba acostumbrada a que nadie la protegiera del peligro; ella siempre había sido quien protegía a otros, siempre la guardiana, nunca la protegida. Ese gesto la desarmó completamente, como si alguien hubiera encontrado una grieta en su armadura que ni ella sabía que existía. Al-Ándalus observó el movimiento protector con evidente diversión, como si hubiera confirmado exactamente lo que sospechaba. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no llegaba a sus ojos, y por un momento que se sintió eterno, el aire del salón se espesó con una tensión que ninguno se atrevió a romper, como si el más mínimo movimiento fuera a hacer estallar algo irreparable. Luego, con la elegancia calculada de una serpiente que se desenrosca, se incorporó lentamente desde su posición junto a la bandeja de frutas, alzándose del trono con una gracia que era tanto hermosa como aterradora. —Qué... interesante —murmuró, más para sí mismo que para ellos, aunque su voz era lo suficientemente fuerte para que ambos la escucharan con perfecta claridad, cada sílaba cargada de implicaciones que ninguno de los dos quería descifrar. Y cuando la audiencia terminó y Al-Ándalus se retiró —no sin antes dirigirles una última mirada que era tanto una promesa como una amenaza, una mirada que prometía que nada de lo que había visto sería olvidado—, el salón quedó sumido en un silencio pesado como el incienso, denso como el humo que aún flotaba en el aire. Lusitania suspiró hondo, como si hubiera estado conteniendo la respiración durante horas. Sus hombros se relajaron por primera vez desde que habían entrado, y Bética pudo ver el agotamiento que se escondía detrás de haber pretendido mesura. —No soporto escucharlo hablar —murmuró ella, su voz baja pero cargada de una rabia que había estado fermentando durante años—. Cada palabra suya es alcohol sobre una herida abierta. Bética asintió, y su gesto tenía más cansancio que ira. Él había aprendido, a través de siglos de servir a Roma, que a veces la supervivencia requería tragarse el orgullo hasta que se volviera parte de uno mismo.  —No deberías mirarlo tanto —le advirtió, inclinándose hacia ella hasta que sus frentes casi se tocaron, compartiendo el mismo aire cargado de incienso y tensión—. Sus ojos ven demasiado. Y tú eres pésima ocultando lo que piensas. —No pienso agachar la cabeza por él —respondió Lusitania, y había en su voz algo feroz que hizo que el corazón de Bética se acelerara—. Bastante hice ya con Roma. Luego lo miró con esos ojos turquesas que parecían acusarlo de algo, y añadió: —Además, tú no deberías disfrutar tanto de lo que nos regala. Te vi devorar ese higo como si no hubieras comido en años. Bética se sonrojó ligeramente, pillado en falta: —Se llama sobrevivir, Lusitania.—se defendió con una sonrisa algo avergonzada—. ¿Qué querías que hiciera? ¿Rechazar comida gratis? —¿Comida gratis? —Lusitania alzó una ceja—. Nada es gratis con tipos como él. Ese higo probablemente te va a costar tu dignidad. —Bueno, entonces al menos valió la pena —bromeó él, aunque había cierta verdad incómoda en sus palabras—. Estaba realmente delicioso. En ese momento —ella regañándolo como siempre hacía, él intentando restarle importancia con humor— algo se solidificó entre ellos. Era la dinámica de siempre, pero ahora cargada de una electricidad diferente, con un contexto diferente.  —Lo odio —confesó ella, y por primera vez desde que Al-Ándalus había cruzado el estrecho, su voz se quebró ligeramente—. Cada palabra suya es un recordatorio de lo que perdimos. De lo que somos ahora. Bética inclinó el rostro hasta que el aliento de ambos se mezcló en el espacio diminuto entre ellos, hasta que pudo contar las pestañas que enmarcaban esos ojos turquesas llenos de tormenta. Su mano se alzó para acariciar su mejilla, deteniéndose allí con una ternura que contrastaba brutalmente con la dureza del mundo que los rodeaba. —Sabes...Extraño a  Roma —admitió, y su voz se suavizó con una nostalgia que lo sorprendió—. Roma... Roma me amaba, a su manera. Me llamaba su "provincia dorada", me colmaba de halagos sobre mi trigo y mi aceite, me hacía sentir... especial. Valorado. Al-Ándalus ni siquiera se molesta en fingir cariño. Sus ojos verdes se iluminaron con recuerdos que, a pesar del dolor, seguían siendo queridos y continuo hablando: —Roma era... complejo. Sí, era dominante, posesivo, pero había cariño genuino ahí, ¿sabes? Me enseñó tanto, me dio tanto... latín, filosofía, arquitectura. Al-Ándalus simplemente toma, es honesto en su crueldad de una forma que casi admiro. Roma al menos fingía consultarme, me hacía sentir que mis opiniones importaban, aunque al final siempre decidiera él.  Lusitania apretó su mano que aún estaba en su mejilla, pero esta vez había en su gesto una tensión que no era de enojo sino de algo más profundo, más íntimo. —Yo nunca me tragué esos cuentos de Roma —murmuró, y había en su voz diversión mezclada con amargura, un filo de quien ha aprendido a sobrevivir a base de desconfianza—. Conmigo era diferente. Me gritaba, me perseguía cuando huía, me castigaba por cada rebelión. Pero luego venía con regalos, con promesas de que esta vez sería diferente si yo aprendía a "comportarme como debe una dama", me hablaba de "protección"  y yo solo escuchaba cadenas. Sus ojos turquesas brillaron con una mezcla de dolor y rabia, y luego dio un paso atrás, poniendo distancia entre ella y él como si necesitara espacio para respirar sin ahogarse en recuerdos. —"Las mujeres necesitan mano firme", me decía. "Es por tu bien, Lusitania. Eres demasiado salvaje, demasiado testaruda. Algún día me lo agradecerás." Y yo... yo quería creerle. Quería creer que detrás de sus gritos y sus castigos había amor. Bética la miró con una comprensión incómoda. Él había presenciado esas escenas, había visto cómo Roma alternaba entre la ternura posesiva y la corrección severa con ella. Ella continuo con firmeza. —¿Sabes cuántas veces crucé las montañas para escapar de sus legiones? ¿Cuántas veces fingí sumisión solo para planear la siguiente rebelión? Roma me llamaba "la díscola", "la problemática". Al-Ándalus ni siquiera se digna a darme un insulto creativo. Bética la miró recordando todos esos años en que él la había juzgado como imprudente, sin entender que su rebeldía era pura supervivencia. —Roma te amaba—murmuró—. Era... era su forma de protegerte. De hacerte más fuerte. Quizás sus métodos eran duros, pero siempre regresaba a ti, siempre te buscaba cuando huías. —¿Su forma de protegerme? ¿Encerrarme durante meses cuando me rebelaba era protección? ¿Decirme que era "demasiado salvaje para mi propio bien" eso era amor? Bética dudó, sintiéndose un poco incómodo con la conversación. Sin embargo, había algo en la pasión de ella que lo hacía querer retroceder y al mismo tiempo lo atraía como polilla a la llama. —Las mujeres... —comenzó, luego se detuvo, consciente de que pisaba terreno peligroso—. Tu espíritu libre es hermoso, Lusitania, pero también peligroso. Roma lo sabía. Tal vez no tenía las mejores maneras de expresarlo, pero... un hombre que ama quiere proteger, aunque tenga que ser firme. —¿Recuerdas —interrumpió Lusitania— cuando Roma me encerró tres meses por aliarme con los pueblos del norte? Bética se puso rojo como un tomate: —Ah... sí... —Y tú me trajiste comida escondida —continuó ella, disfrutando claramente de su bochorno— pero eras tan malo mintiendo que Roma se dio cuenta inmediatamente. —¡Intentaba ayudarte! —se defendió él—. No es culpa mía que Roma tuviera ojos en la nuca. —Y entonces —siguió Lusitania, riéndose suavemente— te castigó a ti también. ¿Cómo fue? ¿Una semana sin aceitunas? Bética se tapó la cara con las manos: —Dos semanas. Y me hizo escribir "no debo ayudar a provincias rebeldes" quinientas veces en latín. —¡Quinientas veces! —Lusitania soltó una carcajada— ¡Y lo hiciste! ¡Realmente te sentaste a escribir quinientas veces lo mismo! —¡Era una orden directa! —protestó él— ¡No podía desobedecer una orden directa! —Yo desobedecía órdenes directas antes del desayuno —se burló ella—. "Lusitania, ven aquí inmediatamente", y yo me iba corriendo en dirección contraria. —Sí, bueno, a ti te gustaba que él te persiguiera —comentó Bética con una sonrisa traviesa—. Admítelo. Lusitania se puso levemente roja: —Eso... eso no viene al caso. —¿Cuántas veces fingiste estar más herida de lo que estabas después de una "corrección" para que Roma se sintiera mal y te consintiera? —preguntó él, acercándose más con esa sonrisa que conocía todos sus trucos. —Eso es... —ella buscó las palabras— eso era estrategia militar. —¿Estrategia militar? —se rio él— ¿Hacerte la dolida para que te trajera dulces de miel era estrategia militar? —¡Los mustacei (6) eran muy buenos! —se defendió ella— Y funcionaba. Roma se sentía culpable, y entonces me trataba con más suavidad durante unos días. —Eras terrible —dijo Bética con cariño—. Lo tenías completamente enredado en tu dedo meñique. —No era tan fácil —murmuró ella, pero había cierta satisfacción en su voz—. Tenía que calcular muy bien el momento. Si exageraba, se daba cuenta y se molestaba más. —¿Te acuerdas de aquella vez que fingiste que no podías caminar para no ir a mi "toga virilis"(7) y la de Galia?  Lusitania se mordió el labio para no sonreír: —No fingí nada. Realmente me dolía... todo. —Lusitania —la miró con incredulidad divertida— te vi corriendo por las colinas esa misma tarde persiguiendo cabras salvajes. —Fue... recuperación milagrosa —dijo ella con dignidad fingida. —Recuperación milagrosa —repitió él, sacudiendo la cabeza— Roma estuvo preocupadísimo toda la mañana. Canceló la ceremonia, te trajo tres médicos reales diferentes... —Bueno, merecía estar preocupado —murmuró ella—. Después de haberme gritado por no querer usar esa túnica ridícula que había elegido para mí. —Era una túnica muy bonita —protestó Bética—. Blanca, con bordados dorados, una corona de laureles, un velo... —¡Me hacía ver como una novia! —exclamó ella.  —Una linda novia.  Lusitania se sonrojo.  —Admito que hubo momentos buenos... y que era emocionante hacer que Roma se enojara. En saber que le importaba lo suficiente como para perseguirme hasta el fin del mundo. —Te encantaba volverlo loco —la acusó Bética con una sonrisa.  —Quizás un poco —admitió ella, mordiéndose el labio—. Nunca era aburrido. —Al-Ándalus es aburrido —declaró Bética súbitamente—. Demasiado controlado, demasiado calculador. Roma al menos tenía pasión. —¡Exacto! —exclamó Lusitania— ¡Al-Ándalus es como un mercader evaluando mercancía! No hay fuego ahí. —Nada de fuego —concordó él—. Solo frialdad dorada. —¿Recuerdas también aquella vez que te gritó por tres horas porque dejaste que unos comerciantes cartagineses pasaran por tu puerto sin avisarle? Bética gimió: —No me lo recuerdes. Pensé que iba a convertirme en sal o algo así. —Pero luego se disculpó a su manera.  —A su manera —repitió él, sonriendo con nostalgia—. "No debería haberte gritado tanto, pero es que me preocupo por ti, pequeña provincia"  y me regalo una nueva espada.  — ¡A mí me decía "pequeña salvaje"! —Bueno, tú eras más... pintoresca en tus rebeldías —señaló él con diversión. —¿Pintoresca? —ella fingió indignación— ¡Mis rebeldías eran obras de arte! —Sí, obras de arte muy destructivas —concordó él, riéndose—. ¿Cuántos campamentos quemaste en total? —Perdí la cuenta después del vigésimo —admitió ella con cierto orgullo—. Aunque ese en las montañas quedó particularmente bien. Las llamas se veían preciosas contra la nieve. —Roma estuvo furioso durante meses —recordó Bética—. Pero también... impresionado, creo. Decía que tenías "espíritu de guerrera". —Era su forma de decir que le resultaba útil cuando había invasiones —tradujo Lusitania—. Como tener un lobo domesticado. —Eres fuerte, más fuerte que la mayoría —murmuró él, y había sinceridad en sus palabras, aunque también una condescendencia sutil —. Pero esa misma fuerza puede ser... desafiante para quienes se preocupan por ti. Roma te veía correr hacia peligros, aliarte con rebeldes, rechazar la seguridad que él te ofrecía. Desde su perspectiva... —Desde su perspectiva, yo era un problema que resolver —completó ella.  —No es eso... es que... —luchó con las palabras—. Un hombre que ama quiere proteger. Y a veces esa protección puede parecer... excesiva. Como te dije antes Roma nos amaba, Lusitania. A su manera torpe, posesiva, pero nos amaba.  Sus ojos verdes se perdieron a lo lejos.  —¿Recuerdas cuando quise comerciar directamente con los pueblos del norte sin pasar por él? Me encerró durante meses. "Es por tu seguridad", me decía. "No conoces los peligros como yo. Eres demasiado confiado" Y con Galia igual: cada vez que él intentaba moverse sin su permiso, Roma aparecía con esa sonrisa y esa mano firme, como un padre protector.  —Ah, sí —interrumpió Lusitania con una sonrisa malévola—. ¿Cómo cuando Galia quiso visitar esas tribus del este y Roma decidió "acompañarlo" para "asegurar su seguridad"? —Exactamente —asintió Bética—. Pero Galia regresó actuando como si hubiera aprendido algo importante. Roma siempre conseguía que se sintiera especial por esas lecciones. "Mi querido Galia, tu corazón noble podría ser engañado por apariencias" —imitó Bética la voz melosa de Roma—. Y Galia se lo tragó completamente. —Típico de Galia —murmuró Lusitania con cierta exasperación—. Siempre fue el favorito.  —El mimado, querrás decir —corrigió Bética con una sonrisa—. ¿Recuerdas cuando Roma le dijo que era "su hijo más obediente" delante de nosotros? —Y él se hinchó de orgullo como un pavo real —recordó Lusitania, sacudiendo la cabeza—. "¿Visteis eso? ¡Roma dice que soy obediente!" —Como si fuera un logro —añadió Bética, riéndose—. Nosotros ahí, que habíamos recibido castigos esa misma semana, y él celebrando ser "el buen ejemplo".  —Y él siempre nos miraba como si fuéramos nosotros los que necesitábamos aprender de él. Aunque admito que no siempre era tan exasperante. Como la vez que me regalo esa piel de jabalí. —Lo recuerdo —dijo Bética, poniendo los ojos en blanco, claramente molesto—. A Roma no le gusto para nada ese regalo. —¿Por que? Si Galia solo estaba siendo... galante —protestó Lusitania, aunque había cierto rubor en sus mejillas. —¿Estás bromeando? —Bética la miró con incredulidad—. Roma sabía perfectamente bien qué tipo de "galantería" era esa. Galia nunca hacía nada sin segundas intenciones. —Éramos niños, Bética.  —Niños con siglos de antigüedad y criados por Roma.  —Creo que estas siendo un poco exagerado.  —Y yo creo que estas siendo un poco ciega de sus verdaderas intenciones. —No seas territorial. Bética se encogió de hombros, como si fuera algo natural: —Así somos las naciones. Territoriales por naturaleza. Es parte de lo que somos, marcamos lo nuestro, protegemos lo nuestro, es instintivo. Roma era así con nosotros, Al-Ándalus también. Somos lo que somos. Yo también soy territorial, también soy posesivo. Es parte de mi esencia como nación, como hombre. — Tú al menos, no me tratas como si fuera defectuosa por naturaleza. —Porque no lo eres —respondió Bética sin vacilar—. Eres... complicada, sí, pero no defectuosa. —Gracias ¿supongo?—murmuró ella, bajando la vista por un momento, sin saber si sentirse ofendida o divertida.  Bética se rio suavemente, y ese sonido rompió un poco la tensión que se había acumulado entre ellos como nubes de tormenta: —Todos somos un poco complicados. Mírame, tengo casi mil años y luzco de quince —señaló su rostro juvenil con una sonrisa traviesa—. Eso sí que es complicado. Imagínate intentar intimidar a alguien con esta cara de querubín. Al-Ándalus probablemente piensa que soy su mascota. A pesar de sí misma, Lusitania sintió que se le escapaba una carcajada. —Bueno, tienes razón en eso. Es difícil tomarte en serio cuando pareces que deberías estar jugando a las peonzas (8) en lugar de negociando tratados. —¡Exactamente! —exclamó él, fingiendo indignación— ¿Sabes lo difícil que es mantener la dignidad cuando todo el mundo quiere pellizcarme las mejillas? Roma lo hacía constantemente, me pellizcaba hasta dejarme los cachetes rojos.  —Lo recuerdo —admitió Lusitania, y ahora su sonrisa era más genuina—. Lo hacia contigo y con Galia. Y para ser justos, ambos parecen más escuderos que un territorios conquistados. —¡Oye! —protestó él— ¡Tengo una presencia muy digna! —Claro que sí —concordó ella, pellizcándole la mejilla como solía hacer Roma—. Muy digna y muy adorable. —¡Lusitania! —se quejó él, pero se estaba riendo.  —¿Qué? —preguntó ella con inocencia fingida—. Solo estoy apreciando tus buenas cualidades.  —Muy graciosa —murmuró él, pero se acercó más en lugar de alejarse—. Al menos Al-Ándalus no me pellizca las mejillas. —Todavía —añadió ella con malicia—. Dale tiempo. —Eres terrible —le dijo él, pero había admiración en su voz. Las fuentes seguían murmurando en el patio contiguo y el aroma del incienso se había intensificado con la llegada de la noche y Bética se acercó aún más, hasta que pudo sentir el calor que irradiaba de ella.  —Al menos nos tenemos el uno al otro en esto —murmuró, su voz apenas un susurro feroz—. Siento que no estoy completamente solo en esta jaula dorada. Y si tenemos que resistir, si tenemos que fingir sumisión mientras mantenemos vivo algo nuestro en secreto, al menos lo haremos juntos. Los ojos de ambos se encontraron, y en ese momento entendieron algo sin necesidad de palabras elaboradas: estaban solos en un mundo que había cambiado irrevocablemente, pero al menos no estaban solos por separado. —Si vamos a sobrevivir bajo él —murmuró Lusitania, su mano encontrando la suya nuevamente—, al menos podemos ser nosotros mismos el uno con el otro. No hubo promesas grandilocuentes ni revelaciones profundas. Solo la simple aceptación de dos naciones, de dos personas que se reconocían mutuamente en circunstancias que los reducían a menos de lo que eran. Y cuando sus labios finalmente se encontraron, fue con la urgencia de dos almas que habían encontrado el único refugio posible en medio de la tormenta que estaba cambiando para siempre la península que ambos llamaban hogar. —Bética... —su nombre salió como un suspiro entrecortado, cargado de necesidad.  Él respondió presionando más profundamente el beso, una mano deslizándose hasta su nuca para sostenerla contra él. Lusitania se aferró a su túnica de lino como si en ese gesto prohibido pudiera arrebatarle un instante de libertad real. Sus bocas se buscaron con una desesperación que hablaba de meses de tensión acumulada, de la certeza compartida de que era peligroso —que si Al-Ándalus los sorprendiera, todo terminaría en castigo severo y probable separación definitiva —y de siglos de conocerse mutuamente. Él inclinó más la cabeza, profundizando el contacto, y cuando murmuró su nombre —"Lusitania"— fue como una oración susurrada contra sus labios. Cuando finalmente se separaron, ambos jadeantes, apenas un suspiro cálido entre ambos, él apoyó su frente contra la de ella y sus respiraciones se mezclaban en el espacio diminuto que los separaba. —No me importa si Al-Ándalus nos llama Córdoba y Cora de Mérida —murmuró con una intensidad que bordeaba la promesa—. Para mí, tú siempre serás mi Lusitania. —Y tú siempre serás mi Hispania —respondió ella, su voz ronca por la emoción contenida, y él sonrió mostrando todos sus dientes. —Debo admitir que esto de estar tan cerca de ti sin que Roma esté vigilando es... nuevo.— admitió él, mirando sus labios.  —¿Te gusta? —preguntó ella, y había algo vulnerable en la pregunta. —Me gusta —confirmó él, sin dudarlo—. Me gusta mucho. Y cuando se besaron otra vez, esta vez fue con la familiaridad de siglos de conocerse y la emoción de finalmente poder admitir lo que sentían, sin tener que ocultarse, ni compartirse.  En las noches siguientes, cuando los muecines (9) habían terminado sus llamadas y el palacio se sumía en el silencio vigilado, empezaron a hablar en susurros apenas audibles. Al principio sobre sus pueblos, sobre lo que habían perdido: los templos convertidos en mezquitas, las tradiciones que se desvanecían como humo, los idiomas que Al-Ándalus pretendía reemplazar con árabe. A veces recordaban los momentos junto a Roma, a veces recordaban momentos aún más antiguos junto a Iberia.  Luego las conversaciones derivaron hacia el futuro incierto, hacia las pequeñas formas de resistencia que podían permitirse sin provocar castigos devastadores. Cómo mantener vivas ciertas costumbres entre susurros, cómo preservar nombres antiguos en la memoria cuando los nuevos se imponían por decreto.  Y, poco a poco, aquellas conversaciones nocturnas se volvieron un refugio sagrado. Cada palabra intercambiada en la oscuridad era una grieta luminosa en la prisión de Al-Ándalus, un espacio donde podían ser ellos mismos aunque fuera por instantes robados. En medio de un imperio que los reducía a sombras, Lusitania y Bética empezaban a reconocerse completamente, a sostenerse mutuamente contra una transformación que parecía inexorable, aún si de a poco ambos iban aceptando aquellos cambios.  Sin embargo, una vez Lusitania le hablaba también de las únicas lecciones de Al-Ándalus que no la hacían sentir como un animal enjaulado: las de astronomía y navegación. —Es extraño —murmuró una noche, sus ojos brillando con una pasión que rara vez mostraba—. Cuando me habla de las estrellas, de cómo sus navegantes usan el astrolabio, o de esa nueva invención que llaman brújula... es casi como si me viera con familiaridad, con cariño.  Sus dedos trazaron constelaciones imaginarias en la oscuridad, y Bética pudo ver en sus gestos la misma fascinación que la había poseído desde niña: —¿Recuerdas cómo Roma se exasperaba conmigo? "Siempre corriendo hacia el océano, siempre obsesionada con lo que había más allá del horizonte." "Las niñas sensatas no piensan en el mar", me decía. "Concéntrate en la tierra firme, en ser útil aquí." Pero yo... yo siempre supe que mi destino estaba en esas aguas, en las olas.  Bética asintió, recordando las constantes peleas entre Roma y Lusitania por eso precisamente. Roma nunca había entendido esa obsesión, esa atracción magnética que el océano ejercía sobre ella. Para ser sincero, él tampoco lo entendía.  —Él en cambio me enseña los nombres árabes de las estrellas: Aldebaran, Altair, Vega —continuó ella, con una animación que contrastaba dramáticamente con su usual rebeldía—. Me muestra cómo calcular la posición usando la Estrella Polar, cómo leer las corrientes, cómo predecir las tormentas. Y por un momento, cuando hablo de rutas marítimas y corrientes oceánicas, deja de ser el conquistador y se convierte solo en... un maestro que realmente me escucha. Bética vio en sus ojos turquesas una intensidad y una pasión, que no ha visto en años.  —Finalmente alguien entiende que no soy solo una frontera terrestre, Bética. Soy una puerta al mar. Al-Ándalus ve eso. Ve que el océano es mi elemento, no la guerra en montañas y valles. —Es porque eres buena en eso —observó—. Siempre fuiste la que mejor conocía las costas, los vientos, las mareas. Roma también lo notaba, aún si se peleaba contigo. —Roma veía eso como una curiosidad útil —Lusitania sonrió con amargura—. "Qué conveniente que sepas de barcos", decía. Al-Ándalus... cuando me ve estudiar las cartas náuticas que trae de Bagdad o cuando dibujo rutas comerciales hacia tierras lejanas, es como si finalmente viera algo valioso en mí que no sea solo mi posición fronteriza. Se detuvo, como si acabara de darse cuenta de algo importante: —Creo que ve el futuro, Bética. Ve que estos conocimientos me convertirán en algo más que una muralla. Me convertirán en una puerta hacia el océano, hacia mundos que ni Roma ni él han tocado completamente. Bética la miró con los ojos abiertos, y por primera vez desde que había comenzado a hablar, había algo incómodo en su expresión. Una mezcla de sorpresa y algo más oscuro que no quería reconocer. —¿Estás... estás hablando con admiración de él? —preguntó, su voz más fría de lo que pretendía.  Lusitania parpadeó, como si despertara de un sueño: —No es admiración, es... reconocimiento. Por primera vez alguien ve lo que realmente soy. —Roma también sabía lo que eras. Yo también lo se.—replicó Bética, y había una defensividad herida en su voz—. Solo que... solo que tratamos de protegerte de esa obsesión. El mar es peligroso, Lusitania. Roma lo sabía. El silencio que siguió fue tenso. Lusitania lo miró con una expresión de desesperación.  —Ahí está. Incluso tú piensas que Roma tenía razón en tratar de "protegerme" de lo que soy en esencia. —No es eso... —Bética se pasó una mano por el cabello castaño, frustrado—. Es que... ¿cómo puedes hablar así de Al-Ándalus cuando él te humilla constantemente? ¿Cuándo nos tiene aquí como prisioneros decorativos? —Porque en ese tema específico, no me humilla —respondió ella con calma—. Me enseña. Me respeta. Me ve como una igual, no como una niña caprichosa que debe ser corregida, ni una niña rebelde.  Sus ojos se encontraron en la oscuridad, y Bética pudo ver en ellos una resolución que lo inquietaba: —Roma nunca pudo congeniar conmigo como lo hizo contigo o con Galia porque nunca aceptó lo que yo realmente era. Siempre trató de convertirme en algo terrestre, algo contenido. Al-Ándalus, al menos en esto, entiende que soy criatura del mar tanto como de la tierra. Bética se sintió extrañamente traicionado, como si ella estuviera eligiendo a Al-Ándalus por sobre la memoria de Roma, por sobre todo lo que habían compartido: —¿Y eso borra todo lo demás? ¿Eso justifica cómo te trata en todo lo demás? —No lo justifica —respondió Lusitania suavemente—. Pero me da esperanza. Me dice que tal vez, si soy paciente, si aprendo lo que tiene que enseñarme, algún día podré usar ese conocimiento para algo más grande que ser solo su frontera, que tengo un futuro más allá de estos muros.  Sus palabras flotaron en el aire nocturno como una promesa peligrosa, y Bética sintió que algo había cambiado entre ellos de una forma que no podía revertir. El silencio que siguió no fue alivio, sino un abismo. Él la miraba y veía en sus ojos el reflejo de un futuro que no compartía, una fe depositada en el mismo hombre al que él solo podía despreciar. Y, sin embargo, no pudo apartar la vista. Porque en esa obstinación suya, en esa esperanza que lo hería, también estaba la fuerza que siempre lo había mantenido cerca de ella y la cual siempre había admirado.
Notas:
0 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar
Comentarios (0)