1071
11 de septiembre de 2025, 16:16
"Pageant queens and big pretenders
But for some, it was paradise"
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El gran salón del castillo resplandecía con la luz de decenas de velas, sus reflejos dorados danzando sobre los tapices de seda que Castilla había mandado a traer desde Bizancio: escenas de caza real, gestas de emperadores y símbolos heráldicos que aún olían a tintura fresca. Los colores púrpura y oro se entremezclaban en patrones intrincados que hablaban de un poder que ya no tenía que mendigar reconocimiento. En las mesas de roble macizo, un banquete rebosaba de carnes asadas de cordero especiado con azafrán y canela, panes blancos, frutas de tierras tan lejanas que sus nombres sonaban extrañas, y copas rebosantes de vinos de las mejores viñas de La Rioja.
El aroma de la cera de abeja se mezclaba con el incienso que llegaba desde los braseros de plata, creando una atmósfera que recordaba más a una corte bizantina que a los austeros salones que habían conocido bajo la sombra de Al-Ándalus. Cada elemento había sido cuidadosamente elegido para proclamar una verdad: ya no eran vasallos, ya no rendían tributo y ya no vivían de las migajas que les permitían conservar.
Castilla—la personificación misma del reino que había emergido de las cenizas de la antigua Bética— caminaba con júbilo, incapaz de ocultar la energía que recorría su cuerpo, sus movimientos fluidos reflejaban la vitalidad de su pueblo. Sus botas de cuero repiqueteaban sobre las piedras mientras caminaba de un lado al otro del salón, con Portucale siguiéndolo con esa paciencia melancólica que la caracterizaba y que solo alguien que había vivido siglos podía tener, la falda de su bliaut (1) fino de azul cerceta profundo rozaba el suelo mientras lo miraba con una mezcla de ternura y paciencia. La túnica de Castilla de lino color crema, bordada con hilos de oro en los puños y el cuello, se mecía con cada movimiento enérgico del ibérico. El cinturón de cuero trabajado sostenía una daga que más de una vez había tenido que usar en combate, pero que ahora portaba como símbolo de su nueva condición como reino emergente.
—¿Has visto esto, Portucale? —Castilla gesticulaba con el entusiasmo de un niño en el día de su cumpleaños, sus ojos verdes brillando como jades bajo la luz de las velas mientras señalaba hacia una bandeja cincelada—. Oro puro extraído de mis propias montañas del norte, ya no tenemos que ver como mis nobles comercializan humillados con mercaderes que nos miran con desdén. Y mira esto—, tomó su mano con esa familiaridad de siglos compartidos, guiándola hacia una mesa cubierta de joyas que parecían capturar y devolver toda la luz del salón—, rubíes de mis tierras en Burgos, perlas de mis costas cantábricas... todo lo que mi pueblo puede ofrecer esta a tu disposición, mi querida.
Sin esperar respuesta, tomó una de esas joyas entre sus dedos largos, un collar de oro trabajado con la delicadeza de un orfebre maestro, cada eslabón una pequeña obra de arte. Sin decir ni una palabra, aparto suavemente su cabello chocolate que olía a lavandas silvestres, sal marina y a esas flores salvajes que crecían en los acantilados de sus tierras que ella insistía recoger cada primavera, dejando su nunca desnuda ante él. La cadena fría tocó su piel cálida y ella contuvo un estremecimiento que él confundió con sorpresa.
Ese gesto íntimo le nació tan natural a Castilla que parecía que lo había hecho mil veces antes, y probablemente lo había hecho.
—¿Ves, Portucale? —susurró muy cerca de su oído, con sus ojos brillando con orgullo por cada uno de sus súbditos—. Ya no somos la sombra de nadie. Mira estos muros, estas joyas, estos tapices… ¡Todo esto es nuestro por derecho propio!
Su rostro estaba tan cerca que ella pudo sentir el calor de su aliento, impregnado de vino, contra la curva de su cuello. Él se demoró un segundo de más allí, disfrutando de la calidez de su piel. Su bliaut se ajustaba perfectamente a sus curvas generosas, el bordado dorado en los puños brillando suavemente como pequeños rayos de sol. Los pliegues de la falda caían hasta sus tobillos, y el cinturón de cuero fino marcaba su cintura pequeña.
Sus ojos turquesas, del color del océano Atlántico que ella tanto amaba y al que su mirada escapaba constantemente, reflejaban la luz dorada del salón, mientras lo observaba con una mezcla de ternura y exasperación que solo él sabia provocarle. Pero incluso ahora, rodeada de todo el esplendor del salón, parte de su mente parecía estar en otra parte, probablemente en el mar.
—Siempre fuiste así —respondió con voz baja, una voz melodiosa que tenía el poder de calmarlo incluso en sus momentos más exaltados—. Un niño que se maravilla con los juguetes nuevos, sin importar cuantos tenga ya.
Él rió con esa carcajada franca tan representativa de él, inclinándose hasta rozar con su aliento su mejilla. El olor a vino en su respiración se mezcló con el de su cabello, embriagante.
—¿Juguetes? —su voz subió una octava, fingiendo indignación—. ¡Son trofeos de guerra! ¡Son las pruebas tangibles de lo lejos que hemos llegado! Ya no hay cadenas invisibles de Al-Ándalus pesando sobre nuestros hombros, Portucale. Fernando I (2) nos ha concedido lo que siempre supimos que merecíamos: ser dueños de nuestro propio destino.
Tomó sus manos pequeñas entre las suyas, ásperas por años de sostener espadas y riendas, y las apretó con una intensidad que hablaba de convicciones profundas, para luego besarlas, con una descarada lentitud, dejando que sus labios se quedaran un instante de más sobre su piel.
—¿No lo comprendes, querida? Somos libres de Al-Ándalus, libres de rendir tributos, libres de humillaciones diplomáticas. Ahora puedo realmente proteger y enriquecer realmente a mi gente. Tengo poder verdadero, no las concesiones que nos permitían para mantenernos dóciles.
Pero incluso mientras hablaba con esa pasión que lo encendía, Portucale sintió que su mente se deslizaba momentáneamente hacia el sonido de las olas que debían estar rompiendo contra las rocas de su costa en ese preciso instante. Siempre le pasaba eso, como si el océano la llamara incluso en los momentos más importantes.
—Ya no hay cadenas invisibles sobre mis territorios, Portucale. Mis nobles pueden caminar con la frente alta, mis mercaderes comercian como iguales.
Su entusiasmo era genuino e infeccioso, pero también agotador para alguien como ella que había aprendido a medir la felicidad en pequeñas dosis, más acostumbrada al dolor que a la euforia. Portucale suspiró suavemente, acariciando el dorso de sus manos con los pulgares en pequeños círculos con suavidad.
—Siempre has sido el más próspero de nosotros dos —murmuró—. Incluso cuando éramos meras provincias menores de Roma, tú tenías mejores tierras, mejores cosechas, más población. Y sin embargo, te emocionas como si fuera la primera vez que ves oro brillar.
La expresión de él era de confusión genuina, la misma que siempre usaba cada vez que ella no compartía completamente su entusiasmo.
Ella por un momento, perdió su mirada hacia una de las ventanas altas del salón, como si pudiera ver a través de la piedra hasta las aguas infinitas que la esperaban. Castilla notó ese gesto familiar, esa forma en que ella parecía escuchar algo que solo ella podía oír y chasqueó la lengua, fingiendo molestia. Para luego mandar a llamar a un sirviente que esperaba discretamente cerca de las columnas.
—Es diferente ahora, Portucale. Este oro no desaparece en las arcas de Córdoba. Cada moneda permanece en mi territorio, enriquece a mi gente. Este es mi oro, extraído de mis montañas, trabajado por mis artesanos. Mira—
El sirviente se acercó portando una bandeja de plata bruñida donde reposaba una corona delicada, pequeña pero exquisitamente trabajada en oro puro. Los detalles eran intrincados: pequeñas flores estilizadas se alternaban con gemas de granate.
—Mandé hacerla especialmente para ti por los mejores orfebres de Astorga. El condado que ahora Fernando reconoce oficialmente.
Portucale observó la corona, hermosa sin duda, una pieza que habría hecho palidecer de envidia a cualquier noble o mortal de Europa. Pero ella no miraba a la joya, sino a él: en la forma que su cabello castaño claro estaba desordenado mientras gesticulaba con las manos explicándole el significado detrás de la joya, en la pequeña mancha de vino tinto en su túnica justo sobre el pecho que él no había notado debido a su emoción por compartir su mundo con ella, al hombre detrás de todo ese esplendor y sin darse cuenta le aparto un mechón travieso de su rostro.
Luego ella ladeó la cabeza, estudiándolo con esa mirada que parecía ver a través de todas sus poses y pretensiones. Había algo profundamente enternecedor en la manera en que él se encendía con cada logro, en cómo cada victoria parecía la primera y la más importante. A ella, que había aprendido a mirar el océano Atlántico con nostalgia, a medir el tiempo en derrotas superadas y resistencias silenciosas, le sorprendía y la conmovía que aún pudiera emocionarse así después de todo lo que habían vivido.
Sin embargo, tenía que alzar la vista considerablemente cada vez que intentaba mirarlo a los ojos, y por un momento su mente divagó hacia recuerdos más simples y, en cierta forma, más felices.
—¿Te acuerdas cuando yo era más alta que tú? —murmuró con una sonrisa traviesa que transformaba completamente su expresión melancólica—. Cuando yo era más alta que tú y que Galia, antes de que ambos dieran ese estirón que me dejo en ridículo. Fueron buenos momentos, lastima que no hayan durado demasiado.
Sus ojos se perdieron por un momento en la nostalgia, recordando esos días cuando podía mirarlos desde arriba, cuando no tenía que alzar la vista para encontrar sus rostros, cuando podía burlarse de ellos desde su altura. Ahora Castilla y Francia —como Galia prefería que lo llamaran ahora— se habían convertido en dos torres imponentes mientras ella permanecía exactamente igual, como si el tiempo hubiera decidido que ya tenía la estatura perfecta y se hubiera negado rotundamente a concederle ni un centímetro más.
—Extraño poder mirarte directamente a los ojos sin tener que inclinar la cabeza hacia atrás —confesó con un suspiro melancólico—. Era mucho más fácil intimidarte cuando no tenías que agacharte para escuchar mis reproches.
Su expresión se tornó ligeramente exasperada al recordar las constantes burlas de ambos.
—Siempre es lo mismo con ustedes dos. "¿Necesitas que te alcance algo de esa repisa tan alta, carissima mea (3)?", "Cuidado, no te vayas a perder entre las hierbas altas"—imitó sus voces con sarcasmo—. Son absolutamente imposibles, y lo peor es que se las ingenian para hacerlo justo cuando trato de mantener algún tipo de dignidad o decoro.
Castilla soltó una carcajada grave, claramente divertido por sus quejas, pero había una chispa más oscuro en sus ojos.
—Aprendimos del mejor —se defendió con esa sonrisa pícara—. Roma nos enseñó que molestar a una mujer hermosa es una de las formas más efectivas de mantener su atención.
—Roma también les enseñó valores cristianos —replicó ella con una mirada severa—, virtudes como la modestia, la paciencia y el respeto. Pero por alguna extraña razón, parecen haberse saltado esas lecciones.
Castilla la miró con una expresión que mezclaba diversión y deseo, sus ojos recorriendo su rostro con una intensidad que la hacía ruborizarse.
—Ah, mi querida Portucale —murmuró, acercándose hasta que su aliento rozó su mejilla—, pero Roma fue muy diferente con nosotros dos. A ti te educó como a una dama, te enseñó virtudes, modestia, ese decoro que tanto te empeñas en mantener y que me vuelve absolutamente loco. A Francia y a mí... —su voz se volvió más ronca—, nos enseñó a ser hombres, nos mostró cómo conquistar lo que queremos, cómo hacer que una mujer se rinda sin siquiera darse cuenta. A reclamar lo que queremos.
Sus manos encontraron nuevamente su cintura con esa familiaridad de siglos compartidos, de batallas juntos, de noches en vela, apretándola un poco más de lo necesario y atrayéndola más cerca de lo decorosamente permitido.
—Y francamente, creo que Roma sabía exactamente lo que hacía. Nos creó perfectos para tentarte, y te creó perfecta para ser tentada.
Luego soltó una carcajada que resonó por todo el salón, un sonido genuino y alegre que hizo que tanto sirvientes como nobles sonrieran desde sus puestos.
—Eras una niña absolutamente impertinente entonces —le susurró al oído, su aliento tibio contra la piel sensible de su cuello—, y por todos los santos, sigues siéndolo ahora. Gracias a dios, ahora tengo ventaja y puedo hacer esto...
Le susurró tan cerca que su barba creciente rozó su piel. Y antes de que ella pudiera replicar, la levantó del suelo con esa facilidad que siempre la sorprendía, haciéndola girar entre sus brazos fuertes por los aires. El movimiento hizo que las mangas anchas de su túnica se extendieran como las alas de un pájaro, y por un momento ella rió genuinamente, sorprendida por la espontaneidad del gesto y por cómo él podía hacerla sentir como si fuera una niña jugando, incluso rodeados de toda esa pompa y ceremonia, incluso cuando ya tenia más de varios siglos a sus espaldas.
—¡Castilla! —protestó cuando la bajó, aunque la risa que acompañaba sus palabras desmentía completamente su fingida indignación—. Estás absolutamente imposible esta noche. Cualquiera diría que has estado bebiendo demasiado vino de tus nuevas bodegas.
Él la bajó lentamente, tan cerca que sus labios casi rozaron los suyos.
—No es el vino —replicó él, con esa sonrisa que ella conocía demasiado bien, esa que aparecía cuando estaba siendo completamente sincero—. Simplemente me siento como si estuviera en el paraíso cuando estoy a tu lado, especialmente ahora que podemos estar juntos sin miedo a las represalias.
—Castilla —dijo suavemente, alisando los pliegues de su túnica de color crema, acariciando su pecho donde estaba la mancha de vino.—, tu paraíso no soy yo. Tu paraíso son estos salones llenos de luz, estas joyas que brillan como estrellas, este poder que por fin puedes ejercer sin pedir permiso a nadie.
Él hizo un pequeño puchero, una expresión que contrastaba cómicamente con su estatura y su nueva dignidad como reino, pero que a ella le generó aún más ternura porque le recordaba al joven que había conocido hace siglos atrás, cuando jugaban debajo de los olivares.
—No. —Su sonrisa pícara se curvó al inclinarse sobre ella, su aliento caliente contra ella—. Mi paraíso está aquí.
—El mío —continuó ella, poniéndose en puntas de pie para alcanzar su rostro y besar suavemente la esquina de su boca—, eres tú olvidando que tienes vino derramado en la ropa porque estás demasiado emocionado mostrándome tesoros como si fuera la primera vez que me los muestras.
Castilla parpadeó confundido y miró hacia abajo, notando finalmente la mancha roja que contrastaba con el color claro de su túnica. Su rostro se tiñó de un ligero rubor que la hizo sonreír aún más.
—Yo... no me había dado cuenta para nada —admitió con una sinceridad que la desarmo.
—Lo sé perfectamente —rio ella, con esa risa suave y musical que él había llegado a considerar uno de los sonidos más hermosos del mundo—. Nunca te das cuenta de esas cosas, ni tampoco te das cuenta de las cosas pequeñas que haces por mí. Como asegurarte de que mi copa nunca esté vacía sin que yo tenga que pedírtelo. O cómo me sostienes la mano un poco más fuerte cuando caminas muy rápido y te olvidas de que mis piernas son considerablemente más cortas que las tuyas.
Castilla la miró con una expresión nueva, como si la estuviera viendo realmente por primera vez esa noche, como si hasta ese momento hubiera estado tan absorto en mostrarle sus logros que hubiera olvidado realmente verla.
—No tenía idea de que notaras esas cosas —murmuró, genuinamente sorprendido—. Pensé que tu mirada siempre estaba perdida hacía el mar.
—Noto absolutamente todo lo que haces por mí —susurró Portucale, acercándose un paso más hasta que prácticamente no quedó espacio entre ellos—. Cada gesto pequeño, cada consideración inconsciente.
Castilla se inclinó hacia ella, sus mechones castaños cayendo sobre su frente de una manera que lo hacía parecer más joven y no un reino de casi mil años. Su sonrisa era traviesa, casi arrogante, pero la suavidad de su mirada verde lo contradecía completamente.
—Eres absolutamente increible —murmuró contra su frente—. Te ofrezco reinos enteros, coronas, poder que pocos pueden soñar, y tú prefieres mis torpezas inconscientes.
—Tus torpezas son infinitamente más divertidas —replicó ella, alzando la vista con esos ojos turquesas que siempre tenían el poder de desarmarlo completamente—. Los reinos se ganan y se pierden, las coronas se pueden robar, el poder puede desvanecerse. Pero esos gestos tuyos... esos son únicamente tuyos, únicamente nuestros.
Castilla sonrió, esa sonrisa pícara que ella conocía tan bien y que generalmente precedía a alguna travesura, y antes de que pudiera reaccionar o protestar, la alzó nuevamente del suelo para que esta vez sus rostros quedaran a la misma altura exacta.
—Entonces —murmuró, acercándose hasta que sus rostros estuvieron tan cerca que podía contar cada una de sus pestañas—, ¿prefieres cuando hago esto?
Y la besó, suave al principio, casi reverente, luego con más intensidad cuando sintió que ella correspondía. Sus manos encontraron su cintura pequeña y las de ella se enredaron en su cabello despeinado, desordenándolo aún más. El beso sabía a vino dulce y a esa intimidad que habían construido a lo largo de siglos de complicidad.
Y cuando se separaron, ambos respirando ligeramente agitados, Portucale sonrió con esa mezcla perfecta de ternura y exasperación que solo él podía provocar en ella.
—A veces basta exactamente con eso —contestó haciéndose la misteriosa, con esa voz que él había aprendido a reconocer cuando estaba siendo deliberadamente enigmática.
Él soltó una carcajada franca, esa que hacía que hasta los nobles más serios sonrieran.
—¡Siempre tan melancólica, tan críptica! —se burló con afecto genuino—. Pero sé perfectamente que me entiendes, incluso cuando finges no hacerlo.
Portucale suspiró teatralmente, aunque no hizo ningún movimiento para apartarse de él o de la calidez de sus brazos.
—A veces me exasperas profundamente, Castilla —dijo con fingida severidad que no engañaba a ninguno de los dos.
—Y otras veces me adoras completamente —replicó él, picarón, con esa certeza arrogante que lo hacía absolutamente imposible de ignorar.
Ella lo fulminó con la mirada, poniendo toda su dignidad en su expresión, pero no pudo evitar que la comisura de sus labios temblara, cediendo inevitablemente a la risa contenida. Él lo notó inmediatamente, y eso fue para él una victoria y sin más dilación, la besó nuevamente, esta vez mucho más profundo, más posesivo, como si quisiera marcarla como suya ante cualquier mirada que se atreviera a posarse sobre ella. Sus manos se deslizaron por su espalda, presionándola contra él hasta que no quedó espacio entre sus cuerpos, como si necesitara asegurarse de que ella era suya.
El beso de Castilla se prolongó, ardiente y hambriento, aprisionándola contra una columna cercana, sus manos por todo su cuerpo. Portucale tuvo que apartarse apenas para respirar, sus labios entreabiertos y húmedos, la respiración agitada llenando el aire entre ellos.
Castilla apoyó su frente contra la suya, riendo entre dientes con esa satisfacción masculina que la hacía sentir irritación y deseo por partes iguales, su pecho subiendo y bajando mientras la miraba con esos ojos verdes que parecían devorarla.
—¿Lo ves? —murmuró con voz grave, esa que utilizaba cuando quería que los demás se rindieran sin discusión—. No necesito fuego para encenderte, mi querida Portucale.
Ella quiso replicar con alguna de esas observaciones agudas que tanto lo divertían, pero se interrumpió con un estremecimiento involuntario cuando sus manos comenzaron a recorrer con lentitud deliberada la línea de su cintura, siguiendo el contorno de su bliaut ceñido. Sus dedos, fuertes y callosos por siglos de empuñar espadas contra las huestes musulmanas y defender cada palmo de la frontera cristiana, contrastaban de manera embriagadora con la delicadeza de la tela fina que cubría su cuerpo.
—Castilla... —lo reprendió en un susurro que no sonaba del todo firme, sus ojos turquesas desviándose nerviosamente hacia los invitados del banquete del otro lado del salón que continuaban con sus conversaciones, ajenos a lo que se desarrollaba junto a la columna de mármol—. Estamos en público. Esto... es indecoroso.
La educación cristiana que había sido introducida por Roma se rebelaba contra el calor que él despertaba en ella, recordándole todas las enseñanzas sobre la virtud y la compostura que una dama debía mantener. Pero Castilla la conocía demasiado bien, había visto esa lucha interna entre su devoción y su deseo demasiadas veces como para que le importara.
Él la miró con esa picardía suya que la volvía absolutamente loca, los mechones castaños cayéndole sobre la frente de manera desordenada, y deslizó una de sus manos hasta el borde del cinturón de su vestido, donde la tela caía suelta sobre sus caderas curvilíneas. La atrajo contra él con un movimiento posesivo, lo suficiente para que ella contuviera el aliento y sintiera cada línea dura de su cuerpo contra el suyo: su pecho amplio, la solidez de su torso y la de sus músculos forjados en los campos de batallas, sus brazos endurecidos por décadas de empuñar espadas.
—Compórtate —susurró Portucale, regañándolo con un hilo de voz que temblaba ligeramente, intentando apartarse aunque en realidad sus pies no se movieron ni un ápice—. Eres absolutamente cruel, Castilla. Me haces sentir como si... como si fuera una de esas mujeres sin virtud.
—Cruel sería no tocarte cuando cada fibra de mi ser reclama hacerlo —replicó él con su voz más ronca, cargada de esa posesividad natural que había desarrollado a través de los siglos de proteger lo que era suyo—. Y tú no eres virtuosa, Portucale. Lo dejaste de ser hace siglos. ¿O quieres que te lo recuerde?
Sus labios descendieron por su mejilla rosada hasta encontrar el hueco sensible de su cuello, donde dejó un beso lento y deliberado, luego otro, y otro más abajo, apenas rozando con los dientes de manera que ella sintiera la promesa implícita en cada caricia. Portucale cerró los ojos un instante, su cuerpo tensándose en esa batalla eterna entre la resistencia que su educación le dictaba y el deseo que Castilla despertaba en ella con una facilidad que la exasperaba.
—¿Lo notas? —le susurró contra la piel tibia de su cuello, su aliento enviando escalofríos por toda su columna—. Cada vez que estás cerca, mi corazón late como un tambor de guerra llamando a mis ejércitos. Eres mi conquista más preciada.
Sin darle tiempo a protestar, agarró sus manos pequeñas y las llevó contra su pecho, obligándola a sentir bajo sus palmas el latido acelerado que ella provocaba, ese ritmo que hablaba de batallas, de territorios reclamados, de una posesión que iba más allá de lo físico.
Ella lo miró con esa mezcla familiar de ternura y exasperación, demasiado acostumbrada a esa clase de declaraciones grandilocuentes que él hacía con la naturalidad de quien ha gobernado pueblos durante siglos. Quiso hablar, tal vez reprenderlo por su descaro, pero él volvió a besarla antes de que pudiera articular palabra, mucho más profundo esta vez, su lengua explorando su boca arrancándole pequeños gemidos que no logró contener por más que su interior gritara que debía mantener la compostura. La apretaba contra su pecho con esa fuerza que no conocía medida cuando se trataba de ella.
El metal frío del collar de oro que le había puesto rozaba su piel caliente, y ese contraste la hizo temblar de una manera que nada tenía que ver con la temperatura del salón. Castilla lo notó inmediatamente, como siempre notaba cada reacción de su cuerpo, y sonrió contra su boca con esa satisfacción masculina que la hacía querer golpearlo y besarlo al mismo tiempo.
—Te prometí coronas y tesoros —murmuró, bajando los labios hacia la curva delicada de su clavícula, donde la tela del vestido dejaba ver apenas su tentadora piel oliva—. Pero este... este es mi verdadero botín de guerra.
Portucale entreabrió los labios sin poder evitarlo, sus manos, traicionando completamente sus protestas verbales, terminaron enredándose nuevamente en su cabello despeinado, tirando suavemente de los mechones castaños mientras él recorría su cuello con besos húmedos que la hacían olvidar todo sobre virtud y decoro, provocando inconscientemente que él aumente sus atenciones hacia ella.
La columna de mármol contra la que Castilla la había acorralado les proporcionaba cierta privacidad, ocultándolos parcialmente pero no la suficiente como para que ella se sintiera completamente segura de sus atrevimientos.
—Castilla... —murmuró ella, con voz temblorosa que delataba exactamente cuánto la afectaba, especialmente cuando él se volvía aún más atrevido y sus manos comenzaron a juguetear con los pliegues de su túnica, deslizándose peligrosamente cerca de donde no deberían estar, intentando levantar su túnica para sentir la suavidad de sus piernas—. Nos pueden ver. Los nobles, los sirvientes...¿Qué pensaran?
Ella tragó saliva, su mirada era incapaz de sostener la intensidad de sus ojos verdes, la intensidad de sus cuidados.
—Pensarán que eres la mujer más afortunada de todos mis dominios —respondió él contra su piel, antes de volver a atrapar sus labios con los suyos nuevamente, mientras sus manos apretaban firmemente su trasero arrancándole un gemido contra sus labios—. Y estarán absolutamente en lo cierto.
Sus labios no abandonaron los de ella, sino que se deslizaron con hambre por su mandíbula, bajando al cuello, al hueco de su garganta.
Portucale dejó escapar un jadeo bajo, que lo enloqueció más que cualquier palabra. Ella intentó decir su nombre, advertirlo quizá, pero se quebró en un suspiro cuando él atrapó con la boca la piel expuesta de su hombro. El collar de oro que antes había colocado en su cuello se desordenó, cayendo hacia un lado, rozando con frío su piel ardiente.
Él rió bajo, un sonido grave que vibró contra su pecho, divertido de su dilema moral, y volvió a besarla, esta vez con un hambre sin disimulo. Sus labios se movían con una seguridad insolente, como si reclamarla fuera tan natural como reclamar un territorio conquistado. Ella, en cambio, temblaba. Sus manos se aferraban a los pliegues de su túnica, no empujándolo, pero tampoco entregándose del todo.
El ambiente se volvió sofocante: el calor de las velas, el aroma del vino derramado, el roce insistente de sus cuerpos. La piedra fría del pilar contrastaba con el ardor de su piel, y ese contraste la estremeció de pies a cabeza.
El bliaut azul se arrugaba bajo sus caricias, sus manos grandes deslizándose por la tela como si cada capa fuera una barrera injusta. Sin embargo, cuando sus dedos apretaron su pecho por debajo del borde del escote bordado, ella se aferró a su muñeca, deteniéndolo. Castilla detuvo sus besos justo en la línea del escote, respirando contra su piel como si recién se diera cuenta que estaban en público.
Portucale lo miró con el pecho agitado bajo la tela azul. El rubor le coloreaba las mejillas y el cuello, y aún así, sus labios entreabiertos lo delataron. Cuando finalmente habló, apenas pudo articular:
—Castilla —le reprochó ella nuevamente, alejándolo un poco con manos que temblaban ligeramente, sabiendo que uno de los dos debía mantener algo de cordura, y normalmente ese papel le correspondía a ella—. No deberíamos hacer estas cosas en público.
Pero incluso mientras protestaba, sus ojos turquesas brillaban con una chispa que él conocía demasiado bien, esa que aparecía cuando ella estaba luchando contra sus propios deseos y perdiendo la batalla gloriosamente.
Él se detuvo para mirarla a los ojos. Su frente sudorosa rozó la de ella, y sus dedos, que habían estado explorando con hambre su cuerpo, se suavizaron en una caricia lenta.
—Tal vez —murmuró Castilla contra sus labios, su voz ronca de deseo —, deberíamos continuar esto en algún lugar mucho más... privado. Donde pueda mostrarte exactamente lo que significa ser mía.
—¿Y abandonar tu magnífico banquete? —preguntó con una voz que había adquirido una matiz peligrosamente seductora a pesar de sus protestas sobre el decoro—. ¿Qué dirán tus invitados cuando notes que su anfitrión ha desaparecido?
Castilla arqueó una ceja, divertido, para luego bajar sus labios y besar su mano, justo donde ella lo detenía.
—Que su reino tiene asuntos mucho más importantes que atender —respondió él, relamiéndose los labios de manera que ella no pudo apartar la mirada de su boca—. Asuntos que requieren toda mi atención y que no admiten demora.
Ella sonrió entonces, esa clase de sonrisa que prometía travesuras y que, al mismo tiempo, clavaba un anzuelo invisible en su corazón. Esa sonrisa hacía que él perdiera toda la poca compostura que le quedaba y que le hacia recordar el por qué él había estado dispuesto a luchar guerras enteras para mantenerla a su lado.
Y sin saberlo ninguno de los dos, esa sonrisa también era una condena. Porque Castilla, que siempre había querido abarcarlo todo, descubriría pronto que nada lo enloquecía tanto como la simple idea de perderla. Esa sonrisa lo condenaría a perseguirla hasta los confines de la tierra, sin poder jamás aceptar que ella pudiera querer alejarse de él, completamente convencido que ella pertenecía a su lado.
Sin embargo, esa sonrisa también era un presagio, tan peligrosa como un mal augurio. Algún día ella intentaría escapar de sus manos y perseguir una independencia que él jamás aceptaría con docilidad. Porque esa sonrisa, tan ligera ahora, sería la misma que ella entregaría a otros, condenando a Castilla a rugir de celos como un león herido, dispuesto a levantar ejércitos y a declarar guerras contra cualquiera que osara cortejarla o tan siquiera mirarla con deseo.
No dudaría en hacer temblar los tronos ni en arrasar ciudades enteras si hacía falta—especialmente contra cierto rubio de ojos verdes que llegaría desde las brumas del norte con promesas de libertad, comercio y alianzas eternas. Un pirata altivo, con lengua afilada y descaro de un hereje, que osaría pretender lo que Castilla consideraba suyo por mandato divino.
Y cuando ese día llegara, Castilla ardería de celos, dispuesto incluso a apartarla del mar —su amante eterno— si con ello la mantenía a su lado.
Esa sonrisa traviesa que ahora lo enamoraba sería, en los años venideros, la cadena invisible que lo ataría a ella incluso cuando todo lo demás ardiera en cenizas. Sin embargo, aún era demasiado temprano para que Portucale se diera cuenta en las aguas peligrosas que se estaba metiendo.
—En ese caso —murmuró Portucale, acercándose hasta que sus labios casi rozaron su oído, su voz convertida en un susurro que enviaba descargas directas a su médula—, muéstrame el camino, mi querido. Pero que quede claro que esto va contra todo lo que me enseñaron sobre la virtud.
Fuera del salón, el viento de noviembre golpeaba las murallas de piedra con fuerza, recordando a ambos que el invierno se acercaba, que todavía quedaba mucho por conquistar y consolidar y que la verdadera independencia total todavía era más que un sueño dorado en el horizonte. Los rumores llegados desde el sur hablaban de que Al-Ándalus no había aceptado completamente la pérdida de estos territorios, y los nobles de la corte susurraban sobre la necesidad de estar siempre preparados para defender lo que habían ganado.
Pero por un instante, suspendido entre banquetes y gestos pequeños, entre risas compartidas y besos, entre el oro que brillaba y los corazones que latían al mismo ritmo, Portucale y Castilla encontraron un paraíso que ninguno había pedido pero que ambos habían estado buscando sin saberlo durante todos esos años de luchas, resistencias y sueños compartidos.
Y mientras Castilla tomaba su mano para guiarla discretamente hacia la puerta lateral del salón, Portucale sintió por primera vez en mucho tiempo que el llamado del océano y su necesidad de independencia podían esperar por una noche.
Notas:
(1) bliaut: Es un tipo de prenda de la Edad Media, usada entre los siglos XI y XIII en Europa Occidental, que se caracteriza por ser una túnica larga y voluminosa, usada tanto por hombres como mujeres, con mangas ajustadas que se ensanchan de forma notable (en especial para las mujeres) y faldas con muchos pliegues. Se combinaba con un cinturón en la parte superior del torso.
(2) Fernando I de León: Conocido como "el Magno" o "el Grande" fue rey de León hasta 1065 y llevo a cabo la Reconquista, se lo conoce tradicionalmente como el fundador de la monarquía castellana y el primer rey de Castilla.
(3) carissima mea: Palabra en latín que signfica "querida mía" o "mi más querida", la forma superlativa del adjetivo "cara" que signfica querida o preciada.