"I love my hometown as much as Motown, I love SoCal
And you know I love Springsteen, faded blue jeans, Tennessee whiskey
But something happened, I heard him laughing
I saw the dimples first and then I heard the accent
They say home is where the heart is
But that's not where mine lives"
Dicen que el hogar es donde habita el corazón. Y si eso es cierto, entonces el suyo debía oler a sal marina, a pan recién horneado, a vino dulce servido en copas pequeñas, a ropa secándose en los balcones estrechos de Alfama, ondeando como banderas cotidianas, a canciones que no se cantan, sino que se lloran. Los humanos las llaman fado, pero ella no necesitaba ponerle nombre, lo reconocía como parte de su esencia, como las iglesias en penumbra, las fachadas cubiertas de azulejos, las plazas dormidas bajo el sol lento del sur. Conocía cada rincón de su tierra. No solo porque la amaba —aunque lo hacía—, sino porque era ella. Era sus muelles desgastados y sus mapas incompletos, era sus cicatrices, sus leyendas, sus silencios. Y, sin embargo, desde que tenía memoria, su corazón había estado dividido. Entre costas y coronas. Entre mares familiares y cielos aún desconocidos. Tal vez por eso nunca aprendió a quedarse quieta. Tal vez por eso, incluso ahora, seguía huyendo. Había nacido de un pueblo antiguo y discreto. Un rincón olvidado, sin cruz ni corona, aún sin nombre claro en los mapas. Al sur de un imperio que no hablaba su lengua, pero que intentaba imponer la suya. Y aun así, ya era ella. Pequeña. Indómita. Terca. Observadora. Siempre más inclinada a escuchar que a hablar. Era solo una niña entonces -aún si ya llevaba siglos viva- con su piel curtida por el sol, los pies descalzos, la voz aún sin lengua. Todavía no hablaba latín, ni árabe, ni cartaginés. Hablaba con las manos sucias de tierra y sal, con los gestos de quienes no necesitan palabras para entender el mundo. Su padre, Cartago, la guiaba en aquellos días. Firme, sabio, conocedor de estrellas y rutas. La llevaba de puerto en puerto, enseñándole a leer el cielo como un mapa y a ver el mundo no por lo que era, sino por lo que podía ser. Una tarde llegaron a un puerto rocoso en la costa norte de la península ibérica. No había templos ni torres, solo colinas verdes y hombres armados con lanzas. Y una mujer del norte. La recordaba con nitidez: ojos fieros, cabello rebelde del color del cobre, un escudo redondo decorado con espirales que hablaban de batallas antiguas: Britania. No venía sola. A su lado estaba uno de sus hijos. Un niño de rizos dorados, pecas esparcidas sobre un rostro que no sonreía fácilmente, con las rodillas raspadas, sostenía un palo como si fuera una espada. No se escondió cuando vio el barco acercarse. No retrocedió ni buscó refugio en la falda de su madre. Se quedó ahí, de pie, mirándolos. Con la misma firmeza con la que las mareas observan la costa. Pero sus ojos no eran del color del mar, eran del color de los bosques. Un verde tan oscuro, tan profundo que parecía leer tu alma. Fue entonces cuando lo vio por primera vez. Y sin saberlo, algo se movió dentro de ella. Algo que no tenía nombre aún, pero que volvería una y otra vez a lo largo de los siglos. Como la marea. Sus padres hablaban de cobre y estaño, de rutas abiertas y tributos futuros. Discutían con voces firmes, midiendo el valor de los recursos, planeando caminos sobre un mundo aún sin fronteras. Pero ellos no hablaban. Se miraban atentamente. No hubo palabras. Ella no le habló. Él tampoco. Solo se observaron. Con una curiosidad primitiva, sin miedo ni vergüenza. Como si intentaran conocerse sin comunicarse, entenderse más allá de los sonidos. Luego, sin decir ni una sola palabra, sin anunciar nada, se alejaron del bullicio de los adultos. No intercambiaron nombres. Tampoco preguntaron por ellos. Se sentaron en la arena, a cierta distancia, sin romper el silencio. Él dibujaba espirales en el suelo con su palo, lentas, precisas, como si tuviera siglos de práctica. Ella, sin imitarlo del todo, hacía lo mismo con los dedos, dejando huellas más suaves que desaparecían con el viento. En algún momento —no sabría decir cuándo— él le ofreció un caracol. Un pequeño gesto, sin pretensión. Ella aceptó, y a cambio, colocó en su mano una piedrecita azul, redondeada por las olas del sur. Un trozo de su mundo-ella nunca lo sabría pero él iba a guardar esa piedrecita, como si al hacerlo pudiera tenerla más cerca, incluso en los días donde ella estaría lejos. Entonces él sonrió. No fue una sonrisa abierta ni luminosa. Fue apenas una curva discreta en sus labios, ladeada, imperfecta. No nacida del deber, sino de otra cosa más profunda, más honesta. Una especie de reconocimiento. Luego se levantó. Su capa era demasiado grande para su cuerpo delgado, y el viento le sonrojaba las mejillas. Se alejó hacia un grupo de soldados y dijo algo, no a ella, sino a uno de los hombres. Una frase breve, intrascendente, pero ella lo escuchó. Y fue suficiente. Su voz era áspera, de bordes irregulares, no era suave ni melódica. Tenía ese acento tosco que arrastraba tierra húmeda y niebla, como si el mar del norte se hubiera escondido entre sus sílabas. No comprendió ni una palabra. Pero le gustó cómo sonaba. Sonaba... a desafío. Después lo oyó de nuevo. Esta vez fue su risa. Al parecer uno de los humanos se tropezó con su propia capa y cayo de bruces al lodo. Su risa fue seca, burlona, casi como un suspiro. No fue una risa completa, pero si era imposible de ignorar. Ella lo miró, sin pensar. Y, otra vez, se quedaron quietos. Solo dos criaturas sin bandera, sin himno ni historia escrita. Apartados del ruido del mundo adulto, en un rincón donde aún no existían los pactos ni las guerras. Él seguía allí, visiblemente incómodo entre los suyos, con la mirada fija en su cuello o tal vez en la cruz que colgaba de su cuello. No supo su nombre hasta mucho tiempo después. Albión. Inglaterra. Arthur. Arthie. No sabía —no podía saber aún— que algún día confiaría en él más que en muchos otros, que él la salvaría, de enemigos y de sí misma. Que serían aliados, amantes y luego algo en el medio. Que se divertirían, que discutirían, que se perderían, que se querrían. Todo eso vendría después. Todavía eran demasiados jóvenes, demasiado inexpertos para entender aún. Solo recordaba que, por primera vez, sintió ganas de quedarse un poco más. Solo un poco. Dicen que el hogar está donde está el corazón. Pero no sabía si eso era posible para quienes eran como ellos. El corazón de las naciones siempre será su pueblo, su gente, sus ciudades ¿era acaso posible compartir su corazón? Sin embargo, el corazón de ella nunca había estado quieto. Era hija del movimiento, de las rutas inciertas, de las costas que llamaban desde lejos. Su hogar era el mar, la aventura, la sal. Y aun así, aquella tarde junto al niño rubio de la isla, en una playa cubierta de bruma y piedras, sintió —con toda la claridad del silencio— que el mundo era más grande de lo que su padre le había contado y que tal vez no le molestaría quedarse quieta por un momento. Y cuando Cartago la llamó nuevamente, corrió de regreso al barco, pero al llegar a la pasarela, se giró una última vez. Él seguía allí. De pie, con el palo en la mano, la sonrisa a medias, los colmillos visibles, lucia salvaje. Le alzó los dedos en un gesto breve. Ella respondió del mismo modo, con el corazón agitado en el pecho, sin entender muy bien el porque. No lo supo entonces. Pero ese fue su primer encuentro. El principio de algo que el tiempo, los reinos, las guerras y las alianzas no podrían borrar del todo.