"You know I love a London boy
I enjoy walking Camden Market in the afternoon
He likes my American smile<br />
Like a child when our eyes meet, darling, I fancy you"
1373 Se habían conocido formalmente en 1147, cuando Inglaterra la ayudó a liberarse completamente del control de los musulmanes, conquistando Lisboa en el proceso. En ese entonces, ambos eran apenas jóvenes adultos —unas jóvenes naciones que recién estaban aprendiendo a liderar, a conquistar, a plantarse en medio de una Europa que parecía diseñada para devorarlos. Ambos sabían lo que era crecer rodeados de vecinos que se creían con derecho sobre ellos, ambos obligados a demostrar día tras día que su existencia no era una concesión, ambos con la necesidad de hacerse un lugar en un tablero donde los reyes cambiaban más rápido que las estaciones. Ahora, más de dos siglos después, se volvían a encontrar, y aunque muchas cosas habían cambiado, había algo en el aire, inmutable, que se reconocía. La sala de recepciones del Palacio de Westminster parecía haber sido construida para impresionar a la joven nación lusa… o tal vez, simplemente, a los ingleses les gustaba lo ostentoso, era difícil saber dónde terminaba la estrategia diplomática y empezaba el carácter de la nación, sin embargo ese gusto por la pomposidad no era innato en ellos, sino un recuerdo grabado a fuego de los siglos que habían pasado compartiendo sangre y tronos con los franceses. Esa influencia estaba en los detalles: en la manera de tallar las columnas con filigranas que recordaban a las catedrales de Normandía, en los tapices que imitaban la textura de la seda francesa, y en la disposición misma del salón, que parecía pensado para jugar al equilibrio entre majestuosidad y sobriedad. Había algo de su antigua rivalidad, de esa necesidad de mostrarse más grande, más fuerte, más digno. Y, aun así, Westminster seguía conservando un aire de sobriedad que París jamás entendería. Los techos se alzaban como si quisieran desafiar al cielo, sostenidos por vigas de roble talladas con precisión. Los estandartes de rojos profundos y azules imperiales colgaban de las paredes, ondeando suavemente bajo la brisa que se colaba por las altas ventanas ojivales. La piedra, fría y solemne, guardaba el eco de tratados, juramentos y traiciones pasadas. Pero aquella tarde, el 9 de mayo de 1373, el aire parecía suspendido, como si incluso la historia hubiese decidido detener su paso para observar lo que iba a ocurrir. La primavera londinense pintaba el ambiente de un color distinto. Afuera, la ciudad respiraba entre la bruma, pero dentro, la luz que se filtraba por los vitrales de la sala proyectaba manchas de oro líquido y zafiro sobre el suelo, dándole al espacio un aire de iglesia sin culto. El único altar era la mesa de roble macizo, larga, sólida, como si la madera misma entendiera que estaba a punto de sostener más que un simple papel. Sobre ella, el pergamino del Tratado aguardaba, extendido con esmero. Las letras, recién trazadas, brillaban con la humedad de la tinta, reflejando la luz de las antorchas que crepitaban contra la piedra. Era un documento sencillo, en apariencia, pero cargado de una intención que aspiraba a sobrevivirles, un documento que no solo unía reinos; tejía un hilo invisible que pretendía sobrevivir al paso de los siglos. Inglaterra aguardaba de pie, con las manos cruzadas frente a sí, a un lado de la mesa. Vestía de manera sobria, como era su costumbre, pero no por ello menos imponente. La túnica de terciopelo azul marino parecía absorber la penumbra a su alrededor, solo interrumpida por un delicado hilo de oro que apenas insinuaba el poder que iba a representar en un futuro próximo. Su cabello, rubio, caía en mechones ordenados hasta el cuello, y sus ojos verdes, serenos, estaban fijos en la entrada. Sin prisa alguna. Y cuando Portugal cruzó el umbral, la estancia pareció cambiar de ritmo. Ella no necesitaba anunciarse, con su presencia era más que suficiente. Su vestido era de un marfil suave, con detalles bordados en azul cobalto a lo largo de las mangas, sutiles olas que jugaban con cada movimiento. Llevaba un velo que caía delicadamente sobre sus hombros, sujeto por un broche de plata en forma de carabela, un detalle que hablaba de ella más que cualquier emblema. Caminaba como si flotara, como si el peso de lo que estaban a punto de firmar no fuese más que espuma sobre sus dedos. Inglaterra la observó en silencio. Era apenas la tercera —o quizás la cuarta— vez que la veía en persona, pero cada encuentro había traído consigo esa sensación extraña de familiaridad, como si siempre hubiesen sabido que, tarde o temprano, terminarían sentados frente a frente, en circunstancias como esta. A veces, Inglaterra pensaba en aquel primer encuentro, cuando eran apenas niños jugando a ser naciones. Algo en su pecho había cambiado ese día, aunque nunca lo dijo en voz alta. —Sir Inglaterra —saludó la lusa, con una leve inclinación de cabeza, su voz clara, pero suave, como si no tuviese que alzarla para ser escuchada. Inglaterra inclinó apenas el mentón, en respuesta, sin apartar la mirada en ella. —Lady Portugal. Bienvenida. El protocolo era sencillo, pero debajo de esas formalidades flotaba un murmullo invisible, un entendimiento silencioso, como si ambos supieran que estaban a punto de enlazar algo más que dos coronas. Ella se acercó a la mesa, sin prisa, con pasos que parecían medir el espacio, respetando el silencio como parte del diálogo. Inglaterra no se movió, había momentos en los que la quietud decía más que cualquier gesto. Cuando Portugal se detuvo frente al pergamino, la luz del vitral cayó sobre ella, tiñendo el marfil de su vestido con destellos azules. Por un instante, Inglaterra pensó que no era casualidad, parecía envuelta en el mar mismo, y no pudo evitar pensar —de forma absurda, quizá— que aquella escena, bajo los vitrales, tenía la solemnidad de una boda. Ambos, a punto de unir sus destinos en un gesto más profundo que cualquier ceremonia religiosa. —¿Este es el documento que hemos venido a sellar? —preguntó Portugal, con la mirada fija en el pergamino, con calma—. Una promesa de amistad entre nuestros reinos. —Así es —respondió Inglaterra, su tono era sereno, casi reflexivo—. Un pacto que durará más allá de quienes estamos hoy aquí. No era una frase decorativa. Era un hecho. Ambos lo sabían. Un tratado de "amistad" no era una expresión que se lanzara a la ligera en la Europa del siglo XIV. Ella extendió la mano hacia la pluma que descansaba sobre la mesa. Inglaterra notó que sus manos eran finas y elegantes, sin embargo no pudo evitar pensar en la firmeza con la que esos mismos dedos empuñaron un sable en la reconquista, como se movían con la misma precisión cuando la había visto blandir una espada. Recordaba con claridad cómo aquella imagen lo había sorprendido, fue una de las primeras impresiones que tuvo de ella: Portugal, aún joven, cortando hombres como si fueran naipes, con una seguridad que hizo que su corazón latiera un poco más rápido. —Me honra que este tratado lleve tu firma junto a la mía, Inglaterra —dijo ella, sin levantar la voz, pero con la calidez suficiente para llenar el espacio entre ambos, como si estuvieran solos en el mundo. Por un instante, Inglaterra se permitió observarla de una forma más directa, dejando que su mirada se posara en ella más de lo protocolar, no la veía como la representación de su reino, ni como una aliada estratégica, en ese instante, era simplemente ella. Había en ella una serenidad que no era distante, sino más bien acogedora, como un puerto que espera al navegante. Era el contraste con él, que solía ser más una tempestad que un refugio. —El honor es mutuo, Portugal —respondió él, con la seriedad de quien no suele regalar palabras—. No todos los pactos se sellan con confianza. Este sí. Ella asintió suavemente. —Con todo lo que está pasando en Europa, me alegra saber que te tengo como aliado. —dijo ella, sin apartar la vista de él, como si le entregara, con esa frase, una parte de sí misma.— Nos quedan tiempos difíciles por delante. —Tiempos difíciles son nuestra especialidad —respondió Inglaterra, apenas ladeando la cabeza. Portugal asintió y firmó primero, su trazo era delicado, pero firme, luego, le tendió la pluma a Inglaterra, sus dedos rozando los de él con una naturalidad inesperada, una naturalidad que descoloco al ingles. Para alguien como él, acostumbrado a que el contacto físico fuera sinónimo de guerra o protocolo rígido, sintió en ese roce algo inusualmente genuino y dulce. Sin embargo, Inglaterra firmo como si ese contacto no le hubiese provocado nada internamente, al menos no en apariencia. Cuando dejó la pluma sobre la mesa, el silencio que siguió no fue incómodo. Los vitrales proyectaban ahora un reflejo dorado sobre ambos, como si la luz misma hubiese decidido rubricar la alianza. No hubo discursos, ni aplausos. Solo la conciencia mutua de que lo que acababan de hacer no era solo un acto de Estado, sino un acto que hablaba de ellos. Portugal, con una sonrisa que era apenas un pliegue sutil en los labios, deslizó la yema de sus dedos sobre el borde del tratado. —Así que… estamos prometiendo que no intentaremos matarnos por accidente —comentó, en tono ligero. Inglaterra arqueó apenas una ceja. —Lo que promete es que me convertiré en un problema para aquellos que pretendan tocarte.—corrigió con tono bajo, medido, como si esa declaración fuera tan obvia como respirar. Sus ojos la seguían con esa calma que solo disfrazaba la atención absoluta, como si en el fondo no solo estuviera negociando protección, sino afirmando un territorio personal. —Esa es una imagen intensa para una promesa de amistad —replicó ella, divertida, aunque sus ojos no se apartaban de los suyos—. Espero que seas igual de diligente cuando no haya enemigos a la vista. —Soy diligente siempre. Aunque prefiero que no haya necesidad de demostrarlo a diario. —Eso suena a pereza encubierta, Inglaterra —dijo ella, inclinándose levemente hacia él. —No, suena a eficiencia. Me gustan las alianzas que no exigen constantes rescates. —Él dejó que la respuesta flotara un segundo antes de continuar, más para si mismo, que para ella—Prefiero la estabilidad, que las cosas se mantengan donde las dejo, que no haya sorpresas inesperadas. La estabilidad no es aburrida cuando se entiende su valor. Ella levantó una ceja, divertida, sin saber que ya estaba atrapada en esa estabilidad a la que él no renunciaría fácilmente. —Entonces ¿Qué puedo esperar de ti Inglaterra, un guardián o un socio? —Ambos. Siempre he sido eficiente en ambos papeles —replicó, dando un paso hacia ella, acortando la distancia sin invadirla, probando el terreno, como un estratega que sabe cuándo avanzar medio metro puede ser más efectivo que un ataque frontal—. Aunque es mutuo, ¿no? Ella sonrió. —Por supuesto. Yo también te defenderé con uñas y dientes. Al fin y al cabo, es un pacto de mutua defensa y amistad. Inglaterra asintió despacio, sin apartar la mirada, sus ojos ocultando una certeza que ella aún no alcanzaba a descubrir. —Eso es lo que me gusta oír. No solo promesas, sino compromiso real. —No espero menos —dijo ella, convencida y firme. —No solo lucharemos juntos, sino que también aprenderemos a confiar el uno en el otro —respondió Inglaterra, con voz baja y segura, como quien entrega una verdad velada. Ella correspondió con una sonrisa cálida y un gesto suave. —Confianza es justo lo que necesito. Portugal necesitaba esa confianza más que nada. Las heridas que Castilla le había dejado eran profundas y recientes, una sombra que aún pesaba en sus decisiones. Por eso buscaba en esa alianza algo más que un pacto político: una seguridad que no le habían dado antes. Inglaterra asintió, despacio, como si estuviera aceptando algo más profundo de lo que las palabras decían. —Por suerte, las alianzas perpetuas dan tiempo para afianzar la confianza —murmuró, dejando caer la frase con la delicadeza de quien está escribiendo un destino que no admite vuelta atrás. Ella volvió a sonreír, confiada, sin sospechar que bajo esa perpetuidad latía un compromiso que la atraparía para siempre. —Perpetuidad es una palabra ambiciosa, Inglaterra —dijo, buscando mantener el tono ligero, aunque sabía que lo que firmaban no sería tan sencillo—. Pero me gusta pensar que no le temes a los desafíos. Sus miradas se cruzaron, sellando sin palabras un pacto que apenas comenzaba. —No le temo a las promesas que sé que puedo cumplir. —Me pregunto si la historia pensará lo mismo que tú. —La historia, Portugal, tiene la costumbre de ponerse de mi lado cuando más lo necesito —dijo Inglaterra con una media sonrisa que rozaba la arrogancia y la certeza de quien ya ganó la partida antes de empezar. —Entonces supongo que lo nuestro será una combinación interesante de terquedad y oportunidad —dijo, cruzándose de brazos—. Dos naciones demasiado testarudas como para soltar el pacto primero. Lo que Portugal no sabía —lo que ni podía sospechar— era que esa testarudez no era solo un accidente de carácter. Firmar con Inglaterra era entrar en un compromiso que no se rompería ni aunque ella quisiera. Y él no tenía intención alguna de soltar. —La testarudez, bien dirigida, es lo que mantiene a un reino de pie durante siglos —replicó él, con esa voz que no admitía réplica. El cruce de miradas fue breve, pero en esa brevedad, se dijeron más de lo que un tratado podría escribir. Ninguno de los dos necesitaba adornar más las palabras. Él le ofreció su brazo, no como un gesto de cortesía vacía, sino como un primer movimiento hacia ese camino compartido que acababan de sellar. Portugal aceptó su brazo con naturalidad, su sonrisa fue más abierta, cálida, pero sin perder la sutileza que la acompañaba desde que entró. Ahora tocaba enfrentarse a los hombres que los esperaban, preparar estrategias, mover ejércitos. La guerra con Francia seguía en pie. —A partir de hoy, caminaremos juntos. —Así será, Inglaterra. Espero que podamos caminar juntos por muchos años. Ambos sabían que las alianzas entre naciones no eran raras. Lo raro era que perduraran. Y, sin embargo, había algo en aquella sala, en aquel pergamino, en aquel cruce de miradas, que les decía que lo suyo sería distinto. Mientras caminaban hacia la puerta, donde los ministros y consejeros los aguardaban, Inglaterra se inclinó apenas hacia ella, su voz casi un susurro, como si esas palabras no le correspondieran a la política, sino a algo más íntimo. —Ya no hay vuelta atrás, Portugal. Me temo que tendrás que acostumbrarte a mi presencia. Ella no respondió de inmediato. Solo giró levemente el rostro hacia él, y su sonrisa fue un destello breve, elegante, pero suficiente para sellar lo que ni siquiera el pergamino podía contener. —¿Una amenaza o una promesa? —preguntó, divertida, sin apartar la mirada. —Una promesa —respondió él, casi en un susurro. Sería, en efecto, la alianza más antigua del mundo.