"I stopped trying to make him laugh
Stopped trying to drill the safe
Thinkin, how much sad did you think I had
Did you think I had in me?
Oh, the tragedy ..."
1840s. El humo de las fábricas se elevaban sobre los tejados de Londres, enroscándose entre las chimeneas con una solemnidad casi religiosa. A lo lejos, los silbidos de los trenes cortaban el murmullo constante de la ciudad, como si la misma tierra gimiera bajo el peso del hierro, del carbón y del progreso. La niebla, espesa y constante, abrazaba las calles empedradas con su aliento frío. Era una noche más entre muchas, indistinguible para la mayoría, pero no para ella. Portugal se detuvo en el umbral del despacho, la mano aún apoyada sobre el marco de madera tallada. Sus ojos se detuvieron en la figura de Inglaterra, inclinado sobre un amplio mapa ferroviario que cubría casi toda la superficie del escritorio, un universo propio que excluía el resto del mundo. La lámpara de gas lanzaba un resplandor dorado sobre su frente, ligeramente fruncida, mientras sus labios se movían apenas, murmurando cifras. Había varios trazos superpuestos, rutas tachadas, flechas y pequeños círculos marcando puentes y estaciones. El tintero se había secado a medias; la pluma, con restos de tinta en la plumilla, descansaba en un ángulo que delataba prisa. Un reloj de sobremesa marcaba una hora demasiado tardía para seguir trabajando, pero él ni lo notaba, las hojas cubiertas de anotaciones apiladas al costado daban testimonio de horas de trabajo ininterrumpido. Era tarde. Muy tarde. Pero él no lo notaba. En otro tiempo, Portugal habría roto ese silencio con algo mordaz. Una frase irónica, afilada, que lo obligaría a alzar la vista, diseñada para arrancar esa sonrisa que él siempre fingía negar. El tipo de frases que él siempre pretendía desaprobar, incluso si sus labios lo delataban con la más mínima sonrisa. En otro momento, habría cruzado la habitación sin anunciarse, dejando que sus pasos se hundieran en la alfombra gruesa, con el paso de quien ya sabe que será bienvenida, quitándole la pluma con descaro, burlándose de esos mapas suyos que parecían telarañas: intrincados, fríos, infinitos. Con descaro, se habría burlado de sus mapas, de esa tinta que convertía países en nodos y territorios en simples líneas rectas. Le habría dicho que se perdía en ellos como un niño en un bosque, solo para verlo rodar los ojos y resoplar con fingida exasperación… antes de que una sonrisa breve se le escapara. Siempre sonreía con ella, aunque se negara a admitirlo. —Estás matando al papel, meu cavaleiro —le habría susurrado, sentándose en el borde del escritorio para invadir su espacio, para recordarle que existía un mundo más allá de esas líneas, de esos mapas. A veces ella le habría llevado una taza de té, demasiado dulce para su gusto, sabiendo que él se quejaría del azúcar pero la bebería igual, el calor de la porcelana calentando sus dedos pero la habría seguido con la mirada como quien no quiere admitir que ya ha dejado de trabajar. O un trozo de pão de ló, que decía no entender pero comía con una silenciosa devoción que lo traicionaba, como si los sabores de ella se le colaran en la sangre. Otras veces, lo sorprendía con una botella de oporto, y él, entre serio y burlón, le recitaba cifras de exportación como si fueran versos: toneladas, precios, navíos que partían de Lisboa a Londres. Ella lo escuchaba a medias, más pendiente del brillo de sus ojos que de sus números. Y a veces, si el ánimo estaba de su parte, se habría acomodado sobre su regazo como si fuera lo más natural del mundo, robándole la atención sin pedirla, con el mismo descaro con el que había conquistado océanos. Le habría contando trivialidades —disputas coloniales, supersticiones marineras, versos que no la dejaban dormir, pesadillas de barcos fantasmas o algún chisme de sus hijos o vecinos—, o simplemente lo habría besado sin ceremonia, solo porque sí. Le gustaba provocarlo. Le gustaba que él, aún escudado en su rígida compostura británica, seguía siendo su caballero. Él la habría escuchado, la habría besado, la habría dejado hacer lo que ella quisiera. Tal vez lo haría con gruñidos, tal vez con monosílabos, pero no habría dejado de mirarla, de tocarla, aunque fuera con la yema de los dedos o apartándole una hebra suelta del cabello. A su modo, le habría dado su atención completa, que para Inglaterra era lo más parecido a una declaración de amor. Él jamás lo decía, por orgullo o pudor, pero ella estaba más que segura de que a él le gustaba cuando ella lo buscaba. Ella estaba segura que a él le gustaba cuando ella entraba al baño sin avisar, mientras el vapor subía por los azulejos, y lo arrastraba con firmeza contenida al agua caliente para bañarlo. O cuando ella se inclinaba para murmurarle algo en portugués antiguo, que él no entendía del todo pero entendía lo suficiente en la cadencia de su voz, en el aliento cálido contra su oreja. O cuando ella esperaba a que él terminara una frase o una línea en algún documento, y luego, sin decir nada, apoyaba la cabeza en su hombro, reclamando un poco de su calor, un poco de su mundo, un poco de su atención. Otras veces, ella se quejaría del frío o del clima con una voz suave, apenas un susurro, como si solo él debiera oírla. Nunca pedía nada directamente —no era su estilo—, pero bastaba una mirada, un gesto contenido, un comentario medido, para que Inglaterra, con esa formalidad suya tan arraigada, dejara a un lado el libro o el informe y actuara como el caballero que ella aún veía en él, aún si ella lo considera más pirata que caballero. Entonces le buscaría una manta sin decir palabra alguna o se desprendería de su propio abrigo se la echaría encima con torpeza cariñosa o la rodearía con sus brazos, como si aquel gesto, tan simple, pudiera bastar para protegerla del mundo. Ella lo llamaba “meu cavaleiro” a propósito, con una chispa en los ojos, y él fingía no morder el anzuelo. Aun así, el gesto siempre venía: los brazos rodeándola, el calor asegurado, la estufa avivada con dos movimientos, la ventana cerrada contra las corrientes. O, si la noche se alargaba y el silencio se volvía espeso, encontraba otras formas de darle calor. Formas más creativas. Más físicas. Más íntimas. Porque Inglaterra, por debajo del mármol, era fuego. Cuando la deseaba, la urgencia se volvía densa, ineludible. La empujaba contra la pared, o contra cualquier superficie cercana —una estantería, una mesa, la puerta, la cama, la baranda del barco—, como si el deseo lo venciera de forma intermitente, pero inevitable. Ella quería creer—esperaba— que nadie los oía, pero en verdad a él le importaba poco, no le importaba ni el ruido ni las miradas. Solo la hacía suya, una y otra vez, la hacía gritar, estremecer, enloquecer, llamándola Leonor con ese acento suyo, tan británico, tan contenido, tan cargado de poder, que ella tanto amaba y desesperaba en partes iguales. Su aliento cálido se perdía entre el cuello y la clavícula de ella. sus dedos, sin embargo, no dudaban. Desabrochaban su vestido con la destreza de quien ha hecho ese camino cientos de veces, venciendo los corsés más complicados y a las grandes cantidades de enaguas de la bendita moda rococó. A Inglaterra le gustaba morder. No para lastimar, sino para reclamar. Lo hacía justo bajo la curva de la mandíbula, un poco más abajo del hueco de la clavícula, en el borde exterior del muslo, y a veces en lugares donde sabía que solo él lo vería al amanecer. Algunas marcas eran suaves, otras profundas y otras simplemente feroces. Y si ella intentaba cubrirlas con un pañuelo, él fruncía el ceño, le apartaba la tela con la paciencia obstinada, casi infantil, como si reclamara la evidencia de la noche anterior. —Déjalas —murmuraba—. Son mías. Y después, por la mañana, cuando amanecía con el cuerpo cubierto de marcas las recorría con los ojos y con la boca, como quien repasa coordenadas. A veces traía un frasco de ungüento y lo aplicaba con cuidado, soplando apenas para que no ardiera. El mismo hombre que podía hacerla perder la voz era el que le ofrecía agua a sorbos cortos, el que le acomodaba el cabello detrás de la oreja, el que le colocaba la manta hasta los hombros como si con ello pudiera blindarla del mundo. En los días tranquilos, Portugal se quedaba leyendo en el sofá con los pies escondidos bajo su abrigo, y él fingía seguir con los papeles mientras la observaba de reojo. A veces discutían por tonterías: un matiz en un tratado, una palabra en un poema, un mapa que para ella era una telaraña y para él, un plan respirable. Otras veces jugaban una partida de ajedrez con piezas demasiado pesadas; él siempre terminaba ganando, aún si a veces le daba cierta ventaja. Portugal se desesperaba, acusándolo de hacer trampa, mientras él escondía una risa y volvía a recoger las piezas. Otras noches él leía en voz alta, con esa cadencia británica tan marcada. Shakespeare, Milton, Byron. Y ella respondía con Camoes, con Pessoa, con versos que hablaban de mares infinitos. A veces discutían sobre cuál nación había dado mejores poetas, y la pelea podía durar horas. Entre citas y traducciones maliciosas, terminaban enredados, como si la poesía fuera otra forma de combate. Y otras, sus favoritas, eran las que más hablaban de nada, con esa comodidad extraña que se construye entre personas que han sobrevivido a demasiadas guerras. A veces se dormía con el libro abierto en el sofá, y siempre amanecía en su cama, con el reloj detenido en su mesilla y el bastón apoyado contra la pared. Ella con el cabello desordenado y los pies fríos, él abrazándola por la cintura con una firmeza que desmentía cualquier palabra dicha en el día. Como si incluso dormido, su cuerpo supiera que ella era lo único que no quería soltar. Porque bajo las coronas, los tratados y las guerras, ella no veía al imperio. No veía la fría máquina que había subyugado colonias, ni al conquistador que tejía redes comerciales de algodón, té y pólvora. No veía la arrogancia con que había aplastado levantamientos, ni la flota que en Trafalgar había doblegado a media Europa, ni al hombre que organizaba flotas enteras, con mapas, sextantes y cálculos de mareas que dictaban la vida y muerte de regiones enteras. Veía al hombre. Al que alguna vez la había esperado despierto para contarle, con entusiasmo apenas contenido, la ruta de un navío rumbo al Lejano Oriente. Al que se quedaba callado demasiado tiempo frente a la chimenea, sosteniendo una copa de brandy sin beber, solo escuchando. Al que le leía fragmentos de Shakespeare con ese acento suyo, como si en secreto buscara compartirle el peso de las palabras que lo habían formado. O al menos antes lo veía. Porque ahora, era más imperio que hombre. Un engranaje más en la máquina de carbón y acero que él mismo había construido. Sus manos, antes capaces de un toque delicado, ahora se movían con precisión calculada sobre los mapas y los tratados. Sus ojos, que solían brillar con curiosidad y complicidad, estaban fijos en coordenadas, rutas comerciales y números que decidían el destino de países enteros. Esos momentos dulces habían quedado en el pasado. Desde su victoria en Waterloo —esa consagración donde su sombra se proyectó sobre todo el continente—, Inglaterra había cambiado. Más seguro, más distante, más ocupado en el tablero global que en la mesa que alguna vez compartieron. Inglaterra se había convertido en una fuerza expansiva que lo absorbía todo, dejando a Portugal cada vez más irrelevante. Los tratados ya no eran negociaciones compartidas, eran obligaciones firmadas bajo la presión de un aliado superior. La gloria británica opacaba cualquier pequeña victoria lusitana, y la monarquía portuguesa, debilitada y dividida en 1840, apenas podía sostener su prestigio frente al coloso que caminaba entre sus mapas y memorandos. Ella no recordaba la última vez que Inglaterra había reído con ella. No una de esas exhalaciones breves y medidas que ofrecía por cortesía en los salones diplomáticos, sino una risa verdadera, nacida de un instante compartido, de una complicidad íntima que no necesitaba palabras. ¿Y cuándo fue la última vez que conversaron sin la sombra de los tratados entre ambos? Sin mapas extendidos sobre la mesa, sin cifras ni nombres de colonias insurrectas, sin la inevitable mención de Prusia o de algún conflicto en los márgenes de su imperio. ¿Cuándo fue que cenaron a solas, sin sirvientes ni la constante vigilancia de la etiqueta que dictaba cada gesto? ¿Cuándo fue que él la besó con ternura, no por hábito sino por amor? ¿Cuándo fue que se buscaron en la noche, no por pasión o por un polvo rápido, sino por anhelo? No lo recordaba. Y esa ignorancia dolía más que la frialdad misma. Más que el silencio. Más que la distancia que se había instalado entre ellos. Inglaterra ya no le preguntaba si compartirían la cena. Ya no la aguardaba en el vestíbulo con el abrigo doblado sobre el brazo, listo para cubrirla del frío húmedo de Londres. Ya no hablaba de los navíos que partían al alba, sabiendo cuánto le gustaba a ella imaginar las rutas, los vientos y los cielos que los conducirían, ni la dejaba colocar una marca sobre los mapas para señalar dónde deseaba viajar. Ya no la llamaba my darling. Ya no buscaba su mirada en mitad de una conversación, como solía hacerlo cuando deseaba decir algo que no se atrevía a pronunciar. Ya no se detenía si rozaba su mano accidentalmente entre papeles, ni tomaba su muñeca con suavidad al pasar. Ya no dejaba caer sobre su nuca una caricia fugaz. Ya no la miraba como si la reconociera. Y lo más trágico no era el fin de esos gestos, ni el hábito aprendido de la indiferencia instalado entre ellos como un océano gélido. Lo más trágico era que, pese a todo, ella seguía amándolo. Y aún se quedaba. Inglaterra podía pasar las tardes enteras encerrado en su estudio, rodeado de planos de locomotoras, informes industriales, tratados coloniales, estadísticas y memorandos. Desde el otro lado de la puerta, su voz —firme, incuestionable— se alzaba para discutir con India, con Australia, en ocasiones con Alemania. Su mundo se había convertido en una maquinaria exacta y despiadada, un engranaje en constante movimiento, que no daba tregua ni al alma ni al cuerpo. Un imperio en expansión, que avanzaba con cada nueva fábrica levantada en la niebla, con cada línea férrea que surcaba los campos, con cada tonelada de carbón que alimentaba su ambición. Cada decisión suya era un engranaje más en esa maquinaria: una colonia sometida, un tratado firmado, un puerto asegurado. Cada gesto suyo reflejaba poder, cada mirada calculaba influencia. Y ella… Ella había quedado al margen. Convertida en una presencia discreta, demasiado conocida para ser notada, demasiado próxima para ser escuchada, demasiado débil para ser tomada en serio. Su país lentamente estaba perdiendo importancia, y si bien ella lo notaba con los demás países, jamás creyó que Inglaterra iba a darle el mismo trato. Ella estaba atravesando una crisis monárquica, conflictos internos y la amenaza constante de la pérdida de prestigio internacional. Mientras Inglaterra se consolidaba como potencia dominante, ella veía cómo su tierra se desdibujaba en las sombras de la historia, y con ello, su lugar en el tablero mundial. Como una postal desvaída, olvidada sobre una repisa. Testigo inmóvil de un tiempo que ya no interesaba a nadie. Había viajado a Londres con un propósito claro: firmar un tratado más. Uno entre tantos. Últimamente, solo se veían para eso. Intercambiaban documentos, discutían tarifas, hablaban de transporte, de recursos, de cifras. Todo perfectamente necesario. Todo perfectamente vacío. Sostenía los papeles aún en las manos, pero lo hacía con la indiferencia con la que se sostiene algo que ya ha perdido su valor. No tenía ánimo para hablar de política. No aquella noche. No con él. Lo observó desde la penumbra, grabándose su silueta entre sombras y estanterías repletas. Reconocía la curva tensa de sus hombros, esa manera en que inclinaba la cabeza al concentrarse, como si llevara el peso de un imperio sobre la nuca. Su espalda, aunque recta, parecía más fuerte, como si el poder de su imperio se manifestara físicamente en su cuerpo. Sus manos, manchadas de tinta, se aferraban al mapa como si en él estuviera escrito el único porvenir posible. Cada línea de ferrocarril, cada puerto marcado, cada ruta naval era una extensión de su voluntad, de su poder, de su distancia emocional. Portugal no dijo nada, no entro tampoco. Dio un paso atrás, sin hacer ruido, la espalda erguida, los ojos secos. Había aprendido a llorar sin lágrimas. Sin escenas. Con la dignidad silente de quien ha amado demasiado tiempo. Y detrás de ella, Inglaterra no levantó la vista. No notó que se iba. Ni siquiera noto que ella estaba.