ID de la obra: 702

So Long London

Het
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
197 páginas, 108.469 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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1815

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Notas:

"I saw in my mind fairy lights through the mist

I kept calm and carried the weight of the rift

Pulled him in tighter each time he was drifting away

My spine split from carrying us up the hill

Wet through my clothes, weary bones caught the chill"

1815. La habitación estaba iluminada por velas altas, cuyos reflejos temblaban sobre las paredes empapeladas. El fuego crepitaba en la chimenea, aunque no lograba disipar del todo el frío que se filtraba desde las ventanas. Al otro lado del cristal, Viena dormía bajo un manto de nieve, silenciosa y solemne, salvo por el eco lejano de una orquesta que aún sonaba en los salones dorados del Congreso. Inglaterra se había despojado ya del uniforme. La casaca azul reposaba doblada sobre una silla, las botas alineadas junto al lecho, y el bastón apoyado con esmero contra la pared, estaba sentado ante un pequeño escritorio, hojeando su cuaderno de notas con el ceño ligeramente fruncido. La pluma descansaba entre sus dedos, aunque no escribía. La luz dorada de las velas se reflejaba sobre sus mejillas angulosas, dándole un aire más fatigado que severo. Portugal lo observaba desde la cama, envuelta en un camisón de lino claro. Llevaba el cabello suelto, cayéndole sobre los hombros y la espalda, como un velo oscuro y ondulado. Tenía las piernas estiradas bajo las sábanas, los dedos entrelazados sobre el regazo. No decía nada. Lo miraba como se contempla algo antiguo, algo que una vez se amó con fervor y aún se recuerda con ternura. —¿No vendrás? —preguntó ella, apenas un susurro. Inglaterra alzó la vista. Por un instante, sus ojos fueron los de antes: los del joven que había cruzado mares y campamentos para encontrarla; el mismo que la había sostenido entre ruinas humeantes, él mismo que le habia ofrecido un caracol cuando apenas eran jovenes. Cerró el cuaderno con lentitud, dejó la pluma a un lado y se puso de pie. Caminó hasta el lecho, sin apuro. Se sentó con parsimonia, pero no con duda. Posó una mano sobre su pierna descubierta, los dedos firmes y tibios. —Estás helada —murmuró, con una media sonrisa en los labios, apenas irónica—. And yet you waited in silence, as if frost were a small price to pay. (Y aún así esperaste en silencio, como si congelarse fuera un precio menor) —Porque sabía que vendrías —respondió ella con suavidad. Él se inclinó y rozó su clavícula con los labios, luego descendió al hombro, cada beso deliberado, medido, como quien recorre un territorio ya conocido, pero no por ello menos venerado. —For your fortune, my dear... I know precisely how to warm you, —susurró junto a su oído, con voz baja y un dejo de arrogancia divertida—. You forget I've always been rather skilled in that department. (Para tu fortuna cariño, se perfectamente como calentarte. Olvidas que siempre fui habilidoso en ese área.) Inglaterra la miró con una mezcla de ternura y hambre y luego enterró nuevamente el rostro en la curva de su cuello, aspirando su aroma: lavanda y sal. Su lengua descendió sin apuro, dibujando líneas invisibles con saliva caliente. Cada beso era una promesa. Cada mordida, una advertencia. Sus dedos subieron lentamente por sus piernas, bordeando la tela del camisón con una lentitud agonizante. La risa de Portugal fue suave, casi muda, la barba del él le generaba cosquillas y escalofríos a la vez. Cerró los ojos cuando sus labios la recorrieron, bajando con precisión solo deteniendose donde sabía que ella temblaba. —You almost forget, —dijo entre dientes, mientras sus labios atrapaban el borde de su pezón a través de la tela fina— I know this body better than your own pulse. (Olvidas que conozco este cuerpo mejor que mi propio pulso.) Portugal arqueó la espalda cuando él se lo llevó el pezón completamente a la boca, todavía cubierto por el camisón, y lo succionaba con fuerza apenas contenida. Su camisón estaba alrededor de su cintura, arrugado, olvidado. Los muslos de ella se apretaron por reflejo, pero Inglaterra los separó con una presión firme. Se estremeció cuando la mano de él se deslizó por su pierna, cálida y decidida. —And for your greater misfortune... I remember every inch of you. (Para tu gran fortuna, recuerdo cada pedazo de ti.) El camisón era una barrera frágil; él lo alzó con lentitud, descubriendo su piel centímetro a centímetro, Portugal se levantó ligeramente, lo suficiente para ayudarlo a desvestirla. La prenda cayó al suelo sin ceremonia, como si la noche no necesitara más preludios. Inglaterra la observo un momento, no solo con lujuria, sino con devoción. Sus labios bajaron por su estómago, deteniéndose en el vértice de sus muslos, su aliento caliente contra su piel sensible. Las caderas de Portugal se levantaron instintivamente, buscando su toque, pero Inglaterra soltó una risita sombría, rozando con sus dedos la humedad de ella. —Tan ansioso —murmuró, con la voz cargada de deseo—. Pero tenemos toda la noche, my love. Portugal contuvo un suspiro, pero tanto sus ojos cerrados y el leve temblor de su cuerpo la delataban. La mano de Inglaterra alcanzó el vértice de sus muslos, sus dedos la acariciaron a través de la delgada tela de su ropa interior provocando que ella jadeara y arqueara su cuerpo hacia su toque. Él soltó otra risita y sus ojos se oscurecieron de deseo, Portugal soltó un gemido leve cuando sus labios llegaron al borde de su ropa interior y él solo sonrió contra su piel. —Patience, darling —murmuró, dejando un beso en su ombligo—. I intend to use every second of the night. (Paciencia, cariño. Tengo intención de utilizar cada segundo de la noche.) Luego le dio un beso en la parte interna del muslo, sus dientes rozando la suave piel en un mordisco que la hizo jadear. Repitió el movimiento al otro lado, dejando marcas de sus colmillos, su lengua siguió el camino de sus dientes, calmando el ligero escozor antes de subir más. Con la punta de los dedos, acarició la tela delicada que cubría su intimidad. Lo hizo con una lentitud cruel, casi estudiada, provocando que ella arquee las caderas sin pensar, buscando más fricción. La tela no resistió mucho. Inglaterra deslizó dos dedos por debajo de la misma y al encontrarla húmeda, soltó una exhalación divertida pero cargada de deseo y luego con un tirón se la arranco. Las caderas de Portugal se movieron instintivamente, buscando contacto, buscando calor pero Inglaterra la sujetó firmemente por la cintura. —You really want me to warm you, don't you?— susurró, entonces deslizó las manos bajo sus muslos, levantándolos para abrirle las piernas. El aire fresco besó su piel expuesta, y ella se estremeció; por el frio y por el calor.  (¿Realmente quieres que te caliente, no?) Inglaterra no la hizo esperar mucho. Su lengua se deslizó lentamente por la cara interna de su muslo, dejando un rastro de calor a su paso. Ella gimió suavemente, apretando las sábanas bajo su cuerpo. Cuando su boca finalmente encontró su calor, la respiración de Portugal se entrecortó. Su lengua rozó su clítoris, burlándose y provocándola cruelmente de ella, se tomo todo el tiempo del mundo para lamerla lento y superficialmente, saboreando su sabor, antes de hundir su lengua dentro de ella. Empezó por abajo, lamiendo sus húmedos pliegues, con movimientos pausados y minuciosos. La respiración de Portugal se entrecortó, arqueando la espalda al sentir el placer correr por su cuerpo. La lengua de Inglaterra presionó con más fuerza, rozando su clítoris con movimientos cortos y rítmicos que la hicieron contorsionar las caderas. —Arthur— jadeó con voz temblorosa. Él respondió succionando suavemente su clítoris, rodeando con la lengua el sensible punto hasta que ella se retorció bajo él. Sus muslos se apretaron alrededor de su cabeza, pero él no se detuvo, su lengua la excitaba hasta el frenesí. Las manos de Portugal se enredaron en sus rulos rubios, tirando de él mientras la devoraba. Los dedos de él se unieron a su lengua, enroscándose dentro de ella a un ritmo que coincidía con los trazos de su boca. Portugal gritó cuando él presionó su pulgar frotando círculos alrededor de su clítoris mientras sus dedos exploraban sus profundidades. Añadió un segundo dedo, estirándola lentamente, sintiendo sus paredes apretarse a su alrededor. Los gemidos de Portugal llenaron la habitación, cada uno más fuerte que el anterior. Sus caderas chocaron contra su cara, desesperada por más. —You always were so responsive, —susurró, su voz ronca, mientras succionaba su clítoris— It's almost unfair. (Siempre tan sensible, es casi injusto.) Ella gimió, necesitada de más. Inglaterra la sujetó por las caderas mientras se enterraba entre sus muslos, devorándola lenta y ferozmente, como quien encuentra agua en el desierto. Solo se detuvo cuando ella tembló como una cuerda tensa a punto de romperse. Él la miraba todo el tiempo, penetrándola con la mirada, mientras la sostenía firmemente por la cadera para que deje de moverse desesperadamente, refregándose contra su cara. Luego se movió para arriba, arrastrando su lengua por su vientre hasta el centro de su pecho, dejando marcas de mordidas por donde su boca pasaba. Cuando se incorporó para besarla, lo hizo con una intensidad feroz. Su lengua exploró la boca de ella con hambre como si no hubiera sido alimentando hace siglos. Su mano, en cambio, nunca se movió, seguía entre sus piernas, implacable, lento, devastadora. Sus dedos se movieron más rápido, curvándose dentro de ella para presionar contra ese punto dulce que la hacía gritar. El cuerpo de Portugal se tensó, su orgasmo crecía rápidamente mientras los dedos de Inglaterra la trabajaban sin descanso. —Voy... voy a...— logró decir con voz entrecortada antes de que la ola la recorriera. Arqueó la espalda, sus músculos se contrajeron alrededor de sus dedos mientras el placer la inundaba en oleadas calientes y pulsantes. Inglaterra no se detuvo ahí, sino que continuo llevándola al clímax hasta que estuvo temblando y agotada. Cuando finalmente retiró los dedos, estos brillaban con su excitación. Se los llevó a los labios, chupándolos hasta dejarlos limpios mientras mantenía un intenso contacto visual con ella. Ella lo observó, con el pecho agitado, el cuerpo aún hormigueando por las sensaciones. Sin embargo, los dedos de él volvieron a su coño, Inglaterra estaba más que decidido a hacerla venir una y otra vez, hasta que su mente su pusiera en blanco. A Portugal se le quebró la respiración al ver cómo los dedos de Inglaterra se abrían paso más profundamente, curvándose en su interior con una precisión que le hacía contraer los dedos de los pies. Su cuerpo se convulsionó, su coño se apretó a su alrededor con pulsaciones desesperadas y rítmicas. La humedad entre sus piernas era audible ahora, un sonido resbaladizo y húmedo que llenó la habitación mientras sus dedos entraban y salían, abriéndola. Podía sentir cada pliegue de sus nudillos, cada roce de su palma contra sus pliegues empapados. Sus caderas se sacudieron contra su mano, pero él la sujetó firmemente contra el colchón, manteniéndola quieta. Se movió ligeramente, añadiendo un dedo más, y Portugal jadeó al intensificarse el estiramiento. Sentía su coño increíblemente lleno, sus paredes apretando sus dedos con fuerza, casi dolorosamente. La trabajó lenta pero insistentemente, rozando su clítoris con el pulgar en círculos cortos y precisos. Sus muslos temblaron, todo su cuerpo se retorció bajo su tacto. Las sensaciones eran abrumadoras, una mezcla de placer e incomodidad que difuminaba los límites entre el éxtasis y el tormento. —Arthur—, jadeó, con la voz temblorosa por la fuerza del placer. —Voy a... No puedo... Él no la dejó terminar. En cambio, se inclinó, capturando sus labios en un beso que era más dientes que ternura. Su lengua se introdujo en su boca, imitando el ritmo de sus dedos. Ella gimió contra él, su cuerpo tensándose al alcanzar la cima las olas de placer. El segundo orgasmo la golpeó como un maremoto, estremeciéndola por todo su cuerpo. Sus músculos se contrajeron alrededor de sus dedos, su coño se agitó y palpitó como si intentara atraerlo más profundamente. Pero Inglaterra no había terminado. Siguió moviendo los dedos, incluso mientras ella gemía de hipersensibilidad. Sus gritos se hicieron más fuertes, más desesperados, su voz se quebró mientras él continuaba acariciando y empujando su carne hinchada y tierna. Su cabeza se recostó en la almohada, agitada al sentir ese segundo orgasmo. Inglaterra finalmente ralentizó sus movimientos, pero no se detuvo del todo. El cuerpo de Portugal aún temblaba, su piel cubierta de una fina capa de sudor. Se sentía en carne viva, expuesta, completamente a su merced. Pero incluso mientras su mente nadaba en una neblina de placer y agotamiento, no podía ignorar el dolor entre sus piernas, la necesidad que la recorría con una intensidad implacable, lo necesitaba a él, sus dedos no eran suficientes.  —Arthur, —jadeó—, por favor... Inglaterra se apartó lo suficiente como para mirarla, con los ojos oscuros por la lujuria. —¿Por favor, qué darling? —preguntó con voz áspera. —Te necesito. —Usa tus palabras, love. Dudó un momento, luego extendió la mano hacia él, con los dedos temblorosos al rodear su cuello. —Te necesito dentro de mí —suplicó ella. —Always so hasty —murmuró él, besándola nuevamente y callando sus gemidos contra su boca. (Siempre tan precipitada.) Entonces se puso de pie, despojándose de sus ropas con rápida eficiencia. Los ojos de Portugal recorrieron su cuerpo, absorbiendo cada centímetro de él. Era tan magnífico como ella recordaba, sus músculos tensos por la anticipación. Inglaterra se desnudó sin apartar la mirada de ella, con una calma feroz, como si desvestirse ante ella fuera una especie de rito. Su torso estaba expuesto: pálido, musculoso, surcado de finas cicatrices y salpicado de pecas como si el cielo nocturno se derramara sobre su piel. Portugal conocía ese cuerpo como su palma de su mano, conocía cada constelación de pecas en su pecho, cada marca, cada cicatriz. Se subió a la cama y se colocó entre sus piernas. Entonces se inclinó nuevamente para capturar sus labios en un beso abrasador, sus lenguas enredándose en una danza tan antigua como el tiempo. Portugal envolvió sus piernas alrededor de su cintura, acercándolo más, intentando atraparlo dentro de ella, tratando de generar fricción, pero él no lo permita, no aún. —Sigues helada —susurró, inclinándose para dejar una mordida en su hombro. El gesto fue tan inesperado como certero, provocándole un chillido—. Let me fix that. (Déjame arreglar eso.) Sus manos volvieron a su cuerpo, tocándola con precisión, al ritmo exacto, en el lugar exacto, él la observo todo el tiempo mientras ella jadeaba, quebrándose con los ojos cerrados y su cuerpo tenso, sin embargo él aún la mantenía firmemente por la cadera, provocando que se retorciera debajo de él. Cuando volvió a besarla, Portugal gimió en su boca, sus caderas empujando contra él.  —Still cold? —murmuró, entre besos— Because I've barely started. (¿Sigues con frio? Porque recién empezamos.) Portugal apenas pudo responder, ya que él la seguía besando violentamente. Su pene rozó su entrada, caliente y pesado, y la respiración de Portugal se entrecortó con anticipación. No la penetró de inmediato. En cambio, la provocó, frotándose contra sus pliegues húmedos hasta que ella se retorció bajo él, desesperada por más. Y cuando la penetro en un sonido húmedo y brutal, de ambas caderas chocando contra la otra, ella tembló. No había ternura. Solo necesidad. Portugal envolvió instintivamente sus piernas alrededor de su cintura, acercándolo más. Él empezó a moverse, sus caderas se balanceaban contra las de ella a un ritmo constante, como si al enterrarse en ella pudiera destruirla y reconstruirla al mismo tiempo. Las manos de ella se aferraban a él con una mezcla de fuerza y urgencia, en la cintura, en el cuello, murmurando entre dientes, gimiendo contra su boca, tirando de su pelo, arañándolo. Él murmuró entre dientes apretados, gimiendo contra su boca: —You belong here. With me. You always did. You always will. (Perteneces aquí. Conmigo. Siempre lo hiciste. Siempre lo harás.) Se movía con furia rítmica, interrumpida solo por intensos espasmos de Portugal, oleadas impredecibles que sacudían el ritmo de sus embestidas. La besaba cuando ella se estremecía; sus labios recorrían su cuello, sus hombros, sus pechos. Mordiendo, succionando. —Mine —gruñó, como si pronunciara un pacto ancestral—. You've always been mine. (Mía. Siempre serás mía.) Portugal se aferró a sus hombros, sus uñas se clavaron en su espalda; Sus muslos se cerraron alrededor de su cintura como si el mundo se estuviera derrumbando. Inglaterra se movió ligeramente, cambiando el ángulo de sus embestidas, levantándola sobre el colchón, posicionando sus piernas en sus hombros. Portugal gimió de sorpresa mientras él golpeaba un punto profundo dentro de ella que hacía que las estrellas explotaran detrás de sus párpados. Su gemido fue una mezcla de sorpresa y placer puro, sus manos aferradas a su cuello con todas sus fuerzas mientras sus piernas se cerraban sobre sus hombros. El ritmo de Inglaterra era implacable ahora, sus caderas golpeando su trasero con un sonido húmedo y carnoso que resonaba en la habitación. Cada embestida la empujaba más arriba, su clítoris rozando contra sus testículos mientras él la penetraba con un fervor que la hacía temblar. Su coño se aferraba a él, hinchado y empapado, la viscosidad de su excitación cubriendo su miembro con cada movimiento. El sonido de sus cuerpos al unirse era obsceno, una sinfonía de carne y necesidad que solo impulsaba su ritmo. Las manos de Inglaterra la sujetaban firmemente por las caderas, atrayéndola hacia él con cada embestida, sus dedos clavándose en su suave piel, dejándole marcas. Podía sentir cada centímetro de él, estirándola, llenándola de una forma que le hacía flexionar los dedos de los pies. Su cuerpo ardía, cada nervio se encendía con la sensación mientras él la penetraba. Su pene se deslizaba dentro y fuera de ella con una facilidad experta y la fricción enviaba oleadas de placer por todo su cuerpo. Podía sentir la tensión nuevamente creciendo en su interior, apretándose una vez más hasta que creyó que iba a estallar. Pero justo cuando estaba al borde del abismo, Inglaterra aminoró el paso, sus embestidas volviéndose superficiales y deliberadas. Portugal gimió en protesta, moviendo las caderas desesperadamente contra las de él, pero debido a la posición y la la fuerza de las manos de él manteniéndola en su sitio, apenas lograba un poco de fricción.  —Não, no pares— suplicó con voz temblorosa de deseo. — Por favor, no pares... Inglaterra se inclinó, rozando su oído con los labios mientras susurraba: — Paciencia, darling. Déjame cuidarte. — Su voz aunque dulce, era una orden encubierto. Se apartó casi por completo de ella, dejando solo la punta de su polla dentro de ella antes de volver a penetrarla con un movimiento lento y deliberado que la hizo gritar. Repitió el movimiento una y otra vez, cada embestida medida y controlada mientras la acercaba al límite otra vez. Portugal sentía el dolor de la necesidad insatisfecha creciendo en su interior, su coño apretándose a su alrededor como si intentara atraerlo más profundamente.  Él sonrió con suficiencia, claramente disfrutando de cómo se retorcía bajo él. —Dime qué quieres— dijo con la voz cargada de deseo. — Dilo. Dudó un momento, las palabras se le atascaron en la garganta antes de que finalmente lograra susurrar: —Quiero que me hagas correrme otra vez.  Los ojos de Inglaterra se oscurecieron ante sus palabras, y sin previo aviso, la embistió con una fuerza que la dejó sin aliento. Su ritmo ahora, era brutal, sus caderas embistiéndolas con una ferocidad que no dejaba lugar a pensamientos. El cuerpo de ella se sacudía con cada embestida, sus gemidos resonaban en la habitación mientras él la empujaba cada vez más cerca del borde. El orgasmo de Portugal se apoderó de ella rápidamente, otra vez, apretándose contra su vientre. Se aferró a Inglaterra, mientras su cuerpo temblando con fuerza. Su coño se apretó a su alrededor, ordeñando su polla mientras oleadas de placer la inundaban. Inglaterra no se detuvo, a pesar de su propio orgasmo creciendo, sus embestidas se volvieron aún más intensas mientras la acompañaba hasta el clímax, llevándola más y más arriba hasta que ella creyó que se desmayaría. Inglaterra se enterró profundamente dentro de ella su polla palpitando al correrse, llenándola con su semen caliente. Portugal gritó, abrumada al sentirlo correrse dentro de ella, podía sentir como su semen salía de ella, goteando por sus muslos mezclándose con su propia humedad, la sensación le provocó un escalofrío de placer. Inglaterra se desplomó en la cama junto a ella, con el pecho agitado mientras intentaba recuperar el aliento.  La respiración de ambos se hizo más lenta mientras yacían juntos, el calor de sus cuerpos ahuyentando el frío de la noche. Sin embargo, Portugal contuvo la respiración cuando los labios de Inglaterra se curvaron en una sonrisa maliciosa, sus ojos se oscurecieron con un anhelo que le provocó un escalofrío en la espalda. Se inclinó hacia ella una vez más, escaneando su cuerpo con esos ojos verdes esmeraldas que tanto le ponían la piel de gallina con solo verla y con su aliente cálido contra su oreja le susurro:  —Aún no hemos terminado. Sus manos se movieron hacia sus muñecas, sujetándolas firmemente sobre su cabeza y Portugal contuvo la respiración cuando su boca recorrió su cuello, sus dientes rozando su piel en una nueva serie de mordiscos para la colección privada del ingles, cada marca que dejaba era una reclamación, un recordatorio. Sus labios descendieron, trazando la curva de su clavícula antes de descender a sus pechos. Tomó un pezón en su boca, succionando y provocando hasta que ella arqueó la espalda.  —Eres insaciable —bromeó ella, con la voz ronca y temblorosa. Inglaterra rió entre dientes, tomando el otro pezón para succionarlo.  —Solo intento ser un buen anfitrión y calentarte. —Se inclinó, capturando sus labios en un beso apasionado mientras su mano se deslizaba por su cuerpo, sus dedos encontrando su coño aún húmedo, aún con su semen. —Ahora, a ver si podemos darte más calor.  Ella sabía que no dormirían mucho esa noche, y estaba deseando ver qué les depararía la mañana. Cuando todo terminó, y el aire olía a piel, a sudor, a promesas no dichas, era casi el amanecer. Inglaterra la rodeó con ambos brazos, con una fuerza que rozaba la desesperación. Ella no protestó, simplemente apoyó la cabeza sobre su pecho, escuchando el latido firme de su corazón: fuerte, insistente, como un tambor de guerra. Ya no sintió frío. Hace horas que no sentía más que calor.  —¿Creés que esta vez durará? —preguntó, sin abrir los ojos. —¿La paz? —repitió él. Portugal asintió apenas. Inglaterra tardó en responder. —No lo sé... Pero al menos esta vez estamos entre los vencedores. La frase flotó en el aire como una telaraña: delgada, frágil, pegajosa. Portugal no dijo nada. Se quedó allí, abrazada a su cuerpo, queriendo creer —necesitando creer— que él seguía siendo el mismo hombre que cruzó medio mundo para ponerla a salvo. El mismo que la sacó de las llamas de Lisboa. El que tembló al verla herida. El que, tiempo atrás, le hizo el amor con una furia teñida de miedo cuando se enteró lo que Francia le había hecho. Aunque en esa cama él la abrazara como si fuera su mundo, en la sala de los tratados... no era más que un nombre entre muchos. Inglaterra la apretó con más fuerza. —¿Estás bien? —Sim —respondió ella, con una sonrisa tenue.  No mentía. Pero tampoco era verdad. Porque lentamente empezaba a notar la rigidez de los brazos de Inglaterra, como sus ojos miraban más allá de la habitación, más allá de ella, como estos momentos de intimidad eran cada vez más raros entre ambos. Ella aún lo amaba y el amor —ese amor profundo, antiguo, imposible— a veces tiene la costumbre de tapar las grietas... hasta que ya es demasiado tarde. Al otro día, Portugal encontró a España en la galería lateral del palacio, donde el frío se colaba por los ventanales altos, pintando de escarcha los mármoles. Él estaba inclinado sobre la baranda de hierro forjado, observando en silencio a los soldados que entrenaban en el patio inferior. El vapor de su aliento se deshacía en el aire helado. —¿Cómo va la gloria imperial, Port? —preguntó sin volverse, con ese tono suave que siempre anunciaba tempestad. —Insoportable —respondió ella, apenas esbozando una sonrisa—. Pero útil. Esta semana he firmado dos acuerdos de comercio. España giró ligeramente el rostro, lo justo para que su perfil quedase a contraluz. —¿Dormiste con él? Portugal suspiro pero no respondió, no era necesario. España ya conocía la respuesta. Siempre la sabia.  Se volvió un experto cuando ella aún casada con él, huía a los brazos del inglés.  España a veces decía que era debido a que olía a él...aunque la realidad era por todas las marcas que él dejaba sobre su cuerpo.  Inglaterra tenia una obsesión con morder.  —¿Desde cuándo te basta con que te ignoren para sentirte querida? —continuó, con una sorna tan refinada como el terciopelo que llevaba al cuello—. Lleva tres días sin dirigirte la palabra en público. Pero claro... llega la noche, entra en tu lecho y se te olvida todo lo demás, ¿no es así? Ella inspiró con lentitud, resistiéndose al impulso de discutir con él.  España tenia ese efecto en ella, sabia exactamente como enojarla, aún si ella se consideraba a sí misma como alguien con paciencia.  —Está ocupado. Lo sabes. Todos lo estamos. —¿Y eso justifica que te trate como una sombra? —No me trata así. No cuando estamos solos. España se incorporó entonces, cruzándose de brazos frente a ella. Su voz se tornó más áspera. —Claro. Cuando estáis a solas, todo cambia. Te mira. Te toca. Te besa. Te posee. Te susurra cosas que no se atreve a decir a la luz del día. Pero cuando hay reyes, embajadores, naciones y mapas sobre la mesa... tú simplemente dejas de existir. Portugal bajó la vista. Las pestañas le temblaban por la humedad del aire o por algo más profundo. —Tiene responsabilidades. Igual que tú. Igual que yo. —Yo nunca te escondí, Leonor —espetó él—. Jamás. Ni siquiera cuando nos arrojábamos las copas en mitad del Consejo. —Su voz bajó entonces, cargada de una pena que no supo disimular—. Y no me digas que no estás enamorada. Porque se te nota hasta en el silencio. —No tengo fuerzas para discutir, Antonio. —No he venido a discutir. He venido a hablar claro, aunque te duela.  Ella tragó saliva. No podía negarlo. No servía de nada. España había sido muchas cosas —su esposo, su hermano, su carcelero— pero siempre fue igual, la trataba de la misma forma en privado que en público. La buscaba aún cuando ella misma escapaba. Pedía su opinión, aún si él odiara su respuesta.  —Arthur... es distinto. No demuestra lo que siente como otros. Pero eso no significa que no sienta. Siempre ha sido así. No ha cambiado. España soltó una risa breve, seca, completamente hueca. —Claro que no ha cambiado. Ese es precisamente el problema. Siempre fue así. La diferencia es que antes no querías verlo. O, peor aún, solo veías lo que te convenía. Las palabras la golpearon, pero se mantuvo erguida. —Él estuvo cuando más lo necesité. Me protegió de ti. Cuando tú... —¿Cuándo yo qué? ¿Cuándo te tuve a mi lado? ¿Cuándo compartimos corona, trono, escudo y cama? —Su voz se quebró por un instante, pero se rehízo de inmediato—. ¿Cuándo fuimos marido y mujer? Portugal lo miró por fin. Sus ojos no tenían rencor, pero sí una claridad dolorosa. —Fuimos muchas cosas, Antonio. Pero nunca fui libre. Estuve encerrada por ti, no contigo. España se quedó inmóvil. Ella no lo había dicho con crueldad sino con verdad. Y esa verdad le dolía como una espada. —Las cosas cambiaron —musitó—. Yo he cambiado. Se pasó una mano por el rostro, como si quisiera borrarse a sí mismo. —Mírame bien, Leonor. No te hablo como esposo. Te hablo como tu hermano, como tu igual. Ese inglés no es mejor que yo. Solo es más sutil. Te encierra sin barrotes. Tú, que cruzaste océanos y desafiaste imperios... ¿de verdad te basta con ser la sombra de su victoria? Ella apretó las manos. Apenas perceptible, pero temblaba. —No es así. Él me ve. Quizá no como tú quisieras. Pero me ve. —¿Y con eso te basta? En ese momento, Inglaterra cruzaba el patio, escoltado por diplomáticos extranjeros. No alzó la mirada hacia la galería. No redujo el paso. España apenas susurró, con la voz envenenada de un presentimiento oscuro: —Tú aún lo ves como tu caballero con armadura —dijo con una media sonrisa amarga—. Pero esto no es una leyenda, Port. Esto es Viena. Y aquí no te rescata. Aquí te dirige. Portugal guardó silencio. El aire gélido que entraba por los ventanales altos le acariciaba el rostro como una advertencia. Cuando alzó la mirada, sus ojos brillaban con una firmeza inesperada. Su voz, suave, pero afilada, cortó el espacio entre ellos. —No entiendo tu odio hacia él, Antonio. También te salvó a ti. ¿O ya lo has olvidado? Sin él, todavía seguirías encadenado bajo la bota de Bonaparte. Bajo la bota de tu mejor amigo. Me criticas, pero tu relación con Francia es igual de complicada.  España parpadeó, como si esas palabras lo hubieran tomado por sorpresa. No se las esperaba de ella. No con esa claridad. No con esa crueldad.  —Inglaterra no me salvó. Me usó —respondió al fin, con voz contenida, casi con rabia—. Como hace con todos. Portugal lo sostuvo con la mirada con determinación.  —Puede que no sea el hombre perfecto —dijo entonces—. Pero fue más leal contigo de lo que tú lo estás siendo conmigo. No esperó respuesta. Dio media vuelta con una dignidad, casi sagrada, y comenzó a alejarse. Caminó en dirección contraria a donde Inglaterra conversaba con diplomáticos, sin volver la cabeza. Sus pasos resonaban apagados sobre el mármol, ahogados por la música lejana del baile diplomático. España no la siguió. Se quedó allí, inmóvil, observando cómo su figura se perdía entre los pilares. Y no la detuvo. Porque lo que más le dolía no era verla partir. Era que aún lo defendiera. Porque si aún lo defendía...era porque aún lo amaba. Y no había peor ciego del que no quería ver.  La niebla descendía sobre los jardines de Viena como un velo de encaje antiguo, cubriéndolo todo con un silencio de reliquia. Portugal caminaba sola entre los setos simétricos, el paso lento, casi contenido. A lo lejos, las luces de gas parpadeaban como luciérnagas cautivas. El aire olía a tierra mojada y hojas caídas. Inglaterra nunca decía "te quiero". Lo escribía con gestos torpes, con silencios persistentes, con detalles que nadie más notaba. Ella sí los notaba. Y ahora, años después, entre mármoles imperiales y columnas austríacas, ella estaba segura que él no había cambiado. Que esa ternura antigua seguía ahí, sepultada bajo informes diplomáticos, cartas cifradas y tratados con sello de lacre. Que su distancia no era indiferencia, sino peso. Que si no hablaba, era porque nunca había sabido hacerlo de otro modo. Quizás por eso no la miraba ahora cuando había otros presentes. Quizás por eso, en privado, aún le besaba los nudillos. Aún la llamaba darling cuando pensaba que ella dormía. Aún se quedaba un instante de más en el umbral, como si dejarla sola le costara algo. Aún la amaba. O, al menos, eso quería creer ella.
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