"Every day of a love affair
Every breath feels like rarest air
When you're not sure if he wants to be there"
Paris-1947 El Palacio de Versalles había sido testigo de la caída de imperios y el nacimiento de naciones, pero nunca había albergado una reunión tan cargada de tensiones ocultas como aquella conferencia de paz de 1947. Las banderas ondeaban con dignidad en la brisa primaveral de abril, cada una representando no solo un país, sino siglos de historia, traiciones y alianzas que se extendían mucho más allá de la memoria humana. Los líderes de los Aliados se estrechaban las manos entre sonrisas cuidadosamente ensayadas y brindaban sin calor, mientras las conversaciones se entremezclaban en múltiples idiomas donde la desconfianza ya había comenzado a plantarse en la tierra que, apenas ayer, había sido campo de batalla. El mundo celebraba el fin del horror nazi con una pompa que intentaba ocultar las grietas ya visibles. Los discursos estaban cargados de optimismo forzado, pero debajo de cada apretón de manos latía la pregunta silenciosa: ¿y ahora qué? En un rincón del legendario Salón de los Espejos, donde una vez María Antonieta había bailado hacia su final, un símbolo de antaño del antiguo esplendor francés, hoy estaba cargado de humo de tabaco. Entre diplomáticos franceses que susurraban sobre la reconstrucción, americanos que calculaban préstamos de posguerra y soviéticos que observaban con ojos de acero, Winston Churchill alzó su copa con el ímpetu teatral que lo caracterizaba. El puro habano —un Romeo y Julieta que había guardado para la ocasión— humeaba entre los dedos regordetes de su mano izquierda, mientras que con la derecha sostenía el champán. Había perdido las elecciones, pero no la teatralidad ni el instinto de orador. Sus carcajadas ya había comenzado a fluir cuando divisó una figura acercándose entre la multitud. —¡Ah, Portugal! —exclamó con voz estrepitosa que cortó las conversaciones circundantes como un sable, haciendo que varios diplomáticos volteasen a mirarlo—. ¡At last! ¡At last I meet the lady who embodies the oldest and noblest alliance in Europe! —Su inglés resonó por el salón antes de cambiar al español con un acento terrible pero entrañable—. Tenía muchas ganas de conocerla, señora Portugal. ¡Six hundred years of friendship deserve proper recognition! (¡Por fin! ¡Por fin conozco a la dama que encarna la alianza más antigua y noble de Europa! ¡Seiscientos años de amistad merecen un reconocimiento merecido!) Portugal se acercaba flanqueada por un par de asistentes lusos: hombres de aspecto severo con trajes impecables que contrastaban con la juventud aparente de la lusa. Vestía un sobrio vestido de terciopelo azul marino que se ajustaba a su figura menuda pero voluptuosa como una segunda piel, creando una silueta de reloj de arena donde el escote era modesto pero insinuante y el corte era perfecto para su estatura. Sus ondas suaves de color chocolate caían hasta por debajo de sus hombros, enmarcando un rostro que había permanecido invariable desde la época de los descubrimientos. Ella apenas inclinó la cabeza, con esa gracia innata que había aprendido en las cortes de reyes y emperadores. Su porte era majestuoso, la espalda erguida, el mentón alto, como una reina de otra época que había visto caer imperios y nacer repúblicas. Pero sus ojos —dos turquesas profundos como el Atlántico que bordeaba sus costas—permanecían impenetrables, no revelaban júbilo, ni entusiasmo, solo aquella calma distante que ocultaba más de lo que revelaba. Era como mirar al mar desde la orilla: hermoso pero imposible de abarcar del todo. Al lado de Churchill, Inglaterra permanecía estoico y en silencio como una estatua de mármol. Su uniforme militar estaba impecablemente planchado, las condecoraciones en su pecho brillaban bajo la luz de los candelabros de cristal, y su bastón de oro—aquel que era más que un símbolo de autoridad, que de necesidad real —descansaba con naturalidad en su mano enguantada. Había ganado la guerra más devastadora de la historia humana, había visto a Londres arder y renacer, había guiado a su imperio a través de la hora más oscura y se había sentado entre los vencedores, pero al ver acercarse a Portugal después de décadas de silencio glacial, después del ultimátum de 1890 que había quebrado su relación, se tensó como un cable a punto de romperse. No por lo que Churchill decía, no por la mención pública de la “más antigua alianza” —esa alianza que había sobrevivido a guerras napoleónicas, invasiones y revoluciones— sino por la cercanía física de ella después de tanto tiempo de cartas sin respuesta y embajadores que regresaban con las manos vacías. Su altura imponente contrastaba con la delicadeza aparente de Portugal, pero él sabía mejor que nadie que esa apariencia frágil ocultaba siglos de astucia política y una voluntad de hierro templada en las tempestades del Cabo de Buena Esperanza. —Winston —dijo Inglaterra con tono medido, su voz llevando ese acento aristocrático que había perfeccionado en Eton y Oxford, sin apartar un solo momento la mirada de ella—. Le presento a la señorita Portugal. Las palabras sonaron formales, casi dolorosas cuando hubo un tiempo que él había susurrado su nombre en gemidos en habitaciones en la penumbra. —Sir Churchill —respondió ella con un leve gesto de cabeza protocolar, con un inglés perfecto, claro y sereno—. Un honor. No había calidez en sus palabras, solo la cortesía diplomática pulida hasta la perfección durante siglos de práctica. Churchill le tomó la mano con ambas, atrapando su mano como si tuviera un relicario —su mano era pequeña, con huesos delicados, con la piel suave pero firme que transmitía sus siglos de resistencia— y la besó con galantería antigua, casi excesiva, el gesto de un hombre que había crecido admirando las tradiciones del Imperio Británico, un imperio que aún quería creer que el protocolo era poder. Sin embargo, mantuvo su mano más de lo estrictamente necesario y por ello, los asistentes portugueses permanecieron inmóviles como centinelas, sus rostros máscaras completas de profesionalismo. Algunos de ellos lo interpretaron como la cortesía británica tradicional, otros como el espectáculo típicamente del hombre. Habían visto a su señora manejar situaciones más comprometidas y por ello sabían que ella era más que capaz de manejar esta. Inglaterra, sin embargo, lo vivió como una violación, como una invasión intolerable. La sangre le golpeó las sienes al ver otra boca acercarse a la piel que él recordaba con memoria íntima —la textura exacta de sus nudillos, el pulso que latía en su muñeca, la textura de su piel— le causó una repulsión visceral que tuvo que tragar como veneno. Sus dedos se tensaron involuntariamente alrededor del bastón, clavándolo con fuerza en la alfombra roja para contenerse, sus nudillos blanqueándose por el esfuerzo de forzarse a permanecer estático en su lugar, sin demostrar ni atisbo de molestia. —Madame, the pleasure is entirely mine! —declaró Churchill con vehemencia, encantado consigo mismo como un actor que acaba de recibir una ovación—. My dear England has spoken of you... —hizo una pausa teatral, su mirada saltando entre ambos como un niño que ha descubierto un secreto— not in detail, I confess, but some things need no description! The Anglo-Portuguese alliance, signed in 1373! Windsor and Avis, united for centuries! No other bond compares! Not even the French have lasted us that long! (¡Señora, el placer es enteramente mío! Mi querida Inglaterra ha hablado de ti... no en detalle, debo admitir ¡pero algunas cosas no necesitan descripción! ¡La alianza anglo-portuguesa, firmada en 1373! Windsor y Avis, unidos por los siglos! ¡Ningún otro vinculo se compara! ¡Ni siquiera los franceses nos han aguantado tanto!) Su voz retumbo como si estuviera en el Parlamento y no en un salón cargado de tensión, y al mencionar a Francia, varios diplomáticos franceses cercanos alzaron las cejas con expresión ofendida, sin embargo Churchill parecía disfrutar de esa provocación. Su puro humeaba como una chimenea industrial mientras gesticulaba con la copa, salpicando gotas de champán. Inglaterra apretó la mandíbula en silencio, cada músculo de su cara tenso como el granito. Mantuvo el rostro imperturbable, aunque por dentro gritaba. Las palabras de Churchill sonaban como una parodia cruel de lo que una vez había sido sagrado entre él y Portugal. Ese tratado, esa “alianza eterna” que Churchill exhibía como reliquia de museo, no era un papel para él: era carne, era recuerdos, era ella. Y que un tercero lo nombrara con tanta ligereza, reduciéndolo a una cifra histórica, le resultaba insoportable. Portugal, en cambio, apenas dibujo una sonrisa —hermosa, educada, y completamente vacía de calidez. Era la sonrisa que reservaba para embajadores molestos y reyes mediocres, un gesto diplomático de quien ha aprendido a sobrevivir en un mundo de lobos vestidos de corderos. Su mirada turquesa se deslizó sobre Churchill con cortesía, pero deliberadamente evitó buscar la de Inglaterra. Y eso, más que el beso o las palabras, lo desgarraba. —Together we've weathered Napoleon —continuó Churchill, su voz creciendo con cada palabra como una sinfonía mal dirigida—, together we've faced the Kaiser, and now together we've defeated the Nazi plague! From Trafalgar to Normandy, shoulder to shoulder! (Juntos hemos superado a Napoleón, juntos nos hemos enfrentado al Káiser, ¡y ahora juntos hemos derrotado a la plaga nazi! ¡De Trafalgar a Normandía, hombro con hombro!) Mientras Churchill desplegaba su retórica como un pavo real desplegaba sus plumas, Inglaterra observaba cada micro-expresión en el rostro de Portugal con la intensidad de un general estudiando un mapa de territorio enemigo que conocía de memoria. Conocía cada línea de expresión, cada curva de sus labios, cada matiz de esos ojos turquesa que una vez lo habían mirado con adoración tan pura que había llegado a creer—con arrogancia divina—en la posibilidad de redención de sus pecados. Y Dios, tenía demasiados pecados acumulados como para llevar la cuenta exacta. Siglos de ellos, apilados como los huesos en las catacumbas de París. Las hambrunas irlandesas que había permitido mientras exportaba grano, los millones que habían muerto en la India mientras él calculaba márgenes de beneficio en el opio, los pueblos enteros borrados del mapa en nombre del progreso y la civilización británica. Las guerras que había iniciado por territorios que ni siquiera podía pronunciar correctamente, los tratados rotos cuando dejaban de ser convenientes, las culturas aplastadas bajo la bota de su expansión imperial. Había construido su imperio sobre montañas de cadáveres y había dormido plácidamente sobre ellas durante décadas, justificando cada atrocidad con la retórica de que era parte de su destino como nación. Había sido cruel con una precisión matemática, eficiente en su brutalidad, elegante en su violencia sistemática. Pero cuando Portugal lo miraba con esos ojos turquesa llenos de algo que se parecía peligrosamente al amor incondicional, Inglaterra había comenzado a creer que quizás—solo quizás—un monstruo podía ser amado lo suficiente como para recordar lo que se sentía ser humano. Había memorizado cómo sus párpados se entornaban cuando reía de sus chistes más oscuros sin juzgarlo, cómo su frente se fruncía apenas cuando se concentraba en encontrar las palabras exactas para consolarlo aún cuando él era el culpable y no la victima, cómo sus mejillas se sonrojaban con ese rosa delicado cuando él adoraba su cuerpo como si fuera el altar donde él podía confesarse de todos los horrores que había cometido en nombre de la corona y la gloria. Ahora, sin embargo, sus ojos eran como observar el océano durante una tormenta silenciosa: hermoso hasta quitar el aliento, pero peligrosamente impredecible. Y él sabía mejor que nadie lo devastadoras que podían ser las tormentas en alta mar. —Indeed, Sir Churchill —respondió Portugal, su inglés perfecto pero frío como el viento del Atlántico Norte que azotaba sus acantilados en Sagres—. Nuestros pueblos han compartido siglos de cooperación. (En efecto, Señor Churchill) Cada palabra fue elegida con precisión quirúrgica, sin mirarlo a él, sino al espacio neutro que los separaba, como si Inglaterra fuera simplemente parte del mobiliario del palacio. La omisión era deliberada y dolorosa. No había mencionado amistad, no había mencionado hermandad. Solo menciono "cooperación". Una palabra comercial, fría, transaccional. Inglaterra lo sintió como una bofetada elegantemente administrada. Cincuenta y siete años. Cincuenta y siete años desde que había tenido que elegir entre sus ambiciones africanas y el corazón de la mujer que había amado durante siglos, y ella aún no lo había perdonado. —But what elegance! What bearing! —exclamó Churchill, aparentemente ajeno a las corrientes gélidas que fluían entre las dos naciones—. England, you sly old fox, you failed to mention your ally was such a classical beauty! A true Iberian muse! Venus rising from the Atlantic foam! (¡Pero qué elegancia! ¡Qué porte! Inglaterra, viejo zorro astuto, ¡no mencionaste que tu aliada era una belleza tan clásica! ¡Una auténtica musa ibérica! ¡Venus surgiendo de la espuma del Atlántico!) Y sin la menor vergüenza, Churchill le guiñó un ojo a su compatriota con la complicidad vulgar de un colegial compartiendo un chiste subido de tono, como si redujera a Portugal a un simple adorno más en aquella sala de espejos. El gesto, torpe en su galantería, resonó en el aire como una falta de respeto envuelta en seda. Un murmullo inquieto recorrió al séquito portugués: un par de cejas arqueadas, un par de labios apretados. Portugal, en cambio, permaneció inmóvil, sin conceder siquiera un parpadeo. Inglaterra sintió que sus entrañas se retorcían y la sangre se le agolpaba en las sienes con una violencia que solo él notó. La descripción de Churchill, por más halagadora que fuera, sonaba a profanación cuando salía de labios que no conocían la verdad detrás de esa belleza. No sabían de las cicatrices invisibles que Portugal llevaba, de las noches en que había llorado por imperios perdidos, de la forma en que sus ojos se encendían cuando hablaba de carabelas y horizontes, de su miedo a los espacios cerrados luego del terremoto de Lisboa. Que otro hombre nombrara su belleza como si fuera un comentario de sobremesa, lo molestaba más de lo que jamás admitiría en voz alta. No pronuncio palabra alguna que demostrara su batalla interna. Sin embargo, su mandíbula se endureció apenas, un tic casi imperceptible que Portugal notó inmediatamente como siempre —conocía cada una de sus reacciones como conocía las mareas de sus costas. Su expresión, sin embargo, permaneció inmutable, pero algo brilló en sus ojos turquesa, una chispa que podría haber sido diversión o furia. Y ese misterio fue más punzante que cualquier reproche. —No lo creí relevante —dijo Inglaterra al fin con frialdad que habría congelado el Támesis en pleno verano. Sus palabras, lanzadas con esa naturalidad tan característica de él, atravesaron a Portugal como una puñalada. A los ojos de los demás, era apenas una réplica cortés, diplomática, nada fuera de lo común. Pero para ella fue una sentencia demoledora. ¿Irrelevante? ¿Ella? ¿Su alianza más antigua, reducida a un detalle que ni merecía mención? Portugal no permitió que nada de eso cruzara su rostro. Su piel se mantuvo serena, su porte erguido, sus labios con la misma sonrisa glacial. Pero por dentro, la frase ardía. Porque no era solo lo que dijo; era lo que implicaba. Que nunca se había molestado en hablar de ella con su ministro, que no la mencionaba ni siquiera en las sobremesas, que quizás, en su mundo de mapas y guerras, ella no había sido más que una pieza conveniente. Y sin embargo, Portugal recordaba perfectamente cómo solía nombrarla en privado, con su voz grave y su acento marcado. Palabras cargadas de posesión y ternura, pronunciadas con lo que ella en algun momento pensó que era amor. ¿Y ahora se atrevía a decir frente a todos que no había creído relevante mencionarla? Sangró por dentro y en silencio. Como tantas veces antes había hecho, con los siglos aprendió a sonreír aún si su corazón era una tempestad. Su rostro no cambió ni un milímetro, pero sus ojos turquesa, por un instante, parecieron volverse aún más fríos que antes. —Not only loyal and brave, but utterly exquisite! —continuó Churchill, completamente sordo a la tensión que había alcanzado proporciones majestuosas—. Tell me, how did you ever let her attend those summits unaccompanied, old fox? Such a treasure should be guarded like the Crown Jewels! (—¡No solo leal y valiente, sino absolutamente exquisita! Dime, ¿cómo la dejaste asistir a esas cumbres sola, viejo zorro? ¡Un tesoro así debería estar tan bien guardado como las Joyas de la Corona!) La implicación era clara y ofensiva en múltiples niveles. Portugal intervino antes de que Inglaterra pudiera abrir la boca, su voz cortando el aire como una espada toledana. —Sé cuidarme sola, Sir Churchill —dijo, su voz suave pero con un filo que podría haber cortado diamantes—. He navegado océanos y he sobrevivido a tempestades que hundirían flotas enteras. No necesito guardianes. Había orgullo en sus palabras, siglos de orgullo acumulado desde la época en que sus carabelas habían sido las primeras en tocar costas vírgenes. Pero también había una advertencia sutil: ella no era una damisela en apuros esperando rescate y él no era su caballero de armadura real. Lo dejo de ser hace años. —Exactly! Independent, yet ever faithful! —bramó Churchill, encantado de su propio ingenio como si acabara de descubrir la pólvora—. ¡A la amistad anglo-portuguesa! ¡Inquebrantable! ¡Eterna! No existe tratado más firme ni más digno de estudio. ¡Inglaterra y Portugal, la vieja hermandad que ha resistido el paso de los siglos! (¡Exactamente! ¡Independiente, pero aún si fiel!) Alzó su copa con tanto entusiasmo que varias gotas de champán volaron hacia el sequito portugués. Portugal asintió con gracia mecánica, pero sus ojos no buscaron los de Inglaterra. En cambio, fijó su mirada en algún punto infinito más allá de los ventanales del palacio. —Qué fortuna que los tratados sobrevivan más que los hombres, ¿no es así? —murmuró, y sus palabras flotaron en el aire como el humo del incienso de alguna catedral suya. Churchill soltó una carcajada que resonó por todo el salón, haciendo que varios diplomáticos se volvieran a mirar, completamente sin percibir la sombra detrás de esas palabras aparentemente inocentes. —Precisely, my dear! Firm as steel! Eternal as the very stars! —Y brindó nuevamente con tanto vigor que el champán se derramó sobre su uniforme, manchando las condecoraciones con gotas doradas. (¡Exactamente, querida! ¡Firme como el acero! ¡Eterna como las mismas estrellas!) Algunos asistentes rieron con complicidad, otros fingieron no notar el desliz. Churchill, imperturbable, agitó la mano como si esas gotas fueran insignificantes ante el peso de su retórica. A diferencia de su ministro, Inglaterra si había entendido perfectamente su doble sentido. Los tratados sobreviven más que los hombres. Los papeles firmados perduran cuando los corazones se rompen. La diplomacia continúa cuando el amor muere. Un recordatorio elegante y brutalmente preciso de que lo que una vez había sido pasión ardiente ahora era solo tinta seca en pergaminos amarillentos, guardados en archivos que olían a moho, olvido y sueños abandonados. Inglaterra ni siquiera se movió. Su mirada se fijó en un punto indeterminado del salón, como si la conversación sucediera en otra dimensión, en otro siglo. Observaba cómo Francia gesticulaba elegantemente mientras hablaba con Estados Unidos —ese muchacho que aún llevaba la arrogancia del vencedor en cada línea de su traje— y Canadá, quien mantenía esa discreción educada que había heredado de ambos progenitores. Desde 1890 no compartían una conversación real, pensó con la amargura de quien cuenta cada día de una sentencia de muerte. Sin embargo, Churchill sonríe como si nada hubiera cambiado. Los mortales nunca comprendían las relaciones entre las naciones. Para ellos, cincuenta y siete años eran toda una vida; pero para seres como él y Portugal, era apenas un parpadeo cargado de rencor que sin embargo, él lo sentía como la eternidad. Churchill seguía parloteando sobre tratados y hermandades mientras Inglaterra sentía cómo cada palabra se clavaba en su pecho como dagas de plata. Los mortales vivían en el presente; las naciones cargaban con el peso acumulativo de cada traición, cada decepción, cada victoria. Portugal, en cambio, sentía que cada palabra de Churchill sobre la "eternidad" de su alianza era un ladrillo más en una tumba que jamás había terminado de cerrar, la tumba donde había enterrado no solo su amor por Inglaterra, sino también la versión de sí misma que había creído en esos cuentos de hadas. —Disculpe, Prime Minister —dijo Portugal finalmente, con su acento portugués cortando el aire—. Debo ir a atender a los delegados franceses. Monsieur De Gaulle ha mencionado algunos asuntos comerciales que requieren... atención inmediata. Hizo una reverencia elegante, el tipo de cortesía que había perfeccionado en las cortes y que ahora empleaba como un escudo contra conversaciones incómodas. Churchill le sonrió con esa expresión paternal que empleaba cuando quería parecer encantador. Inglaterra, en cambio, apretó la mandíbula con fuerza suficiente para quebrar diamantes, cada músculo de su rostro convirtiéndose en una máscara de control férrico. —But of course, my dear lady! Though do try not to be too charmed by the French, eh? —alzó su copa una vez más, el champán burbujeando como la risa que no sentía—. You know how they are with beautiful women... all poetry and no substance! The oldest allies are still us, after all. Almost six centuries don't lie! (¡Claro, mi querida señora! Aunque intenta no dejarte seducir demasiado por los franceses, ¿eh? Ya sabes cómo son con las mujeres hermosas... ¡pura poesía y nada de sustancia! Al fin y al cabo, los aliados más antiguos seguimos siendo nosotros. ¡Los casi seis siglos no mienten! La advertencia sonaba jovial, pero llevaba esa posesividad británica que había construido un imperio sobre la premisa de que todo lo valioso debía ser británico o, al menos, estar bajo control británico. Inglaterra bajó la vista hacia las puntas relucientes de sus zapatos de charol, pero Portugal mantuvo la sonrisa fina, esa sonrisa que había aprendido a usar como armadura cuando los cañones diplomáticos apuntaban hacia ella. —Lo tengo presente, sir —respondió con una cortesía glacial—. Los tratados antiguos... siempre dejan su marca, ¿verdad? Otra puñalada elegante, envuelta en seda diplomática pero mortal en su precisión. Churchill, por supuesto, no captó la ironía. —¡Exactamente! Y no olvides pasar nuevamente por aquí, my lady —continuó Churchill, gesticulando con su puro como un director de orquesta dirigiendo una sinfonía de su propia composición—. Tu presencia es completamente grata. Absolutely delightful! It's not often we meet such... distinguished company. (¡Una delicia! No es frecuente encontrar una compañía tan... distinguida.) Ella asintió con mecánica perfección y sin una palabra más—sin siquiera una mirada hacia Inglaterra—se alejó hacia Francia, quien la esperaba con una sonrisa genuina y luminosa. Sus tacones resonaban sobre el mármol con la solemnidad de campanas fúnebres tocando el réquiem de algo que una vez había sido hermoso. Cada paso marcaba no solo la distancia física, sino los años de silencio acumulados entre él y la portuguesa. Inglaterra la siguió con la mirada como un hombre siguiendo el vuelo de un ave que nunca podrá cazar. No hizo ademán de detenerla—el orgullo se lo prohibía como una camisa de fuerza invisible. No la llamó, aunque su nombre se agolpaba en su garganta como un grito ahogado. Pero una rabia familiar se aprisionó en su pecho—celos, puros y primitivos como los que había sentido cuando la había visto bailar con España en 1680 en su boda—cuando vio a Francia besarle los nudillos más tiempo del estrictamente decoroso. Y lo que fue peor: vio cómo ella realmente le sonrió a Francia. Una sonrisa genuina, cálida, completamente distinta a las sonrisas cordiales y vacías que le había regalado a él. Francia le susurró algo al oído que la hizo reír—una risa musical que Inglaterra recordaba a la perfección. Churchill suspiró con la satisfacción de un hombre que había cumplido exitosamente con sus deberes sociales, completamente ajeno al abismo que se había abierto en la mente de Inglaterra, a los volcanes emocionales que hacían erupción bajo esa fachada impecablemente británica. —An impressive lady, indeed —comentó Churchill, saboreando el champán como si fuera ambrosía, alzando ligeramente la copa en dirección a donde Portugal conversaba animadamente con Francia y Estados Unidos—. Has hecho bien en conservar esa alianza, Inglaterra. It´s unique in Europe, perhaps in the world. Truly one of a kind. (Una dama impresionante, de verdad. Es única en Europa, probablemente lo sea en todo el mundo. Verdaderamente única.) Hizo una pausa teatral, entornando los ojos con una sonrisa pícara que había perfeccionado durante décadas de política parlamentaria, esa sonrisa de hombre que creía haber descubierto algo extraordinariamente ingenioso. —You know, I always assumed Portugal was a gentleman —continuó, dando una calada profunda a su puro—. Very devout, you know. Very serious about religion and tradition. All those explorers and missionaries... I pictured some stern old fellow with a beard and rosary. You kept her well hidden, you sly old fox. Decades of diplomatic meetings and never a mention! (Sabes, siempre creí que Portugal era un caballero. Uno muy devoto, ¿sabes? Muy serio con la religión y la tradición. Todos esos exploradores y misioneros... Me imaginaba a un viejo severo con barba y rosario. La mantuviste bien escondida, viejo zorro astuto. ¡Décadas de reuniones diplomáticas y ni una sola mención!) Inglaterra no respondió, solo apretó con más fuerza el bastón de comando, los nudillos tensos bajo los guantes de cuero negro como las riendas de un caballo que se niega a obedecer. Sus ojos seguían fijos en Francia y Portugal, quien ahora él se había inclinado demasiado cerca de ella mientras ambos escuchaban alguna anécdota que Estados Unidos contaba con esa gesticulación exagerada típicamente americana. —You kept her all to yourself! —insistió Churchill con una carcajada que resonó por todo el salón, atrayendo miradas curiosas de otros diplomáticos—. And who could blame you? Con semejante belleza, yo también la habría mantenido alejada de las miradas ajenas. No vaya a ser que algún tonto se le acerque demasiado... o peor, se crea con derecho a algo más que diplomacia. (¡La mantuviste toda para ti mismo! ¿Y quien podría culparte?) La frase cayó como plomo derretido en los oídos de Inglaterra. Churchill había dado en el clavo sin saberlo: él sí había creído tener derecho. Derecho a sus sonrisas, derecho a sus secretos, derecho a su corazón. Y había perdido todo ese derecho aquel 1890 cuando eligió sus propias ambiciones sobre los ojos turquesa de la mujer que amaba. Inglaterra giró el rostro hacia Churchill con la precisión mecánica de un reloj inglés. —She's not something I share lightly —dijo sin adornos, cada palabra pesada como lingotes de oro. (Ella no es algo que comparta a la ligera) —I'll bet you don't! —rió Churchill, palmeándole el hombro con esa camaradería masculina típica de clubes de caballeros, sin percibir el filo escondido en cada sílaba, la advertencia que vibraba bajo la superficie aparentemente calmada del inglés—. But what an alliance, my friend. One for the history books, truly. Almost like a marriage, eh? That kind of loyalty, that devotion through centuries... (—¡Apuesto a que no! Pero que alianza, mi amigo. Uno para los libros de historia, de verdad. Casi como un matrimonio, ¿eh? Ese tipo de lealtad, esa devoción a través de siglos...) Inglaterra parpadeó una vez, apenas un microsegundo de vulnerabilidad, pero fue suficiente para que una punzada de dolor le atravesara el pecho como una bayoneta. Matrimonio. La palabra resonó en su mente como un eco en una catedral vacía. Recordó el anillo. Aquel gesto privado, infantilmente solemne que había hecho cuando las estrellas parecían conspirar a su favor y Portugal había aceptado llevar su topacio—del mismo color exacto de sus ojos turquesa—en el dedo anular como una promesa que ningún tratado podría formalizar. "My wife, my lady, minha senhora" la había llamado tantas veces, entre bromas que no eran bromas, entre besos que sabían a eternidad y promesas que creía inquebrantables. Pero ella le había devuelto el anillo después del ultimátum, después de que él eligiera África sobre su corazón. Lo había colocado con sumo cuidado entre sus otros anillos sin ninguna mención al respecto, como si fuera simplemente otra joya más en su colección. Cuando lo vio allí—días después de que ella se marchara de Londres sin despedirse, sin mirar atrás—se dio cuenta de la magnitud de su error. Se dio cuenta de lo arrogante que había sido, de cómo había dado por sentado que ella siempre estaría allí, esperando, perdonando, amando incondicionalmente mientras él construía imperios sobre corazones rotos. Hoy ese anillo ya no estaba con sus otras joyas imperiales. Estaba en su mesita de noche, junto a su cama. Lo había tomado en sus manos durante las noches más oscuras de la guerra, cuando las bombas alemanas le impedían dormir y él intentaba invocar mejores tiempos, momentos donde era ella su talismán contra la desesperanza, y no un maldito pedazo de topacio que ahora solo le recordaba todo lo que había perdido por orgullo. —We're not married —aclaró con sequedad que habría avergonzado al desierto del Sahara, cada palabra cortando el aire—. She's just a valuable ally. She always has been. (No estamos casados. Ella es solo una aliada valiosa. Siempre lo fue.) Pero incluso mientras pronunciaba esas palabras, sabía que eran mentira. Había sido mucho más que una aliada. Había sido su confesora, su cómplice, su refugio en un mundo donde ser una nación significaba estar eternamente solo. Había sido la única que había visto más allá del Imperio, más allá de la corona, más allá de la máscara de civilización británica, y había amado lo que encontró debajo. Y él lo había destruido todo por un maldito mapa coloreado de rosa. Churchill soltó otra carcajada que resonó completamente ajeno a la tragedia griega que se desarrollaba ante sus ojos bien intencionados pero ciegos. —What a pity! Pero eso no impide que uno se divierta un poco, ¿no crees? —continuó con esa jovialidad masculina que caracterizaba a los hombres que habían conquistado el mundo sin conquistar nunca un corazón—. Vamos, Inglaterra... no me digas que nunca te tentó esa melancolía ibérica, esa mirada de turquesa profundo como los océanos que alguna vez dominaste, y esas curvas... Good God, man! (¡Qué pena! ¡Dios mio, hombre! Churchill se acercó más, bajando la voz como si estuviera compartiendo secretos de estado. —Listen to me carefully, old friend. I've been married to the same woman for nearly forty years, and let me tell you something about the fairer sex: they want to be pursued. Properly pursued. You could at least take her out to dinner. Algo elegante, con velas francesas, buen vino portugués—un Vintage Port, naturally—música suave de cámara. Las portuguesas aprecian el arte de la conversación, ¿no es así? They're cultured, refined. Not like these American girls who want nothing but dancing and jazz music. (Escúchame con atención, viejo amigo. Llevo casi cuarenta años casado con la misma mujer, y déjame decirte algo sobre el sexo opuesto: quieren que las persigan. Que las persigan como es debido. Al menos podrías invitarla a cenar. (un Oporto Vintage, por supuesto) Son cultas, refinadas. No como esas chicas americanas que solo quieren bailar y les gusta el jazz.) Inglaterra sintió una punzada de irritación que le subió por la columna como lava hirviente. Un mortal, pensó con esa arrogancia que había construido imperios, un simple mortal que ha existido apenas setenta años me está dando lecciones sobre cortejo. Como si Churchill pudiera comprender la complejidad de seducir a alguien que había navegado océanos vírgenes cuando su bisabuelo aún creía que la Tierra era plana. —Or the theatre! —continuó Churchill, gesticulando expansivamente—. Nobody ever says no to the West End. A little Hamlet, a little romance under the London fog. Take her to the Royal Opera House, get her the best box, let her see you in your element. Women love a man who can appreciate culture, especially Continental women. They're more... sophisticated than our English roses. (¡O al teatro! Nadie le dice nunca que no al West End. Un poco de Hamlet, un poco de romance bajo la niebla londinense. Llévala a la Royal Opera House, consíguele el mejor palco, deja que te vea en tu salsa. A las mujeres les encanta un hombre que sepa apreciar la cultura, sobre todo a las mujeres continentales. Son más... sofisticadas que nuestras rosas inglesas.) Sofisticadas. Inglaterra casi sonrió ante la ironía. Churchill no tenía idea de que Portugal había asistido a óperas en La Scala cuando Mozart aún componía, que había bailado valses en Viena cuando los Strauss eran solo una promesa musical. No sabía que ella había sido su compañera en más noches culturales de las que Churchill podría contar en toda su vida mortal. Para él, todo era simple: la matemática elemental del cortejo que había funcionado para generaciones de británicos que nunca habían tenido que cargar con el peso de siglos de historia. Inglaterra no respondió. Su rostro permaneció inmóvil como una máscara tallada en mármol, pero su mirada seguía atenta a cada movimiento que Portugal hacía al otro lado del salón. Cómo le sonreía maternalmente a Canadá—esa sonrisa que una vez le había dedicado a él cuando era joven e impulsivo y creía que el mundo le pertenecía por derecho divino. Cómo se reía de cualquier cosa que dijera Estados Unidos con esa risa musical que le erizaba la piel incluso a la distancia. Cómo agarraba sutilmente el brazo de Francia cuando éste se inclinaba para susurrarle algo al oído, ese gesto íntimo de confianza que una vez había sido exclusivamente suyo. Cada sonrisa que no era para él, cada risa que no provocaba, cada toque que no recibía, se clavaba en su pecho como alfileres en un muñeco vudú. Churchill, como de costumbre, interpretó su silencio como timidez británica tradicional, esa reserva emocional que tanto divertía a los europeos continentales. —And flowers, for God's sake! —exclamó Churchill, como si acabara de tener una revelación divina—. When was the last time you sent her flowers? Not those formal arrangements that diplomats send, I mean real flowers. Personal ones. Roses, lavanders, peonies, or better yet, those exotic blooms from her colonies. Show her you pay attention to details, that you remember where she comes from. (¡Y flores, por supuesto! . ¿Cuándo fue la última vez que le enviaste flores? No esos arreglos formales que envían los diplomáticos, sino flores de verdad. Flores personales. Rosas, lavandas, peonías o mejor aún, esas flores exóticas de sus colonias. Demuéstrale que prestas atención a los detalles, que recuerdas de dónde viene.) Churchill tomó una calada profunda de su puro, claramente disfrutando de su papel de consejero romántico. —And letters! Hand-written letters, none of that typewriter nonsense. Women treasure personal correspondence, especially the romantic kind. Pour your heart out on paper, England. Tell her things you've never told anyone else. Be vulnerable, for once in your stoic British life. They love that contrast—the powerful empire showing his tender side. (¡Y cartas! Cartas escritas a mano, nada de esas tonterías de máquina de escribir. Las mujeres valoran mucho la correspondencia personal, sobre todo la romántica. Abre tu corazón por escrito, Inglaterra. Cuéntale cosas que nunca le has contado a nadie. Sé vulnerable, por una vez en tu estoica vida británica. A ellas les encanta ese contraste: el poderoso imperio mostrando su lado tierno.) Inglaterra observaba con fascinación morbosa cómo este mortal—brillante en la guerra, sin duda, pero aún un niño en comparación con él—le explicaba el arte de la seducción. Como si Inglaterra no hubiera perfeccionado esas técnicas mucho antes de que existiera el concepto del "caballero inglés." Como si no supiera exactamente qué flores hacer florecer en los jardines de Portugal para sorprenderla, qué palabras susurrar en su oído para hacerla derretirse, qué caricias usar para hacerla olvidar que era una nación y recordar que también era mujer. Yo no soy Francia, pensó con amargura, observando de reojo cómo el galo le susurraba algo al oído a Portugal que la hacía reír, pero eso no significa que no sepa jugar este juego cuando importa. Justo en ese momento, Francia se inclinó aún más cerca de Portugal, su mano rozando "casualmente" la de ella mientras señalaba algo en la distancia. Inglaterra sintió que algo primitivo y territorial se despertaba en sus entrañas, algo que tenía más que ver con siglos de instintos imperiales que con celos humanos ordinarios. Sus dedos se tensaron alrededor del bastón hasta que los nudillos se pusieron blancos bajo los guantes. Aparta tus malditas manos de ella, pensó con una vehemencia que lo sorprendió incluso a él. El impulso de cruzar el salón, de separar a Francia de Portugal con la autoridad que casi seis siglos de alianza le daban, era abrumador. Podía imaginarse perfectamente haciéndolo: una excusa diplomática sobre asuntos urgentes, una mano firme en el brazo de Francia para alejarlo, una sonrisa cortés que no llegara a los ojos mientras la reclamaba, apartándola a algun lugar privado para recordarle con la boca y los dientes que ella era suya. Porque eso era Portugal para él, había sido siempre: suya por derecho, por historia, por sangre derramada en común. No importaba que ella hubiera elegido el silencio glacial; no importaba que hubiera devuelto su anillo. En lo más profundo de su ser, Inglaterra aún la consideraba suya de una manera que trascendía tratados y protocolos. Pero se contuvo. Apenas. La disciplina británica luchaba contra instintos más antiguos que su civilización. —A walk by the sea, perhaps Brighton? —continuó Churchill, ajeno a la tormenta hecho hombre a su lado—. An intimate dinner at the harbour, watching the ships come in. There's something romantic about harbors at sunset, don't you think? The way the light plays on the water, the sound of the waves... Women are suckers for that sort of atmospheric romance. And she being Portugal, with all that maritime history, she'd appreciate the maritime setting. (Un paseo junto al mar, ¿quizás Brighton? . Una cena íntima en el puerto, viendo llegar los barcos. Hay algo romántico en los puertos al atardecer, ¿no crees? La forma en que la luz juega con el agua, el sonido de las olas... A las mujeres les encanta ese tipo de romance atmosférico. Y ella, siendo Portugal con toda esa historia marítima, apreciaría el entorno marítimo.) Entorno marítimo. Inglaterra casi se rió de la ironía cruel. Como si no hubiera compartido cientos de atardeceres portuarios con Portugal, como si no conociera el sonido exacto de su risa mezclándose con el grito de las gaviotas, como si no hubiera memorizado la forma en que la luz del ocaso dorado se reflejaba en sus ojos turquesa mientras observaban sus barcos regresar cargados de especias y sueños. —The key is persistence, my dear fellow —declaró Churchill con autoridad—. Don't give up at the first sign of resistance. Women like to be courted properly, especially the proud ones. And let's be honest, Portugal has every reason to be proud. That little nation has achieved remarkable things. But pride can be melted with the right approach, the right words, the right... atmosphere. (La clave es la perseverancia, mi querido amigo. No te rindas a la primera señal de resistencia. A las mujeres les gusta que las cortejen como es debido, sobre todo a las orgullosas. Y, siendo sinceros, Portugal tiene motivos de sobra para estar orgulloso. Esa pequeña nación ha logrado cosas notables. Pero el orgullo se puede apaciguar con el enfoque adecuado, las palabras adecuadas, la atmósfera... adecuada.) Churchill le guiñó el ojo con complicidad masculina. —Trust me on this, England. I may not have conquered as many territories as you, but I know something about winning the battles of the heart. The secret is making her feel special, unique. Like she's the only woman in the room, in the world. Make her remember why she chose to be your ally in the first place. Charm her like you charmed half the world into joining your Empire. (Créeme, Inglaterra. Puede que no haya conquistado tantos territorios como tú, pero sé algo sobre ganar las batallas del corazón. El secreto está en hacerla sentir especial, única. Como si fuera la única mujer en la sala, en el mundo. Hazle recordar por qué eligió ser tu aliada en primer lugar. Cautívala como cautivaste a medio mundo para que se uniera a tu Imperio.) Inglaterra se limitó a levantar una ceja apenas, un gesto tan sutil que habría pasado desapercibido para cualquiera que no conociera el código corporal británico. Era la expresión que reservaba para propuestas particularmente absurdas en el Parlamento. —No sabía que dabas consejos de cortejo ahora, Winston —murmuró con una sonrisa tan escueta que apenas curvaba las comisuras de sus labios—. Will you write the letter for me too? Perhaps compose a sonnet while you're at it? (¿También vas a escribir la carta por mi? ¿O tal vez compongas un soneto mientras lo haces?) El sarcasmo goteaba de sus palabras como miel amarga, pero Churchill eligió interpretarlo como buen humor. —Don't tempt me, you devil! —rió Churchill, palmeando el aire con su puro—. Though I'd wager I'd do a damn fine job of it. I've written my share of love letters, you know. Clementine still keeps the ones from our courtship. The key is sincerity, my dear fellow. Women can smell insincerity from miles away, like bloodhounds tracking a fox. They have an instinct for emotional truth that we men often lack. (¡No me tientes, demonio! Aunque apostaría a que lo haría muy bien. He escrito mi cuota de cartas de amor, ¿sabes? Clementine todavía guarda las de nuestro noviazgo. La clave es la sinceridad, querido amigo. Las mujeres pueden oler la insinceridad a kilómetros de distancia, como sabuesos rastreando a un zorro. Tienen un instinto para la verdad emocional del que los hombres a menudo carecemos.) Inglaterra no respondió inmediatamente. Se mantuvo en su sitio como una estatua británica de bronce pulido, impasible en su postura aún si su mirada en ese momento, estaba en Francia quien había puesto su mano en la cintura de Portugal para guiarla hacia Monsieur De Gaulle. Un gesto aparentemente inocente que hizo que Inglaterra apretara la mandíbula hasta que sus dientes rechinaron. Quita. Tus. Manos. De. Ella. Cada palabra martilleaba en su mente como proyectiles de artillería. El deseo de marchar hasta allí y establecer claramente los límites era tan fuerte que tuvo que clavar las uñas en las palmas de las manos para controlarse, sangrando debajo de sus guantes. —But you have to mean it, England —continuó Churchill, completamente ajeno a la guerra que se libraba en el alma del hombre a su lado—. Don't just go through the motions. Women, especially intelligent ones like Portugal clearly is, can tell when you're just playing a role. She needs to see the real you, not just the Imperial facade you show to the world. Vulnerability, my friend. That's the secret weapon that most men never learn to use. (Pero tienes que decirlo en serio, Inglaterra. No te limites a actuar por inercia. Las mujeres, sobre todo las inteligentes como Portugal, saben cuándo solo estás actuando. Necesita ver tu verdadero yo, no solo la fachada imperial que muestras al mundo. Vulnerabilidad, amigo mío. Esa es el arma secreta que la mayoría de los hombres nunca aprenden a usar.) Vulnerabilidad. La palabra resonó en la mente de Inglaterra como una campana. Él realmente le agradaba Churchill, pero este no tenía la menor idea de cuán vulnerable había sido con Portugal, de cuántas máscaras se había quitado en la privacidad, no sabía que Inglaterra había sido más real con ella de lo que había sido jamás con ningún otro ser en siglos de existencia. —Le agradezco el consejo, Prime Minister —dijo finalmente con tono medido, cada palabra pesada como plomo, cortés pero final—. It was enlightening. (Fue esclarecedor.) Como si un mortal de setenta años pudiera enseñarme algo sobre el arte del cortejo, pensó con esa arrogancia que había construido imperios. Como si no hubiera seducido a Portugal cientos de veces, en cientos de formas diferentes, durante décadas de intimidad que este hombre ni siquiera puede imaginar. Y no añadió nada más. No había nada más que añadir, al menos no para los oídos mortales de Churchill. En otro tiempo—cuando aún creía que el tiempo curaba todas las heridas en lugar de infectarlas—quizás habría lanzado una frase ambigua: tal vez un "perhaps" o un "we'll see" que no decía mucho pero insinuaba posibilidades infinitas. Pero esos tiempos habían muerto. No después de tantas cartas escritas y reescritas que aún ardían en su escritorio como señales de auxilio que nadie había querido leer. Cartas que comenzaban "My dearest" y terminaban en la chimenea, convertidas en cenizas como todo lo que una vez había sido hermoso entre ellos dos. No después de encuentros diplomáticos donde las palabras eran solo protocolo vacío, y la mirada evitada pesaba más que cualquier insulto directo. No después de ver cómo ella podía mantener conversaciones de horas con Francia mientras a él le dedicaba monosílabos corteses. No después de verla marcharse de cada reunión sin girar la cabeza, sin mirar atrás, como si al alejarse, como si al acercarse a otros, realmente fuera más feliz. Como si él fuera simplemente un capítulo cerrado en su historia. Inglaterra sabía exactamente lo que había perdido. No había sido un error fortuito, ni un accidente. Había sido una elección consciente y deliberada, hecha con la arrogancia de quien creía que el amor esperaría eternamente mientras él construía imperios. Había levantado muros con precisión británica, confiando en que las alianzas se sostenían únicamente con tratados firmados, cañones apuntando y silencio digno. Había sido arrogante y había pensado solo como un imperio hambriento de territorios, y no como un hombre necesitado de amor. Porque sí, había habido algo más entre ellos. Mucho más. No había sido solo una alianza política tejida en salones diplomáticos, ni un simple intercambio de estrategias militares o favores comerciales anotados en libros de contabilidad. Durante décadas—casi cinco siglos completos—no se habían limitado a firmar acuerdos con sellos de cera y pompas protocolares. Habían compartido silencios cargados de comprensión mutua que valían más que todos los tratados de Europa. Habían compartido noches apasionadas en habitaciones donde sus banderas nacionales se olvidaban en las sillas junto con la ropa, besos robados, promesas no dichas pero entendidas que se transmitían a través de miradas cómplices, y cartas de amor escritas con poesía, misivas donde se desnudaban sin quitarse la ropa. Habían habido momentos preciosos en que la política se replegaba como las mareas, dejando paso a la necesidad humana de un respiro del peso de representar naciones enteras: un cigarro compartido al amparo de la noche, conversaciones íntimas al borde del amanecer cuando el mundo aún dormía, bromas privadas que solo ellos dos entendían. Habían habido noches—cientos de ellas—en que Portugal cruzaba el umbral de su habitación sin previo aviso ni invitación formal. Inglaterra apenas levantaba la vista de sus documentos de estado y le hacía un gesto sutil con la mano, como si fuera lo más natural del mundo que ella durmiera allí, entre sus sábanas de lino y sus almohadones de seda china. Y lo era. Lo había sido durante décadas. Una costumbre silenciosa, casi doméstica, más íntima que cualquier ceremonia matrimonial. No por nada él había diseñado la habitación de ella justo al lado de la suya, conectadas por una puerta secreta que solo ellos conocían, para siempre tenerla cerca de él. Para poder deslizarse hacia su habitación en plena madrugada, sin encender velas, con la cautela de quien nunca le había importado cruzar fronteras cuando se trataba de ella. No solo por deseo—aunque también, Dios, cómo la deseaba—, sino por algo más antiguo y fundamentalmente humano: él solo dormía en paz cuando la tenía entre sus brazos, cuando podía escuchar su respiración acompasada contra su pecho. Eran los únicos momentos en que no soñaba con traiciones políticas, ni con imperios desmoronándose, ni con la soledad eterna que era la maldición de naciones como ellos. Con ella entre sus brazos, su mente se callaba por fin. El mundo importaba un poco menos y los mapas y las decisiones podían esperar hasta el amanecer. El mundo conocía su frialdad legendaria, su disciplina férrea, su temperamento que había forjado un imperio. Pero ella había visto el otro rostro, el que guardaba celosamente de embajadores, primeros ministros y de otras naciones. Lo había cuidado durante sus fiebres después de noches sin descanso revisando informes militares. Había escuchado sin juzgar los miedos que él escondía detrás de su sarcasmo británico: el miedo al olvido, al declive imperial inevitable, a la soledad que aguardaba a todas las naciones cuando sus glorias se convertían en capítulos de libros de historia. Y no lo había interrumpido nunca. No lo había juzgado. Simplemente había estado allí, sólida como un puerto en la tormenta. No se trataba solo de caricias expertas o besos robados—aunque los recordaba todos con claridad fotográfica, los que se daban antes de zarpar, los que se compartían en camarotes sacudidos por el Atlántico cuando hablaban en susurros y sin las máscaras que el mundo les exigía usar. Pero no era solo pasión física, era algo más crudo y real que eso. Era complicidad. Una costumbre peligrosa de necesitarse sin decirlo jamás en voz alta, porque las naciones no podían permitirse esa vulnerabilidad, él no podía permitirse esa vulnerabilidad. Inglaterra había memorizado su cuerpo como un cartógrafo obsesivo memoriza un mapa de tesoros: con precisión científica y con cuidado reverencial. Sabía exactamente dónde sus hombros se tensaban cuando el miedo se asomaba en sus ojos turquesa; dónde empezaba su risa cuando la seriedad se aflojaba como corsés demasiado apretados. Sabía qué partes de su piel le arrancaban gemidos involuntarios, qué caricias la dejaban sin aliento y completamente suya, sabía cómo tocarla para que se olvidara del resto del mundo, de su país, de Europa, de todo excepto de él. Sabía también qué palabras la calmaban y cuáles la alejaban como si fueran fuego. Y ella... ella lo había visto en carne viva, sin uniformes ni condecoraciones. Lo había visto en sus furias cuando su orgullo era todo lo que le quedaba, en su silencio cuando las derrotas se acumulaban como deudas, en su forma particular de cerrarse cuando algo le dolía más allá de las palabras. Le había sostenido la mirada cuando todos los demás la esquivaban por miedo, respeto u odio. Lo había tocado donde nadie más se atrevía: no solo en la piel, sino también en las heridas que ni él sabía que tenía. Lo había abrazado sin pedir explicaciones ni justificaciones. Lo había contenido cuando ni él mismo sabía que lo necesitaba. Con ella, Inglaterra no tenía que fingir ser el Imperio Británico las veinticuatro horas del día. Podía quedarse en silencio sin sentirse expuesto o juzgado. Podía confesarle que a veces ya no comprendía el rumbo del mundo que había ayudado a crear, y ella simplemente lo abrazaba por la espalda y le susurraba que incluso el mar se cansa de sus propias profundidades, que incluso las naciones necesitaban descansar. No había sido una pasión pasajera como las que había compartido con otras naciones a lo largo de los siglos—esas noches urgentes con Bélgica, sus encuentros tempestuosos con Francia que mezclaban odio y deseo en proporciones iguales, sus alianzas temporales que se sellaban en camas y se olvidaban con el amanecer. Las naciones, después de todo, entendían que la guerra y el sexo iban de la mano, que los tratados a veces se firmaban con cuerpos antes que con tinta, que la intimidad podía ser otra forma de diplomacia cuando las palabras fallaban. Pero Portugal había sido diferente desde el primer momento. No había sido ese tipo de tregua temporal entre dos naciones que necesitaban alivio físico después de batallas sangrientas. Con ella, Inglaterra había descubierto que existía algo más allá del deseo carnal y los juegos de poder político. Había sido una intimidad construida ladrillo a ladrillo a lo largo de décadas, entre guerras napoleónicas que los encontraban del mismo lado y revoluciones que cambiaban el mundo bajo sus pies. No eran solo risas privadas compartidas en jardines o intimidad que sabia a gloria, eran costumbres peligrosamente domésticas que los hacían olvidar por un minuto quien era: el desayuno compartido en silencio mientras leían correspondencia, ella descalza preparando té para él y café para ella. Las noches en que simplemente se acostaban juntos, solo necesitando la presencia del otro para mantener a raya las pesadillas de siglos de sangre derramada. Con las otras había sido conquista, dominación, el placer temporal de poseer y ser poseído. Con Portugal había sido... hogar. Algo que Inglaterra no había sabido que necesitaba hasta que lo perdió. Y aunque su mente imperial se negaba rotundamente a considerar la posibilidad de que ella hubiera encontrado esa misma intimidad doméstica con otros—prefería arrancarse los ojos antes que imaginar a Francia desayunando con ella, o peor aún, que hubiera recuperado esa comodidad matrimonial con España después de siglos de separación, o que Holanda hubiera ocupado el lugar que una vez fue suyo en su cama y en su cocina—sabía en el fondo de su alma que Portugal también era mujer, también era nación y también tenía necesidades como él que cincuenta y siete años de silencio no habían eliminado. Porque aunque lo que más extrañaba era esa comodidad doméstica imposible de replicar con ninguna otra nación, esa sensación de hogar que solo ella había sabido darle, también extrañaba su cuerpo con una intensidad que lo avergonzaba. Extrañaba el peso de ella contra su pecho durante las madrugadas, el sabor de su piel y su boca, la forma exacta en que gemía su nombre cuando él la tocaba en los lugares que había memorizado como un cartógrafo obsesivo, sus ojos brillosos completamente ida de deseo y la forma que sus uñas se clavaban en sus hombros cuando intentaba contenerse. Pero esos eran pensamientos que enterraba tan profundo en su mente que ni él mismo se atrevía a desenterrarlos, especialmente cuando la veía sonreírle a Francia con esa calidez que una vez había sido exclusivamente suya. Nunca habían hablado explícitamente de amor—las naciones no podían permitirse esa palabra—, pero lo habían vivido en la forma natural en que se buscaban sin anunciarse, como planetas en la misma órbita, como mareas que siempre regresan a la misma playa. Había sido una historia tejida en secreto, en habitaciones donde solo las estrellas eran testigos, y que había terminado igual: sin escándalo público, sin reclamos, solo con el silencio más ensordecedor que Inglaterra había experimentado en sus siglos de existencia. Y ahora solo quedaba exactamente eso: el silencio. La distancia que se medía no en kilómetros sino en años de cartas no respondidas. Y la certeza amarga de que Churchill, hablando alegremente de alianzas eternas y consejos románticos, no tenía la menor idea de que Inglaterra había perdido la única alianza que realmente le había importado, sin saber como recuperarla. —Pero piénsalo, England —continuó Churchill, ajeno a la tormenta emocional que había desatado—. No todo en la vida se trata de tratados firmados y economía. A veces hay que mirar lo que se tiene justo delante de las narices. Sometimes the greatest treasures are the ones we've already found. (A veces los más grandes tesoros, son lo que uno ya ha encontrado.) Inglaterra bajó la cabeza en un gesto que parecía respetuoso, casi reverencial, pero que en realidad escondía una mueca de dolor. No tenía que explicarle nada a Churchill. Ni a nadie en ese salón lleno de diplomáticos que creían entender el mundo, simplemente porque habían ganado una guerra. Lo que había habido con Portugal no era un romance para contar en clubes de caballeros londinenses, sino una verdad amarga e imposible de compartir, que solo él conocía completamente y que llevaba como una cicatriz invisible bajo sus trajes caros y su impecable carácter británico. Mientras Churchill seguía parloteando sobre el lenguaje de las flores y sobre cenas románticas, Inglaterra sintió una claridad brutal caer sobre él como un martillo: aquella alianza —la única que realmente le había importado en siglos de existencia— ya no existía. Al menos no en la forma en que él necesitaba que existiera. Oficialmente seguía escrita en los tratados, grabada en la historia, mencionada como un ejemplo de fidelidad entre naciones. Pero entre ellos, entre los cuerpos y las memorias, había muerto hacía mucho tiempo. Pero reconocer la realidad no significaba aceptarla. Inglaterra no se había forjado para aceptar derrotas. Había construido un imperio entero sobre la convicción de que la voluntad británica podía quebrar cualquier obstáculo: continentes enteros, océanos traicioneros, naciones que juraban ser invencibles. Lo había hecho sin pedir permiso, sin dar explicaciones, con la testarudez de un pueblo que creía que el sol nunca debía ponerse en sus dominios. No había llegado a dominar medio mundo rindiéndose al primer golpe devastador. Y ahora, por mucho que esa alianza íntima pareciera enterrada, no iba a agachar la cabeza y aceptarlo como un destino inamovible. Sabía perfectamente que quien tenía el timón para salvar o hundir lo que quedaba de ellos era ella. Siempre había sido ella, con esa sonrisa que podía derretir su hielo más endurecido, con esa calma oceánica que lo desesperaba porque nunca lograba controlarla del todo. Ella era la única que había logrado domesticar su soberbia sin necesidad de cadenas. Y aun así, Inglaterra se negaba rotundamente a rendirse sin dar batalla. Había cometido errores, sí. Errores monumentales. Errores que habían costado no batallas ni colonias, sino décadas de silencio y distancia. Había elegido mapas sobre corazones, imperios sobre amor, orgullo sobre humildad. Había sido arrogante, territorial, posesivo hasta la asfixia. Pero también había sido suyo. Durante décadas preciosas, ella había sido suya de una forma que ni Roma ni los reyes medievales habrían comprendido. Había compartido con él secretos, miradas, noches enteras en las que ni los océanos bastaban para separarlos. Lo suyo había trascendido los protocolos y los brindis; había sido una alianza escrita en piel, no en pergaminos. Cincuenta y siete años. pensó y el número le golpeó con violencia. Cincuenta y siete años de silencio desde aquel 1890 que los había partido en dos. Y aun así, allí estaba ella, a pocos pasos de distancia, su figura envuelta en terciopelo azul marino, conversando con hombres que creían entenderla, mientras Francia le susurraba algo que la hacía sonreír—esa sonrisa que una vez había sido exclusivamente suya. Ella aun aceptaba estar en la misma habitación que él. Aun lo miraba de vez en cuando, aunque fuese con esa frialdad que lo hacía sentir extranjero en tierras que una vez fueron hogar. Eso tenía que significar algo. Quizás fuera solo simple diplomacia. Quizás fue simplemente profesionalismo, un papel que ella representaba con la perfección de una actriz consumada. O quizás —solo quizás— debajo de esa armadura de cortesía, todavía latía un corazón enterrado, uno que no había muerto del todo. Inglaterra no era un hombre que se rendía fácilmente. No lo había sido nunca. No cuando enfrentó a Napoleón, no cuando desafió a la armada invencible, no cuando soportó los bombardeos alemanes. No había conquistado medio mundo siendo dócil o aceptando derrotas. Y no iba a empezar ahora, no cuando se trataba de la única mujer que había logrado ver más allá del Imperio y amar lo que encontró debajo. Ella podía hacer todo el silencio que quisiera, decidió con esa obstinación férrea que había forjado su imperio. Podía sonreírle a Francia, escuchar con paciencia las tonterías de Estados Unidos, dejar que el salón entero creyera que él era apenas un aliado más. Podía incluso fingir que los años habían borrado todo lo que fueron. Pero él sabía la verdad. Y no se rendiría hasta que Portugal lo mirase a los ojos y, con la misma voz con que alguna vez le había dicho "meu amor", le dijera con claridad que todo había terminado. Y aún entonces, añadió con esa obstinación que había conquistado océanos, encontraría la forma de hacerla cambiar de opinión. Después de todo, Inglaterra no había sido jamás un caballero, aún si aparentaba ser uno. Había sido un conquistador, un zorro paciente, un hombre que sabia jugar sucio y como doblegar las voluntades a su favor. No había dominado a medio mundo siendo piadoso. Y no tenia intención alguna de empezar a serlo ahora. No cuando se trataba de ella.