ID de la obra: 702

So Long London

Het
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
197 páginas, 108.469 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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1955

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"So how much sad did you think I had,

Did you think I had in me?

How much tragedy?

Just how low did you think I'd go?

Before I'd self-implode

Before I'd have to go be free"

1955-Nueva York. La ceremonia había terminado. Portugal era, al fin, miembro oficial de la ONU. Los flashes de las cámaras parpadeaban con destellos cegadores, las manos se estrechaban con la precisión de una coreografía ensayada mil veces, y los discursos se diluían en el eco de un idioma que no le pertenecía del todo. Entre aplausos mecánicos y sonrisas protocolarias que no llegaban a los ojos, Portugal sentía que flotaba en un escenario ajeno, como una actriz interpretando un papel que nunca había deseado. La trataban como a una invitada de honor, con reverencias calculadas y felicitaciones huecas, hablaban de "historia" y "progreso" como si ella fue un símbolo recién acuñado, pero dentro de ella solo había un silencio agrio que se extendía como una mancha de aceite. La celebraban como si hubiese ganado algo importante, como si esto fuera el triunfo de su vida, pero a ella le dolía. Le dolía hasta los huesos ingresar al salón de las naciones con las muñecas atadas, sabiendo que cada palabra que dijera en esas sesiones tendría que ser previamente aprobada, bajo la lupa de Salazar, cada voto medido por hombres que nunca habían sentido el peso de una nación sobre sus hombros. El eco del discurso aún vibraba en sus oídos: “Bienvenida la República Portuguesa…”. República. Que ironía cruel. La palabra se le clavaba como una astilla en la garganta. La presentaban como una democracia cuando cada decisión estaba secuestrada por el dictador. Salazar había hecho un excelente trabajo al lograr vender al mundo la imagen de un gobierno idílico. Como si Salazar no controlara cada respiración que ella daba, como si no fuera más que una marioneta vestida con tacos y trajes de diseñador. Y el mundo, ingenuo o cómplice, aplaudía la farsa. Inglaterra la encontró cerca de una de las grandes ventanas del edificio, apartada del bullicio ensordecedor con la mirada fija en algún punto más allá del Hudson, más allá de los rascacielos que se alzaban contra el cielo gris de octubre. El cristal reflejaba su silueta fragmentada, como si ni siquiera pudiera reconocerse a sí misma por completo, sin embargo su mente estaba en el mar, quizás. Siempre el mar. Incluso aquí, en esta jaula de cristal y acero, sus ojos buscaban instintivamente el horizonte marino que era su hogar durante siglos. Había estado observándola durante toda la ceremonia. Desde su asiento en la delegación británica, había seguido cada uno de sus movimientos con la desesperación de un hombre sediento en el desierto. La forma en que mantenía la espalda recta e impecable pero con los hombros tensos. La manera en que sonreía con cortesía cuando le hablaban pero sus ojos permanecían muertos, vacíos. Había memorizado cada micro-expresión de incomodidad, cada parpadeo prolongado que revelaba el agotamiento y el hartazgo que intentaba ocultar. Sesenta y cinco años. Sesenta y cinco años desde el ultimátum, desde que ella había construido esos muros de frialdad entre ellos. Sesenta y cinco años de silencio diplomático, de encuentros formales, de verla tratarlo como un extraño más entre embajadores como si nunca hubieran compartido una cama. Pero a pesar de todo, él la conocía demasiado bien. Conocía esa postura cuando estaba abrumada, esa forma particular de mirar hacia el horizonte cuando necesitaba escapar. Se acercó a ella, con el bastón que marcaba un ritmo seco y constante sobre el mármol. Cada paso lo acercaba a ella, pero también lo enfrentaba a su propio reflejo: un hombre que había conquistado medio mundo y que, sin embargo, no era capaz de reconquistar una sola mirada de la mujer que alguna vez lo había amado. —Congratulations —dijo él finalmente con voz baja y ronca. Su acento británico bien marcado resonaba con una familiaridad dolorosa. (Felicitaciones.) Portugal no se giró del todo, como él esperaba que hiciera. Apenas ladeó la cabeza en su dirección, un gesto mínimo, suficiente para reconocerlo pero sin concederle más que solo cortesía, sin brindarle toda su atención completa. El resto de su cuerpo permaneció vuelto hacia la ventana, hacia ese horizonte que parecía invocar con desesperación muda. Sus dedos, él lo notó de inmediato, se aferraban al marco metálico con tanta fuerza que los nudillos habían perdido el color. Era como si aquella ventana fuera  lo único que la mantenía firme en medio de toda la farsa que la rodeaba. —No es algo que merezca celebración alguna —respondió en voz baja, su acento portugués que siempre había encontrado hipnótico, pero que ahora sonaba áspero, desgastado por años de morderse la lengua—. Me han dado un lugar en la mesa, pero con un bozal puesto. La metáfora lo golpeó como un puño en el estómago. Bozal. Como a un animal peligroso que necesita ser controlado. No respondió de inmediato. Había anticipado una actitud distante, tal vez hasta irónica, como la que ella venía perfeccionando en las últimas décadas: sonrisas corteses que eran más letales que cualquier insulto, comentarios afilados que no necesitaban volumen para herir. Pero no esa tristeza quieta, esa ausencia de rabia que lo desarmaba y se extendía a su alrededor como un aura de melancolía. Solo había resignación profunda y amarga. Como si ya hubiese perdido toda la esperanza que una vez había brillado en ella como un faro. Era la primera vez en décadas que ella le hablaba de algo personal, de algo que fuera más allá del protocolo diplomático. No era "Good morning, England" o "I trust Britain's position is clear on this matter." Era Portugal, la mujer, no la representante, o la delegada, sino ella hablándole a Inglaterra sobre su dolor. Y sin embargo, algo dentro suyo se animó de forma traicionera. Porque si ella al menos se dignaba a comentarle lo que sentía con respecto a Salazar y su dictadura, si rompía esa fachada profesional que mantenía con él, significaba que aún había esperanza para ellos dos. Que aún en el fondo confiaba en él lo suficiente como para mostrarle una grieta en su armadura, aún si ella lo había estado ignorando sistemáticamente desde 1890. Y a pesar de que le rompía el corazón verla tan apagada, tan diferente de la mujer  que recordaba, egoístamente lo vio como una oportunidad. Una abertura en esos muros que había construido con tanto cuidado.  —You know I voted for your admission —murmuró él, dando un paso cauteloso hacia ella—. I pushed for it in the Security Council. (¿Sabes? Vote por tu admisión. Presione en el consejo de seguridad.) Ella soltó una risa sin humor, apenas un suspiro entrecortado. —Claro que lo hiciste. Siempre tan... estratégico. —La palabra salió hueca—. ¿Qué ganas con eso? ¿Qué esperas que haga? Él tragó saliva. El golpe directo lo llevó de vuelta a los viejos tiempos, cuando ella reía entre sus brazos, cuando navegaban juntos hacia horizontes desconocidos, cuando el mundo era suyo para conquistar, cuando ella lo miraba como si él fuera eterno en su corazón, su única estrella en el su cielo nocturno.  —No estás sola —dijo al fin, en un tono suave. Era todo lo que podía ofrecer en ese momento, aunque su mente se llenaba de todo lo que quería decirle. Quería decirle que había luchado por su admisión en reuniones privadas, que había presionado a delegados reticentes, que había usado cada favor político que tenía para asegurarle ese asiento. Quería estrecharla contra su pecho, rodearla con sus brazos y prometerle que encontraría una manera de ayudarla. Quería devolverle el refugio que ella le había dado a él, cuando el mundo era más simple. Pero verla ahí, diminuta frente al vidrio que mostraba un Hudson grisáceo, con su mirada melancólica y esa fragilidad que ella intentaba ocultar, el contraste entre sus alturas se hizo más evidente: lo que antes había sido encantador, algo que la hacía encajar perfectamente entre sus brazos, ahora parecía recordarle cruelmente lo mucho que se le había escapado entre sus dedos.  Ella curvó levemente los labios en lo que podría haber pasado por una sonrisa si uno no la conociera. Pero Inglaterra la conocía demasiado bien. Sabía que esa no era una sonrisa, sino la mueca que hacía cuando algo le dolía demasiado como para expresarlo con palabras. Sus ojos no cambiaron ni un ápice. Seguían oscuros, apagados, sin ese brillo marino que había sido su perdición durante siglos. —Estoy gobernada por un hombre que no escucha —comenzó, y su voz se quebró ligeramente en la primera palabra antes de recuperar su compostura—, que teme al mundo, que se alimenta de miedo como si fuera su único sustento. ¿Sabes lo que es eso, Inglaterra? La forma en que dijo su nombre, no Arthur sino Inglaterra, fue como una bofetada elegante. Lo estaba reduciendo a su función política, manteniéndolo a distancia incluso mientras se abría. —¿Sabes lo que es despertar cada mañana sabiendo que no puedo hacer nada por mi pueblo? Que me tengo que quedar de brazos cruzados mientras los arrestos nocturnos continúan, mientras las familias desaparecen, mientras mis universidades se vacían porque los estudiantes tienen miedo de pensar demasiado alto, de hablar demasiado claro? Su voz fue subiendo de tono como la marea. Había rabia en su voz pero no contra él. Era una rabia impotente, desesperada, dirigida contra su situación, contra el hombre que la controlaba desde Lisboa como si fuera una marioneta. Sus manos temblaban ligeramente, y Inglaterra notó que tenía las cutículas en carne viva, evidencia de una costumbre nerviosa que recordaba de décadas atrás. —Que cada palabra que digo en público tiene que ser medida, aprobada. Que incluso aquí, en esta sala que se vanagloria de la libertad y la autodeterminación, tengo que sonreír y asentir como una niña obediente. Inglaterra bajó la mirada y se mordió el labio, un gesto que había desarrollado cuando se sentía abrumado por la culpa. Quería decirle tantas cosas, pero todas se quedaban atascadas en su garganta como espinas.  Él sabia perfectamente lo que era cargar con gobernantes corruptos y déspotas, que poco le importaban su gente y su nación más allá de sus propias ambiciones. Las naciones eran impotentes ante el capricho de sus dirigentes. Recordó hambrunas, colonias masacradas, sacrificios necesarios para la gloria y grandeza británica que nunca le habían quitado el sueño.  Las colonias existían para servir a la metrópoli, y él nunca se había disculpado por entender esa realidad básica. Pero cuando esos líderes dañaban a su propia tierra, eso sí le dolía. Era la gran maldición de seres como ellos, ser incapaces de hacer algo directo contra sus gobernantes cuando estos lastimaban lo que realmente les importaba. Podían estar en desacuerdo con sus acciones, podían disgustarles las decisiones que tomaban, pero ellos como naciones lo único que podían hacer era aceptar, adaptarse y continuar con su existencia. Al fin y al cabo, ellos los iban a sobrevivir. Los dictadores, por terribles que fueran, no duraban para siempre. Ellos, en cambio, eran eternos. Las naciones, las ideas, los conceptos perduraban en el tiempo mucho después de que los hombres que los dirigían se convirtieran en polvo. Pero eso no hacía el sufrimiento presente menos real. —This —dijo finalmente, haciendo un gesto sutil pero significativo hacia el salón donde continuaba la celebración, hacia la bandera portuguesa que colgaba junto a las demás como un símbolo de soberanía, hacia toda la ceremonia que acababa de terminar— lo sugerí yo. Pensé que.. La frase se deshizo en su garganta antes de que pudiera completarla. Las palabras correctas estaban allí, tensas detrás de sus dientes, pero no se atrevieron a escapar. Decirlas en voz alta era exponerse demasiado: que lo había hecho pensando en ella, que había gastado semanas de presión, favores y negociaciones; que había presionado a Estados Unidos con una obstinación que rozaba la obsesión, que había soportado las ironías de Francia y las evasivas de media Europa con tal de lograrlo. Había puesto en juego más influencia de lo que quería admitir, todo porque pensó que serviría como un gesto de buena fe, como una apertura después de décadas de silencio glacial. Era su manera cobarde de decir "aún me importas, aún pienso en ti y aún quiero que tengas una voz en este mundo" sin tener que decirlo directamente, como un intento de tenderle la mano sin exponerse al riesgo de que ella lo rechazara.  Como una forma de disculparse sin tener que admitir completamente su culpa. —Eu sei —susurró ella, y las dos palabras en portugués cayeron entre ellos como piedras en agua quieta. (Lo sé.) Y esta vez sí lo miró. Realmente lo miró, girándose completamente para enfrentarlo por primera vez en la conversación. El impacto de verla de frente, sin barreras, casi lo hizo retroceder físicamente. La luz fría del día de octubre se filtraba despiadadamente a través de los enormes ventanales iluminando sus facciones con dureza, marcando cada línea de cansancio acumulado y cada sombra profunda de preocupación constante. No había misericordia en esa iluminación artificial del edificio de la ONU; revelaba todo lo que ella intentaba ocultar tras su máscara diplomática perfectamente construida. Sus ojos turquesa, que alguna vez habían brillado como constelaciones reflejadas en él océano Atlántico durante esas noches en las proas, esos mismos ojos que se iluminaban con pasión cuando le hablaba sobre sus expediciones cartográficas o cuando se nublaban cuando lo miraba durante sus encuentros íntimos, ahora estaban cubiertos por un velo gris de agotamiento absoluto y desesperanza que le encogía el corazón. No había ni una sola chispa vibrante que una vez los había caracterizado, ningún rastro de esa curiosidad voraz e insaciable que había sido su sello distintivo durante siglos de exploraciones marítimas. Era exactamente la misma mirada vacía y completamente derrotada que Lisboa llevaba grabada después de cada noche interminable de censura brutal ejecutada por la PIDE, después de cada huelga de trabajadores ahogada en sangre por los bastones implacables de la policía secreta, después de cada represión sistemática y calculada efectuada por los agentes de Salazar, después de cada lista interminable de desaparecidos que llegaba a sus oídos como ecos persistentes de pesadilla que no la dejaban conciliar el sueño. Su piel, antes de un precioso tono color oliva que brillaba radiantemente ante la luz natural del Mediterráneo como oro líquido derramado, que se doraba de manera exquisita bajo el sol implacable y generoso de África durante sus expediciones cartográficas más ambiciosas, transformándose en tonos cobrizos y dorados que lo enloquecían completamente de deseo, ahora lucía completamente pálida y cenicienta, casi traslúcida, como si toda la sangre hubiera sido drenada de sus venas por años de sufrimiento silencioso. Sus mejillas, que recordaba vívidamente sonrosadas y llenas de vida por el viento marino constante, habían perdido absolutamente todo atisbo de calor vital. Las ojeras profundas y violáceas que enmarcaban sus ojos eran tan pronunciadas y oscuras que ni el maquillaje más cuidadoso y expertamente aplicado lograba ocultarlas por completo, poniendo en evidencia las noches interminables sin sueño que caracterizaban su existencia actual bajo el régimen opresivo. Inglaterra no recordaba haberla visto jamás tan pálida en toda su larga y milenaria existencia, y eso que durante los años de la época victoriana o en la época del rococó, ella había intentado desesperadamente seguir esa moda absolutamente ridícula e impuesta socialmente de lucir más pálida de lo que era natural en su constitución mediterránea, aunque siempre terminaba fracasando estrepitosamente en el intento, para diversión del británico. Tanto tiempo vivido completamente expuesta arriba de barcos, sin ninguna protección real contra el sol implacable mientras establecía meticulosamente sus rutas comerciales más importantes, le bronceaba la piel de una manera completamente orgánica y saludable que la de Inglaterra, eternamente acostumbrado al clima perpetuamente nublado, gris y melancólico de sus islas, jamás en la vida lograría igualar sin importar cuánto tiempo pasara bajo el sol. Al contrario que ella, Inglaterra se ponía completamente colorado y se insolaba dolorosamente después de apenas unas horas de exposición, su piel naturalmente pálida y llena de pecas rebelándose contra cualquier intento de bronceado, convirtiéndose en un rojo langosta que la hacía reírse sin piedad de su constitución bretona.  Su cabello castaño oscuro, del mismo color exacto que el chocolate belga más fino que tanto ella adoraba y que Holanda solía traerle religiosamente desde sus territorios, en esos gestos íntimos que Inglaterra había observado con una mezcla de celos y resentimiento durante siglos, ahora lucía completamente sin brillo, opaco y mortalmente apagado como si la vida misma, se hubiera drenado gradualmente durante años de opresión sistemática.  Antes había tenido una melena absolutamente magnífica y envidiable que le llegaba hasta el ombligo en ondas perfectas y naturales que parecían haber sido esculpidas cuidadosamente por los artistas más talentosos del Renacimiento, que se movía hipnóticamente como seda líquida cuando caminaba con esa gracia innata por la cubierta de sus carabelas, balanceándose con el ritmo de las olas, que él solía enredar posesiva y adoradoramente entre sus dedos ansiosos durante esas madrugadas cuando el mundo entero se reducía únicamente a ellos dos y sus cuerpos completamente entrelazados en la danza más antigua de la humanidad. Le encantaba hundir completamente su rostro en esa cascada castaña y sedosa después del sexo más apasionado, inhalando profundamente ese aroma único e irreemplazable a sal marina fresca y lavandas silvestre que siempre la acompañaba como una segunda piel, que se había convertido en su droga personal más adictiva. Sin embargo, ahora su cabello estaba muchísimo más corto, cortado de manera estrictamente práctica y funcional por encima de los hombros con una precisión casi militar, como si hubiera decidido deliberada y dolorosamente despojarse de cualquier vestigio de vanidad femenina que pudiera distraerla de sus obligaciones diplomáticas o que pudiera recordarle tiempos más felices. Sus ondas naturales, que le hacían siempre recordar a las olas del mar en perfecta calma, ahora lucían ahora completamente despeinadas y absolutamente descuidadas, tan dramáticamente diferentes de los peinados elaborados, sofisticados y meticulosamente estilizados que estaban de moda en la década de los cincuenta y que las otras naciones femeninas lucían con orgullo y vanidad en los pasillos del edificio. Sus manos, que antes habían sido su orgullo profesional, ahora contaban otra historia. Las uñas, que cuidaba meticulosa y obsesivamente porque insistía con pasión profesional genuina en que una cartógrafa respetable debía mantener siempre sus manos presentables y elegantes para manejar con precisión instrumentos delicados de navegación y trazar mapas perfectos, ahora sin embargo, estaban delgadas, quebradizas y completamente descuidadas, como si hubiera renunciado por completo a cualquier cuidado personal. Las cutículas estaban visiblemente lastimadas y en carne viva, evidencia innegable de su vieja costumbre autodestructiva de morderse compulsivamente las uñas y lastimarse la piel sensible de los dedos cuando estaba bajo estrés extremo o abrumada. Inglaterra recordaba vívidamente, haberla visto hacer exactamente eso durante las negociaciones más tensas y cruciales con España, durante esos momentos históricos en que el peso aplastante de ser una nación exploradora se volvía demasiado abrumador para soportar sin ayuda externa. Recordaba también, con una punzada que le atravesaba el pecho como un aguijón, cómo solía agarrarle suave pero firmemente la mano para evitar que se lastimara, entrelazando sus dedos con los de ella con ternura, o cómo prefería desesperadamente mil veces que ella descargara toda su ansiedad y frustración acumulada lastimándolo brutalmente a él—arañándolo hasta hacerlo sangrar, mordiéndolo con fuerza, golpeándolo sin piedad—antes que permitir jamás que se hiciera daño a sí misma de cualquier manera imaginable. Pero lo que más lo perturbaba, de una manera que lo hacía sentirse culpable y superficial por siquiera notarlo en un momento tan delicado como este, era su figura completamente transformada. Antes había tenido ese cuerpo absolutamente perfecto de reloj de arena que lo había vuelto completamente loco de deseo incontrolable durante siglos enteros de obsesión: pechos generosos, redondos y perfectamente firmes que encajaban como si hubieran sido diseñados específicamente para sus manos, una cintura estrecha y delicadamente definida que él podía rodear completamente con sus brazos sintiendo cada respiración que ella tomaba, caderas amplias y curvilíneas que se balanceaban hipnóticamente cuando caminaba con esa gracia natural que lo enloquecía, y glúteos perfectamente redondos y firmes, moldeados por años de vida activa en alta mar, subiendo y bajando escaleras de barcos, manteniéndose en equilibrio contra las olas más violentas. Más de una vez había agradecido silenciosamente a todos los santos aunque él no creyera en ninguno de esos mártires católicos que ella veneraba con tanta devoción, que ella usara ropa masculina práctica y ajustada en los barcos por razones de seguridad, porque le permitía observar sin restricciones morales esas curvas devastadoras que lo enloquecían a través de las telas que se pegaban a su piel bronceada cuando se mojaban con el agua de mar. También agradecía, aunque preferiría que lo torturaran antes de confesarlo en voz alta, a Francia por haber introducido ciertos estilos de moda  con esos escotes profundos y generosos que Portugal adoptaba en las cortes europeas, permitiéndole contemplar la perfección de sus pechos con una devoción que rayaba en lo religioso. Era una figura femenina que había memorizado completamente con sus manos desesperadas durante incontables noches de exploración apasionada, que había adorado devotamente con su boca hambrienta hasta conocer cada centímetro, cada reacción específica, cada punto exacto que la hacía arquear la espalda y gemir su nombre en portugués con esa voz ronca de placer que lo volvía loco. Su cuerpo había sido literalmente su perdición absoluta en incontables noches de pasión completamente desenfrenada, cuando se perdían completamente el uno en el otro hasta que el amanecer los encontraba exhaustos pero completamente satisfechos, enredados en sábanas húmedas de sudor y sal. Ahora estaba delgada de una manera alarmante y completamente antinatural, esas curvas voluptuosas que habían sido su obsesión durante décadas enteras reducidas cruelmente a huesos demasiado visibles bajo piel pálida y tirante que parecía pergamino. El vestido diplomático que llevaba, elegante y apropiado para la ocasión solemne pero de un negro profundo y absoluto como si estuviera de luto por algo que había muerto dentro de ella, colgaba de su figura esquelética de manera que ocultaba parcialmente pero no completamente la devastación física que el régimen  despiadado había causado no solamente en su espíritu indomable, sino también en su cuerpo una vez gloriosamente hermoso. Era como contemplar horrorizado el fantasma demacrado y quebrado de la mujer poderosa y absolutamente irresistible que había conocido, amado con desesperación y perdido para siempre por su propia estupidez imperial. Inglaterra sintió una oleada abrumadora de impulsos contradictorios. Quería tocarle el brazo, acercarse lo suficiente para confirmar que realmente estaba ahí, que no era una ilusión cruel de su imaginación. Quería rodearla con sus brazos y protegerla del mundo entero, como había hecho en esos siglos dorados y el futuro parecía infinito. Quería susurrarle al oído que la extrañaba cada día, que no pasaba una semana sin que pensara en ella, que había elegido apoyar su admisión a la ONU no por estrategia política sino por algo mucho más antiguo y profundo. Quería decirle que seguía eligiendo estar de su lado, no por conveniencia sino por algo que había sobrevivido décadas de silencio y resentimiento: su amor hacia ella.  Pero ella ya estaba dando un paso atrás, rompiendo el momento de vulnerabilidad con la gracia de alguien que había perfeccionado el arte de la retirada elegante. —Obrigada, Arthur —dijo, usando su nombre de pila por primera vez en la conversación, por primera vez en décadas. El sonido de su nombre en sus labios fue como música después de años de silencio—. Por lo que hiciste. De verdade. Y en esas palabras simples, pronunciadas en su idioma nativo con una sinceridad que cortaba como cristal, Inglaterra escuchó todo lo que no se habían dicho en sesenta y cinco años. Gratitud genuina, sí, pero también una despedida. Un reconocimiento de su gesto, pero también una puerta que se cerraba suavemente pero con firmeza. Era un "gracias" que sonaba demasiado a "adiós". Sin embargo no pudo hacer nada, ya que ella se marchó. Caminó con pesadez hacia donde un séquito portugués la esperaba con la paciencia militar de quienes tienen órdenes específicas. El mismo séquito que la había estado vigilando con ojos de halcón desde que ella había entrado al edificio, probablemente para reportarle a Salazar cada palabra que dijera, cada gesto que hiciera, cada segundo que pasara fuera de su control directo. Inglaterra reconocía esa dinámica demasiado bien. Había visto esos mismos ojos vigilantes en delegaciones soviéticas, en representantes de regímenes que no confiaban ni en sus propias naciones. Era la marca distintiva de una dictadura paranoica: nunca permitir que sus representantes actuaran sin supervisión, nunca darles un momento de libertad genuina. Sin embargo no se movió de su lugar junto a la ventana. Se quedó ahí, paralizado, con una mano todavía a medio alzar hacia ella, como si el gesto inconcluso pudiera revertir el tiempo si tan solo se atreviera a completarlo. Pero no se atrevía. No con ella. No desde 1890. No desde que había aprendido de la manera más brutal que sus gestos, por bien intencionados que fueran no tenían efecto alguno o peor, hacían más daño que bien. Cada intento por acercarse a Portugal era como extender los brazos desesperadamente hacia una figura atrapada en una pintura antigua: hermosa, lejana, inmóvil. Completamente inalterable ante su torpeza emocional, ante su incapacidad para encontrar las palabras correctas. Todo lo que hacía parecía empeorar las cosas exponencialmente o, peor aún, no cambiar absolutamente nada. Era como si hubiera perdido para siempre la brújula que una vez lo había guiado hacia ella con la precisión de un navegante experto. No entendía cuál era el gesto correcto, la palabra justa, el momento apropiado. Y a veces, aunque no lo admitiera ni siquiera en la privacidad de sus pensamientos más oscuros, temía profundamente que ya no existiera ninguna palabra, ningún gesto, ninguna acción que pudiera reparar lo que había destruido. Antes, él era increíblemente bueno en conocerla, en leer cada micro-expresión de su rostro como si fuera un mapa que había memorizado. Se jactaba de ello con pompa arrogante ante Francia o España, presumiendo de conocer cada pensamiento que pasaba por la mente de Portugal, cada deseo secreto, cada temor oculto. "La conozco mejor que ustedes conocen sus propios reflejos", solía decir con esa sonrisa suficiente que tanto irritaba a sus rivales europeos. Pero ahora, esa habilidad se sentía demasiado lejana, como si hubiera pertenecido a una versión diferente de sí mismo. Como si el Inglaterra que había sabido hacerla reír hasta las lágrimas, que había conocido exactamente cómo tocarla para hacerla suspirar su nombre en portugués, hubiera muerto en algún momento entre 1890 y este momento gris en Nueva York. Sentía su ausencia como una espina vieja y familiar, que ya no sangraba activamente pero que dolía con una constancia implacable cada vez que respiraba, cada vez que su mente vagaba hacia ella. Y dolía más, mucho más, porque ella no le exigía nada. No le gritaba, no lo maldecía, no le reprochaba sus errores con la pasión devastadora que podría haber hecho que el dolor fuera más limpio, más directo. Solo se alejaba. Una y otra vez, con esa gracia melancólica que había perfeccionado, como si él mismo fuera una guerra antigua que ella había sobrevivido. Apoyó una mano temblorosa contra el marco frío de la ventana, sintiendo el metal helado contra su piel como un ancla a la realidad presente. Más allá del cristal, el Hudson serpenteaba perezosamente bajo un cielo de cemento y promesas incumplidas, llevando consigo los reflejos distorsionados de una ciudad que nunca dormía. Había querido desesperadamente que su ingreso a la ONU significara algo profundo y reparador. Que fuera una señal clara, un mensaje codificado que solo ella podría entender: "Aún me importas. Aún pienso en ti. Aún quiero que tengas una voz en este mundo, incluso si esa voz ya no me habla a mí." Un intento patético, quizás, de reparar lo que el tiempo implacable —y él mismo con su arrogancia imperial— habían dejado resquebrajar hasta convertirlo en polvo. Pero ahora entendía con una claridad que cortaba como cristal que ella lo había vivido de otra manera completamente diferente. Como un último empujón no deseado hacia una sala que nunca había pedido ocupar, rodeada de manos diplomáticas que le ofrecían todo salvo lo único que realmente necesitaba: libertad genuina. Ella, que siempre había sido una criatura fundamentalmente libre, salvaje como el océano que la había criado, con una fobia visceral a los encierros que se había desarrollado desde aquel terremoto devastador en Lisboa. Ahora estaba encerrada de la manera más cruel posible: no solo entre muros físicos, sino entre las expectativas y restricciones de un régimen que la controlaba como si fuera una marioneta cara. Encerrada por su propio gobierno, por el hombre que se suponía debía protegerla. "No estás sola", le había dicho con esa estupidez característica de quien no entiende la situación real. Qué frase más vacía. Qué insuficiente. Qué completamente inútil. Por supuesto que estaba sola. Dolorosamente, devastadoramente sola. Sola con su dictadura personal que la ahogaba día tras día, con su gente silenciada por el miedo y la censura, con sus hijos que crecían lejos de ella y la miraban con recelo creciente o con enojo justificado debido al yugo de su imperialismo. Sola entre naciones que la veían como un problema diplomático incómodo, una reliquia de un pasado imperial que se negaba a morir con dignidad. Sola incluso con él, que había sido durante siglos su mayor aliado, su confidente más íntimo, y también, de la manera más dolorosa posible, su gran traidor. Quiso decirle tantas cosas en ese momento. Quiso confesarle que aún recordaba con una claridad que lo atormentaba el aroma específico a sal marina y lavanda que impregnaba su cabello al despertar a su lado en esas madrugadas. Que aún volvía a leer ciertos mapas, especialmente aquellos que ella había trazado con su extraordinario talento para la cartografía y que en los márgenes había dejado su letra delicada como fantasmas de una cercanía perdida.  Que había soñado con ella más veces de las que su orgullo podía admitir, sueños que lo despertaban con el corazón acelerado y una sensación de pérdida tan intensa que le dolía físicamente el pecho. Pero las palabras se le atragantaban invariablemente con el orgullo británico que llevaba en los huesos, con el peso aplastante de una historia que no podía reescribir por mucho que lo deseara. Portugal no era Francia, y esa diferencia lo atormentaba. Con Francia, las cosas podían romperse y volver a armarse con la misma facilidad con la que se servía una copa de vino en una cena diplomática. Podían gritarse hasta quedarse afónicos, traicionarse hasta hacerse sangrar tanto metafórico como literalmente, y luego follar con la desesperación de dos amantes que se necesitan, firmar tratados de paz al amanecer y volver a empezar el ciclo completo al día siguiente. Como si nada hubiera pasado realmente. Como si el caos formara parte integral y necesaria de su vínculo, como si el amor, en su caso particular, no pudiera existir sin una cuota generosa de destrucción mutua. Había algo profundamente francés en su relación con Francia que se sostenía precisamente en el desequilibrio constante, en el juego eterno entre afecto genuino y desafío intelectual, entre guerra declarada y sexo reconciliador. Tampoco era Estados Unidos, y eso también lo frustraba de maneras diferentes. Estados Unidos era aún más sencillo de entender que a veces envidiaba. Se iba dramáticamente, se rebelaba con toda la pompa de un adolescente enojado, negociaba con esa franqueza brutal que caracterizaba a los jóvenes, peleaba con puños y palabras, y luego volvía como si el tiempo no pesara nada sobre sus hombros anchos. Como si la sangre compartida, esa herencia común que corría por sus venas, bastara automáticamente para restaurar lo perdido sin esfuerzo adicional. Con Estados Unidos los conflictos eran guerras abiertas y limpias, con tratados firmados y fechas específicas que marcaban el final de las hostilidades; nunca esos silencios prolongados que le carcomían el alma. Estados Unidos odiaba el silencio con una pasión genuina, lo llenaba compulsivamente con palabras, con acción, con ruido. Nunca esa distancia helada y calculada que Portugal le imponía como castigo, callada y persistente como una costa lejana y rocosa que no aceptaba desembarcos sin importar cuántas veces uno intentara acercarse. Portugal era algo completamente diferente, no era un incendio salvaje del que uno pudiera salir y entrar a voluntad cuando le convenía, donde podían declararse la guerra un lunes y reconciliarse apasionadamente el martes. Ella guardaba rencor como otros guardaban tesoros: cuidadosamente, en lugares seguros, protegiéndolo de la erosión del tiempo. No perdonaba fácilmente. Quizás no perdonaba realmente nunca. Todo lo que había aprendido en siglos de existencia —la política, la estrategia militar, la retórica maquiavélica que lo convertía en un maestro reconocido de los gestos velados y las promesas implícitas— no servía absolutamente de nada con ella. Porque Portugal no leía entre líneas como el resto del mundo: leía las líneas reales, las concretas, las que se escribían con actos tangibles y no con promesas vacías o intenciones nobles. Y él... él había cometido demasiados errores imperdonables en ese idioma directo y honesto que ella hablaba. No sabía cómo acercarse sin alejarla aún más. Cada movimiento que hacía hacia ella parecía empujarla más lejos, como si fueran polos magnéticos del mismo signo, destinados a repelerse por las leyes inmutables de la física. Y como deseaba desesperadamente acercarse. Más ahora, después de verla tan triste, tan quebrada, tan diferente de la mujer feroz que había conocido. Después de ver lo que Salazar había hecho con ella, cómo había logrado apagar esa luz que había sido su gloria durante siglos. Él necesitaba estar con ella, aunque fuera solo para sostenerla mientras lloraba. Pero ni siquiera tenía el derecho a ofrecerle eso.
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