ID de la obra: 702

So Long London

Het
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
197 páginas, 108.469 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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2023

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2023 El sol de junio bañaba Londres con esa luz dorada que solo aparecía en las tardes perfectas, esas que hacían olvidar que la ciudad era más conocida por sus cielos grises que por sus atardeceres. La reunión oficial había terminado hacía apenas unos minutos: discursos, apretones de manos, fotografías para la prensa. Seiscientos cincuenta años de alianza. El tratado más antiguo del mundo aún vigente. Las delegaciones se dispersaban por los pasillos del Lancaster House, satisfechas con sus declaraciones conjuntas y sus promesas renovadas de cooperación. Pero ellos dos habían escapado. Inglaterra y Portugal caminaban por los jardines privados, lejos del protocolo y las cámaras, lejos de los asistentes que aún buscaban firmas y aprobaciones. Sus pasos resonaban suavemente sobre el sendero de grava, un ritmo pausado, sin prisa, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Y en cierto sentido, lo tenían. Seiscientos cincuenta años ya habían pasado. ¿Qué eran unos minutos más? Portugal llevaba un vestido que había hecho girar cabezas durante toda la ceremonia. Era de un tono lavanda suave, como los campos de lavanda de Provenza, casi etéreo, que parecía cambiar de intensidad con la luz. El corte era moderno pero elegante, con un escote discreto y una falda que fluía hasta la mitad de la pantorrilla, moviéndose con cada paso como agua. El color contrastaba hermosamente con su piel bronceada por el sol portugués, con su cabello castaño suelto cayendo en ondas suaves sobre sus hombros desnudos. Llevaba unos pendientes de oro que Inglaterra reconoció vagamente como algo que había visto antes, quizá en el siglo XVIII, quizá antes. Con ella, era difícil saber. Había enlazado su brazo con el de él mientras salían del edificio, un gesto que a Inglaterra aún lo sorprendía cada vez que sucedía. Después de todo lo que había pasado entre ellos. Después de las décadas de silencio. Después de Goa, del ultimátum, de las Malvinas. Después del Brexit, de aquella tarde en 2018 cuando todo podría haber terminado definitivamente y en cambio... cambió. Se transformó en esto. En paseos por jardines. En brazos entrelazados. En una cercanía que había parecido imposible durante tanto tiempo. El tacto de la mano de ella sobre su brazo era ligero pero constante, sus dedos descansando en la tela de su traje oscuro con una familiaridad que hablaba de años, de siglos, de una intimidad que iba más allá de lo físico. —Es extraño —dijo ella finalmente, rompiendo el silencio cómodo que se había instalado entre ellos. Su voz era suave, casi pensativa, con ese tono que Inglaterra había aprendido a reconocer como su "modo saudade", cuando se ponía nostálgica y reflexiva—. Pensar en todo lo que ha cambiado desde 1373. Desde que firmamos por primera vez. Inglaterra asintió ligeramente, mirándola de reojo. El sol hacía que sus ojos turquesas brillaran como piedras preciosas. —Cuando nos conocimos... cuando esto empezó —continuó ella, su mirada perdida en algún punto entre los rosales perfectamente cuidados y el cielo despejado—, el mundo era... más pequeño. Más simple. Navegábamos con mapas que terminaban en dragones y monstruos marinos. Nuestros barcos eran de madera y vela, no de acero y motores. No existían los aviones, ni los teléfonos, ni... nada de esto. Hizo un gesto vago con su mano libre, abarcando no solo los jardines sino todo: la ciudad moderna más allá de los muros, el mundo interconectado, la era digital que los rodeaba. —Las comunicaciones tardaban meses —agregó —. Una carta de Lisboa a Londres podía demorar semanas. Ahora puedo enviarte un mensaje y lo recibes en segundos. —Y aún así a veces tardas días en responder —comentó Inglaterra con una sonrisa pequeña. Ella le dio un pequeño codazo, pero sonrió también. —Porque a diferencia de ti, no vivo pegada al teléfono. —No. Tú vives en tu mundo de nostalgia, recordando los viejos tiempos. No era un reproche. Era simplemente un hecho que él conocía bien. Portugal tenía esa tendencia a perderse en el pasado, especialmente en días como hoy, cuando las conmemoraciones la obligaban a recordar cuánto tiempo había pasado y cuánto había cambiado. Caminaron unos pasos más en silencio. Un pájaro cantó en algún lugar entre los árboles. El viento trajo el aroma de las rosas que bordeaban el camino, mezclado con el perfume sutil que ella usaba, algo con notas de lavanda y sal marina que le recordaba a Lisboa. —Nuestros hijos ya crecieron —dijo ella de pronto, y había algo profundamente melancólico en su voz, una tristeza suave que se asentaba en las palabras como polvo—. Brasil... tiene su propia vida ahora. Su propio camino. Ya no me necesita como antes. Inglaterra la miró de reojo, viendo cómo sus dedos se tensaban ligeramente sobre su brazo. Sabía lo difícil que había sido para ella, ver a Brasil crecer y alejarse. La independencia, las distancias, las diferencias. El hijo que una vez fue todo su mundo, ahora un país completo con su propia identidad, sus propios problemas, su propia historia que escribía sin ella. —Él te ama —dijo Inglaterra en voz baja—. A su manera. Los hijos son dramáticos y complicados, pero te ama. —Lo sé —suspiró ella—. Pero no es lo mismo. Ya no corre a mí cuando tiene problemas. Ya no me busca para... para nada, realmente. Somos solo naciones que comparten un idioma y una historia. Nada más. Caminaron unos metros más. Portugal parecía estar debatiendo algo internamente, y luego agregó, con una pequeña sonrisa que no llegó del todo a sus ojos: —Estados Unidos también creció. Aunque supongo que él nunca admitirá que alguna vez necesitó a alguien. La mención de su hijo mayor hizo que Inglaterra soltara una risa corta, casi un resoplido de diversión genuina. —Don't say that to him —advirtió, negando con la cabeza—. Le vas a subir más el ego. Y créeme, su ego no necesita ninguna ayuda adicional. Ya es lo suficientemente insoportable sin que lo andes alimentando con ideas de que "creció bien" o alguna mierda así. (No le digas eso a él.) Portugal rió, un sonido suave y musical, pero Inglaterra podía escuchar la tristeza que había debajo. Ella no solo hablaba de Brasil o de Estados Unidos. Hablaba de la mortalidad, del paso del tiempo, de ver a quienes amas cambiar y alejarse mientras tú permaneces, eterno e inmutable, observando cómo el mundo sigue su curso sin ti. —A veces... —comenzó a decir ella, y luego se detuvo, como si no estuviera segura de si debía continuar. —What ? —la animó él. Sus ojos turquesas se perdieron en el horizonte, más allá de los jardines cuidados, más allá de los edificios victorianos, buscando algo que solo ella podía ver. Cuando habló, su voz era apenas un murmullo, como si confesara un secreto que había guardado demasiado tiempo. —A veces extraño cuando la vida era más simple. Cuando podía simplemente desaparecer en mi barco y navegar hacia el Atlántico sin que a nadie le importara. Sin reuniones. Sin delegaciones. Sin tratados que renovar o discursos que dar. Sin... todo esto. Hizo un gesto abarcador, señalando vagamente hacia el Lancaster House a sus espaldas, hacia la pompa y la circunstancia que acababan de dejar atrás. —Podía zarpar de Lisboa en la madrugada —continuó, y ahora había un brillo nostálgico en sus ojos—, y nadie preguntaba adónde iba o cuándo volvería. Solo el mar, el viento, y yo. Eso era... libertad. Se detuvo en medio del camino, como si el recuerdo la hubiera anclado físicamente al lugar. Inglaterra la observó, viendo cómo su mirada se perdía en memorias de siglos pasados, cuando el mundo era vasto e inexplorado, cuando ella era la que trazaba los mapas, la que descubría lo desconocido. Por un momento, Inglaterra temió que ella hiciera exactamente lo que describía. Que se diera la vuelta, caminara hacia el Támesis, encontrara un barco y simplemente... se fuera. Desapareciera como había hecho tantas veces antes, dejándolo atrás con nada más que el recuerdo de su perfume en el aire. No podía permitirlo. No hoy. No cuando había planeado... —Wait —dijo, su voz más firme de lo que pretendía. Su mano se movió para cubrir la de ella sobre su brazo, deteniéndola—. Antes de que te vayas navegando hacia el Atlántico escapando de la civilización y de las responsabilidades... (Espera) Ella lo miró, sacada de su ensoñación, arqueando una ceja con curiosidad. —Hice algo —continuó él, y ahora había una nota de... ¿nerviosismo? en su voz. Inglaterra, nervioso. Casi era cómico si no fuera porque era real—. Una sorpresa. Por el aniversario. Portugal parpadeó, volviéndose completamente hacia él. La confusión en su rostro era genuina, mezclada con sorpresa. —¿Una sorpresa? —repitió, como si la palabra fuera extraña en su boca—. ¿Para mí? —Well, yes. For you. For us. (Bueno, si. Para ti. Para nosotros.) Ella frunció el ceño levemente, una pequeña arruga apareciendo entre sus cejas. Bajó la vista brevemente, como si buscara algo que hubiera olvidado. —No era necesario —dijo, y había algo de culpa en su voz—. Yo... yo no traje ningún regalo. No pensé que... no sabía que íbamos a intercambiar.. —I know —interrumpió Inglaterra, y había una suavidad inusual en su tono—. Por eso es una sorpresa. No esperaba nada a cambio. (Lo sé) Ella lo miró por un largo momento, estudiándolo con esos ojos turquesas que parecían ver a través de las capas de arrogancia británica, buscando la verdad debajo. Inglaterra se sintió expuesto bajo esa mirada, como siempre se sentía cuando ella realmente lo miraba, cuando lo veía no como Inglaterra la nación sino como Arthur el hombre. —¿Qué hiciste? —preguntó finalmente, su voz cargada de sospecha pero también de curiosidad. Él sonrió, esa media sonrisa torcida que usaba cuando planeaba algo que sabía que a ella le gustaría pero nunca admitiría. —Come with me —dijo simplemente, tirando suavemente de su brazo—. Trust me. (Ven conmigo. Confiad en mí.) Portugal arqueó una ceja, escéptica. —Las últimas veces que confié en ti terminé en situaciones... cuestionables. —Exactly —respondió él, empezando a caminar y llevándola consigo—. Las mejores situaciones siempre son cuestionables. Y tú siempre disfrutaste lo cuestionable, no finjas que no. —Eso fue hace siglos. —Was it? Ella no respondió, pero tampoco se resistió cuando él la guió fuera de los jardines, bajando por un camino lateral que conducía hacia el río. Sus tacones resonaban contra el pavimento, un ritmo constante que acompañaba sus pasos. —Al menos dame una pista —pidió ella después de un momento. —No. —¿Nada? —It wouldn't be a surprise if I told you, would it? —Eres imposible. —You love it. Ella resopló, pero Inglaterra podía ver la pequeña sonrisa que intentaba esconder. Caminaron durante unos diez minutos, alejándose del bullicio del centro, hacia una parte más tranquila del Támesis donde los barcos privados atracaban. El sonido de la ciudad se fue desvaneciendo, reemplazado por el murmullo del agua contra los muelles de madera y el ocasional graznido de las gaviotas. Cuando llegaron al muelle, Portugal se detuvo. Frente a ellos, atracado con elegancia contra el embarcadero de madera oscura, había un barco. No era enorme ni ostentoso, pero era hermoso en su simplicidad clásica. Un yate de vela de madera pulida que parecía sacado de otra época, con líneas elegantes y detalles en latón que brillaban bajo el sol de la tarde. El casco era de un blanco impoluto, y en la popa, en letras doradas discretas, se leía un nombre que hizo que Portugal contuviera el aliento: Aliança. —Un barco? —preguntó, su voz apenas un susurro, mirando la embarcación con algo parecido al asombro. Inglaterra soltó su brazo solo para ofrecerle su mano, ayudándola a bajar los escalones hacia el muelle. —Well, you said you missed sailing —respondió, como si fuera la cosa más obvia del mundo—. Y pensé... la última vez que te llevé de paseo en barco fue cuando Catalina se casó con Carlos. Hace siglos. Literalmente siglos. Se detuvo junto al barco, sosteniéndola firmemente mientras ella subía a cubierta, su mano firme en la cintura de ella, asegurándose de que no resbalara con esos tacones imprácticamente altos que insistía en usar. —1662 —dijo Portugal, casi para sí misma, aceptando su ayuda para subir—. Catalina de Braganza y Carlos II. Fue... Dios, fue hace tanto tiempo. —Three hundred and sixty-one years —calculó Inglaterra, subiendo detrás de ella—. Give or take. (361 años. Más o menos) Una vez a bordo, Portugal giró lentamente, tomando en los detalles. La cubierta era espaciosa, con bancos acolchados en tonos crema, una pequeña mesa de teca en el centro. Todo era elegante pero cómodo, clásico pero bien mantenido. Había una cesta sobre la mesa que claramente contenía provisiones, y Portugal podía ver el cuello de una botella de vino asomando. —¿Planeaste todo esto? —preguntó, volviéndose hacia él con incredulidad. Inglaterra se encogió de hombros, intentando parecer casual mientras comenzaba a soltar las amarras del barco. Sus movimientos eran seguros, practicados, los de alguien que había manejado barcos durante siglos. —Puede ser. —¿Cuándo? —Does it matter? —Inglaterra. —Arthur. —Arthur —corrigió ella, cruzándose de brazos pero sin poder esconder la sonrisa—. ¿Cuándo planeaste esto? Él terminó de soltar la última amarra y se incorporó, sacudiéndose las manos. —Hace unos meses —admitió—. Cuando confirmaron la fecha del aniversario. Pensé que... merecías algo más que discursos y apretones de manos diplomáticos. Portugal lo miró por un largo momento, algo suave y cálido instalándose en su expresión. Abrió la boca como para decir algo, pero él la interrumpió antes de que pudiera: —Y antes de que te pongas sentimental y me hagas sentir incómodo —dijo, moviéndose hacia el timón—, siéntate y disfruta del paseo. Tenemos unas dos horas de luz antes de que oscurezca. Ella negó con la cabeza, pero obedeció, acomodándose en uno de los bancos acolchados. Se quitó los tacones, dejándolos a un lado, y flexionó los dedos de los pies con un suspiro de alivio. El motor ronroneó suavemente cuando Inglaterra lo encendió, y el barco comenzó a deslizarse lentamente río abajo, alejándose del muelle. Una vez que estuvieron en aguas más abiertas, apagó el motor y desplegó la vela. El viento la capturó inmediatamente, hinchándola con un sonido satisfactorio, y el barco cobró velocidad, cortando el agua con gracia. Portugal observó todo esto en silencio, viendo cómo él manejaba el barco con la facilidad de siglos de práctica. Había algo casi meditativo en la forma en que sus manos se movían sobre las cuerdas, ajustando la vela, corrigiendo el rumbo. Esto era Inglaterra en su elemento, el marinero, el explorador, el que una vez navegó los mares del mundo reclamando territorios bajo su bandera. —¿Recuerdas? —dijo ella después de un momento, su voz apenas audible sobre el sonido del viento y el agua—. Aquella vez, cuando lleva a Catalina a Londres para la boda, ya que me habías escrito una carta diciendo que era completamente necesaria mi presencia para la adaptación de ella.  Inglaterra soltó una risa corta, manteniendo los ojos en el horizonte mientras ajustaba el timón. —Esa fue una excusa terrible y ambos lo sabíamos —respondió—. La verdad es que simplemente quería que estuvieras ahí. Y sabía que no vendrías si solo te lo pedía directamente. —Tenías razón —admitió ella—. Era una época complicada. España aún... en fin, era complicado. —Todo con España siempre fue complicado. —Lo sigue siendo.  —Fair enough. El barco navegaba suavemente, siguiendo la curva del Támesis. A ambos lados, Londres se extendía en toda su gloria: edificios históricos mezclándose con rascacielos modernos, puentes antiguos de piedra junto a estructuras de acero y cristal. La ciudad que ambos habían visto crecer durante siglos, que había sobrevivido a incendios, bombas, revoluciones, y seguía de pie. —Llovió ese día —recordó Portugal de pronto, una sonrisa jugando en sus labios—. Me llevaste a navegar por el Támesis, igual que ahora, para "mostrarme la ciudad desde el mejor ángulo", dijiste. Y luego... —Nos agarró la lluvia completamente desprevenidos —completó Inglaterra, y ahora él también sonreía, el recuerdo claramente vívido en su mente—. Tormentón del demonio. En pleno junio. —Terminamos empapados —continuó ella, riendo suavemente—. Y tú, siempre tan práctico, decidiste que lo mejor era refugiarnos debajo del puente de Londres hasta que pasara. —It was the logical thing to do. —Y luego —dijo ella, su voz bajando un poco, volviéndose más íntima—, decidiste que la mejor forma de "calentarnos" era... —Follando contra el muro del puente —terminó Inglaterra sin ninguna vergüenza, mirándola con esa sonrisa torcida—. Con la lluvia cayendo a centímetros de nosotros y el sonido del río de fondo. El manotazo llegó rápido y preciso, impactando contra su brazo con más fuerza de la que ella probablemente pretendía. Inglaterra se rió, soltando el timón por un segundo para frotarse el brazo. —¡Inglaterra! —protestó Portugal, su rostro sonrojándose de ese tono rosa que él encontraba absolutamente encantador—. Tienes que... no puedes simplemente decir esas cosas así, tan... —¿Honestamente? —ofreció él, divertido—. ¿Directamente? It happened, darling. No tiene sentido fingir que no. —Podrías ser más... discreto.  Inglaterra la miró, genuinamente divertido, y luego se inclinó hacia ella, invadiendo su espacio personal con esa confianza característica. —Algunas cosas no han cambiado, love —dijo, su voz bajando a ese tono más íntimo que usaba solo con ella—. Como lo fácil que es hacerte sonrojar por cosas que estuviste más que dispuesta a hacer. Entusiastamente dispuesta, si mi memoria no me falla. Y créeme, my memory is excellent. Ella lo fulminó con la mirada, pero el sonrojo en sus mejillas la traicionaba completamente. Se cruzó de brazos, desviando la vista hacia el agua como si de repente el río fuera lo más fascinante del mundo. —Deberías ser más caballeroso —murmuró, pero no había verdadero enojo en su voz—. Se supone que eres la nación de los caballeros, del protocolo y las buenas maneras. ¿Dónde quedó todo eso? —Lo dejé en el siglo XVIII —respondió Inglaterra sin remordimiento—. Junto con las pelucas empolvadas y la vergüenza falsa. Inglaterra volvió su atención al timón, ajustando el curso mientras navegaban bajo el Blackfriars Bridge. Una vez que estuvieron del otro lado, soltó el timón brevemente para alcanzar la cesta que había preparado. Sacó una botella de vinho verde, el favorito de ella, ya frío, y dos copas de cristal. —A ti te encanta que sea un bastardo —dijo mientras descorchaba la botella con movimientos expertos—. Siempre te ha gustado. No finjas lo contrario. —Eso es... no es cierto. —¿No? —Sirvió el vino en ambas copas, el líquido verde pálido brillando bajo la luz del sol—. ¿Entonces por qué siempre volvías? Incluso cuando estabas con España, cuando se suponía que debías odiarme, cuando él te tenía completamente controlada durante la Unión Ibérica... Le extendió una copa. Ella la tomó, sus dedos rozando los de él por un momento más largo del necesario. —Te "secuestraba" —continuó Inglaterra, haciendo comillas con los dedos de su mano libre—. Como un pirata. Te robaba de tus propios puertos, te llevaba a mar abierto donde nadie podía encontrarnos. Y tú... —sonrió—, tú nunca te resistías demasiado, ¿verdad? Portugal tomó un sorbo largo de vino, rodando los ojos, aunque no podía ocultar la diversión que bailaba en ellos. El vino estaba perfecto, exactamente a la temperatura correcta, y sabía a verano portugués, a viñedos en las colinas del Douro. —Siempre tuve debilidad por los canallas —admitió finalmente, mirándolo por encima del borde de su copa—. Por los que rompen las reglas. Por los que aparecen en medio de la noche con planes ridículos y sonrisas arrogantes. —And I'm the king of bastards, darling —respondió Inglaterra, levantando su propia copa en un brindis burlón—. Conquisté medio mundo con esas sonrisas arrogantes y esos planes ridículos. That takes a special kind of bastard. Un bastardo muy específico y talentoso. Ella negó con la cabeza, pero se rió. Una risa genuina, de esas que hacían que todo su rostro se iluminara, que hacían que sus ojos turquesas brillaran con algo más que reflexión nostálgica. Era la risa que Inglaterra había extrañado durante todas esas décadas de silencio, durante todos esos años cuando ella lo trataba con esa cortesía fría y diplomática que dolía más que cualquier insulto. —Siempre tan modesto—comentó ella. —Modesty is overrated. La modestia es para los que no tienen razones para presumir. —Y tú tienes muchas razones, ¿no? —Darling, tengo seiscientos cincuenta años de razones. —Hizo un gesto amplio con su copa, abarcando el río, la ciudad, todo—. And counting. —Ya veo de dónde sacó Estados Unidos la arrogancia —dijo Portugal, tomando un sorbo de vino. Inglaterra se atragantó ligeramente con su propio vino. —Excuse me? —La miró con genuina ofensa—. No compares mi legítima confianza en mis logros con... con lo que sea que él tiene. Yo tengo razones históricas, documentadas, para mi actitud. Él solo tiene... ego inflado y demasiado poder nuclear. —Suena familiar —murmuró ella. —That's completely different y lo sabes. El barco continuó su curso suave por el Támesis. Inglaterra había abandonado el timón, confiando en que la vela y la corriente los mantuvieran en rumbo. Se sentó en el banco frente a Portugal, estirando sus piernas largas, la copa de vino descansando casualmente en su mano. El sol empezaba a descender lentamente, tiñendo el cielo con los primeros toques de naranja y rosa. La luz dorada bañaba la cubierta del barco, haciendo que el vestido lavanda de Portugal pareciera brillar, que su piel bronceada resplandeciera. —Seiscientos cincuenta años —murmuró Portugal después de un momento, mirando el vino en su copa como si contuviera las respuestas del universo—. Es... es mucho tiempo, Arthur. La forma en que dijo su nombre, con esa suavidad, hizo que algo se removiera en el pecho de Inglaterra. —It is —concordó él, su voz inusualmente seria—. El tiempo suficiente para ver imperios nacer y morir. Para ver el mundo reinventarse tantas veces que perdiste la cuenta. —Para vernos reinventarnos a nosotros mismos —agregó ella, alzando la vista para mirarlo—. Cuántas veces hemos sido... diferentes. Enemigos. Aliados. Amantes. Extraños. Todo a la vez, algunas veces. —Y aquí estamos. —Aquí estamos —repitió ella, eco de palabras que habían dicho antes, en otro barco, en otro tiempo. Tomó otro sorbo de vino, saboreándolo, dejando que el silencio se instalara cómodamente entre ellos. No era un silencio incómodo. Era el tipo de silencio que solo viene con la familiaridad absoluta, con conocer a alguien tan profundamente que las palabras a veces son innecesarias. El barco pasó bajo el Waterloo Bridge, la sombra del puente envolviéndolos brevemente antes de emerger de nuevo a la luz del sol. Una bandada de gaviotas voló sobre ellos, sus graznidos rompiendo momentáneamente la tranquilidad. —¿Sabes qué es lo más extraño? —preguntó Portugal después de un largo momento, jugando distraídamente con el tallo de su copa—. De todo lo que ha cambiado en estos seiscientos cincuenta años... de todas las revoluciones y guerras y avances tecnológicos... de todo el mundo transformándose una y otra vez... Hizo una pausa, buscando las palabras correctas. —¿Qué? —la animó Inglaterra. Ella lo miró directamente, y había algo profundo en esos ojos turquesas, algo que iba más allá de la nostalgia. —Lo más extraño es que tú sigas siendo tú. El mismo bastardo arrogante que conocí hace tanto tiempo.  El que nunca admite que está equivocado. El que conquista medio mundo y luego actúa como si no fuera gran cosa. Inglaterra sonrió lentamente, una de esas sonrisas genuinas que reservaba solo para momentos como este, cuando las defensas estaban bajas y la verdad era lo único que quedaba. —And you're still the most stubborn, impossible woman I've ever known —respondió, haciendo eco a palabras que había dicho antes—. La que se niega a admitir que le gusta cuando soy un bastardo arrogante. La que navega sola por el Atlántico solo para probar un punto. La que puede estar enojada conmigo durante décadas y luego actuar como si nada hubiera pasado. —Porque admitirlo sería darte la razón —replicó ella—. Y darte la razón sería peligroso. Tu ego ya es lo suficientemente grande sin mi ayuda. —Too late, darling. —Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en sus rodillas, acortando la distancia entre ellos—. Ya sé que tengo razón. Siempre he sabido. Y tú también lo sabes, aunque te niegues a decirlo en voz alta. Portugal lo miró con esa expresión de fingida exasperación que él conocía tan bien, pero había ternura ahí, bajo la superficie. Ternura que había aprendido a mostrar de nuevo, poco a poco, desde aquella tarde en 2018 cuando las cartas quedaron sobre la mesa, cuando las verdades fueron dichas y la puerta quedó entreabierta. El barco navegó bajo el Westminster Bridge, la icónica silueta del Big Ben elevándose a su derecha, las Houses of Parliament extendiéndose majestuosas a lo largo del río.  —Necesito más vino para esta conversación —declaró Portugal, extendiendo su copa vacía hacia él. Inglaterra se rió, levantándose para servirle más. Sus movimientos eran fluidos, adaptándose naturalmente al suave balanceo del barco. Rellenó su copa, y luego la de él también. —¿Recuerdas la primera vez que navegamos juntos? —preguntó ella de pronto—. No aquella vez con Catalina. Me refiero a la primera vez. Siglos antes. Inglaterra se detuvo a mitad de servir el vino, procesando la pregunta. Sus ojos se entrecerraron levemente mientras rebuscaba en su memoria, navegando a través de siglos de recuerdos. —¿Te refieres a...? —empezó, y luego una sonrisa lenta se extendió por su rostro—. 1386. Cuando viniste con tu flota para ayudarme contra España. —Y tú insististe en que navegáramos juntos —completó ella—. Dijiste que era "estrategia militar", que necesitábamos "coordinar nuestras fuerzas". —It was strategy. —Mentiroso. —Tomó un sorbo de vino—. Querías presumir tu flota. Y querías verme en cubierta, con el viento en el cabello, mareada probablemente.  Inglaterra soltó una carcajada genuina, volviendo a su asiento. —Nunca te mareaste. Ni una sola vez. Eso me decepcionó profundamente. Tenía planeado todo un discurso sobre cómo los marineros ingleses tenían estómagos más fuertes. —Soy portuguesa —dijo ella con orgullo simple—. Nacimos en el mar. El mareo no existe para nosotros. —Arrogant. —Honesta —Sonrió—. Aunque debo admitir que tus barcos eran... impresionantes. Para la época. —"Para la época" —repitió él, fingiendo ofensa—. Woman, esos barcos conquistaron mares. —Mis barcos conquistaron océanos —contrarrestó ella—. Hay una diferencia. Bebieron en silencio por un momento, cada uno perdido en sus propios recuerdos. El barco se deslizaba suavemente, el viento llenando la vela con ese sonido reconfortante que ambos conocían desde antes de que el mundo fuera mapeado completamente. —Todo era más simple entonces —repitió Portugal, su voz tomando ese tono nostálgico de nuevo—. No teníamos que preocuparnos por el cambio climático, o las redes sociales, o... Deus, las negociaciones comerciales modernas son infinitamente más complejas que cualquier cosa que hiciéramos en el pasado. —We just sent ships and took what we wanted —concordó Inglaterra. —Exacto. Muy poco ético, completamente imperialista, pero definitivamente más simple. —Simpler times. —Levantó su copa—. For better or worse. —En su mayoría peor —dijo ella, pero brindó con él de todas formas—. Para el resto del mundo al menos. —Details. Ella negó con la cabeza, pero estaba sonriendo. El sol había descendido más, y ahora el cielo era una sinfonía de colores: naranjas profundos, rosas suaves, púrpuras que empezaban a asomarse en los bordes. La luz bañaba todo con un resplandor cálido, haciendo que el Támesis pareciera líquido dorado. El barco pasó bajo el Tower Bridge, la estructura icónica alzándose sobre ellos como un guardián gigante del río. Las torres victorianas se recortaban contra el cielo colorido, majestuosas e imponentes. Portugal alzó la vista, admirando la arquitectura que había visto construirse más de un siglo atrás. —Sigue siendo hermoso —murmuró—. Cada vez que lo veo, pienso en cómo el mundo era diferente cuando lo construyeron. 1894. Fin de un siglo. Todo estaba cambiando tan rápido entonces. La revolución industrial, el telégrafo, los trenes... —You were in one of your moods —recordó Inglaterra—. Depressive, nostalgic. Decías que el mundo se estaba moviendo demasiado rápido y que pronto no quedaría nada del pasado. —Tenía razón —defendió ella—. Mira cuánto hemos perdido. —And look how much we've gained. Ella lo miró, y por un momento pareció que iba a discutir. Pero luego suspiró, tomando otro sorbo de vino. —Siempre tan optimista tú. —Someone has to be. Si te dejo a cargo del optimismo, terminaríamos todos en el fondo del océano llorando por los viejos tiempos. —Dramático. —Factual —replicó él, usando su propia palabra contra ella. Portugal resopló, pero había afecto en el sonido. Se recostó en el respaldo acolchado, dejando que el vino y el movimiento del barco la relajaran. El vestido lavanda se arremolinaba suavemente alrededor de sus piernas con la brisa. Inglaterra la observó por un momento, permitiéndose realmente mirarla. Las últimas décadas habían sido... complicadas. El Brexit había puesto tanta tensión entre ellos, tanta distancia. Pero aquella tarde en 2018, cuando todo podría haberse roto definitivamente, algo cambió. Ella dejó la puerta entreabierta. Él entró. Y desde entonces, lenta, cuidadosamente, habían estado reconstruyendo algo. No era lo que habían tenido antes.  Era algo nuevo. Algo diferente. Pero era... algo. Y eso era más de lo que habían tenido durante demasiado tiempo. —Me estas mirando mucho—dijo Portugal sin abrir los ojos, una pequeña sonrisa jugando en sus labios. —You're beautiful —respondió él, sin un atisbo de vergüenza—. Vale la pena mirar. Especialmente con ese vestido. ¿Lo elegiste pensando en mí? —No todo gira alrededor de ti. —Mentirosa. —Se inclinó más cerca—. Lavanda. Sabes que me gusta ese color en ti.  Ella abrió los ojos, mirándolo con fingida exasperación, pero había un leve rubor en sus mejillas. —Eres imposiblemente arrogante. —Y tú estás sonrojándote —señaló él con satisfacción—. Lo cual significa que tengo razón. Lo elegiste para mí. —Tal vez solo me gusta el color. —Tal vez. —Su sonrisa se ensanchó—. O tal vez querías que te mirara exactamente como te estoy mirando ahora. El rubor se intensificó. —¿Cuánto vino llevas exactamente? —Not nearly enough to use that as an excuse. —Se encogió de hombros—. I mean it. Portugal abrió ambos ojos ahora, estudiándolo. Había algo en su expresión que Inglaterra no podía descifrar completamente. Sorpresa, quizá. O ternura. O ambas. —Estás siendo extrañamente honesto hoy. —It's the anniversary —dijo él—. Seiscientos cincuenta años. Me siento... sentimental. —Inglaterra, sentimental. —Fingió verificar su pulso—. ¿Te sientes bien? ¿Es un derrame cerebral? —Fuck off —respondió él, pero estaba sonriendo. —Me estabas asustando con toda esa honestidad emocional—Ella se rió.  Inglaterra negó con la cabeza, tomando un largo trago de vino. El barco continuó su curso, alejándose del Tower Bridge, adentrándose en partes del río menos transitadas. —Portugal —dijo él después de un momento, su voz más seria—. I meant what I said. En 2018. Y cada día desde entonces. Ella se quedó quieta, su copa a medio camino de sus labios. Sabía exactamente a qué se refería. Aquellas palabras en la sala de reuniones, cuando todo estaba terminando y empezando al mismo tiempo. What if I told you I still love you? ¿Y si te dijera que todavía te amo? —Lo sé —respondió finalmente, su voz apenas un susurro. —¿Lo sabes? —Sí. —And? Portugal bajó su copa, mirándolo directamente con esos ojos turquesas que parecían contener el Atlántico entero. —Y yo también —dijo simplemente. No era una declaración grandiosa. No había drama ni poesía. Solo tres palabras simples que llevaban el peso de siglos. Inglaterra sintió algo expandirse en su pecho, algo cálido y abrumador que no tenía nombre en inglés, español o portugués. —Eso fue... sorprendentemente directo para ti —logró decir. —Seiscientos cincuenta años —repitió ella, haciendo eco a sus palabras anteriores—. Me siento sentimental. Él se rió, una risa baja y genuina. Se levantó de su asiento, moviéndose para sentarse junto a ella en el mismo banco. El espacio era más estrecho así, sus cuerpos presionados uno contra el otro, pero ninguno se quejó. Portugal apoyó su cabeza en el hombro de él, un gesto que se había vuelto más común en los últimos años pero que aún lo sorprendía cada vez. Inglaterra pasó su brazo alrededor de ella, atrayéndola más cerca. —Esto es agradable —murmuró ella contra su hombro. —It is. —No lo arruines diciendo algo estúpido. —¿Yo? Never. —Mentiroso. Permanecieron así, en silencio, mientras el barco continuaba su camino. El sol estaba casi en el horizonte ahora, una bola de fuego naranja que pintaba el cielo en tonos imposibles de rojo y púrpura. Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse, creando un espejo de estrellas en ambas orillas del río. —¿Sabes qué me gusta de esto? —preguntó Portugal después de un largo rato—. De nosotros, quiero decir. Ahora. —¿Qué? —Que no estamos fingiendo que todo es perfecto. No estamos actuando como si el pasado no existiera, como si no nos hubiéramos hecho daño. Pero tampoco estamos dejando que eso nos defina completamente. Inglaterra consideró sus palabras, su barbilla descansando sobre la cabeza de ella. —We're just being—dijo finalmente—. Sin expectativas imposibles. Sin promesas que no podemos cumplir. —Exacto. —Tomó un sorbo de vino—. Es liberador, en cierto modo. —Though I have to say —agregó Inglaterra—, estoy bastante seguro de que puedo cumplir todas las promesas que quiera hacerte. Ella se rió contra su hombro. —Ahí esta. La arrogancia. Estaba empezando a preocuparme. —Can't help it. Es parte de mi encanto. —Tu "encanto" es cuestionable. —And yet, here you are. En mi barco, bebiendo mi vino, usando mi hombro como almohada. —Técnicamente —corrigió ella, levantando la cabeza para mirarlo—, el vino es portugués. Así que es mi vino. —Details. Portugal negó con la cabeza, pero volvió a apoyarse contra él. El vestido lavanda se había arrugado un poco, pero a ninguno le importaba. Los tacones descartados rodaban suavemente de un lado a otro con el movimiento del barco. —¿Te he dicho —comenzó Inglaterra, jugando distraídamente con un mechón del cabello de ella— que este vestido te queda perfectamente? —Varias veces. Con los ojos. Has estado mirándome todo el día. —Observant. —Siempre lo he sido. El cielo continuaba transformándose, los colores intensificándose antes de desvanecerse gradualmente hacia la oscuridad. Pronto aparecerían las primeras estrellas, aunque en Londres era difícil verlas con toda la contaminación lumínica. —¿Recuerdas —dijo Inglaterra lentamente— cuando podíamos ver las estrellas claramente? Incluso aquí, en el río. Antes de que la ciudad creciera tanto. —Siglos atrás —asintió ella—. Navegábamos de noche y el cielo era... infinito. Podías ver la Vía Láctea como una mancha brillante atravesando todo. —Used to navigate by those stars. —Todos lo hacíamos. Ahora tenemos GPS. —Progress. —Supongo. —Sonó melancólica—. Aunque extraño las estrellas. Inglaterra la apretó más contra él. —Ven conmigo —dijo de repente. —¿A dónde? —A algún lugar sin contaminación lumínica. Escocia, tal vez. O mejor aún, las Azores. Tus islas. Donde aún podemos ver las estrellas como antes. Portugal se apartó ligeramente para mirarlo, arqueando una ceja. —¿Me estás invitando a un viaje? —Sí. —¿Solo nosotros dos? —Yes. —¿Sin delegaciones, sin reuniones, sin...? —Sin nada de eso. Solo tú, yo, y un cielo lleno de estrellas. —Hizo una pausa—. Como antes. Pero también diferente. Ella lo estudió por un largo momento, buscando... qué? ¿Sinceridad? ¿Motivos ocultos? Pero lo único que encontró fue genuina esperanza en sus ojos verdes. —Okay —dijo finalmente. —¿Okay? —Sí. Vamos. A las Azores. A ver las estrellas. Inglaterra sintió una sonrisa extenderse por su rostro, una de esas sonrisas amplias y genuinas que rara vez mostraba. —¿En serio? —No hagas que me arrepienta. —Wouldn't dream of it. Se miraron por un momento más, y luego Inglaterra se inclinó, cerrando la distancia entre ellos. El beso fue suave, sabía a vinho verde y a promesas, a seiscientos cincuenta años de historia y a futuros aún no escritos. Cuando se separaron, Portugal tenía las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes. —Todavía sabes cómo besar —murmuró. —Tuve buenos maestros. El barco continuó navegando mientras la noche caía completamente sobre Londres. Las luces de la ciudad brillaban intensamente ahora, reflejándose en el agua oscura del Támesis como estrellas caídas. No eran las estrellas reales que ambos extrañaban, pero tenían su propia belleza. Inglaterra ajustó la vela, ralentizando su curso. No había prisa por volver. Tenían tiempo. Seiscientos cincuenta años de práctica en encontrar tiempo cuando no debería haber ninguno. —Arthur —dijo Portugal después de un momento, su voz suave en la oscuridad. —Hmm? —Obrigada. Por esto. Por todo esto. —You're welcome —respondió él, besando la parte superior de su cabeza—. Though I should thank you too. —¿Por qué? —Por no irte. Por quedarte. Por... darme otra oportunidad. Portugal levantó su rostro hacia él, incluso en la oscuridad podía ver el brillo de sus ojos. —No fue solo una oportunidad —dijo—. Han sido muchas. Demasiadas, probablemente. —And yet here we are. —Aquí estamos —repitió ella, y había algo final en las palabras, como si fuera una aceptación, una rendición al hecho de que esto, ellos, era inevitable. Se quedaron así, abrazados en la cubierta del barco, mientras Londres brillaba a su alrededor y el río los llevaba suavemente de vuelta hacia el muelle. Seiscientos cincuenta años de alianza. De guerra y paz. De amor escondido en tratados diplomáticos. De encuentros robados.  De ser lo que eran: imposibles, complicados, inevitables. Inglaterra miró hacia el horizonte oscurecido, sintiendo el peso familiar de Portugal contra su costado. "Seiscientos cincuenta años más" pensó apretándola más contra él "Y otros seiscientos cincuenta después de esos. Y todos los que vengan." Porque sabía la verdad, aunque nunca la dijera en voz alta: esta alianza no terminaría hasta que uno de ellos dejara de existir. Y él haría lo imposible—movería cielos, tierras, océanos enteros—para asegurarse de que ese día nunca llegara. Era egoísmo en su forma más pura. Posesión disfrazada de diplomacia. Pero las naciones no operaban con la ética humana de "dejar ir" o "amor desinteresado". Eran criaturas de permanencia, de fronteras que se defendían con sangre, de territorios que nunca se cedían voluntariamente. Y ella era su territorio más antiguo, la única constante en siglos de cambios. La había visto ignorarlo con esa cortesía profesional que cortaba más profundo que cualquier espada. La había visto despreciarlo, tratarlo como un nombre más en actas de reuniones. Décadas enteras donde ella miraba a través de él como si fuera un tapiz. Y aún así, jamás consideró rendirse. Nunca. Porque Portugal no se iba a ningún lado. No mientras él respirara. No mientras Londres siguiera de pie. No mientras pudiera hacer algo—cualquier cosa—para mantenerla en su órbita. "Mía" pensó con una certeza primitiva, ancestral. "Siempre ha sido mía, desde 1373. Y seguirá siéndolo hasta que este mundo se termine." No era romántico. Era algo más antiguo que el romance. Era la naturaleza misma de lo que eran: entidades inmortales aferrándose a las pocas constantes en un mundo de cambio perpetuo. Y mientras la noche londinense se cernía sobre ellos, mientras el barco Aliança surcaba las mismas aguas que habían sido testigos de su historia—de sus traiciones, sus alianzas, sus guerras secretas y sus amores más secretos aún—Inglaterra supo con una certeza absoluta que cada segundo de esos seiscientos cincuenta años había valido la pena. Cada traición perdonada. Cada silencio soportado. Cada década de frialdad atravesada. Todo había sido el precio necesario para llegar a este momento: Portugal en sus brazos, el Támesis bajo ellos, y la promesa tácita de seiscientos cincuenta años más. O mil. O los que hicieran falta. Porque algunas alianzas no terminan. Solo se transforman, se adaptan, evolucionan. Y la de ellos era eterna. Aunque el mundo entero dijera lo contrario.
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