ID de la obra: 702

So Long London

Het
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
197 páginas, 108.469 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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2018

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"For so long, London

Had a good run

A moment of warm sun

But I'm not the one

So long, London

Stitches undone

Two graves, one gun

You'll find someone ..."

2018 El Támesis se deslizaba detrás de los ventanales como un recuerdo gris, lento, indiferente al drama internacional que se desarrollaba en sus orillas. La lluvia menuda y  persistente, empañaba los cristales con esa terquedad típicamente londinense, creando un velo opaco entre el interior y el mundo exterior. Dentro, la sala de reuniones era sobria, casi austera: líneas rectas que no permitían excesos sentimentales, madera oscura que absorbía la luz en lugar de reflejarla, una calidez apenas sugerida por el olor del té Earl Grey que se enfriaba y la luz tenue de la tarde invernal que se colaba entre las nubes. Sobre la mesa de negociaciones reposaban dos tazas de porcelana de Wedgwood, ya frías, con el té sin tocar. Junto a ellas, documentos oficiales con el sello de la Unión Europea, mapas de rutas comerciales post-Brexit y tratados subrayados con desgano, con marcas de resaltador amarillo que parecían hechas por obligación más que por interés. Nadie los tocaba. La negociación había terminado hacía apenas unos minutos, pero el silencio que la siguió se sentía eterno. Portugal estaba sentada con las piernas cruzadas, impecable en tonos tierra —pantalones de lino beige, camisa color crema—, la prenda abierta hasta el tercer botón dejando ver la curva de su clavícula y el inicio de su pecho de una forma que parecía despreocupada, natural, y que en otro momento, en otra vida, Inglaterra hubiera apreciado con la mirada hambrienta de quien conoce cada centímetro de esa piel. El rostro de ella permanecía sereno, aunque había una sombra de cansancio antiguo en los ojos turquesa, ese tipo de fatiga que no viene de una mala noche sino de décadas mal dormidas. Inglaterra permanecía de pie frente a ella, rígido como una estatua ecuestre en Trafalgar Square, con una carpeta color manila cerrada entre las manos que no había abierto en los últimos diez minutos. Quizá más. El reloj de pared hacía tic-tac con un ritmo que parecía burlarse de su inmovilidad. La negociación había sido técnica, fría, profesional. Tarifas aduaneras. Derechos de pesca. Protocolos de Irlanda del Norte. Todo dicho con la distancia de quien habla de números, no de historia. Pero ahora que los asistentes se habían ido, ahora que los documentos estaban firmados, ahora que estaban solos... La tensión en la habitación era casi táctil, como humedad antes de la tormenta. —So... this is how it ends —dijo él finalmente, con una voz más baja de lo habitual, despojada de esa arrogancia británica que solía usar como armadura. (Así que es así como se termina.) Ella alzó la mirada con lentitud, sin sorpresa, sin prisa. Como si hubiera estado esperando esas palabras desde que firmó el último documento. —¿El Brexit? —preguntó, sin sarcasmo—. Apenas empieza, Inglaterra. Esto va a tomar años. Décadas, tal vez. Él negó con la cabeza, una sola vez, con la sobriedad de quien ya ha lamentado bastante y no tiene energía para más teatro. —No. Me refiero a nosotros. Us. El silencio que siguió fue espeso, casi húmedo, como si el Támesis se hubiese colado entre ellos y ahora corría invisible por el suelo. Portugal no dijo nada de inmediato. Dejó que la palabra flotara en el aire, que se posara sobre los documentos, sobre las tazas frías, sobre los siglos de historia compartida. Suspiró, leve, casi imperceptible. Luego se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa con gesto medido, entrelazando los dedos con esa precisión que siempre la caracterizaba. Los anillos de oro en sus dedos captaron un destello de luz. —No seas melodramático. No te queda bien. —Su voz era neutra, profesional, pero había algo debajo. Algo que él conocía bien: el tono que usaba cuando construía muros. Inglaterra dejó escapar una risa corta, más por hábito que por humor, un sonido áspero que no llegó a sus ojos. —I'm leaving. Out. —Hizo una pausa, y cuando continuó, había algo quebradizo en su voz, como cristal a punto de romperse—. Ya no compartiremos comités, ni consejos, ni esos cafés interminables a las tres de la mañana mientras Europa se reconstruye por enésima vez. No más negociaciones en Bruselas donde podía verte al otro lado de la mesa. No más cenas diplomáticas donde podía fingir que solo era casualidad sentarme cerca de ti. Esto... —señaló vagamente los documentos con el sello de divorcio europeo— esto era lo último que quedaba entre nosotros. El último hilo. (Me estoy yendo) Ella no parpadeó. Su voz, como su postura, seguía firme, anclada en esa pragmática frialdad que había cultivado desde 1981. —Queda la historia. La OTAN. Las rutas marítimas. Los acuerdos bilaterales que firmamos hace décadas y que nadie se ha molestado en revisar. —Hizo una pausa, sus ojos turquesas fijos en él con esa intensidad del océano—. Seguimos en el mismo mapa, en el mismo continente. Y si te consuela, yo tampoco quería que esto terminara así. Pero lo nuestro acabó mucho antes. Esto no es el final. Es solo... otra fase. Otra reinvención de lo que sea que somos. Inglaterra bajó la vista hacia la carpeta en sus manos, observando sus propios dedos aferrándola con demasiada fuerza, los nudillos blancos contra el cartón manila. Luego, con una franqueza inusual incluso para él, con esa vulnerabilidad que solo ella lograba arrancarle, dijo en voz baja: —Not for me. —Tragó saliva—. Para mí, aún éramos algo. Algo indefinible, sí. Algo roto, probablemente. Pero algo. Aunque no me hablaras más allá de lo estrictamente necesario. Aunque miraras a Alemania como si fuera el futuro mismo, todo eficiencia y energía renovable. Aunque me trataras como al vecino que siempre deja el paraguas goteando en tu alfombra y nunca aprende a limpiarse los zapatos. (No para mí) Portugal se levantó con un movimiento fluido, alisándose la camisa por puro hábito. Lo miró con una atención que no era del todo fría. Más bien meticulosa. Clínica. Como si lo estuviera pesando en silencio, evaluando cada palabra, cada gesto, cada micro-expresión en busca de... ¿qué? ¿Sinceridad? ¿Manipulación? Después de tantos siglos, ella ya no estaba segura de poder distinguir una de la otra cuando se trataba de él. —Tú elegiste irte —respondió, sin dureza, pero con precisión quirúrgica—. Nadie te expulsó. Nadie te traicionó. Tú firmaste tu salida con las manos bien firmes, con esa letra impecable tuya en tinta azul. Y lo hiciste a solas.  —And yet... you're still there. —Su voz se tensó—. Cada vez más integrada. Cada vez más cerca de todos. Menos de mí. (Y aún así...sigue aquí.( Ella ladeó ligeramente el rostro, y en su expresión se dibujó algo que podría ser tristeza discreta. O quizá solo ironía. Con Portugal, siempre era difícil saberlo. —¿Y qué esperabas? —preguntó con una calma devastadora—. ¿Qué te esperara en la puerta con una taza caliente y los brazos abiertos? ¿Qué detuviera mi vida, mis alianzas, mi futuro, porque tú decidiste jugar a la ruleta rusa con tu propio país? Él no respondió. No podía. Solo dejó la carpeta sobre la mesa con un sonido sordo y se acercó un paso. Después otro paso. Sus zapatos Oxford resonaron contra el suelo de madera, rompiendo el silencio. Y por un instante, la distancia entre ellos dejó de ser geopolítica y se volvió simplemente... humana. O lo más cercano a humano que dos naciones podían ser. Portugal fue la primera en hablar, con una voz que se apoyaba en la calma pero no ocultaba del todo el temblor sutil de lo que había sido, de lo que quizá nunca dejó de ser del todo. —Aun así —dijo, sin mirarlo aún, con la vista fija en algún punto del Támesis más allá de los ventanales empañados—, la alianza no termina. El Tratado de Windsor sigue vigente. Nuestros puertos aún están abiertos para ti. Eres importante para mí, Arthur. —Hizo una pausa, y finalmente lo miró con esos ojos turquesas que parecían contener océanos enteros—. No lo olvides. Su nombre en los labios de ella sonaba como agua en medio de un desierto. Como lluvia después de sequía. Como ese primer sorbo de vino verde en verano. Después de 38 años de silencio, después de casi cuatro décadas llamándolo solo "Inglaterra" con esa formalidad distante, escuchar su nombre era como ser golpeado por un recuerdo que creía enterrado. Él parpadeó, sintiéndose expuesto, vulnerable de una forma que no experimentaba desde... desde quien sabe cuando. La confesión era sencilla, casi burocrática en su simpleza. Pero venía de ella. De Portugal, que medía cada palabra como quien mide oro, que llevaba décadas tratándolo con esa indiferencia profesional que dolía más que cualquier insulto. Y eso la volvía devastadora. —Do you mean that? —preguntó en voz baja, con un matiz de incredulidad que no logró disimular, acercándose un paso más, invadiendo ese espacio personal que ella normalmente protegía con tanta ferocidad. Portugal asintió, sin ceremonia, sin énfasis. Como si lo evidente no necesitara adornos ni juramentos. Él la miró entonces con una intensidad casi desconcertante, con esos ojos verdes que habían visto imperios caer y renacer. Y ella no desvió la vista. Había aprendido, después de siglos, a sostenerle la mirada sin hundirse en ella, sin perderse en el laberinto de lo que fue y lo que pudo ser. —Te propongo algo —dijo ella, cruzando los dedos con un gesto casi juguetón, acercándose a él un paso, cerrando la distancia hasta que podía oler su colonia, ese aroma a bergamota y cedro que nunca cambiaba—. Si me prometes no sabotearlo todo durante las negociaciones futuras, si me prometes comportarte como el caballero que a veces finges ser, podríamos... ser flexibles. Un guiño entre viejos aliados. Algo extraoficial. Él arqueó una ceja, británicamente escéptico, pero había un destello de algo más en sus ojos. Curiosidad. Esperanza, tal vez. —Flexible is not a word often associated with you. (Flexible no es una palabra que asociaría contigo) "Excepto en la cama", pensó, y el recuerdo fue tan vívido que casi pudo sentir sus manos en su espalda, sus piernas enredadas con las suyas y su nombre susurrado contra su cuello en la oscuridad. Portugal sonrió, apenas, una curva mínima de los labios que contenía océanos. —Tal vez esté cambiando. O tal vez solo sea pragmática. —Se encogió de hombros con elegancia—. Digamos que si me caes simpático ese día, si no llegas con esa arrogancia insoportable tuya, tus productos podrían encontrar... facilidades. Nada muy escandaloso. Una leve omisión aquí, una tasa reducida allá. Un sello que se pone sin revisar demasiado el papeleo. Solo para ti, claro. Un poco de nepotismo nunca arruinó un buen acuerdo comercial. Inglaterra soltó una carcajada breve, de esas que uno se permite cuando por un momento olvida que está roto, que su país está dividido, que acaba de cometer el error político más grande de su existencia moderna. —Charming. Corrupt, but charming. (Encantador. Corrupto, pero encantador.) —Como si no te gustara la corrupción. —Su sonrisa se ensanchó apenas—. Como si no hubieras construido un imperio sobre ella. Bajó la cabeza, como si reorganizara sus pensamientos, como si buscara las palabras correctas en algún rincón olvidado de su mente. Y cuando volvió a levantarla, la estaba mirando con algo que no tenía nombre, pero sí peso. Algo denso y antiguo. Portugal no se movió cuando él invadió más su espacio personal, cuando quedó tan cerca que podía contar sus pestañas, ver las pequeñas líneas de expresión alrededor de sus ojos turquesas.  —No va a ser como antes —dijo ella, cuando él ya estaba a escasos centímetros, cuando su aliento se mezclaba con el de él en el aire cargado de la sala—. Probablemente nunca lo sea. Él asintió con lentitud, procesando cada palabra. —Because you don't want it to be? (¿Por qué no quieres que sea?) —Porque es imposible. —Su voz se suavizó hasta ser casi un susurro—. Hemos cambiado. El mundo también. Las reglas son otras. Y si somos honestos... tú rompiste demasiadas cosas. Demasiadas promesas. Demasiadas veces. Inglaterra no discutió. No esta vez. Aunque una parte de él quería, aunque esa voz interna le gritaba que se defendiera, que argumentara, que negociara. Pero estaba cansado de pelear. Bajó ligeramente la vista, mordiéndose el labio inferior.  —Pero seguimos siendo lo que somos —continuó ella, con esa voz suya que parecía arrastrar siglos de historia, de guerras navales y alianzas secretas—. Naciones. Entidades que existen más allá de lo humano pero que sienten de forma tan terriblemente humana. Llevamos siglos mirándonos, enfrentándonos, aliándonos, perdiéndonos. Siempre hemos estado el uno frente al otro, desde que nuestros primeros barcos se cruzaron en el Atlántico. No podemos ignorarnos del todo. No sería natural. Sería... anti histórico. Inglaterra se sentó en el borde de la mesa de negociaciones, frente a ella, demasiado cerca, rompiendo todo protocolo diplomático que aún quedaba entre ellos. Sentado sobre la mesa, con ella de pie frente a él, podía verla directamente a esos ojos turquesas, como si fueran la única cosa que aún importaba en la habitación, en Londres, en el mundo entero. Sus rodillas la tocaban, rozando la tela de sus pantalones de lino. —And what are we now? —Su voz era apenas un murmullo—. Define us. (¿Y que somos ahora. Defínanos.) Portugal lo miró, sin pestañear, sosteniendo esa mirada verde  con sus propios ojos turquesas.  —Aliados. Socios comerciales. Vecinos... lo que sobreviva a las negociaciones, a los años, al olvido. —Hizo una pausa—. Pero aún estás en mi mapa. Tus costas aún están marcadas en mis cartas náuticas.  Siempre vas a estar ahí, Arthur.  Él la contempló como si quisiera responder con una enciclopedia entera, con tratados históricos, con todas las palabras que había callado durante décadas. Pero no dijo nada. Solo extendió la mano, y con una delicadeza que no le era habitual con otros, con esa ternura que reservaba solo para ella, apartó un mechón suelto de cabello castaño de su rostro, colocándolo detrás de su oreja con los dedos apenas rozando su piel. Fue un gesto pequeño. Íntimo. Antiguo como sus primeros besos. Portugal no se apartó. No cerró los ojos. No hizo nada excepto existir en ese momento, permitir ese contacto que había negado durante tanto tiempo. Y la mirada entre ellos se sostuvo. Una pausa larga, suspendida, como si el tiempo dudara en avanzar, como si el reloj de pared hubiera detenido su tic-tac burlón. —What if I told you I still love you? —preguntó él al fin, sin suavizar la frase, sin disfrazarla con diplomacia o metáforas o ese humor británico que usaba como escudo. Directo. Crudo. Real. Ella permaneció inmóvil. No pareció sorprendida. Pero tampoco sonrió. No hubo alivio ni rechazo en su expresión.  —Me costaría mucho creerte —dijo, sin titubear—. Porque sé cómo eres. Sé que quieres tu libertad pero también quieres que yo te espere. Quieres irte de Europa pero también quieres que nada cambie entre nosotros. Quieres el mundo entero a tus pies y al mismo tiempo quieres esto, lo nuestro, como si pudiera existir en el vacío. —Hizo una pausa—. Quieres demasiadas cosas a la vez, Arthur. Y muchas veces, eso no es compatible. Él tragó saliva, como si las palabras se le quedaran atrapadas a medio camino entre el corazón y la garganta. —And you? —preguntó en voz baja, casi tímida—. What about you? Ella lo miró, seria, sin desvíos ni adornos, con esa honestidad brutal que a veces usaba como bisturí. —Yo te quise. —Su voz no tembló—. Más de lo que debí. Más de lo que era sensato. Te quise cuando el silencio entre nosotros pesaba más que cualquier tratado, más que el acero de los barcos que construíamos espalda con espalda. Te quise incluso cuando me dejaste sola con Goa, cuando permitiste que India tomara lo que era mío y tú miraste para otro lado. Te quise con tu maldito ultimátum del 90, cuando me pusiste entre la espada y la pared y esperabas que eligiera tu lado como siempre. Te quise cuando ya no me mirabas, cuando tus ojos buscaban a América o a Francia o a cualquiera menos a mí, pero aún esperabas que yo estuviera ahí, esperándote como un perro fiel. Y te quise sin que nadie lo supiera. Sin que se publicara en ningún tratado. Ni siquiera tú lo supiste, no realmente.  Inglaterra respiró hondo. Una vez. Dos. La garganta parecía cerrarse, no por orgullo, sino por algo más viejo. Más profundo. Algo que no tenía nombre en ninguno de los idiomas que hablaba. —Then why...? —empezó a decir, pero la voz se le quebró y no pudo terminar. (Entonces, porque?) —Porque el amor no alcanza —lo interrumpió ella, con una dulzura que dolía más que cualquier reproche, mientras sus dedos jugaban distraídamente con la corbata de él, deslizándose por la seda azul marino—. No para nosotros. No para lo que somos. Amar, es clavarse un puñal y seguir caminando como si no sangráramos, como si los mapas no se tiñeran de rojo. Es callar verdades que harían tambalear imperios. Es sostener pactos mientras el corazón se incendia. Es elegir entre lo que sientes y lo que tu gente necesita, y siempre, siempre elegir a tu gente. Guardó silencio apenas un segundo, lo justo para que las palabras pesaran, para que se hundieran. —El amor entre naciones no es salvación, Arthur. Es una condena compartida. Es autodestrucción consensuada.  Él no respondió. No podía. Bajó la cabeza, como si algo dentro suyo se resquebrajara con el eco de esas palabras, como si cada sílaba fuera un martillazo contra los muros que había construido alrededor de sus sentimientos. Portugal se inclinó ligeramente, colocando sus dos manos a ambos lados del rostro de él con una ternura que contrastaba brutalmente con sus palabras. Lo miró con esos ojos turquesas que habían visto la Era de los Descubrimientos y la caída del Estado Novo. —Y sin embargo... aquí estamos. Inglaterra alzó la vista, sus ojos verdes buscaron los turquesas de ella como si fueran puerto en medio de la niebla, como si fueran faro en la tormenta, como si fueran lo único sólido en un mundo que se desmoronaba. —Here we are —repitió, y por un instante no pareció una afirmación, sino una promesa. Una declaración de intenciones. Ella asintió, sus pulgares acariciando suavemente sus pómulos. —No va a ser como antes —murmuró—. Pero ya no quiero ignorarte. Ya no quiero tratarte como un nombre más en la lista de delegados. Y no quiero que me ignores. No quiero ser solo la representante de Portugal en tus ojos. —And what does that mean? —Su voz era apenas audible—. Concretamente. (¿Y que significa eso?) Portugal sostuvo la mirada, mientras acariciaba lentamente sus mejillas con sus dedos pulgares, memorizando cada ángulo de su rostro como si fuera la primera vez, como si fuera la última. —Significa que no estoy cerrando la puerta —susurró—. Significa que estoy dejándola entreabierta. Pero esta vez... entra solo si estás dispuesto a quedarte. Solo si estás dispuesto a no volver a irte cuando las cosas se pongan difíciles.  Inglaterra asintió. Muy despacio. Procesando. Prometiendo sin palabras. Pero no era suficiente. Nunca era suficiente con él. —But... could it be something? —preguntó, insistiendo—. ¿Podríamos intentarlo? ¿De verdad? Ella lo miró sin responder de inmediato. —I mean it —continuó, inclinándose más hacia ella, agarrándola de la cintura, como si la proximidad física pudiera convertir su "quizá" en un "sí"—. This time would be different. We could make it work. We've always made it work when we really tried, haven't we? —¿Cuándo intentamos de verdad? —preguntó ella, arqueando una ceja. —This time —insistió, como si con decirlo fuera suficiente—. So... is that a yes? Are we...? Portugal lo miró por un largo instante, estudiándolo, sus ojos turquesas buscando alguna señal de que esta vez fuera diferente, de que esta vez fuera real. —Siempre fuiste demasiado ambicioso para tu propio bien, Iggy. —Lo dijo con una sonrisa, usando ese apodo que no había pronunciado en décadas—. Siempre queriendo más de lo que el mundo puede darte. No dijo que sí. No dijo que no. Y sin embargo, en el espacio entre palabras, había una forma de respuesta. Un quizá. Un veremos. Un intento. Inglaterra lo sintió. Algo parecido a esperanza, por primera vez en décadas. Desde antes de Goa. Desde antes del ultimátum. Desde antes de que Europa se convirtiera en el campo de batalla donde perdieron lo que fueron. Una esperanza que no gritaba, no exigía, no urgía. Solo estaba allí. Como la lluvia suave sobre el Támesis. Como el recuerdo de un amor que, aunque roto, aún se mantenía en pie entre los escombros. Como una alianza que sobrevivió a todo y que quizá, solo quizá, podría sobrevivir a esto también. Entonces ella lo besó. Fue un beso suave, apenas un roce de labios, como el susurro de una promesa. Breve. Casto, casi. Pero cargado de todo lo que no dijeron, de todo lo que no podían decir con palabras. Pero para él se sintió como victoria.  Como volver a casa después de siglos perdido en el mar.
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