(...)
Los jugadores se amontonaban en el vestuario, los gritos emocionados llenaban el lugar, la felicidad y la victoria era casi palpables. Y con razón, habían ganado el juego. El vestuario era un caos, los jugadores vitoreaban y saltaban; las bancas repletas de bolsas y toallas, los casilleros abiertos de par en par donde se podían ver algunas objetos personales. El ambiente era espeso y cargado de una combinación pesada entre sudor, perfume y desodorante. —¡Oigan, oigan!. ¡Escuchen, todos! —uno de los jugadores, de cabello rubio y ojos marrones se situó sobre una de las bancas—. Este día demuestra como no solo hemos mejorado como jugadores, sino también como hemos mejorado como equipo. Todos nos hemos esforzado entrenando y practicando, y todos ese esfuerzo y dedicación por fin dió sus frutos, ¡ganamos el juego! Como equipo y como jugadores. Los vitoreos y los aplausos que le siguieron después casi podrían dejar sordo a cualquiera que pasara por el lugar. Finney, quien estaba en una esquina con una sonrisa ladeada, simplemente observaba todo con diversión. Habían ganado, una eliminatoria, y la habían ganado. La emoción alegre que lo inundaba en ese momento nadie podía quitársela. Se había dado una ducha después del final del juego, la sensación pegajosa del sudor en su piel era incómoda, por lo que no pudo resistirse a la tentación de darse un baño antes de salir del estadio. Y ahora con la piel limpia y el aroma del jabón pegada a su piel, felizmente se cambió de ropa. Se puso unos jeans, una camiseta blanca que tenía el cuello y las mangas ribeteadas en un tono azul claro, sobre ella llevaba una chaqueta de mezclilla azul, gastada por el uso constante, se puso un par de zapatillas blancas y sencillas. Se colocó la bolsa deportiva de color negro sobre el hombro y el costado del torso, mientras se despedía de algunos de sus compañeros. Quería llegar lo más rápido posible a Gwen y decirle lo bien que se sentía ganar. Salió por la puerta y se dirigió rápidamente a la salida. Afuera, las personas seguían comentando sobre el juego, los jugadores y las estrategias utilizadas por ellos. Los autos llenaban por completo el estacionamiento del estadio, algunos incluso estaban rodeados de adolecentes. Buscando con la mirada, Finn visualizó a su hermana cerca de un establecimiento enfrente del estadio. Caminó hasta el lugar, con la emoción martillando su cuerpo, como si buscara alguna forma de escapar de su pecho. Cuando se plantó del otro lado de la calle, Gwen ya lo había notado, levantó la mano salundandolo desde lejos. Se paró frente a ella, y rápidamente se abalanzó a abrazarla, la emoción de felicidad y auto-orgullo por fin liberándose de la prisión en la que las escondía. La sonrisa incontenible de Finn se filtró en el abrazo, Gwen le palmeó la espalda y le devolvió el abrazo con una sonrisa orgullosa y emocionada. —Mi hermano es todo un campeón—dijo burlona y divertida—. Lo hiciste bien. Cuando se separaron la voz relajada y ligeramente acentuada de Robin se coló en la burbuja familiar. —¡Finn! —el chico era centímetros más alto que Finney, ojos oscuros y afilados, nariz recta, labios delgados y rosados, mandíbula marcada, cabello largo y de tes bronceada. Caminaba confianzudamente, como si todo a su alrededor fuera irrelevante. —Robin, realmente viniste. —No podía perderme el juego donde mi mejor amigo iba estar estar, ¿cierto? —respondió perezosamente, él chico se paró frente a los hermanos con una sonrisa ladeada—. ¿Qué? Ya no vas a saludar a tu amigo, Finney. Finney, quien se había quedado sin palabras, reaccionó rápidamente, se acercó a Robin y lo abrazó, con una gran sonrisa en su semblante. Robin correspondió el abrazo, bajando deliberadamente sus manos a la cintura del castaño. Acción que no pasó desapercibida por Gwen, ella conocía muy bien esos movimientos. —Bien, tortolitos, andando—la voz de Gwen interrumpió el abrazo, pasó su peso a su pie izquierdo y cruzó los brazos. Interrumpidos por la fémina, los dos chicos se separaron, uno sonrojado y el otro con una sonrisa que escondía más de lo que aparentaba. Iban a celebrar la victoria en un nuevo establecimiento de malteadas. Se dirigieron al estacionamiento donde el auto de Terrence estaba estacionado, le habían rogado mucho para tenerlo esa noche. Robin–quien se auto‐eligió como conductor–se sentó en el asiento del conductor, Finney se sentó en el asiento de co-piloto y Gwen se sentó en el asiento pasajero. El viejo Ford LTD de su padre rugía con cada arranque, como si estuviera al borde del colapso. La pintura se descascaraba en el capó y las llantas parecían pedir piedad. Finney odiaba ese auto, olía a alcohol, tabaco y desesperanza, justo como Terrence. El auto avanzó y salió del estacionamiento. En la carretera, Gwendolyn decidió romper el silencio en la que estaba el automóvil. —Oigan, ¿escucharon sobre lo que está pasando en D.C? —preguntó inquisitivamente. —¿Qué está pasando en Washington? —preguntó Finney con curiosidad. Robin a su lado solo miró a la adolescente desde el retrovisor. —¿No han visto las noticias? —ante las caras inexpresivas de los dos hombres, Gwen no pudo evitar poner los ojos en blanco—. Saben qué, no respondan eso. El punto es, que según las noticias, el estado de Washington está bajo cuarentena. Nadie entra ni sale. Robin quién había estado en silencio en toda la conversación, habló repentinamente—¿Porqué? —preguntó el azabache. —No lo sé. Las noticias solo mencionaron que estaba bajo cuarentena, pero nunca explicaron o mencionaron nada acerca sobre porqué o qué. —Que extraño—opinó el beisbolista—. Lógicamente el gobierno debe dar una declaración o una explicación al menos, no pueden encerrar todo un estado solo porque sí—el castaño tenía una mirada compleja, Robin en el asiento adyacente casi podía ver los engranajes moverse dentro de esa cabeza de risos bonitos, las posibles teorías que se inventaría una vez que empiece a obsesionarse. —¿Qué creen que esté pasando?. —No lo sé, pero el silencio por parte del gobierno es extraño y… anormal.(...)
Antes de que se dieran cuenta el vehículo ya se había detenido. Finney abrió la puerta del auto mientras sacaba el pie para levantarse. El aire frío y fresco golpeó repentinamente su piel, erizandola instantáneamente; el viento helado movía incontrolablemente los rizos castaños, la nariz recta fue enrojeciendo a medida que el viento gélido se estrellaba contra su rostro. Avanzó hacia la entrada del malt shop, seguido de Gwen y Robin. Abrió la puerta de vidrio, donde colgaba un letrero verde y de letras blancas, entró y notó el letrero luminoso y llamativo con las palabras “Soda Fountain” en lo alto del mostrador. El malt shop tenía una estética Retro-Rockabilly de los años cincuenta. Las baldosas se alternaban entre negro y blanco, las paredes era rosas chicle, repletas de pósters de bandas, Coca-colas antiguas, figuras pin-ups y formas de neón. Los sillones rojos acolchados de vinilo estaban acompañados de mesas de superficie de formica. Estaba anonadado, estar ahí, en un lugar con una estética casi olvidada lo hacía sentir como regresar a un tiempo que no le pertenecía. Era hermoso y a la vez nostálgico de un modo que no podía comprender ni explicar. Robin, plantado detrás del de rizos castaños sueltos, se apresuró a pedir las malteadas, aunque si su mente regresaba una y otra vez a la imagen de cierto chico de ojos marrones, iluminados por la fascinación y la contemplación; no es algo que los demás debían saber. Gwen se dirigió a una las mesas situadas en la esquina de la pared del fondo. Finney la siguió después de salir de su breve ensoñación, se sentó en la parte más espaciosa del sillón rojo, mientras que su hermana se sentó a su derecha, cuya posición la obligaba a mirar hacia la salida del malt shop. —Finn—la voz de su hermana atrajo su atención—, ¿ya decidiste que estudiarás? Sabes que Terrence seguirá fastidiandote si sigues sin darle una respuesta, ¿verdad? Cumplió los dieciocho varias semanas atrás, desde entonces Terrence, su susodicho padre se a vuelto un grano en el culo. Creía que mientras más presionaba y jodía, más rápido podría hacerle decidir su carrera. ¡Un maldito hijo de puta! Solo aprovecha la situación para deshacerse de él, una boca menos que alimentar ¿no? ¡A la mierda con eso! Se recostó en el respaldar frío, la textura del cuero filtrándose vagamente a través de la chaqueta. Levantó la cabeza hacia el techo blanco y liso, las palmas de sus manos restregandose frustradamente en su rostro, mientras emitía un sonido gutural de fastidio. Se detuvo abruptamente y volvió la mirada a su hermana—No es sencillo, ¿sabes?. Ni siquiera ha pasado un mes desde que cumplí los dieciocho. Y él quiere que ya decida que carrera tomar, la carrera que no solo es la que estudiaré varios años, sino la que marcará y regirá la mayoría de años de mi vida. Solo tengo dieciocho Gwen, no sé que quiero o no hacer con mi vida aún. No puedo ni quiero pensar en eso. Gwen le dirigió una mirada comprensiva, no lastimosa, conoce muy bien cuanto detesta su hermano que sientan lástima por él. Colocó su mano sobre la de Finney y la apretó. Sin palabras típicas o predecibles. Solo presencia, un apoyo que no se comunicaba a través de palabras, sino de acciones, de la promesa silenciosa de estar siempre ahí, el uno para el otro, sin importar qué. —¡Ey! Mira por donde vas—la voz grave y seductora de Robin tenía un matiz de enojo y refutación. El otro, un chico de cabellera oscura y piel pálida, vestido desprolija y calurosamente con un grueso abrigo. La voz débil y enfermiza fue tan baja que las palabras de disculpas fueron casi imperceptibles. Una de las malteadas había salpicado con pequeñas gotas la bandeja metálica en manos del mexicano gracias al choque descuidado del chico de apariencia enfermiza. Distraídos por el incidente, Finney miró cuidadosamente al chico de tez frágil, sudaba y temblaba como si tuviera frío y calor al mismo tiempo. Era extraño, no de la manera en la que la personalidad y el estilo propio influye, más bien del tipo de sensación que te da al sentir que algo no va bien, como si al observar al chico una parte intuitiva le rasguñara la nuca. Alejando la mirada extraña y escrutadora, puso su atención en el hombre sentado a su izquierda, las malteadas ya habían sido repartidas en algún momento de su estupor, colocadas respectivamente, frente a cada uno de ellos. La malteada de Finney era de maracuyá; las paredes internas de la copa estaban salpicadas y bañadas de miel, se podían notar vagamente las pequeñas semillas flotar dentro de la malteada; el líquido cremoso y espumoso estaba decorado finamente con un espiral de crema batida, donde un poco de la pulpa del maracuyá se deslizaba tentativamente. Cuando el líquido se deslizó por su garganta, sintió una frescura bastante satisfactoria, el sabor agridulce en su paladar era el mismísimo cielo, aún con el retrogusto ligeramente ácido en su lengua; la maracuyá aporta una acidez jugosa y refrescante, mientras que la leche y el helado implementaban un sabor dulce y aterciopelado. La malteada tenía un cuidadoso y perfecto equilibrio entre la dulzura y la acidez, un contraste no solo refrescante, sino también adictivo. Robin, quien hace un momento disfrutaba del sabor glorioso de su malteada de chocolate, observó diligentemente la reacción del castaño. Sonrió ladinamente; conocía el gusto de Finney como si se tratase de si mismo, a Finn le gustaba el dulce, pero si no había un sabor amargo o ácido que lo equilibrara, automáticamente lo dejaba. Era un gusto realmente demandante, por lo que se esforzó bastante en elegir el sabor de su malteada, por ello la sonrisa de satisfacción en sus comisuras eran casi imposible de ocultar. Gwen, con el carrizo de la malteada entre sus dientes, solo notó brevemente la unilateral interacción, sabía las intenciones del moreno hacia su hermano, no era que fuera particularmente incorrespondido, también podía darse cuenta de los sentimientos de Finn hacia Robin, no obstante ambos eran demasiado idiotas como para decirlo abierta y claramente. Su hermano era inteligente, y tenía un carácter moldeado por el abuso y la autosuficiencia, pero eso por si mismo no aplicaba para ver lo que es obvio emocionalmente. Algo exasperante y lamentable para su pesar. —Robin—la voz de Gwendolyn rompió el silencio que cernía sobre la mesa—, ¿como va eso del boxeo? —Bien—contestó casualmente—, aunque el entrenamiento es agotador y doloroso, pero aparte de eso, bastante bien. Era bien sabido la pasión y la obsesión de Robin Arellano por el boxeo. Este interés por el boxeo siempre había estado ahí, pero no fue hasta los catorce donde empezó a fascinarse por este deporte. El mexicano sonrió al recordar las innumerables veces que fue regañado por el castaño por regresar de sus entrenamientos con moretones y con los puños hechos un desastre de heridas y vendajes teñidos de sangre seca. Aún lado, Finney tenía una expresión oscura, el pensamiento de que a Robin le encantaba precuparlo se volvía cada vez más real con el paso de los años. Cuando Finney levantó la mirada, notó rápidamente la mirada de soslayo del chico; él contrario le sonrió ladinamente y le guiñó coquetamente. Su piel se tornó de un color rojizo al instante y su corazón latía desenfrenadamente. Nervioso, encestó un puñetazo en el hombro del moreno, mientras apartaba la mirada; el golpe fue débil y juguetón, por lo que Robin solo sintió una ligera presión sobre la zona golpeada. Se rió divertido, y levantó los brazos en rendición. Gwen solo negó con una sonrisa en respuesta a las estupideces románticas de los dos chicos. Se levantó del asiento acolchado e informó que iba al baño. La larga y lisa cabellera castaña de Gwen desapareció en la puerta del baño femenino. Los dos chicos quedaron temporalmente solos. Finney se concentró en su malteada, mientras que él otro solo disfrutaba de la vista. Finney, sintiendo la presión de la mirada contraria, dirigió su mirada al pelinegro, quien colocó el codo sobre la mesa, apoyando el lado lateral de su rostro. Los ojos de Robin eran oscuros y pesados, como si fueran atraídos magnéticamente por él. —Deja de hacer eso—dijo de repente él ojimiel. —¿Hacer qué? —preguntó aparentemente inocente. —Eso—dijo insinuante—, lo que haces con tus ojos. —¿Lo que hago con mis ojos? —dijo fingiendo confusión—. No sé de que estás hablando, Finney. —No te hagas el inocente. Sé que lo haces a propósito. Robin sonrió, se inclinó íntima y coquetamente hacia él castaño. La mirada fija y sensual del de mayor estatura hacia sentir nervioso al de rizos marrones. Finney, con las mejillas de un dulce tono rojizo, levantó su brazo, presionando la palma de su mano contra el rostro masculino. Robin notó la mano sobre su cara, pero no hizo ningún ademán por apartarla, se dedicó a sonreír como idiota y se dejó empujar por la mano contraria. Justo cuando Finney iba a replicarle su hermana ya había regresado. Interrumpido por la otrora presencia de Gwen, Finney se obligó a cerrar la boca y mirar hacia otro lado. —¿Terminaron? —preguntó la castaña acercándose. Finney regresó la mirada a su malteada, notando el líquido cremoso a la mitad de la copa. A diferencia de Finney, la malteada de Robin estaba poco más abajo de la mitad. El castaño negó con un movimiento de la cabeza, Gwen asintió desinteresadamente y se sentó en su lugar. El restaurante de malteadas estaba sumido en un caos bullicioso. Las voces de los camareros se mezclaban estrepitosamente con las conversaciones indiscretas de las personas en el lugar. Las personas hablaban sin discreción, unos gritaban esporádicos, otros reían; la familiaridad y la animosidad en cada parte del restaurante era notable a simple vista. Finney observó sin interés cada persona en la que se posaba su mirada. Como en la pareja de adolescentes en una de las esquinas del lugar; hablaban bajo y en varias ocasiones se escuchaban risitas cómplices. No pudo evitar pensar en que se veían adorables. —Que cursis—dijo Gwen con un matiz burlón—. Nunca he entendido la cursilería y la empalagues de las parejitas. La expresión de disgusto en el rostro de Gwen le hizo emitir una risita. —Nunca digas nunca Gwendolyn—dijo enigmáticamente Robin a su izquierda. Gwen rodó los ojos en respuesta mientras se cruzaba de brazos. En ese momento algo reclamó la atención de la personas dentro del lugar. Como una advertencia que se entretejía bajo la ilusión de la calma. El bullicio se detuvo abruptamente, las personas se volteaban confundidas y otros exclamaban preguntas. Finney levantó la mirada con extrañeza, Gwen movió ligeramente la barbilla en dirección al sonido estridente, Robin tuvo que voltear la mitad del torso hacia el lugar. El sonido, un pitido agudo y sintético invadió el restaurante como un eco acusatorio. Finney miró a Gwen, la inquisición florecía en su mirada. Iba a preguntar sobre el sonido hasta que el sonido se detuvo abruptamente. Luego le siguió una voz. Femenina, fría y robótica. —Este es un mensaje del Gobierno de los Estados Unidos de América. Finney entrecerró la mirada. Algo no iba bien, y la presión en su pecho reforzaba la idea. —Se ha declarado un estado de emergencia nacional. A las dos mil horas, el Gobierno de los Estados Unidos a declarado a los siguientes estados bajo cuarentena total: el estado de Washington D.C, el estado de Nevada, California, Oregón, Nuevo México, Arisona, el estado de Colorado y Texas. —¡¿Cuarentena?! —las voces, exaltadas y confundidas emergieron rápidamente. El bullicio de preguntas revoloteaban ansiosamente en el malt shop. Finney volteó a ver a Gwen y Robin con el ceño fruncido—¿Porqué el gobierno a puesto bajo cuarentena el estado? —Esto no me da buena espina. Esas mierditas del gobierno deben estar tramando algo. Cuánto apuestas a que algo ocultan—reprochó Gwen. Finney se inclinó pensativamente, mientras Robin volvía a poner su atención en la radio del mostrador. El ruido estridente de los reclamos nerviosos de las personas se detuvo. La voz volvió, fría e indiferente. —Todos los ciudadanos deben permanecer en interiores, bloquee puertas y ventanas. No salga al exterior bajo ninguna circunstancia. El pitido volvió a sonar. Alto e inquietante. Como si quisiesen hacer énfasis en algo importante. —Cualquier persona que presente los siguientes síntomas: fiebre alta, desorientación, comportamiento errático o signos de violencia física, debe ser reportada inmediatamente a las autoridades locales. —No intente interactuar. No intente ayudar. No se acerque. La voz hizo una pausa. El silencio lúgubre reinaba en el lugar. La sensación en su pecho quemaba cada vez más a medida que la voz avanzaba. Una sensación que quemaba con frío, se envolvía, retorcía y arrastraba sobre su cuerpo como una serpiente La voz volvió. Sin cambiar el tono. —La transmisión de esta alerta se repetirá cada treinta minutos en todos los medios de comunicación disponibles. —Esta es una directiva federal, cualquier incumplimiento resultará en consecuencias legales inmediatas. —Manténgase en calma. Espere instrucciones. Confíe en el protocolo. —Esto no es un simulacro. Repito, esto no es un simulacro. El silencio que le siguió fue desalentador y alarmante en niveles iguales. Robin estaba confundido. ¿Qué acababa de pasar? ¿Cuarentena? —¡Qué carajos acaba de pasar! —el grito furioso y confundido de alguien en el lugar pareció despertar a los demás de su estupor. Rápidamente gritaron y pidieron explicaciones. Decir que la multitud estaba asustada y enojada en ese momento era quedarse corto. Algunos se levantaron de sus puestos, asustados y nerviosos por la alerta. La multitud murmuraba y gritaba al mismo tiempo. Otros incluso abandonaron el lugar despavoridos. —¿Finney? —la voz confundida y nerviosa de Gwen se coló difícilmente entre las voces. Finney la miró seriamente—Lo he visto. Las palabras, simples, pero que ocultaban un trasfondo inquietante. Ella lo había visto. Lo había escuchado. La misma voz sin vida. Las misma palabras. Se sujetó a la chaqueta de mezclilla de Finney, como si fuera lo único que la mantuviera estable. Porque ya no era un sueño, ya no era una sensación o una experiencia impersonal. Era real. Y eso, eso era lo que más la aterrorizaba. Finney la miró compleja y atentamente. Sabía que había más de lo que les decían, que había más de lo que sabían. El lo sintió y su hermana lo vió. Un grito. Asustado y alarmador resonó abrupta y sin aviso alguno. Todos se voltearon hacia la mujer que emitió el sonido. La mujer apuntaba hacia el piso, sus músculos temblaban y su piel se puso pálida. Un hombre de la mesa siguiente a la de la mujer miró hacia el lugar señalado. Un hombre, de cabellera oscura y abrigo grueso yacía en el suelo, su cuerpo convulsionada esporádicamente. Una pequeña multitud se reunió alrededor del chico. —¡¿Qué le pasa?! —¡Alguien ayudelo! Una mujer se acercó y se agachó, movió el cuerpo inerte y convulsivo del chico y lo acomodó de lado. La mujer actuaba ágil y experimentada. Como si tuviera conocimiento sobre lo que estuviera pasándole al chico. A Finney no le gustaba esto. De hecho, no le gustaba nada de lo que estaba pasando. Él chico en el suelo fue el mismo que vió no hace mucho, y también el mismo que le hizo sentir defensiva y extrañamente. Y eso de por sí era una mala señal. Miró a las dos personas frente a él. Robin mantenía una expresión calmada, pero sus ojos recorrían el lugar con cautela y sospecha. Gwen por otro lado tenía los ojos cerrados, sus manos temblaban ansiosamente. De pronto la voz de su hermana se escuchó en la mesa. —Debemos irnos. Ya—la voz comúnmente sarcástica y relajada de Gwendolyn tenía un tono de anticipación y nerviosismo. —¿Qué? —la voz gruesa del mexicano se esparció con eco redundante—, ¿porqué? —Yo…—la explicación de Gwen se interrumpió por la repentina ola de jadeos y movimientos irregulares. Los tres pares de ojos se posaron en el círculo de personas. Retrocedían sorprendidos, con los ojos y boca abiertos de par en par. Dirigieron sus ojos al suelo, donde un chico se retorcía y convulsionaba descontroladamente. La mujer que hace un momento se movía con agilidad parecía sorprendida y anonadada. La ambulancia ya había sido llamada, pero estaban demorando demasiado. Ahora, él chico convulsionaba y sacaba espuma por la boca. —¡Se va a morir! —¿Donde mierda está la ambulancia? —¡Hagan algo! Los gritos preocupados y nerviosos volvieron a resonar en el lugar. Pero pronto el chico dejó de moverse. Tieso e inmóvil en el suelo. La multitud se quedó suspendida en un silencio estático. La mujer de aspecto experimentado comprobó rapidamente el pulso del chico. Agachó la cabeza y alejó la mano del cuello del chico. —Está muerto—directo y sin tacto. Las palabras cayeron sobre la gente como una noticia imposible y desconcertante. —¿Mu… muerto?. —¿Cómo qué está muerto?. —Su corazón a dejado de latir—la declaración solo reafirmó lo que se negaban a entender. La gente se miraban unos a otros, perplejos, como si aún no pudieran asimilar las palabras. Murió. ¿Murió?. La incertidumbre se tornaba envolvente y asfixiante. El chico había muerto, cuando tan solo unos minutos atrás respiraba. Vivía. Ahora era un cuerpo vacío, sin vida, solo un cadavérico cascarón. Finney bajó la mirada desconcertado y con la incredulidad tocando su pecho. Gwen observaba el cuerpo inerte del muchacho. Estaba muerto, sí. Pero no lo creía, algo le decía, muy en el fondo, en esa parte visceral e intuitiva de si misma, que algo no estaba bien, que algo estaba pasando, no solo con el cadáver del joven, sino también en el aire, como una sensación vaga que revolotea sobre ellos. Como una presión. O como una premonición. Y no le gustaba. Robin, por otro lado, fue el que más rápido salió del shock y la perplejidad. Muchas cosas habían pasado demasiado rápido. Primero la alarma nacional, donde el gobierno los había encerrado, con la extraña advertencia de alejarse de personas con síntomas específicos. Y ahora, un muerto. Mismo al que le había reclamado sobre su torpeza, irónico, ¿no?. El restaurante estaba bajo un silencio incómodo. Algunos veían con pena el cuerpo, otros con curiosidad. Uno de los meseros se acercó tímidamente al lugar. Extendió una larga sábana blanca sobre el cuerpo, tapandolo absolutamente. Unos incluso oraron en ese momento por el chico. —¿Él… no tiene a quién llamar? —preguntó débilmente una de las personas más cerca. Un hombre que estaba relativamente cerca del cuerpo, lanzó una mirada inquisitiva al cadáver. Caminó cautelosamente, se agachó lentamente, como si el simple hecho de acercarse fuera un acto vil o profano al difunto; metió las manos bajo la manta, tocando a tientas el cuerpo inerte, la piel fría atravesaba la ropa gruesa y se instalaba impunemente en la palma de su mano. Tanteó los bolsillos, encontrando una caja de cigarrillos, la caja desgastada y con marcas de doblez contenían solo unos pocos cigarros. Inspeccionó el otro bolsillo donde encontró una billetera. El cuero cobrizo estaba arrugada en las esquinas por el uso constante; el hombre abrió la billetera, dentro habían unos cuantos billetes de un dólar con algunas monedas, revisó el último bolsillo, donde notó dos tarjetas, una que, por su aspecto y textura parecía ser una tarjeta de identificación, mientras que la otra era una bancaria. —Peter Clifford—leyó el hombre—, diecinueve años, Arisona. La mujer parada frente a él, al otro lado del cuerpo, miraba con pena el inerte y frío cuerpo. Tenía un nombre, ya no solo era un rostro desconocido, sin nombre, ahora, el peso de saber el nombre de alguien que había visto vivo, la dejó sin aire. Un nombre, un rostro. Una vida. Y ella lo había visto morir. —No hay números telefónicos—el hombre suspiró, como si un peso muerto se asentara sobre sus hombros—. Solo nos queda esperar a que llegue la ambulancia y la policía. —Hablando de eso, ¿porqué demoran tanto? —preguntó un hombre a un lado de ellos—. Ya los llamaron hace como treinta minutos atrás, pero siguen sin llegar. En ese momento un resoplido burlón se escuchó en uno de los banquillos altos del mostrador. Un señor, de setenta y tantos, con el rostro repleto de arrugas y el cabello canoso, tenía una expresión de coraje. —Siempre dicen que hay que sacar cita para atenderte—dijo con una expresión de reproche—. ¡Para cuando llegue la cita ya me habré muerto!. Ahora, ni me sorprende que no estén aquí. ¡Llamalos! Te lanzaran la misma excusa que le dicen a todos. “Disculpe, pero deberá de esperar, no hay personal”. ¡Basura, tienen personal, solo son un montón de vagos buenos para nada! El reproche y el enojo se transmitían en cada palabra. La incertidumbre, una vez más flotaba en el aire como dióxido de carbono. El gentío guardó silencio, decidiendo tácitamente no meterse con el anciano. Un sonido estridente resonó metálicamente en el suelo. El sonido, repentino y vibrante, llamó automáticamente la atención de los presentes. La bandeja en el suelo estaba embarrada del líquido cremoso de las malteadas; el suelo, salpicado y ensuciado con el brumoso líquido tenía rastros de grandes fragmentos de vidrio. De pie, justo frente al desastre de helado, se veía un hombre, con uniforme y delantal. Sus manos estaban suspendidas en el aire, como si aún estuviera sosteniendo la bandeja. Pero lo que más confundió a los presentes no era su postura rígida y asustada, fue la expresión que tenía, sus ojos parpadeaban ligeramente, su boca estaba entreabierta, como si quisiese decir algo, pero la sorpresa se lo impedía. El camarero dio un paso atrás, mientras sus extremidades temblaban. El chico habló, pero su voz salió ronca y temblorosa—Se movió. La mujer y el hombre se miraron sin entender las palabras del camarero. —¿Qué? El sonido de algo moviéndose los hizo inclinarse hacia ello. En medio, el cuerpo estaba quieto, nada anormal. Pero lo habían escuchado, fue bajo y efímero, habrían pensado que era producto de su imaginación, sino hubieran notado el movimiento sincronizado de las partes contrarias. —¿Lo escuchaste, verdad? —preguntó tentativamente el hombre—No estoy quedando loco, ¿cierto? La mujer observaba el cuerpo, sin emitir ningún sonido. Cuando habló, su voz era rígida—Lo escuché—miró al hombre, con los hombros tensos. El camarero seguía de pie, rígido. Tragaba saliva y no apartaba la mirada del cuerpo. De pronto, el chico se sobresaltó, retrocedió un paso y señaló temblorosamente al cadáver—Ahí, miren, se movió. Los dos siguieron la dirección de la mirada del joven. El cadáver seguía ahí, frío y tapado bajo la tela delgada. Ella deslizó su mirada hacia el perfil trazado por la tela, un rostro cubierto, que cada vez más se volvía desconocido para la vida. Bajó y bajó. Su respiración se agitaba, su frente sudaba fríamente, y sus dedos se crispaban ansiosamente. Hasta que su garganta se secó repentinamente. Porque lo vió, por el rabillo del ojo, lo vió. Los dedos, que sobresalían de los dobladillos de la sabana, se movieron. Se movieron. Ella se levantó apresuradamente. Su pecho subía y bajaba descontroladamente, sudaba y miraba el cuerpo con el miedo enfriando sus huesos. No debería moverse. Negó con la cabeza una y otra vez, intentando convencerse de ello. No debería. Está muerto. Muerto. El hombre observó el estado errático de la mujer. Se levantó cautelosamente, avanzó hacia la mujer y extendió los brazos, como si estuviera calmando un animal asustado y defensivo. —¿Qué pasa? ¿Porqué estás así? la mujer lo miró, abrió la boca, pero la cerró rápidamente al notar nuevamente el movimiento. El hombre se volteó, quería saber que era lo que la mujer había visto para que se pusiera de ese modo. Pero lo que vió no fue lo que esperaba, el cuerpo que antes estaba quieto, ahora se estaba moviendo, el brazo se movía erráticamente, sin control, la boca se abrió y los leves temblores movían incontrolablemente el cuerpo. El hombre abrió los ojos de par en par, dio dos pasos atrás y emitió un sonido ahogado. Las tres personas estaban asustadas, la perplejidad y shock filtrándose por cada poro de sus cuerpos. El camarero vió como el cuerpo, el cadáver, se movía. Jadeó ahogado y se estremeció. El anciano en el mostrador miró a los tres con irritación—¿Qué? ¿Qué pasa? El camarero se volteó con el rostro pálido y dijo: —Se movió. ¡Lo vi! El anciano lo veía como si le hubiera crecido una segunda cabeza. Arrugó la cara, y su voz resonó con molestia—¡¿De qué carajos estás hablando?! ¡¿moverse? ¡Está muerto! La voz alta y reprochable del anciano atrajo la atención de la gente. Las miradas curiosas se posaban cada vez más en ellos. Los murmullos iban y venían como olas de un mar embravecido. El camarero se había quedado con la boca abierta, mientras que la multitud empezaba sentirse inquieta. Cerca, en unas de las mesas, un niño que estaba con sus padres se giró bruscamente en su asiento y señaló con el dedo. —¡Papá! ¡Mira! , mira, él muerto se está moviendo. Los murmullos se alzaron repentinamente al escuchar las palabras ingenuas del niño. Respiraciones agitadas, pasos torpes y entrecortados. Nadie gritaba todavía, pero el ambiente ya estaba rompiéndose. El cuerpo en el suelo se agitó, como si un temblor repentino hubiera inundado el cuerpo. Muy leve, apenas un temblor de los dedos fuera de la sabana, pero los que lo vieron, lo vieron claro. Uno de los dedos se encogió, luego otro, y luego todos. —No… no puede ser—murmuró la mujer que antes lo había atendido—. No debería moverse, no hay actividad cerebral. ¡Lo confirmé! Yo… ¡yo lo revisé!. La sabana se movió como si algo debajo de ella respirara. Hasta que un sonido se filtró entre la delgada tela. Gutural y quebrado. El silencio se extendió en el lugar; demasiado asustados como para emitir algún sonido. Nadie se movía, solo observaban, el miedo y la inquietud se enroscaban como un alambre de púas a su alrededor. La sábana se agitó. Un movimiento errático y débil. Pero real. Las tres personas cuya cercanía era bastante del cuerpo, se alejaron aterrados. La multitud estaba paralizada. El cuerpo empezaba a moverse, pero no se levantaba como en esas películas de terror. No. Era peor. Se arrastraba. Alguien emitió un sonido ahogado. Las personas temblaban y otras solo miraban, paralizados por el shock y el miedo. La sábana se deslizó, lentamente. Gwen apretó los puños, con los ojos puestos en el cuerpo tapado. Robin apretaba la mandíbula y Finn… él no respiraba. La sensación de miedo y peligro se sembraba en su pecho como raíces con espinas. La sabana pasó por el rostro, pálido y anormal. Su garganta se secó repentinamente. Los ojos estaban abiertos, oscuros y muertos, venas rojas y lineas oscuras rodeaban la retina como hilos venenosos. Su respiración se aceleró. La sábana bajó y bajó, hasta que cayó. Una frialdad rodeó repentinamente su cuerpo, como si el peligro abrazase su cuerpo completamente. El cuerpo seguía ahí. Pero ya no solo era un cadáver. Ya no. Su piel estaba plagada de líneas oscuras, resaltando en su tono cadavérico. Sus ojos antes cerrados, estaban abiertos; su pecho subía y bajaba, lento, casi innotable. Estaba inmóvil, inerte en el frío y sucio suelo. La multitud estaba raramente callada. Un hombre, extrañamente valiente, se acercó al cuerpo a pasos lentos y recelosos. Se plantó frente al no-cadáver, tragó saliva y se agachó, extendió la mano, temblorosa y dudable hasta la muñeca del cuerpo. Tocó con dos dedos el pulso. Pero no había nada. No había pulso. Y aún así, lo habían visto, todos, como se movió, como hizo ese sonido repudiado por Dios. Como respiró. El hombre se volteó, aun con la mano en la muñeca fría entre sus dedos. —No hay—dijo en un hilo de voz. La multitud no emitió ni un sonido, aún sin poder entender el peso de las palabras—, no hay pulso. No tiene pulso. La multitud no entendía que sucedía. Murmuraban, bajo y tumultuosamente. Hasta que lo escucharon. Un grito, doloroso y aterrado. Las personas se voltearon a él. Y lo que vieron los dejo aterrados y paralizados en sus puestos. El hombre gritaba de dolor mientras se retorcía. Había estado mirando a la multitud cuando fue jalado repentinamente. Ni siquiera pudo reaccionar cuando sintió un dolor agónico. El olor de la sangre se filtró entre sus fosas nasales, un olor metálico; el líquido espeso y caliente brotó de la herida, y se esparció por la ropa. Los dientes se enterraban aún más con cada mordida, la sangre manchaba el rostro del monstruoso cadáver. La gente gritaba. Un niño lloraba estruendosamente. Personas corrían y se amontonaban en la puerta del establecimiento. La cosa seguía devorando al hombre, como un monstruo hambriento que solo podía saciarse con carne y sangre. La sangre se extendía oscura y espesante por las baldosas blancas y negras. Robin observaba paralizado la sangre y cuerpo en cuyo monstruo se vió convertido. Parpadeó frenéticamente y se paró rápidamente. Finney y Gwen reaccionaron al notar los movimientos del mexicano. Se apiñaron y buscaron nerviosamente una salida. Las puertas estaban repletas de personas asustadas. Finney miraba en todas las direcciones, hasta que lo vió. Cerca, del otro lado del pasillo repletas de mesas, estaba la puerta con el letrero blanco y limpio del baño de damas. Se volteó hacia Robin, y este captó rápidamente su señal. Tomó la mano de Finney e iba a dirigirse hacia el baño, pero Finney lo detuvo. Su respiración estaba agitada y sus ojos miraban a todos lados paranoicos. No veía a Gwen. El miedo lo inundó despiadadamente. Miró desesperadamente entre toda las personas que corrían como gallinas sin cabeza, buscando con ansiedad la cabellera lisa de su hermana. Se volteó varias veces hasta que por el rabillo, vió una silueta familiar. Rápido y sin tiempo a dudar, se abalanzó entre las personas, tomando del brazo de Gwen; movió sus piernas velozmente hacia el baño de mujeres. Chocaban y tropezaban con personas que corrían desesperadas, pero les importó poco, solo podía ver la puerta oscura como una placa de base. Cuando entraron en el baño, Robin ya estaba ahí esperándolos. Robin estaba igual o peor que ellos, tenía el cabello desordenado, su frente sudaba y respiraba agitado. No obstante la firmeza y la determinación por salir de ese lugar se percibía en su mirada. Los gritos y las pisadas apresuradas se escuchaban lejanas y contenidas, como un eco bajo el agua. Finney se volteó rápido y cerró la puerta del sanitario femenino. Sin tiempo a descansar buscó una salida, una ventana o algo lo suficientemente grande como para dejarlos salir. Deslizó su mirada notando dos de los cinco cubículos abiertos, justo enfrente los lavabos y un amplio espejo rectangular, hasta que volteó hacia la pared del fondo, donde justo en la parte superior se veía una ventana rectangular del tamaño perfecto como para dejarlos pasar. Alzó la voz y señaló con el dedo—Ahí, podemos intentar salir por ahí, pero debemos ser rápidos. Robin siguió el lugar señalado y asintió con firmeza. Los tres se acercaron a la pared, evaluando la altura de la ventana. Estaba cerrada por lo que Finney obtó por tomar una escoba de limpieza, con el palo empujó la ventanilla y, con un clic la ventana se deslizó. —Gwen, vas primero—anunció Robin mientras abría las piernas y acunaba las manos frente a la pared. La menor de los Blake asintió. Colocó las manos sobre los hombros de Robin y posicionó el pie derecho sobre las manos del azabache. No había tiempo para la duda ni el miedo. Debían salir de ahí lo más rápido posible. Mentalizada, se propulsó con la ayuda de Robin, y sus manos se aferraron al marco de la ventana, puso toda su fuerza en sus brazos y, con esfuerzo, logró sacar la mitad del cuerpo, y con la mitad del cuerpo fuera de la ventana deslizó las piernas hacia el exterior, cayendo en el suelo con un sonido grave y seco Robin, se volteó y asintió. Finney suspiró y se acercó. —No demores—dijo, como si fuera una declaración inequívoca. Con esos ojos color miel mirando fijamente al contrario, los labios fruncidos y una determinación que solo podía ver cuando estaba sobre una cancha. Robin suavizó la mirada y respondió con la voz aterciopelada—No lo haré. Finalmente Finney colocó las manos sobre los anchos hombros del mexicano, haciendo lo mismo que Gwen, Finney logró cruzar. Afuera el aire era mucho más frío, la oscuridad ya había tenido lugar sobre el cielo, esparciendo sus sombras sobre la tierra. Aún lado de donde cayó estaba Gwen, estaba ahí, con la mirada perdida, cabizbaja. Y ahora, estando ahí afuera, relativamente lejos de aquel… desastre, pudo pensar en lo que había pasado. En como un lugar que antes era emoción y felicidad pasó a ser un infierno. Rápido y sin piedad. Fue tan rápido que aún no lo podía entender. Porque qué había pasado ahí atrás. Ese chico estaba muerto, pero… aún así se levantó, no como persona, no, como algo mucho peor, un ser inhumano. Un escalofrío rodeó todo su cuerpo, pasó sus dedos entre sus hebras castañas, intentando–con poco éxito–calmarse, la sensación que lo había estado inundando desde que el chico había caído era asfixiante y agobiante. Aspiró profundamente, el aire frío dando paso por sus cavidades nasales hasta los pulmones, proporcionándole una sensación satisfactoria. Estando un poco más estable, se volteó hacia Gwen, quien seguía parada como un maniquí. Se acercó, ya sabiendo el estado de la menor. La abrazó protectoramente; había sentido un vacío de desesperación cuando no la había visto, una sensación dolorosamente real. Casi pudo haberla perdido. Esa cosa seguía ahí dentro, ni siquiera quería pensar en lo que pudo haber pasado de no encontrarla. Conteniendo un sollozo y con los ojos húmedos, se encargó de abrazarla, de hacerle saber que estaba ahí, de hacerle saber que no está sola, que él no la dejara sola. Gwen correspondió el abrazo, como un bebé koala aferrándose a su madre; sus hombros temblaban y su cuerpo estaba rígido, y se aferraba a él, como si eso le proporcionara seguridad, apoyo. El sonido de alguien cayendo al suelo, los hizo separarse; Robin, aunque no había estado, pudo suponer inmediatamente lo que pasaba entre los dos hermanos. No quería interrumpirlos, pero no tenían tiempo, y debían irse lo más pronto posible. Finney notó la apresures del mexicano. Le dirigió una mirada a Gwen mientras colocaba la palma de su mano sobre su hombro. Gwen asintió, decidida a alejarse de ese lugar. Robin, liderando el camino, se dirigió a la salida de aquel callejón. Cuando salieron del estrecho callejón, notaron inmediatamente los grupos de personas que se esparcían por el estacionamiento, como hormigas que perdían el camino devuelta a su hormiguero. Hasta que vieron, entre el gentío desesperado y asustado, como una mujer se abalanzaba sobre un hombre, justo como el… chico. Mordía una y otra vez, la sangre brotaba sin control y el hombre… el hombre solo gritaba mientras intentaba desesperadamente quitarse a la mujer de encima. Robin se volteó, con la mirada seria y la mandíbula tensa. —Tendremos que correr—miró fijamente a los dos Blake. Finney asintió, mientras que Gwen aspiró con fuerza—, debemos hacerlo, juntos, no podemos separarnos bajo ninguna circunstancia. Con el nuevo plan improvisado, los tres empezaron a correr en dirección al auto. Las personas se empujaban, algunos tropezaban, pero se levantaban, motivados por el miedo y el instinto. Las alarmas de los autos sonaban, sumiendo el lugar en un caos de personas, miedo y desesperación. Finney empujaba a quien se le cruzara en el camino, agarraba firmemente la mano de su hermana, temiendo volver a sentir esa deplorable sensación de miedo o pérdida. Finalmente, entre la multitud y el desespero, avistó el auto de Terrence. Y, por primera vez, se alegró de haber visto ese pedazo de chatarra. Cuando llegaron a las puertas de aquel auto, Finney tanteó sus bolsillos, buscando las llaves del auto. No las tenía, alzó la mirada notando al mexicano sacar las llaves de su bolsillo y abrir la puerta. Con un suspiro, se deslizó rápidamente dentro del auto. Gwen, sin pensar en nada más, se adentró en los asientos pasajeros, cerrando la puerta como si eso la asegurara, la protegiera. Una vez dentro, notó como Robin empezaba a ponerle seguro a las puertas, un movimiento no solo paranoico, sino también insitado por el peligro y el instinto de protección arraigado profundamente en su pecho. Sin esperar a que alguno de ellos dijera algo, Robin colocó las llaves en el cilindro, encendiendo instantáneamente el automóvil. Arrancando, ni siquiera se molestó en retroceder correctamente, lo único que importaba era salir de ese lugar, pasó por el asfalto del estacionamiento, el chirrido metálico vibró a través de las paredes internas de vehículo. Derrapando, el vehículo llegó finalmente a la carretera, las luces, amarillas y artificiales, cubrían patronicamente el auto a medida que avanzaban. Finney, en su asiento, se volteó hacia su hermana, buscando–aunque inexistente–cualquier rastro de daño; su cuerpo se relajó al no ver sangre ni rasguño sobre la blanca piel de Gwendolyn. Regresó la mirada a Robin, quien conducía con las manos apretadas sobre el volante, con un rostro serio y tenso, pero el sabía, aunque instintiva, que debajo de esa seriedad, de esa armadura de rigidez y calma, estaba el miedo, puro y humano. Eran un desastre, los tres, no solo físicamente, sino también psicológicamente; el hecho de haber visto la otra cara de la vida los hizo… temer. Porque eso que estaba ahí, ya no era humano. No. Esa cosa había perdido todo rastro de humanidad, y… todo era un maldito desastre. No tenía ni la más remota idea de lo que estaba pasando, y ese lado de él, que se rehusaba a dejarse sucumbir al miedo, analizaba, buscaba cualquier rastro de lógica para lo que haya sucedido con… ¡todo!. Recostó la cabeza en el respaldar del asiento. Apretó los ojos y se obligó a intentar calmarse. —Eso… no era humano—susurró Gwen, mientras se rascaba ansiosamente la cutícula de los dedos. —No, no lo era—respondió Finney, sin mirarla. —¿Qué…—la pregunta en los labios de Gwendolyn se trabaron en la mitad, como si aún no pudiera aceptar lo que había sucedido, como si aún no pudiera creer lo que había visto. Finney, sabía tácitamente lo que su hermana quería preguntar, porque no era la única que se lo preguntaba. Abrió los ojos, aún con la cabeza recostada. —No lo sé, Gwen—respondió Finney. Robin, quien permaneció conduciendo en total silencio, lanzó una mirada se soslayo al castaño; levantó una mano del volante, y la colocó sobre la de Finney, deteniendo los pellizcos de ansiedad que se auto infligía. Finney solo respondió enredando sus dedos con los callosos y ásperos dedos de Robin. Y, aunque ya estaban a millas del malt shop, Finney lo sentía en las entrañas, qué lo que pasó en ese lugar no se quedaría así, que algo mucho peor estaba por pasar. Lo sabía, no por lógica, sino por esa certeza silenciosa que se instala cuando todo se rompe. La vida, la paz y la estabilidad pendía de un hilo, un hilo, que para su pesar, ya se estaba rompiendo.