ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 1

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"He sent me 'Downtown Lights'"

Portugal ardía, pero ella no se fue. No partió con la reina María I hacia Brasil, no abordó los navíos ingleses que esperaban en el Tajo, y no se dejó arrastrar por la promesa de refugio que Inglaterra le ofrecía con manos temblorosas de desesperación. Portugal no había nacido para huir. No mientras su pueblo aún resistiera en los montes de Trás-os-Montes, no mientras las campanas de sus iglesias aún sonaran desafiantes desde Coimbra hasta Oporto. No mientras su suelo aún ardiera bajo los cascos enemigos que marchaban desde Salamanca. Nunca lo había hecho durante todos sus siglos de existencia, y no iba a empezar ahora. Y mucho menos cuando él —Francia— venía a reclamarla como había hecho tantas veces antes, con esa arrogancia que la enfermaba y esa sonrisa que conocía demasiado bien. Inglaterra le había suplicado, y él jamás suplicaba. Sus ojos verdes, normalmente fríos como el mar del Norte, habían mostrado una vulnerabilidad que pocas veces dejaba escapar. Le había preparado un bergantín ligero en el puerto de Belém, cargado con provisiones, mapas de navegación hacia las colonias americanas y hombres leales dispuestos a morir por ella. —No hay honor en convertirse en mártir por orgullo, Leonor —le dijo entonces, usando su nombre, tenso, con el ceño fruncido y con esa furia contenida que sólo empleaba cuando se trataba de ella, cuando no sabía cómo retenerla sin quebrarla como había hecho con tantos otros.—. Sabes perfectamente sus intenciones. Sus manos, marcadas por cicatrices de batallas navales, habían temblado imperceptiblemente al entregarle el salvoconducto. No por miedo a Francia, sino por lo que sabía que Francis era capaz de hacerle a ella si la atrapaba. —Ven conmigo. Podemos reconstruir tu imperio desde Londres, desde Brasil... desde cualquier lugar menos aquí. Pero Portugal había soltado las amarras del puerto como quien renuncia a un destino trazado por otros. Le había dado un beso breve en los labios — amargo por las palabras que no diría—, y luego se marchó hacia el interior, hacia donde el humo de los cañones franceses ya oscurecía el horizonte. Su lugar no era huyendo, ni en el refugio de una alianza que la convertiría en una sombra de sí misma. Su lugar estaba en los caminos de tierra roja de Estremadura, entre los guerrilleros que aún se negaban a rendirse, en las calles empedradas de Lisboa donde cada piedra guardaba la memoria de los navegantes que partieron hacia lo desconocido. Su lugar era defendiendo cada palmo de tierra que había construido con sangre y sal durante siglos. Que Francia viniera a tomarla si podía. Ya vería que ella no era una de sus conquistas fáciles. La noche anterior, un joven oficial portugués —con las manos manchadas de lodo y sangre seca y con la voz quebrada por el miedo y la incredulidad— le entregó una carta sin escudo real ni lacre oficial, pero impregnada de un perfume inconfundible: mezcla de lirios de los jardines de Versalles, rosas de Grasse y algo más sutil, más personal... la amenaza envuelta en seda. Solo una línea, escrita en esa caligrafía elegante pero que ella conocía de memoria:

"Ríndete ahora y seré misericordioso, mon cœur."

Francia. Las dos palabras finales la habían golpeado como una bofetada. Mon cœur. Mi corazón. Así la había llamado tantas veces antes en el pasado, antes de que la Revolución lo cambiara, antes de que Napoleón lo convirtiera en el instrumento perfecto de conquista que ahora cabalgaba hacia ella. Sin embargo, no es que realmente hubiera cambiado; simplemente Napoleón le había dado motivos para sacar a relucir su verdadero rostro. Típico de él. Siempre con esa sonrisa de depredador, siempre creyendo que bastaba con chasquear los dedos para que el mundo se postrara a sus pies. Había sido así desde que eran jóvenes bajo la tutela de Roma: él siempre intentando dominar, ella siempre esquivando sus garras. "¿Por qué no puedes quedarte quieta y dejar que te cuide?" le había dicho una vez, después de que ella rechazara otra de sus generosas ofertas de protección. Como si ella fuera una provincia más que anexar a su imperio. El alba llegó fría y húmeda, con el barro de las lluvias otoñales que no había secado, y el aire que conservaba el olor a pólvora mojada mezclado con sangre fresca. Sin embargo, el cielo lucía de un azul despiadado, indiferente al destino de una tierra que se negaba a arrodillarse. La tierra temblaba bajo las herraduras de los caballos que marchaban en formación perfecta, con esa disciplina militar que había convertido a los ejércitos franceses en la pesadilla de Europa. Ella cabalgaba sola al frente de sus hombres, avanzando sin escolta real, sin estandarte dorado y sin miedo aparente. No necesitaba símbolos cuando su sola presencia era una declaración de guerra. Su capa oscura de tonos burdeos —el color de los vinos del Douro que él alguna vez había elogiado— se agitaba bajo el viento otoñal. En su cuello, su cruz de oro golpeaba contra su pecho con cada trote, no como recordatorio de fe, sino como promesa de que moriría antes que someterse. Sus botas de cuero estaban cubiertas de barro hasta la rodilla, su cabello castaño suelto bajo la capucha, empapado de sudor, brisa salina y humo de mosquetes. Sus soldados murmuraban oraciones y maldiciones a su paso, pero ella no devolvía palabra. No había nada que decir que las armas no pudieran expresar mejor. Sus ojos —turquesas como las aguas del Atlántico que sus navegantes habían surcado hacia las Indias— no se desviaban del horizonte donde sabía que él esperaba. Había en ellos una claridad helada, la de quien ya no espera misericordia, ni milagros de último momento de un Dios que parecía haber vuelto el rostro hacia otra parte. Aún no se oían los cañones de sitio, pero el silencio que envolvía el valle del Mondego era más tenso que cualquier estampida. No era paz. Era el instante antes del rugido, como el momento que precede a la tormenta en alta mar. Y entonces lo vio. Al otro lado del valle, sobre una pequeña elevación que le daba ventaja táctica, Francia había detenido su caballo blanco. Estaba erguido, inmóvil como una estatua ecuestre, con la figura perfectamente visible contra la pendiente y el cielo matutino. Por supuesto que había elegido el terreno más favorable. él nunca dejaba nada al azar cuando se trataba de obtener lo que quería. El sol iluminaba su uniforme de campaña francés—azul, blanco y dorado— y encendía sus cabellos rubios como una corona imperial. Vestía la conquista como otros vestían la seda: naturalmente, sin esfuerzo, como si le perteneciera por derecho divino, con ese aire de elegancia inconsciente que lo había vuelto irresistible en los salones de media Europa, y que ahora lo convertía en algo aún más peligroso: un conquistador que seducía antes de destruir. No necesitaba alzar la voz para imponer su voluntad, ni tampoco necesitaba desenvainar la espada para infundir terror. Su capa carmesí ondeaba tras él, del mismo color de toda la sangre derramada en las guerras que había iniciado para saciar su hambre insaciable de poder. Sus ojos tan azules, pero tan fríos como los inviernos en Paris, no miraban al ejército portugués desplegado en el valle, sino que la buscaban a ella, con esa intensidad posesiva que la había perseguido desde la infancia. Tenía a su espalda líneas perfectas de soldados que aguardaban órdenes como perros amaestrados. Él no hablaba, no gesticulaba, solo sonreía con esa expresión que ella conocía demasiado bien, la misma sonrisa que había aprendido a utilizar en los jardines de Marly, una diversión genuina mezclada con anticipación depredadora. Para él, esto no era una guerra. Era un juego, y ella era el premio que había decidido reclamar y aparentaba tener todo el tiempo del mundo, como si esta fuera solo una cita más entre muchas otras. En su cadera izquierda estaba su espada aún enfundada, con la empañadura de marfil que ella había visto brillar cientos de veces, sin embargo él no parecía tener intenciones de utilizar porque probablemente creía que no la necesitaría. Después de todo, ¿qué podría hacer Portugal contra el poder de su imperio? Era la misma arrogancia de siempre, la misma ceguera que lo llevaba a creer que todo le pertenecía por derecho. Él había venido a conquistar. Y ella estaba allí para resistir. Y sin embargo, en ese cruce de miradas a través del valle no hubo furia ni rencor desesperado. Sólo un reconocimiento incómodo, casi íntimo, como si la historia sangrienta que los separaba también los uniera con cadenas invisibles. Como si, pese a todo, se entendieran mejor que nadie en este mundo de alianzas traicionadas y promesas rotas. Él sabía que ella no huiría. Ella sabía que él no se detendría. Habían crecido juntos bajo Roma, habían aprendido juntos el arte de la supervivencia entre imperios. Pero donde ella había elegido la independencia feroz, él había elegido el dominio absoluto. Las órdenes comenzaron a circular entre los batallones portugueses, los fusiles se alzaron con manos temblorosas pero decididas, los tambores de guerra retumbaron levemente en la distancia como latidos de un corazón gigantesco. Pero ninguno de los dos apartó la vista. No era el ejército lo que importaba en este momento suspendido en el tiempo. Era ese instante entre dos decisiones irrevocables, entre dos voluntades que no se rendían. Era esa guerra personal que llevaban peleando durante siglos: su necesidad obsesiva de poseerla contra su determinación inquebrantable de permanecer libre. Francia alzó una mano, y su ejército se movió como un solo organismo. Portugal no se movió, pero su mano fue hacia la empuñadura de su espada. Entonces él hizo algo que la heló hasta los huesos: se quitó el sombrero en un gesto de cortesía burlona y le hizo una reverencia desde su caballo, como si estuvieran en uno de esos malditos salones de Versalles y no en un campo de batalla. Su sonrisa se amplió cuando vio la furia que encendía los ojos de ella. Siempre sabía exactamente qué botones presionar. —Mon petit empire—gritó su voz a través del valle, cargada de esa falsa dulzura que ocultaba veneno—. ¿No vas a saludar a un viejo amigo? Portugal escupió en el suelo antes de responder, su voz cortando el aire como una hoja: —El única saludo que tendrás de mí es el filo de mi acero, Francia. Sin embargo, ella sujetó con más fuerza las riendas de su corcel lusitano, tragando el nudo seco que le subía por la garganta como hiel. Podía sentir el calor animal del caballo bajo sus muslos, la humedad del rocío pegada a sus botas de montar, la cruz dorada que seguía chocando contra su piel como un metrónomo, marcando cada latido que aún quedaba por defender. Él río, y el sonido resonó como cristal rompiéndose contra piedra. Por supuesto que se divertiría con su desafío. Para él, su resistencia solo hacía la conquista más dulce. —Como gustes, querida. Pero recuerda... yo te conozco mejor de lo que te conoces a ti misma. Y esa era la verdad más aterradora de todas. Él la conocía. Conocía cada cicatriz, cada debilidad, cada punto donde presionar para hacerla quebrar. Habían sido creados para entenderse, moldeados por el mismo imperio, educados en las mismas lecciones de sangre y poder. Sus labios se movieron en una oración silenciosa —no solo por un milagro, sino por fuerza para hacer lo que debía hacer. El viento otoñal sopló entre ellos, cargando el olor de la tierra húmeda y la promesa de violencia. En algún lugar, un cuervo graznó como presagio.
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