ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
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planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 2

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"I hadn't heard it in a while My boredom's bone deep This cage was once just fine"

La línea del frente se quebró con un grito que desgarró el aire como cristal. Un alarido seco, ahogado por el estrépito ensordecedor de los cañones napoleónicos, bastó para que el orden militar se deshiciera como hilo tenso bajo filo. La infantería portuguesa comenzó a ceder terreno, retrocediendo con pasos desiguales sobre el barro saturado de sangre, vísceras y ceniza. Las bayonetas caían de manos convulsas, los tambores quedaban enterrados bajo cuerpos destrozados, y el estruendo inconfundible de la artillería francesa se abría paso como un torrente de hierro fundido que devoraba todo a su paso. El caos se propagó como fuego sobre papel empapado en aceite. Portugal no miró atrás. El polvo de la tierra calcinada se había vuelto tan denso como el humo de una pira funeraria. Se colaba en la garganta como arena, se pegaba a la piel sudorosa, se mezclaba con la pólvora quemada y el olor metálico e inconfundible del miedo que segregaban los moribundos. Los gritos de agonía se fundían con el retumbar constante de los cañones, con el chillido agudo de los caballos heridos de muerte, con el crujido obsceno de los aceros que se encontraban y se partían contra carne y hueso. Pero ella no volvió el rostro. No podía permitirse esa debilidad. Tenía el cuerpo inclinado sobre la montura como una flecha en tensión, las riendas firmemente aferradas entre los guantes manchados de sangre ajena. El caballo jadeaba bajo el peso de la capa rasgada que ondeaba a su espalda como una bandera en retirada, impregnada de barro, sangre seca y el humo acre de la batalla. Las colinas del sur aún resistían. Desde allí llegaba el eco de disparos dispersos, cada vez más lejanos, cada vez más débiles, como los últimos latidos de un corazón que se desangra. No era una fuga cobarde—se dijo con la mandíbula tensa—era una retirada estratégica. Calculada. Portugal podía replegarse, sí, como había hecho durante siglos contra invasores más poderosos. Pero ella no podía permitirse caer. Si caía ella, caería algo más que un ejército, más que una corona. Caería una nación. Y hasta su enemigo lo comprendía con esa claridad brutal que solo tienen los inmortales. El sonido de un caballo a la carrera llegó primero como un susurro siniestro en el viento cargado de humo. Luego, como un tambor lejano, constante, hipnótico. Era uno solo. Un jinete aislado que no requería escolta ni clarines de guerra. Uno solo. Y ella no necesitaba mirar para saber quién era. Su piel se erizó con un reconocimiento primitivo, animal. No era un capitán enemigo sediento de honor militar o recompensa imperial. No era un emisario portando términos de rendición ni un rastreador perdido entre los escombros. Era él. Francia. Francis. En persona. No gritaba su nombre con la furia de un conquistador. No exigía su rendición con la voz de un comandante. No alzaba la voz como haría cualquier general persiguiendo enemigos en retirada. Sólo cabalgaba. Con esa cadencia precisa, segura, con ese trote elegante y despiadado que le era propio de él. Como si la caza fuera algo íntimo, casi un ritual. Como si todo el peso de la campaña—la conquista sistemática, la humillación del enemigo, la gloria sangrienta del Imperio—se redujera, para él, a una sola cosa: ella. Su presa personal. El campo era un cadáver abierto bajo el cielo plomizo. A ambos lados del sendero embarrado, las casas portuguesas ardían como antorchas gigantescas, ventanas sin vidrio que colgaban cortinas negras de humo tóxico. Las banderas lusitanas, desgarradas por la metralla, pendían de los mástiles rotos como paños de duelo. Las huertas familiares habían sido saqueadas y pisoteadas, los olivares centenarios arrancados de raíz, los pozos contaminados con cadáveres hinchados. En medio de ese paisaje herido y violado, Portugal avanzaba a galope tendido, con el rostro endurecido en una máscara de determinación férrea y la mirada fija en el horizonte donde Lisboa aguardaba como una promesa. El viento seco le cortaba las mejillas hasta hacerlas sangrar, y los cascos de su caballo resonaban sobre la piedra suelta como campanadas fúnebres. El sudor le corría por la espalda empapando la camisa bajo el corsé, mezclándose con la sangre de heridas menores que ni siquiera había notado recibir. El cuerpo entero le dolía con esa pesadez que solo conocen los inmortales después de batallas que duran días. Las piernas amenazaban con desfallecer del esfuerzo, los músculos temblando por la tensión constante. El aliento le quemaba los pulmones como fuego líquido. Pero no se detuvo. No podía. Porque si Francia la alcanzaba, no sería una mujer quien caería en sus manos. Sería una nación entera, con todo lo que eso implicaba. Y ambos lo sabían con esa claridad terrible que solo tienen los seres como ellos. Por eso él no enviaba tropas tras ella en una persecución convencional. No encargaba la caza a sus mariscales más hábiles. No delegaba esta tarea en subordinados. Lo hacía él mismo. El emperador disfrazado de cazador. El depredador siguiendo el rastro de su presa más deseada. Las balas perdidas silbaban a lo lejos, cruzando el cielo gris como aves carroñeras. El barro saltaba con cada disparo, manchando su capa desgarrada, su montura espumosa, su rostro tenso de concentración. Pero ni ella ni él parecían ya percibir el caos circundante. Todo el ruido—los gritos de agonía, las trompetas militares, el crepitar del fuego—se volvía distante, un murmullo sin importancia. En el mundo sólo quedaban ellos dos. El caballo de Portugal patinó peligrosamente al pisar una piedra húmeda de sangre. Ella se inclinó con la gracia de siglos de experiencia, tensó las riendas hasta que las palmas le sangraron y viró con violencia hacia la derecha, desviándose hacia un laberinto de callejuelas empedradas que conocía de memoria. El pueblo, aún humeante por los incendios recientes provocados por los franceses, era un caos apocalíptico de objetos abandonados en la huida desesperada. Carros volcados con las ruedas aún girando, cestas desbordadas de frutas podridas, sogas sueltas colgando de balcones vacíos, barriles rotos derramando vino que se mezclaba con la sangre en los adoquines. Sin reducir la marcha suicida, alzó la pierna izquierda y, con un giro ágil que habría quebrado huesos humanos, empujó una hilera de cajones de madera que obstruían una de las esquinas más estrechas. Naranjas, limones y manzanas rodaron en todas direcciones como cabezas cortadas, los maderos estallaron al tocar el suelo con un estrépito seco que fue seguido inmediatamente por el retumbar inconfundible de cascos frenando en seco tras ella. Silencio. Un silencio antinatural, cargado de electricidad. Por un instante que se estiró como una eternidad, pensó que había conseguido su propósito. Que lo había retrasado lo suficiente. Volteó la cabeza apenas, solo lo necesario para confirmar su ventaja. Error. El peor error que podía haber cometido. Porque no lo vio detrás de ella. Y eso era infinitamente peor que tenerlo persiguiéndola. Tomó la siguiente curva con el corazón martillando contra las costillas como un tambor de guerra, y entonces el mundo pareció detenerse en un marco congelado de horror y reconocimiento. Allí estaba. Francia. Esperándola. Había tomado otro camino, un atajo que solo él conocía después de estudiar los mapas de Lisboa durante meses. Había previsto cada uno de sus movimientos con esa maldita intuición suya, esa capacidad sobrenatural para leer sus pensamientos como si fuera un libro abierto. Un calculador perfecto que lo hacía más temible que cualquier ejército, más peligroso que cualquier arma. Su caballo se alzó brevemente sobre las patas traseras, relinchando como una bestia mitológica salida de sus peores pesadillas. Él lo controlaba con una sola mano enguantada, la otra descansando sobre la empuñadura de la espada, desvainada, brillando con un resplandor letal bajo el sol filtrado por el humo. Y sus ojos. Dios santo, sus ojos. Eran de un azul profundo como el océano antes de la tormenta, y la miraban con una intensidad que le provocó un escalofrío que no tenía nada que ver con miedo y todo que ver con algo mucho más peligroso. Algo primitivo y oscuro que se retorcía en su vientre como una serpiente. No sonreía. No hablaba. No necesitaba hacerlo. Sólo la observaba como un depredador observa a su presa antes del salto final. Como si ella ya le perteneciese. Como si siempre le hubiera pertenecido. Portugal apretó la mandíbula con una furia muda que le quemaba la garganta y espoleó al corcel con desesperación, pero ya era tarde. El animal, aterrorizado por la presencia intimidante del caballo francés y su jinete, se desbocó con un giro imprudente y peligroso. El equilibrio se quebró en un instante eterno. La rienda se deslizó entre sus dedos temblorosos en un forcejeo inútil, y su cuerpo fue arrojado al suelo empedrado con violencia brutal. El impacto contra la tierra habría sido mortal para cualquier humana, pero ella no era humana. Era Portugal, forjada en siglos de resistencia y supervivencia. Rodó ágilmente en la gravilla ensangrentada, se incorporó con la gracia felina de un lince y echó a correr por su vida hacia las callejuelas que se extendían como arterias hacia su salvación. Su capa quedó atrás como una piel desechada, su caballo relinchó a lo lejos antes de perderse entre los escombros, y ya no tenía más protección que sus piernas, su conocimiento del terreno y esa obstinación feroz que la había mantenido viva durante milenios. Detrás de ella, los cascos resonaron una última vez sobre los adoquines... y cesaron bruscamente. Francia había descendido. Él mismo. El emperador disfrazado de cazador, ahora transformado en lobo hambriento. Sus pasos comenzaron a resonar detrás de ella, constantes, implacables, golpeando la piedra húmeda con una precisión insoportable que se sincronizaba con los latidos de su corazón desbocado. No era una persecución militar. Era una caza personal, íntima, cargada de una tensión que cortaba el aire como una navaja. Y él lo disfrutaba cada segundo. Portugal podía sentir su placer sádico en cada pisada, en la forma deliberadamente pausada con que la seguía. Él podría alcanzarla en cualquier momento—la superaba en velocidad, en agilidad, no solo debido a su gran altura y sus largas piernas, sino por la fuerza actual de su imperio en su apogeo—pero no lo hacía. Jugaba con ella. La cazaba lentamente, saboreando cada instante de su huida desesperada como si fuera el mejor vino de Burdeos. Sin embargo, ella conocía aquellas calles como quien conoce las venas de su propio cuerpo. Pasajes estrechos donde los franceses no cabrían en formación, patios escondidos detrás de conventos abandonados, escalones carcomidos por la sal y el tiempo que llevaban a pasadizos secretos. Lisboa, su ciudad, era un laberinto mortal para los invasores. Pero era su laberinto. Y más allá, en el horizonte que se volvía más azul con cada paso, aguardaba su salvación. El mar. Sus dominios ancestrales, donde Francia no podría seguirla. El aire cambió gradualmente, cargándose de humedad salina. Sintió la brisa oceánica, tenue al principio, luego más firme y prometedora. El olor a sal, a algas, a libertad infinita llenó sus pulmones como una bendición. El sol reverberaba sobre las tejas rotas de las casas abandonadas, creando un mosaico de luces que la guiaba hacia la salvación. Una gaviota cruzó el cielo como una promesa de escape, su graznido un canto de esperanza. Un paso más, se dijo con la respiración entrecortada. Solo uno más. Sus piernas temblaban, pero la meta estaba tan cerca que podía saborear la libertad en la lengua. Y entonces, de la nada, dos brazos la rodearon con la precisión brutal de una trampa de hierro forjada específicamente para ella. Un cuerpo sólido, caliente y familiar la empujó contra una pared de cal y piedra, arrancándole el aire de los pulmones de un golpe que resonó en sus costillas como campanas. Y el mundo se detuvo. El tiempo se congeló en ese momento eterno donde el cazador finalmente alcanza a su presa. —Très lent, chérie—susurró su voz pegada a su oído con una intimidad que le provocó un escalofrío que recorrió toda su columna vertebral. (Muy lento, cariño) Su aliento era cálido contra su cuello, cargado de esa mezcla única de tabaco francés, vino de Burdeos y algo más oscuro, más personal. Algo que era puramente de él. Y el mar, su salvación, su escape... Quedó apenas fuera de alcance, burlándose de ella con su proximidad cruel. Los brazos de Francia se cerraron en torno a su cintura como grilletes de carne y hueso, aplastando su voluntad rebelde contra los muros de piedra de su propia ciudad. Ella se sacudió al instante como una fiera enjaulada, impulsándose hacia delante con toda la violencia desesperada de una nación que se niega a ser conquistada. Pero él era una muralla humana tras ella, inquebrantable. Su cuerpo se presionaba contra su espalda con una intimidad que era tanto prisión como promesa, y Portugal podía sentir cada músculo tenso, cada línea dura de ese torso que conocía de memoria a pesar de los siglos transcurridos. —Tu croyais pouvoir m'échapper? Petite idiote...—murmuró con esa voz de terciopelo que escondía acero, y había algo en su tono que no era solo triunfo. Era algo más profundo, más hambriento. (¿Creías poder escapar de mí? Pequeña idiota...) Ella no respondió con palabras. Las palabras eran para los débiles. Torció el cuello con la furia salvaje de una loba acorralada e intentó golpearlo con la parte posterior del cráneo, buscando romperle la nariz o al menos hacerle daño. Erró por milímetros y maldijo en portugués con una creatividad que habría hecho sonrojar a los marineros de sus carabelas. Entonces pateó hacia atrás con saña, rasguñó con las uñas todo lo que pudo alcanzar. Sus dedos encontraron el cuello expuesto y le desgarraron la piel, dejando cuatro líneas paralelas que inmediatamente se llenaron de sangre caliente, marcando la tela blanca de su camisa. Francia soltó un bufido que era mitad dolor, mitad algo que sonaba peligrosamente a placer, y sin dudarlo ni un segundo, la giró de un tirón violento para enfrentarla. Sus ojos se encontraron, y el mundo volvió a detenerse. Los de ella eran salvajes, tormentosos como el Atlántico en plena tempestad. Su cabello castaño, suelto y cubierto de polvo de batalla, caía como algas oscuras sobre el rostro enrojecido por el esfuerzo y la furia. Levantó los brazos para golpearlo con todo lo que tenía, pero él los interceptó con una facilidad insultante, como si conociera cada uno de sus movimientos antes de que ella los pensara. La empujó contra la pared, y el impacto hizo temblar las piedras antiguas. Una vieja maceta con geranios mustios cayó desde un balcón abandonado y se hizo añicos junto a ellos, derramando tierra húmeda sobre los adoquines empapados de sangre. —¡Deixa-me ir!—escupió Portugal, y con desesperación, trató de clavarle la rodilla entre las piernas, buscando ese punto vulnerable que conocía de memoria. Pero él ya anticipaba cada movimiento, como siempre había hecho. Le sujetó la pierna con la suya propia, y con su peso completo, la inmovilizó contra la pared de una forma que era obscenamente íntima. Una de sus piernas firmemente entre las de ella, separándolas. Un brazo alzando las muñecas delicadas por encima de su cabeza con facilidad insultante. El otro aferrado a su cintura como si pretendiera fundir sus cuerpos en uno solo. La posición era inequívoca, dominante y posesiva. Y ambos lo sabían. Ella se retorcía como un animal atrapado, pero cada movimiento solo servía para presionarla más contra él, para hacer la fricción entre sus cuerpos más intensa, más consciente. Él no la soltaba, pero tampoco ejercía más fuerza de la necesaria. La tenía exactamente donde quería. —Toujours si dramatique...—le murmuró con una voz baja, ronca, cargada de algo que hizo que el vientre de Portugal se contrajera con una mezcla de furia y otra cosa que se negaba a reconocer. (Siempre tan dramática...) Su aliento le rozaba los labios, y por un momento insano, Portugal se quedó paralizada por la proximidad. Podía contar cada pestaña rubia, ver las pequeñas cicatrices que la revolución había dejado en su rostro perfecto, sentir el calor que irradiaba su cuerpo como un horno. —¡Vou matar-te! ¡Te juro que voy a—!—gruñó, tratando de recuperar su furia, su determinación. —¿Matarme?—la interrumpió con una sonrisa que era pura depredación sexual—. Chérie, no has podido ni salvarte a ti misma. Portugal gritó con la rabia de los condenados, y entonces, sin dudarlo, se lanzó hacia adelante tratando de morderlo. Como una loba arrinconada que usa la última arma que le queda. Se estiró hacia su cuello, aunque la diferencia de alturas era abismal. Con sus apenas metro y medio de estatura, no lograba más que rozar la línea de su mandíbula con los dientes, pero lo intentó con toda la salvajada que llevaba en las venas. Pero Francis solo echó la cabeza hacia atrás con una risa que sonaba demasiado excitada y la miró con una expresión que mezcla diversión genuina con hambre depredadora. —Tu n'es qu'une bête blessée... mais une bête magnifique.—murmuró, y había algo en su voz que hizo que Portugal sintiera un calor incomodo. (Eres solo una bestia herida... pero una bestia magnífica.) Portugal le escupió directamente a la cara, negándose a darle nada más que desprecio puro. Pero el gesto, en lugar de insultarlo, pareció divertirlo aún más. Sus pechos subían y bajaban con violencia, presionándose contra el torso masculino con cada respiración agitada. El murmullo del Atlántico golpeando las rocas llegaba desde la distancia, cada vez más lejano, burlándose de su fracaso. —Solta-me—ordenó con voz quebrada, pero aún así autoritaria, intentando empujarlo con los hombros, con las caderas, con la última fibra de voluntad que le quedaba. Pero moverse era contraproducente. Cada movimiento de sus caderas contra las de él creaba una fricción que enviaba ondas de calor a lugares que no debía. Cada forcejeo solo servía para que él la presionara más contra la pared, para que la posición se volviera más comprometedora. Francia la observó con esos ojos azules que parecían ver directamente a través de su alma. No con ternura. No con afecto. Con la satisfacción del depredador que finalmente ha atrapado la presa que llevaba cazando durante siglos. —Je t'ai attrapée. Et maintenant... Lisbonne est à moi,—murmuró, acercando los labios peligrosamente a su boca, tanto que Portugal podía sentir su aliento cálido mezclándose con el suyo—. Et toi aussi, ma chère. (Te atrapé. Y ahora... Lisboa es mía. Y tú también, querida.) Ella le escupió en la cara con toda la rabia de una nación conquistada pero que se negaba a ser sometida. Él no se inmutó. Con una calma que era más insultante que cualquier violencia, se limpió el rostro con el dorso de su guante manchado de sangre, y sin mediar palabra, la giró de espaldas contra la pared con un movimiento fluido que hablaba de práctica y experiencia. Le retorció las muñecas a la espalda con precisión quirúrgica, y con un trozo de cuerda de seda que colgaba de su cinturón—porque incluso en guerra, Francia mantenía cierta elegancia—comenzó a atarla sin la más mínima ceremonia. Y aún así, ella no dejó de luchar. Ni un instante. Ni aunque las muñecas ardieran bajo la seda. Ni aunque los músculos del torso dolieran de tanto forcejear contra su pecho pegado a su espalda. —¡Deixa-me ir, seu desgraçado!—rugió con la voz rota de rabia, mientras él tensaba el nudo. —Tu vas te fatiguer pour rien, ma belle.—murmuró contra su oreja, y Portugal se estremeció ante el contacto de sus labios con su piel. (Te vas a cansar por nada, hermosa.) Francia no necesitó más que un movimiento fluido para alzarla del suelo, como si no pesara más que un saco de plumas y la cargó al hombro con una soltura que era genuinamente ofensiva, haciendo que su cuerpo quedara presionado contra el suyo de la forma más comprometedora posible. Ella gritó, pataleó, arqueó el torso con furia desesperada para intentar morderle de nuevo, pero apenas rozaba el borde dorado de su uniforme con los dientes. —¡Francis, te juro que voy a hundirte en el Tajo cuando me sueltes! ¡Voy a—!J'adore quand tu cries—dijo con un tono de burla exquisitamente controlada, y le dio una palmada firme en el trasero que la hizo jadear de shock—. Presque comme avant... mais sans etre nu. (Me encanta cuando gritas. Casi como antes... pero sin estar desnudos) Ella le gritó algo en portugués que habría hecho temblar a los santos, el rostro ardiendo de furia y otra cosa que se negaba a reconocer. El francés descendió por la angosta pendiente de adoquines empapados de sangre, sin una sola mirada atrás hacia el caos de la batalla. Sus pasos eran seguros, elegantes incluso cargando a una nación rebelde al hombro. A lo lejos, los cascos de sus soldados retumbaban entre los escombros, empujando los últimos vestigios de resistencia portuguesa. La ciudad gemía, herida pero no muerta. Y Francia caminaba con la compostura de un emperador, el porte erguido, la mirada fija en el horizonte de su victoria. Como si en vez de arrastrar a la encarnación de un reino milenario, llevase el botín más preciado de una cacería imperial. Llegó hasta donde su caballo que esperaba con paciencia sobrenatural, y sin delicadeza alguna, la dejó caer sobre la montura de lado, como si fuera solo un equipaje rebelde y no una nación soberana. Ella intentó reincorporarse de inmediato, pero él montó detrás de ella en un salto felino y la encerró entre su torso y su brazo con una posesividad que no admitía discusión. —Non, non.—chasqueó la lengua, apretándola contra sí con una fuerza tan contenida como amenazante—. Tu restes avec moi, mon cœur. Ya jugaste a la reina valiente. Ahora serás... mi prisionera personal. (Quédate conmigo, corazón.) Y espoleó el caballo sin esperar réplica, y Portugal sintió el movimiento del animal bajo ella, el balanceo que la presionaba ritmicamente contra el cuerpo masculino a su espalda. El viento le arremolinaba los cabellos enmarañados sobre el rostro, y podía sentir el corazón de Francia latiendo contra su espalda como un tambor de guerra victorioso. Francia era una muralla tras ella: alta, inmóvil, caliente como el hierro forjado, con el uniforme aún perfumado de pólvora quemada, vino de Burdeos y esos lirios de Versalles que siempre lo acompañaban como una firma olfativa. Intentó impulsarse hacia adelante aprovechando un desnivel del terreno rocoso; si lograba lanzarse del caballo, aunque cayera de cabeza contra las piedras, prefería eso mil veces a seguir humillada entre sus brazos como un trofeo de guerra. Pero él la sujetó con una brutalidad calculada, como si hubiera anticipado cada uno de sus pensamientos antes de que ella los formara completamente. —Pas aujourd'hui.—murmuró junto a su oído, con voz tan baja que erizó cada vello de su nuca como una caricia eléctrica—. Ya te dije que no escaparías de mí. (Hoy no.) —¡Solta-me!—gruñó, revolviéndose como una bestia acorralada que aún conserva colmillos. —Tu es charmante quand tu t'énerves.—susurró con delectación perversa, y le apretó las piernas con las suyas, inmovilizándola por completo en una posición que era obscenamente íntima—. Pero vas a calmarte, ma chère, si no quieres que te amarre también los tobillos. (Eres encantadora cuando te enojas.) Ella bufó con desprecio, pero podía sentir su respiración regular, incluso apacible contra su cuello. Como si todo fuera un paseo campestre. Como si no hubiera incendios ardiendo tras ellos, ni cuerpos destrozados bajo los cascos de su caballo. Como si no acabara de ultrajarla con esa paz ofensiva que mostraba después de conquistar su ciudad. —Isto não é uma vitória—escupió como veneno líquido—. É covardia pura. (Esto no es una victoria. Es cobardía.) Francia soltó una carcajada seca, sin rastro de alegría genuina, solo diversión cruel. —C'est drôle, viniendo de quien huía entre callejones como una rata asustada. (Es gracioso.) —Eu não fugia. Recuava estrategicamente. (Yo no huía. Me replegaba estratégicamente.) Él bajó el tono hasta casi era un murmullo que se deshacía con el viento cargado de humo, pero que llegaba a sus oídos con claridad cristalina: —Comme tu veux. Llámalo como gustes, mon cœur. Pero estás aquí. Atada. Entre mis brazos. Y Portugal... ya no tiene más soberano que yo. (Como desees.) Portugal apretó los dientes hasta que la mandíbula le dolió. Sintió el ardor familiar de la impotencia trepar por la garganta como bilis, pero se negó a darle la satisfacción de verla quebrarse. El paisaje se abrió gradualmente en un terreno más llano, manchado de cráteres y cadáveres dispersos. A lo lejos, Lisboa se recortaba entre el humo espeso y la luz opaca del atardecer que se filtraba a través de las nubes de batalla. Los campos circundantes, antes llenos de olivares centenarios y viñedos prósperos, yacían completamente destruidos, y los muros de piedra seca que habían definido propiedades durante generaciones apenas eran ruinas humeantes. Los soldados franceses se apartaron reverencialmente cuando los vieron llegar al campamento militar. Algunos bajaron la mirada con incomodidad genuina, otros la siguieron con ojos encendidos por la curiosidad mórbida y algo más oscuro. Francia, impecable sobre su caballo, cargaba a su prisionera como un trofeo conquistado en batalla: Portugal, amarrada y vencida pero no rendida, en los brazos del Emperador autoproclamado. Él desmontó con una elegancia que era genuinamente insultante, fluida como si estuviera bajando de su carroza, y lego tiró de ella con un solo movimiento violento, haciéndola bajar a la fuerza del caballo, y ella, privada de equilibrio y de dignidad, cayó de rodillas sobre el barro empapado de sangre y lluvia. —Filho da puta!—escupió con el rostro alzado desafiante, el cabello castaño cubriéndole una mejilla, las rodillas hundidas en el fango pútrido. Francia ni siquiera parpadeó ante la blasfemia. La tomó del brazo con dedos que eran como tenazas de hierro y la alzó, obligándola a incorporarse con una violencia controlada que hablaba de siglos de práctica con prisioneros rebeldes. —Tiens-toi droite, petite reine. No es propio de ti arrastrarte por el lodo como una campesina. (Ponte derecha, pequeña reina.) —¡Maldito sejas!—intentó patearlo con la bota y lo logró, conectando contra su espinilla, pero él ni siquiera pestañeó, como si el golpe hubiera sido de una niña. Portugal alzó el rostro, los ojos turquesa llameando con una furia que parecía capaz de incendiar el campamento entero. Su boca sangraba por una herida reciente, pero no temblaba. Su cuerpo entero parecía de acero templado en guerra, cada músculo en alerta permanente. Francia se inclinó hacia ella. Para recordarle, sin necesidad de palabras, exactamente qué le pertenecía ahora. —Même ton regard m'appartient maintenant. (Incluso tu mirada me pertenece ahora.) Ella se lanzó hacia él con la desesperación de una loba acorralada. Literalmente se arrojó contra su cuerpo, los dientes buscando cualquier carne expuesta que pudieran alcanzar. Los colmillos le rozaron el brazo con saña, dejando marcas rojas a través de la tela del uniforme. Francia rió con puro deleite sádico. Porque el fuego no se había extinguido en ella. Porque incluso vencida, atada, humillada, aún quería desgarrarle la carne como una bestia salvaje. Y eso lo excitaba de una forma que era genuinamente enferma. —Tu me donnes envie de t'enchaîner à mon lit.—Le susurró al oído, su aliento caliente mezclándose con el viento frío. (Me haces querer encadenarte a mi cama.) Ella lo miró con un odio tan vivo, tan visceral que su cuerpo entero temblaba de la furia contenida. —Vais pagar por cada passo que deste no meu solo—juró con una voz que cortaba el aire como acero afilado—. Por cada lágrima, por cada gota de sangre derramada. (Vas a pagar por cada paso que diste en mi suelo.) Él aflojó apenas la cuerda que sujetaba sus muñecas, solo para volver a atarla con más precisión quirúrgica, detrás de la espalda, asegurándose de que las fibras mordieran la piel delicada. —Lo dudo profundamente—murmuró, dándole la espalda con desprecio mientras comenzaba a arrastrarla hacia la tienda imperial—. Pero puedes intentarlo. Me divierte tu... optimismo. La arrastró consigo a través del campamento, sin apurarse, disfrutando cada segundo del espectáculo. Ella tropezaba sobre las piedras sueltas, jadeaba por el esfuerzo, pero se negaba rotundamente a dejar de luchar. Algunos soldados giraron la vista hacia el suelo, avergonzados por presenciar la humillación de una nación. Otros sonrieron con fascinación mórbida por el espectáculo de ver a Portugal, la orgullosa Portugal, reducida a prisionera. Portugal no les dio el gusto de llorar. Y aunque el barro manchara su falda desgarrada, y las sogas le cortaran la piel hasta hacerla sangrar, caminó con la cabeza en alto como una reina camino al cadalso. Hasta el final.
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