Capítulo 23
21 de septiembre de 2025, 14:21
Los ecos de sus pasos aún no se desvanecían cuando Portugal sintió el pecho agitado como si acabara de correr kilómetros, la vergüenza ardiéndole bajo la piel como una fiebre que se extendía desde el estómago hasta las mejillas. El vestido de terciopelo rubí colgaba precariamente de sus hombros, descompuesto y arrugado por las manos expertas que no debieron tocarla jamás, revelando considerablemente más de lo que la decencia social dictaba. La tela se adhería a su cuerpo en lugares donde el sudor había empapado la seda, creando un mapa de la humillación reciente.
—Senta-te... por favor —murmuró, la voz apenas un suspiro entre el tumulto emocional que rugía en su cabeza.
(Siéntate... por favor.)
Portugal lo guió con manos temblorosas hacia su cama de dosel, y España obedeció a regañadientes, moviéndose como un animal herido que aún no ha decidido si atacar o huir. Su respiración era agitada y errática, el ceño fruncido con una mezcla tóxica de rabia territorial y humillación masculina que le deformaba las facciones familiares. Tenía el labio partido y hinchado, el costado de la nariz comenzaba a teñirse de un púrpura violento que se extendía como tinta bajo la piel, aunque el resto de sus heridas ya habían comenzado a sanar con la eficiencia mecánica de la inmortalidad. Sangre seca le manchaba el mentón como pintura roja, el cuello estaba salpicado de gotas que habían corrido desde las heridas de la frente, incluso la camisa blanca ya no era blanca sino un mapa de violencia reciente. Sus manos temblaban visiblemente sobre las rodillas, apretadas en puños que prometían más violencia, y sus ojos —verdes como jades, encendidos como brasas— no se apartaban del suelo de mármol, como si pudieran fulminarlo con cada latido furioso de su corazón.
La habitación daba vueltas alrededor de Portugal como un tiovivo descontrolado. Caminó con pasos vacilantes hasta la palangana de porcelana china que descansaba sobre la cómoda de caoba, tomó un paño de lino limpio y lo sumergió en el agua tibia. El agua tembló bajo su mano como si también hubiese presenciado la escena obscena y no pudiera procesar lo que había visto.
Regresó hacia él con movimientos cuidadosos, como si se acercara a una bestia peligrosa. El vestido aún caía mal sobre su figura, pero ahora lo sujetaba con un brazo cruzado sobre el pecho en un intento desesperado de preservar algo de modestia. Con la otra mano comenzó a limpiar las heridas con una suavidad que sólo la culpa podía dictar, cada caricia del paño una disculpa silenciosa. No dijo palabra durante los primeros minutos. El agua se tiñó de rojo carmesí a cada caricia delicada.
Casi era exactamente como cuando estaban casados y ella lo curaba después de alguna batalla sangrienta contra Francia o Inglaterra, cuando él regresaba destrozado, cuando ella era su refugio seguro.
Casi.
—Lamento isto —susurró finalmente, sin saber por dónde empezar la letanía de disculpas que se agolpaban en su garganta como pájaros enjaulados.
(Lamento esto.)
Aunque una parte rebelde y furiosa se sentía completamente ridícula por disculparse. Si España no la hubiera metido en esta situación dejando pasar las tropas francesas a través de su territorio como si fuera su proxeneta personal, nada de esto hubiera ocurrido jamás. Nada de esta humillación, nada de estas marcas, nada de este dolor que la atravesaba como dagas.
España permaneció en silencio absoluto, inmóvil como una estatua de mármol. Dejó que ella lo curara sin mirarla directamente, sin moverse, sin protestar. Como cientos de veces había ocurrido durante los años dorados de su matrimonio. Él terminaba lastimado en alguna batalla estúpida, y ella siempre, siempre lo curaba con esas manos suaves que conocían cada cicatriz de su cuerpo.
El ritual familiar debería haber sido reconfortante. En cambio, se sentía como una parodia cruel de lo que habían perdido.
Hasta que habló.
Y su voz fue como un cuchillo de carnicero arrojado directamente al centro del corazón.
—¿Sabías que tiene la misma cara que Roma cuando se enfadaba?
Portugal alzó la vista bruscamente, confundida por el cambio de tema. La tela empapada goteaba entre sus dedos como lágrimas rojas.
España la miraba ahora con una intensidad que la hizo estremecerse.
—Francia. Tiene esa misma maldita expresión petulante cuando sabe que puede hacer lo que quiera. Y nadie va a detenerlo. —Hizo una pausa deliberada, sus ojos ahora ardían fijos en los de ella— Y tú... se lo permitiste. Como una puta complaciente.
Portugal tragó saliva con dificultad, sintiendo cómo las palabras se convertían en piedras en su garganta. No supo qué decir ante la acusación cruda. El paño se escurrió un poco más entre sus dedos temblorosos, como si quisiera escapar también de esta conversación.
—No fue...
—¿No fue qué, Portugal? —la interrumpió bruscamente, la incredulidad y la furia latiendo en cada sílaba como un tambor de guerra—. ¿No fue nada? ¿Esto es nada para ti?
Le señaló el cuello con un gesto seco y acusatorio, como si pudiera arrancarle la piel marcada con la fuerza de su mirada, borrar físicamente el signo que lo deshonraba a él más que a ella según las reglas arcaicas del honor masculino.
—¿Vas a sentarte ahí con esa cara de víctima inocente y decirme que no lo querías? ¿Qué no lo deseabas como una perra en celo? ¿Qué no le ibas a abrir las piernas como una maldita cortesana barata si yo no los hubiera interrumpido?
Las palabras cayeron entre ellos como latigazos, cada una diseñada para cortar más profundo que la anterior.
Ella bajó la mirada hacia sus manos manchadas de sangre. Las palabras se le ahogaban en la garganta, sin forma coherente y sin valor defensivo. ¿Qué podía decir? ¿Qué había sentido algo? ¿Qué Francia despertaba algo primitivo en ella que odiaba admitir? ¿Qué una parte enferma de su mente había disfrutado la atención, el poder, la dominación?
Sin embargo, también sentía la furia creciendo como lava en su estómago.
Él la había metido en esa situación como si fuera una moneda de cambio y ahora tenía la audacia de reprochársela como si ella hubiera elegido estar ahí.
Los hombres se podían acostar con medio mundo y nadie decía absolutamente nada. Pero que una mujer sintiera algo, que reaccionara como un ser humano normal...
—Não é tão simples... —murmuró con una mezcla explosiva de rabia contenida y resignación amarga.
(No es tan simple.)
España se levantó de golpe como si le hubieran prendido fuego a la cama. El agua del paño salpicó la alfombra persa en gotas. Su voz era la de un hombre herido en lo más profundo de su orgullo ancestral, en su concepto mismo de lo que significaba ser hombre.
—¡Es exactamente así de simple! ¡Eres una nación! ¡No una ramera de burdel!
La palabra quedó flotando entre ellos como un disparo, resonando en las paredes de la habitación con ecos que parecían multiplicarse.
Portugal pestañeó como si la hubieran abofeteado físicamente, el impacto de la palabra golpeándola con más fuerza que cualquier puño.
—España...
—¿Ibas a acostarte con él? —preguntó, más bajo ahora, más letal, más cruel, cada palabra destilada para causar el máximo daño posible—. ¿Lo habrías hecho si yo no llegaba como un idiota a interrumpir? ¿Habrías permitido que te poseyera aquí mismo contra la ventana para que cualquier curioso viera cómo una nación antigua se abría de piernas al enemigo conquistador? ¿Cómo una puta feliz de ser conquistada?
Y entonces, movido por una furia que había estado creciendo durante minutos, la sujetó.
La tomó de los brazos con una violencia que hizo crujir sus huesos inmortales, los dedos hundiéndose en su carne hasta dejar marcas que se sumarían a las que ya decoraban su cuerpo. La acercó a él con furia sorda, no para herirla físicamente—nunca haría eso—pero sí para hacerla entender de una vez por todas. Como si pudiera sacudirle el juicio, la vergüenza, la cordura que parecía haber perdido.
—¡Respóndeme! —rugió, su aliento caliente contra su rostro—. ¡Dime que no ibas a entregarte a él como una puta agradecida! ¡Dime que no estabas disfrutando cada segundo de su atención!
Portugal sintió algo quebrarse dentro de ella, como cristal pisoteado.
—Solta-me... —dijo con una furia que rivalizaba con la de él, sus ojos turquesa encendiéndose como antorchas.
(Suéltame.)
España la soltó al instante, como si su piel fuera hierro candente, la rabia brotándole por todos los poros como sudor tóxico. La observó un segundo más, largo y absoluto, cargado de todo el dolor acumulado de años de separación. Un segundo donde Portugal creyó que aún podía alcanzarlo, que aún quedaba algo del hombre que había amado.
Pero no.
Él se volvió con movimientos bruscos, con el rostro aún cubierto de sangre medio seca, el corazón hecho astillas y cristales, y la furia desbordándosele por cada paso que daba hacia la puerta.
Abrió la puerta de un tirón que casi la arranca de sus goznes.
—No me busques —dijo sin mirar atrás, su voz cargada de una finalidad que cortaba como una guillotina—. No me busques nunca más. Ya no eres mi problema.
Y se fue.
La puerta se cerró con un golpe que pareció partir la habitación en dos mitades exactas, dejando a Portugal en el lado del silencio y la soledad.
Portugal se quedó inmóvil por un momento que se sintió como una eternidad.
El paño húmedo colgaba aún de su mano como un trapo de rendición, tibio pero ya sin peso. Sus ojos miraban al vacío, perdidos en un punto indeterminado entre el ahora y el antes, entre lo que había sido y lo que nunca podría volver a ser. El beso. La humillación pública. La herida abierta en su orgullo. Las marcas que la convertían en territorio conquistado.
¿Quería llorar? Sí, desesperadamente.
¿Gritar hasta desgarrarse la garganta? También.
¿Matar a alguien con sus propias manos? Probablemente.
Tal vez a sí misma por haber permitido que todo ocurriera, por no haber reaccionado como debía, por haber sentido lo que sintió.
Tal vez matar a España por su hipocresía venenosa.
O mejor aún, matar a Francia con sus propias manos.
Ahorcarlo lentamente contra las sábanas de seda hasta ver cómo esos ojos azules se apagaban para siempre.
Y entonces, la rabia habló por ella.
El cuenco de porcelana voló en un arco limpio y perfecto, impulsado por toda la frustración acumulada, y se estrelló contra la pared con un estruendo sordo que resonó por toda la habitación. Los pedazos de cerámica salpicaron la alfombra persa como confeti macabro, el líquido rojizo se escurrió entre las tablas del suelo como si pudiera arrastrar con él toda la vergüenza, toda la humillación, todo el dolor.
Portugal respiró hondo, el pecho subiendo y bajando como si hubiera corrido una maratón.
La hipocresía monumental de España la enojaba más que cualquier otra cosa.
Él había hecho lo que había hecho, él había dejado pasar tropas francesas por su país como si fuera un proxeneta ofreciendo mercancía, según él, para recuperarla, para volver a lo que tenían antes, para compartirla con Francia como si fuera un objeto.
Pero ahora, cuando Francia no lo hacía partícipe de la diversión, cuando lo excluía del juego como un niño no invitado, él se enojaba con ella como si fuera culpa suya.
Un crujido leve quebró el silencio pesado que vino después del estruendo. Como una grieta microscópica abriéndose en la escayola del mundo.
Portugal giró lentamente el rostro, todos sus sentidos alertas de pronto. Una figura se ocultaba parcialmente tras el armario de roble tallado. Apenas un temblor humano entre las sombras danzantes.
Una joven doncella de no más de diecisiete años, con el uniforme típico de servicio. Las manos juntas contra el pecho en una pose defensiva, los ojos muy abiertos como platos de porcelana, el rostro encendido de pudor virginal. Había estado allí todo el tiempo, sin duda. Tal vez atrapada cuando todo comenzó y demasiado aterrada para moverse. Tal vez paralizada por el miedo de ser descubierta. O tal vez había llegado mucho antes y había presenciado... todo.
Los ojos de la muchacha se clavaron por un segundo en las marcas del cuello de Portugal antes de desviarse avergonzados.
Y luego, con una serenidad que no poseía realmente pero que logró fingir, Portugal murmuró:
—Preciso de um banho. Agora.
(Necesito un baño. Ahora.)
La muchacha asintió con rapidez frenética, hizo una torpe reverencia que casi la hizo perder el equilibrio y salió prácticamente corriendo, agradecida por la orden que la liberaba de ser testigo de más intimidades imposibles.
La habitación volvió a sumirse en un silencio pesado y denso. Como si el aire mismo no supiera si debía quedarse o huir junto con todos los testigos.
Portugal llevó los dedos temblorosos al cuello con una delicadeza que contrastaba con la violencia reciente. Lo rozó apenas, como quien toca una herida abierta. La piel ardía bajo el contacto ligero, palpitaba como una herida viva que tuviera pulso propio.
Se alzó con lentitud de la cama, cada movimiento una decisión consciente. El vestido rubí seguía desacomodado, cayéndole por un hombro como la tela de una estatua griega deshecha por el tiempo y la negligencia. Caminó hacia el espejo de cuerpo entero que dominaba una esquina de la habitación.
Y lo que vio le robó literalmente el aliento.
Desde la base de la mandíbula hasta el nacimiento del pecho derecho, una constelación completa de marcas violáceas y rojizas cubría su piel como un mapa del territorio conquistado. Besos que habían dejado huellas. Mordidas que habían reclamado posesión. Chupetones que proclamaban propiedad.
Se tocó una de las marcas más grandes con la punta de los dedos. Cerró los ojos con fuerza, tratando de procesar las emociones contradictorias que la atravesaban.
—Estúpida... sou tão estúpida —susurró, apenas audible, la voz quebrándose en las últimas sílabas.
(Estúpida. Soy tan estúpida.)
Lo que dolía no era el cuerpo físico. Las marcas sanarían, las heridas se cerrarían, los moretones se desvanecerían.
Era algo más hondo. Más sucio. Más íntimo.
Una mezcla tóxica de vergüenza, deseo no admitido, y culpa que la corroía desde adentro como ácido.
El sonido de pasos apresurados en el pasillo le indicó que el baño estaría listo pronto.
Tal vez, si se quedaba bajo el agua el tiempo suficiente, podría lavarse no solo la piel manchada... sino también todo lo demás que la hacía sentirse tan terriblemente sucia.