Capítulo 22
21 de septiembre de 2025, 13:00
Francia ni se inmutó por la interrupción, como si España fuera apenas un mosquito molesto. Sus músculos no se tensaron, su respiración no se alteró, ni siquiera parpadeó. La seguía teniendo aprisionada contra la ventana, su cuerpo una barrera de carne y hueso que la aplastaba contra el cristal frío. El aliento de Francia empañaba el vidrio junto a su oreja, y Portugal podía sentir cada latido de su corazón—lento, controlado, como el tic-tac de un reloj que marca una cuenta regresiva hacia la perdición.
—España.
El nombre se escapó de sus labios como una oración desesperada, como si pronunciarlo pudiera conjurar algún tipo de salvación. Pero incluso mientras lo decía, sabía que era demasiado tarde. Su voz tembló, quebrándose en la segunda sílaba, y pudo sentir cómo Francia sonreía contra su cuello al escuchar esa desesperación tan deliciosa. Era como si hubiera estado esperando este momento, saboreándolo de antemano.
Su nombre se deslizó como un susurro horrorizado desde sus labios, cargado de pánico y vergüenza, pero él ya estaba allí, plantado en el umbral como una aparición vengativa surgida de sus peores pesadillas.
España se había quedado clavado en el umbral como si una fuerza invisible lo mantuviera prisionero ahí, el rostro completamente desencajado por el shock. Su piel, normalmente dorada por el sol mediterráneo, se había enrojecido como la sangre que se le subía a la cabeza. Su boca entreabierta se movía en intentos mudos de formar palabras que se ahogaban antes de nacer, como un pez fuera del agua buscando por aire; sus ojos verdes—esos ojos que una vez habían mirado a Portugal con tanto amor y posesividad—ahora brillaban con una furia tan intensa que parecían dos esmeraldas incendiándose. Las venas de su cuello se marcaban como cuerdas tensas, y su mandíbula se apretaba y relajaba en espasmos involuntarios de rabia contenida.
Las comisuras de su boca se curvaban en una mueca de rabia pura e incontrolable, como si estuviera viendo a un ladrón robándose las joyas de la corona que él consideraba suyas por derecho divino y matrimonial. Era la expresión de un hombre que había hecho un trato pensando que saldría ganando, que recuperaría lo que había perdido, y ahora veía cómo su socio se llevaba no solo su parte, sino todo el botín completo sin dejarle ni las migajas. Sus puños se abrían y cerraban a los costados de su cuerpo, como si su mente le gritara que se moviera mientras sus músculos se negaban a obedecerle.
Portugal—su Portugal, la mujer que había sido su esposa, su reina, su todo—con el vestido de terciopelo rubí deslizándose obscenamente por su hombro, dejando al descubierto la curva de su clavícula y el inicio de su pecho. Su cabello caía en ondas salvajes por su espalda, algunos mechones pegándose a su frente sudorosa. Sus labios—esos labios que él había besado miles de veces—estaban hinchados e irritados, de un rojo tan intenso que parecían haber sido pintados con sangre fresca. Sus mejillas ardían con un rubor que se extendía por su cuello, una evidencia innegable de excitación que lo golpeó como una bofetada, evidencia innegable de lo que había estado sucediendo antes de su llegada.
Y Francia—maldito sea Francia—pegado a ella como una segunda piel, como un parásito que hubiera encontrado el huésped perfecto. Sus manos largas y elegantes, esas manos que firmaban tratados y movían ejércitos, ahora se curvaban posesivamente alrededor de la cintura de Portugal, los dedos hundiéndose en la tela hasta marcar la carne debajo. Su pierna se había insertado entre las de ella con una familiaridad obscena, separándolas lo suficiente para que España pudiera ver la forma en que el vestido se había subido peligrosamente por los muslos de Portugal, los labios pegados a la clavícula donde quedaban evidentes varias mordidas—rojas y húmedas y tan frescas que aún brillaban con su saliva, decorando la clavícula de Portugal como si Francia hubiera estado marcando territorio. Como la firma de una bestia satisfecha que acababa de reclamar su presa y quería que todo el mundo lo supiera.
—¿Pero qué demonios—?
Las palabras finalmente explotaron de su garganta como un grito ahogado, cargadas de una incredulidad tan profunda que dolía físicamente. Su voz se quebró en la última sílaba, transformándose en algo que sonaba más como el aullido de un animal herido que como una pregunta humana.
—Ahora no. —gruñó Francia sin molestarse siquiera en levantar la vista de donde estaba saboreando el cuello de Portugal, como si España fuera un sirviente impertinente que había interrumpido una cena importante. Su voz salió amortiguada contra la piel de ella, vibrando contra su garganta de una manera que la hizo estremecerse visiblemente.
Su voz era absoluta indiferencia, destilando un desprecio tan casual que era más insultante que cualquier grito. Habló como si España fuese una mera brisa en un día sin importancia, como si su presencia tuviera menos relevancia que el vuelo de una mosca. Y para enfatizar su punto, volvió a hundir sus labios en el cuello de Portugal con una lentitud deliberada, su lengua trazando patrones perezosos sobre las marcas que ya había dejado, ignorando completamente la interrupción, saboreando el estremecimiento que provocó en ella. Sus ojos azules se alzaron para encontrarse con los verdes de España, y sonrió con una crueldad calculada mientras volvía a morder el mismo lugar, más fuerte esta vez, provocando que Portugal ahogara un gemido.
—Mira bien, Antoine —murmuró Francia contra el oído de Portugal, pero lo suficientemente alto para que España lo escuchara—. Esto es lo que se ve cuando alguien sabe cómo tratar a una mujer.
Y para enfatizar su punto, Francia deslizó su mano por el muslo de Portugal, levantándolo y apretándola más contra él, enganchándola contra su erección asegurándose de que España pudiera ver cada detalle de la intimidad que estaba presenciando.
Portugal no podía hablar porque su garganta se había cerrado completamente, como si una mano invisible la estuviera estrangulando. El corazón le golpeaba en el pecho como un tambor de guerra tocado por un percusionista enloquecido, tan fuerte y errático que las pulsaciones le reventaban en las costillas y le hacían doler el estómago con náuseas. Su mente le gritaba órdenes contradictorias: empujarlo, cubrirse, huir, explicar, mentir, desaparecer. Pero su cuerpo la había traicionado completamente, cada músculo paralizado por una mezcla tóxica de vergüenza, terror y—lo más horrible de todo— excitación que aún pulsaba entre sus piernas como una acusación viviente.
No podía mover los labios porque estaban entumecidos, como si Francia hubiera drenado toda sensación de ellos junto con su dignidad. Su cuerpo temblaba con espasmos incontrolables que no venían del miedo—ojalá fuera tan simple—sino de una vergüenza cargada de deseo que la quemaba desde adentro, de un shock que la había dejado flotando fuera de su propio cuerpo, de una culpa tan insoportable que sentía como si estuviera siendo devorada viva por ella. Porque había gemido cuando él la había tocado. Había arqueado la espalda contra Francia como una gata en celo. Había abierto las piernas cuando él se las había separado con la suya. Y España lo había visto, cada segundo de su humillación y sabía perfectamente como se veía ante los ojos de él.
España sí se movió, y fue como si una represa hubiera estallado dentro de él. Dio un paso que hizo crujir el mármol bajo su bota, y con ese movimiento, su furia se derramó por la sala como una inundación de lava ardiente. Su poder, aunque disminuido por las derrotas recientes, aún era formidable cuando se alimentaba de una traición tan personal.
—¡Aléjate de ella!
El grito desgarró el aire como el rugido de un león herido.
Pero Francia no obedecía órdenes. Jamás las había obedecido, y menos de bocas que consideraba inferiores a la suya. Y en este momento, con su país en la cúspide del poder y él mismo irradiando esa energía embriagadora que solo poseían las naciones en su apogeo, España no era más que un perro ladrando a la luna.
La diferencia de estatus era tan abismal que casi daba risa.
Ni siquiera se dignó a mirarlo al principio, no retiró las manos de la cintura de Portugal—de hecho, las apretó más, sus dedos hundiéndose en la carne suave hasta dejar sus palmas presionadas y que sabía que se convertirían en moretones.
No la soltó ni un milímetro.
Cuando finalmente giró el rostro hacia España, lo hizo con una lentitud que era pura tortura psicológica, alzó una ceja rubia con la precisión de un maestro de esgrima ejecutando una estocada perfecta. Sonrió con un desprecio tan elegante y peligrosamente lento que cada segundo que tardaba en curvarse sus labios era como una gota de ácido cayendo sobre el orgullo de España.
—Si realmente quisieras protegerla... —Francia hizo una pausa deliberada, saboreando cada palabra como un vino añejo— nunca debiste aliarte conmigo, Antoine. —El nombre salió de sus labios como una caricia burlona, pronunciado con esa perfección francesa que hacía que incluso los insultos sonaran como poesía— No tenías que habérmela entregado en bandeja de oro, envuelta en lazos y con una tarjeta que decía "Profitez-en"
(Disfrútala)
Cada palabra fue una puñalada precisa en el orgullo de España.
—¡Maldito bastardo! —rugió España, la voz ronca de furia— ¡Ese no era el trato! ¡Se suponía que íbamos a compartir!
—¿Compartir? —Francia se rió, un sonido bajo y cruel que vibró contra el cuello de Portugal, como un ronroneo— Mon cher Antoine, ¿realmente creíste que me gusta compartir?
Fue suficiente para romper el último hilo de autocontrol que le quedaba a España.
España se lanzó sin pensar, como un toro embistiendo una capa roja, más instinto que estrategia. Gritó algo ininteligible, una mezcla de español arcaico y palabras que se desgarraron en su garganta antes de tomar forma. Lo empujó directo al pecho con ambas manos, volcando en ese ataque toda la fuerza que poseía—fuerza suficiente para derribar torres, para partir montañas, para hacer temblar la tierra misma.
Pero Francia apenas se movió.
Su cuerpo osciló hacia atrás como una estatua que acepta el viento sin romperse, como un roble centenario que ha resistido mil tormentas y sabe que ésta no será diferente. No hubo tensión visible en sus músculos perfectamente definidos, ni sombra de esfuerzo en su expresión aristocrática, ni siquiera una arruga microscópica en su camisa de seda italiana. El poder que lo recorría era tan absoluto, tan incontestable, que el ataque de España había sido como una gota de lluvia golpeando un acantilado. Sus ojos se entrecerraron apenas un instante, y la temperatura del salón descendió varios grados, como si el invierno hubiera decidido hacer una visita personal.
Y sonrió.
Una sonrisa que no tenía lugar en los salones de baile perfumados sino en los campos de batalla empapados de sangre, justo antes de que comenzara la carnicería sistemática. Una sonrisa temible que los generales veteranos conocían bien—la misma expresión exacta que había aterrorizado a Europa entera antes de sus victorias más devastadoras. Una sonrisa lenta y deliberada, como la de un felino gigantesco que ha estado jugando pacientemente con su presa durante horas y finalmente decide que ha llegado el momento de usar las garras. Hambrienta, como si la violencia fuera el único banquete que realmente lo satisfacía a nivel espiritual.
—Enfin. —susurró, con una mezcla de tedio y deleite que helaba la sangre, como un crítico de arte que finalmente encuentra una pieza digna de su atención—. Estaba empezando a aburrirme de tanta conversación civilizada.
Y entonces, con la casualidad de quien se quita una mota de polvo del hombro, soltó a Portugal y golpeó a España.
El puñetazo fue una obra maestra de violencia—una línea perfecta, seca, brutal que cortó el aire con un silbido apenas audible. Un derechazo que encontró el pómulo de España con la precisión de un relojero ajustando un mecanismo delicado. El sonido del hueso crujiendo resonó por todo el salón como el eco. Si España hubiera sido un simple mortal, ese golpe no solo lo habría matado—lo habría borrado de la existencia, separando su cabeza de sus hombros y enviando sus restos a decorar la pared opuesta. Pero España era una nación, inmortal y resistente, así que en lugar de morir simplemente voló.
El impacto lo lanzó por el aire como a un muñeco de trapo en manos de un niño caprichoso, atravesando el salón en una trayectoria perfecta que terminó cuando su cuerpo se estrelló contra el mármol pulido con un ruido sordo y definitivo. El suelo se agrietó bajo su peso como una telaraña, irradiando fisuras desde el punto de impacto. Una silla Luis XVI se volcó con estrépito al ser golpeada por su cuerpo, astillándose contra la pared, y trozos de piedra llovieron desde el techo por la vibración del impacto.
España cayó de costado, con un gruñido de dolor e irritación más que de agonía. Era el sonido de alguien que había sido golpeado fuerte, sí, pero que estaba más furioso por la humillación que realmente lastimado. Sus ojos verdes ardían con una rabia que se intensificaba en lugar de disminuir—como una bestia herida que se vuelve más peligrosa cuando la acorralan.
—¡Basta! ¡Parem com isso!
(¡Deténganse!)
Portugal se arrojó entre ambos, con el vestido deslizándose aún más por el movimiento brusco, colgando precariamente de un hombro y dejando que la tela se adhiriera a sus curvas de maneras que habrían sido escandalosas en cualquier otra circunstancia. Tenía las mejillas aún ardiendo de vergüenza y excitación residual, las marcas en el cuello encendidas como fuego líquido, los labios entreabiertos y húmedos, respirando entrecortadamente.
—¡España, não! —intentó frenarlo mientras él se incorporaba como un gladiador herido pero no vencido, tambaleante pero con la mandíbula apretada en determinación. La regeneración ya trabajaba en su sistema, cerrando las heridas superficiales con la eficiencia mecánica de la inmortalidad, pero el daño al orgullo tardaría mucho más en sanar. Sus puños ya estaban listos para volver al ataque, temblando de adrenalina y furia— ¡Não é o momento!
(España, no. No es el momento.)
—¡¿No es el momento?! —rugió España, y su voz se quebró no de dolor sino de indignación pura. La sangre le bajaba por la ceja en un hilo carmesí que se perdía en su barba, pero le daba un aspecto más salvaje que vulnerable— ¡¿Lo viste?! ¡¿Viste cómo te tenía?! ¡¿Cómo se toma libertades que no le corresponden?! ¡¿Cómo te marca como si tuviera derechos sobre ti?! ¡¿Cómo si fueras su ganado?!
Sus ojos se clavaron en las marcas semicirculares del cuello de Portugal con una posesividad furiosa que bordeaba lo obsesivo, como si cada mordida fuera una afrenta personal a su honor.
Portugal se estremeció bajo la intensidad de su mirada acusatoria, la vergüenza quemándole las mejillas como hierros. Sabía exactamente cómo se veía desde su perspectiva—deshecha, marcada, completamente comprometida con el enemigo que se suponía debería odiar por haberla invadido y conquistado.
—Antonio, por favor... —murmuró, pero su voz salió quebrada.
—¡No me vengas con súplicas ahora! —gruñó él— ¡Te ves exactamente como lo que pareces: una mujer que ha olvidado completamente su lugar y su honor!
Francia no se movió de su posición en el centro del salón, plantado allí como si fuera el eje invisible alrededor del cual giraba todo el universo conocido. Estaba de pie con una postura que habría hecho llorar de envidia pura a los maestros de baile más experimentados de Versalles, las botas brillando bajo la luz dorada de los candelabros como si cada reflejo fuera una pequeña estrella capturada. Ni una arruga microscópica manchaba su camisa de seda, ni una gota de sudor empañaba su frente, ni una respiración agitada alteraba el ritmo perfecto y controlado de su pecho. Incluso su cabello seguía perfectamente peinado, como si golpear a España no hubiera requerido más esfuerzo físico que aplastar una hormiga distraída.
Era como contemplar una estatua de mármol que hubiera cobrado vida solo para demostrar que la perfección era posible.
Su sonrisa, sin embargo, era peligrosa como una navaja recién afilada afilada en todos los bordes y prometiendo cortes profundos e infectados. Estaba claramente divertido más que furioso por la interrupción—no por el ataque en sí, que había sido patéticamente débil, sino por el simple hecho de que alguien se hubiera atrevido a interrumpir su diversión personal con protestas tan vulgares.
—Golpeas peor que Prusia. —su voz destilaba tanto desdén que las palabras parecían dejar rastros de hielo en el aire— Y ese imbécil al menos tiene excusas más decentes para su incompetencia.
España se lanzó otra vez, porque el orgullo herido era más fuerte que la lógica y más poderoso que el dolor. Su cuerpo ya había comenzado a regenerarse—las heridas superficiales cerrándose, la hinchazón reduciéndose—pero su furia solo crecía. Era como un toro que se vuelve más agresivo después del primer pase de la capa.
Pero esta vez Francia estaba esperándolo.
Como si hubiera anticipado cada movimiento desde antes de que España siquiera pensara en hacerlos, Francia giró sobre su propio eje con una gracia que habría sido hermosa si no hubiera sido tan letal. Lo tomó por el brazo en pleno vuelo—un agarre que España sintió hasta la médula de los huesos—y lo estrelló contra una columna de mármol con la misma facilidad con la que uno lanza una capa sobre un perchero después de una noche de lluvia.
El golpe fue sordo, seco, final. El mármol se agrietó formando una telaraña de fisuras que se extendió por toda la columna como las líneas de la palma de una mano gigantesca. España quedó sin aliento, jadeando contra el mármol frío que ahora tenía la forma de su espalda impresa en las grietas.
Francia apenas había exhalado. No había ni rastro de sudor en su frente marmórea.
—Para ser supuestamente mi aliado, —murmuró con la voz de alguien que está señalando un error menor en la decoración— desconoces completamente tu lugar, mon cher.
—Já chega! Basta! —gritó Portugal, y su voz resonó por todo el salón con una autoridad que sorprendió incluso a ella misma, como si hubiera encontrado reservas de fuerza que no sabía que poseía.
(Ya fue suficiente. Basta.)
Francia parpadeó lentamente, como un león que acaba de notar que hay una gacela parada frente a él. Sus ojos se clavaron en los de Portugal como si recién la estuviera viendo—realmente viendo, no como un objeto de deseo sino como una persona capaz de desafiarlo.
Un leve gesto de algo que podría haber sido incomodidad surcó su ceño, tan rápido que podría haberse imaginado. Duró apenas un segundo, pero Portugal lo vio. Por un momento, algo que podría haber sido respeto—o quizás simplemente sorpresa—cruzó por su expresión perfecta como una nube pasando frente al sol.
Y luego escupió con un desdén que cortaba como vidrio molido:
—Le estoy enseñando modales. A no irrumpir cuando no lo llaman. —Su sonrisa se ensanchó, mostrando dientes perfectos que parecían demasiado afilados para ser completamente humanos— Lecciones básicas de etiqueta para españoles mal educados y sin clase.
Sin embargo, soltó a España.
Lo dejó caer como si fuera un juguete que ya no le resultaba interesante.
Portugal se arrodilló junto a España, quien se deslizó por la columna hasta el suelo como un títere al que le hubieran cortado los hilos, dejando un rastro de sangre en el mármol blanco que parecía pintura fresca en un lienzo. Su respiración era laboriosa, sibilante, y se veía derrotado. Tenía la cara destrozada, el pómulo hinchado hasta deformar sus facciones, la ceja partida goteando sangre que se mezclaba con las lágrimas de frustración que se negaba a derramar. Los nudillos estaban raspados y sangrantes. Se veía derrotado físicamente, pero no quebrado—había una diferencia crucial.
La miró con esos ojos llenos de acusación, y su mirada descendió inevitablemente a las marcas en su cuello: semicirculares, rojizas, aún frescas como heridas abiertas. Como un collar invisible que proclamaba como una humillación grabada en su piel para que todo el mundo la viera y juzgara.
—¿Qué te hizo, Portugal? —su voz era apenas un susurro ronco, cargado de indignación— ¿Qué te hizo ese maldito hijo de perra francesa?
Sus ojos continuaban clavados en sus marcas con una posesividad furiosa que bordeaba lo obsesivo, como si cada mordida individual fuera una afrenta personal directa a su honor de hombre, a su derecho como ex-esposo, a todo lo que él representaba como nación orgullosa.
Ella bajó la mirada, incapaz de sostener la intensidad devastadora de sus ojos. La vergüenza le quemaba las mejillas como hierros al rojo vivo.
Pero no fue ella quien respondió.
—La marqué —dijo Francia, y cada palabra goteaba una satisfacción tan obscena que era casi tangible, como miel envenenada cayendo de sus labios— Como se marca lo que es propio. Como cuando plantas una bandera en territorio conquistado y todo el mundo sabe que ya no pueden tocarlo sin declarar la guerra.
Se acercó a ellos con pasos que resonaban como una sentencia de muerte, cada eco un recordatorio de su poder absoluto. Portugal pudo sentir su presencia como una sombra fría que se extendía sobre ambos, bloqueando la luz.
—Y qué bien te sientan esas hermosas marcas, ¿verdad, ma chérie? —añadió con una sonrisa cruel que prometía cosas infinitamente peores, su voz cargada de una satisfacción.
Portugal giró hacia él con una rabia que la sorprendió por su intensidad repentina, sus instintos de supervivencia finalmente sobreponiéndose al shock paralizante y la vergüenza asfixiante que la había mantenido inmóvil. Sus ojos turquesa eran fuego líquido, brillando con una furia incandescente, como si todos los años de diplomacia se hubieran evaporado. Le temblaban las manos visiblemente, pero no de miedo—temblaban de pura rabia.
Pero Francia no se alteró lo más mínimo ante su furia femenina. Si acaso, parecía encontrarla genuinamente entretenida o sexualmente excitante, como si fuera un espectáculo puesto especialmente para su diversión personal. Con el cabello apenas revuelto por la pelea, los labios aún húmedos del sabor de su piel y esa sonrisa infernal pintada en su rostro como una máscara de guerra... parecía salido directamente de una pintura bélica. Un dios de la guerra que acababa de reclamar su botín y posaba para que los artistas inmortalizaran su triunfo.
Portugal volvió la vista hacia España, sintiendo una punzada aguda e inesperada de algo—¿culpa genuina? ¿lástima sincera? ¿responsabilidad moral?—al contemplar el estado lamentable en que había quedado después del castigo.
—Tenemos que curarte —susurró, su voz temblando de emoción contenida, de culpa, de vergüenza.
España desvió la mirada, y en ese gesto tan pequeño, Portugal vio todo el peso de su orgullo destrozado.
—No me tienes que cuidar. —murmuró, y su voz sonaba como la de un hombre que se está ahogando— Deberías cuidarte a ti misma. Y preguntarte por qué carajo te estabas dejando manosear por el enemigo como una puta barata.
—¡Não seja estúpido! —replicó ella con una mezcla extraña de irritación y preocupación maternal que la sorprendió— ¡Estás sangrando por toda la alfombra persa!
(No seas estúpido.)
La preocupación genuina que vibraba en su voz hizo que algo profundo se moviera en el pecho magullado de España—esperanza frágil, tal vez. O tal vez solo el eco fantasmal y doloroso de lo que habían tenido una vez, en tiempos mejores.
Francia observaba el intercambio con ojos afilados como cuchillas, como quien presencia una tragedia menor en el teatro y se aburre esperando el acto final. Pero había algo más siniestro y peligroso en su expresión aristocrática: una irritación creciente y territorial ante cualquier demostración de intimidad residual entre ellos, como si cada palabra de preocupación mutua fuera una afrenta personal directa a su nueva posesión.
Su voz volvió a llenar el silencio, baja y peligrosa como el siseo de una serpiente antes de atacar:
—No merece ser curado. —cada palabra fue pronunciada con la precisión de un cirujano haciendo incisiones— No después de amenazarme. De alzarme la voz como si fuera uno de sus criados. Como si estuviera remotamente a mi altura, como si tuviera algún derecho a reclamar algo que ya no le pertenece.
—¡Eres peor que un criado! —escupió España desde el suelo, con sangre manchando sus labios como carmín barato— ¡Eres una sanguijuela que se alimenta de la miseria ajena!
El silencio que siguió a esas palabras fue tan absoluto y aterrador que incluso las llamas doradas de las velas parecieron contenerse, como si el mismo aire tuviera miedo de moverse.
—Olvidas tu lugar, Spagne.
España se las arregló para incorporarse parcialmente, apoyándose contra la columna agrietada, desafiante a pesar de las heridas que decoraban su rostro como medallas de guerra.
—Eres un maldito mentiroso sin honor —murmuró España, sus puños cerrándose hasta que los nudillos se pusieron blancos como huesos pulidos, la sangre goteando entre sus dedos.
—No, mon ami. —Francia lo miro completamente— Soy eficiente y realista. ¿Creíste realmente que te entregaría lo que más deseabas sin reclamar mi precio?
La sonrisa de Francia se volvió glacial, sus ojos azules brillaban con una luz antinatural.
—Tu precio... —España escupió las palabras como si fueran veneno concentrado— Era mi alianza militar. Mi lealtad. No esto.
Francis avanzó un solo paso, pero ese movimiento transformó completamente la atmósfera del salón.
—Encore un mot. —murmuró con una frialdad tan letal que las palabras parecieron cristalizarse en el aire, y su voz pareció venir de todas partes a la vez, como si el salón entero hubiera decidido hablar con su voz.
(Una palabra más.)
Portugal se interpuso entre ambos, y aunque temblaba como una hoja en una tormenta, se plantó allí con una determinación que desafió toda lógica. Su cuello se alzó en un gesto que había aprendido de siglos de diplomacia, y por un momento—a pesar del vestido desgarrado, a pesar de las marcas en su cuello, a pesar de todo—pareció una reina.
—Chega.
(Basta)
Francia entrecerró los ojos peligrosamente, convirtiendo sus facciones perfectas en algo que pertenecía más a una gárgola que a un hombre. La miró largamente, estudiándola como si fuera un rompecabezas que no podía resolver. Sus ojos recorrieron su rostro buscando signos de debilidad, de miedo, de sumisión—y no encontró ninguno.
Luego exhaló por la nariz, un sonido que podría haber sido diversión o irritación, y Portugal pudo ver que se estaba conteniendo por puro capricho, como un gato que decide no matar al ratón simplemente porque el juego aún no ha terminado.
No había cansancio en él. Ni sudor. Ni un solo hilo de fatiga. Era como una tormenta contenida en un frasco de cristal, lista para explotar y arrasar todo a su paso en cualquier momento que decidiera que había tenido suficiente paciencia.
—No me provoques, petite sirène. —La voz salió baja y peligrosa, íntima de una manera que hizo que Portugal se estremeciera hasta la médula de los huesos— Tú tampoco sabes con quién te estás metiendo. Puedo ser infinitamente más creativo en mis castigos cuando la víctima me interesa.
El aire entre ellos se cargó de una electricidad que era mitad amenaza, mitad promesa.
Y aún así, ella no retrocedió ni un milímetro.
Sus ojos turquesa se mantuvieron firmes en los azules de él.
—Esto no era lo que habíamos acordado, Francis. —dijo España su voz ronca pero cargada de una amargura. Cada palabra salía manchada con la sangre que goteaba de sus labios partidos.
—Esto es exactamente lo que habíamos acordado. —La sonrisa que acompañó esas palabras fue cruel y satisfecha.— Yo obtengo lo que quiero, cuando lo quiero, como lo quiero, y tú... bueno, tú obtienes una lección extremadamente valiosa sobre pensar dos veces tus tratados.
—Vete —susurró ella, la voz desgarrada por la vergüenza, la ira y la traición que la atravesaba como lanzas— Francis, por favor. Vete.
Cada palabra salió empapada de una súplica que odiaba tener que pronunciar.
Él la miró largo rato, como si estuviera memorizando cada detalle de su rostro—la forma en que sus labios temblaban al hablar, el desespero que hacía que sus ojos brillaran como cristales mojados. Sus ojos azules se suavizaron por un momento tan breve que podría haberse imaginado, como si por un segundo hubiera visto algo en ella que le recordara que una vez había sido humano.
Pero el momento pasó como una exhalación.
Luego, con una lentitud que rozaba la crueldad más refinada, giró sobre sus talones como un bailarín ejecutando una pirueta perfecta. Caminó hacia la puerta con pasos medidos y deliberados, cada eco de sus botas contra el mármol sonando como el compás de una marcha fúnebre. El sonido llenó el silencio como una sentencia de muerte pronunciada nota por nota.
En el umbral, se detuvo sin volverse, su silueta recortada contra la luz del pasillo como la sombra de un dios terrible.
—Haz que se limpie la cara —dijo con una frialdad que cortaba como hielo recién formado, su voz flotando sobre ellos como una bendición al revés— La sangre lo envejece. Y arruina la tapicería.
Y se fue.
Sin apurarse, como si tuviera todo el tiempo del mundo y supiera que nadie se atrevería a apresurarlo.
Sin un rasguño en su perfección, como si la violencia fuera algo que le sucedía a otras personas.
Sin mirar atrás, porque sabía que no había necesidad—su mensaje había sido entregado con la claridad de un decreto real.
Como si no hubiera sido una pelea, sino una sentencia pronunciada desde un trono invisible, una exhibición de dominio tan completa que no requería palabras adicionales. Una demostración de fuerza. Una advertencia: él podía hacer lo que quisiera, cuando quisiera, y no había poder en la tierra que pudiera detenerlo.