Prólogo
12 de septiembre de 2025, 14:21
En las noches más serenas de Montresor, cuando los vientos solares no enturbiaban el firmamento y el cielo parecía una cúpula de cristal, podía contemplarse el Etherium desplegando todo su esplendor. No hacía falta telescopio ni visor estelar; bastaba con subir a alguna de las colinas cercanas, donde la oscuridad se convertía en aliada y los astros hablaban por sí solos.
Aquella noche, las luces del pueblo brillaban suavemente a lo lejos, como luciérnagas. En lo alto del tejado de la vieja posada Benbow, que estaba al borde del acantilado, una reliquia de madera y metal remachados, tres siluetas permanecían inmóviles sobre las tejas oxidadas, observaban al cielo estrellado.
—¡Abuelo! ¿Cuál es esa constelación? —preguntó una niña de unos cinco años, de cabello castaño y ojos azules, como los anillos de hielo de Centauri VI.
—Esa de ahí es Orión, el cazador —respondió el anciano, con una sonrisa paciente. Su pelo, ya blanco, brillaba bajo la luz tenue de lo que parecía una luna, aunque en realidad era el puerto espacial de Montresor, suspendido como una joya en el cielo nocturno.
—¿Y hasta dónde has viajado por el Etherium? —preguntó el niño a su lado, algo más pequeño, con una mirada soñadora.
—No tan lejos como me habría gustado… —contestó el hombre con un dejo de nostalgia en la voz—. Pero llegué hasta la Nebulosa de la Laguna una vez. Un lugar precioso, colorido, con playas de infinitas y mares que reflejan las estrellas como si fuese un espejo.
—¿Es por eso por lo que me llamaste Nébula? —preguntó la niña con una sonrisa traviesa.
—Puede ser… o puede que tu madre se encariñara con ese nombre cuando lo escuchó por primera vez —rio el anciano con picardía.
—¿Y por qué me llamasteis Pléyades? —intervino el niño, ladeando la cabeza.
—Porque a vuestra abuela le encantaba esa constelación —explicó el abuelo, señalando un grupo de luces apenas perceptible—. ¿Ves esa pequeña formación allí, como un puñado de polvo de estrellas? Esas son las Pléyades. Se dice que Orión las persigue a través del cielo desde tiempos inmemoriales.
—Pero hay una que no brilla tanto… —murmuró el niño, frunciendo el ceño con atención.
—Sí, hay leyendas sobre eso. Historias sobre reinos y civilizaciones muy antiguas del Etherium. Algunos creen que es Mérope, o tal vez Electra… una de las hijas de Atlas. Se dice que su luz se apagó porque querían pasar desapercibidas. Mérope, como lo diría, tuvo un encuentro con un mortal, Sísifo, y avergonzada se dice que es por eso por lo que no brilla mucho, o podría ser Electra, por la caída de Troya, en símbolo de luto por sus descendientes. Aunque, si me preguntas, tal vez simplemente esté muriendo. Pero incluso las estrellas más hermosas se apagan algún día.
La niña guardó silencio por un momento. Luego, con resolución infantil, exclamó:
—Cuando sea mayor, quiero ser astrofísica como tú, abuelo. Quiero descubrir por qué brillan las estrellas… y por qué algunas dejan de hacerlo.
—¡Y yo seré un aventurero! —saltó el niño más pequeño—. Navegaré por TODO el Etherium y encontraré el tesoro de Flint. ¡Hasta llegar a la frontera exterior si hace falta!
El anciano rio con ternura y los rodeó a ambos con un abrazo cálido, como si pudiera protegerlos del universo entero solo con sus brazos. Pero el momento fue interrumpido por una voz firme que emergió de una ventana entreabierta.
—¡Abner Sirio Hawkins, baja ahora mismo! ¡Y vosotros dos también!
El viejo alzó la vista y sonrió.
—Perdóname, Sarah —dijo—. Ya bajamos.
—¡No quiero que se resfríen! Y, además, Elisabeth y Jim tienen clase mañana.
—¡Pero mamá! No tenemos sueño —protestó Elisabeth.
—El abuelo nos estaba contando historias —añadió Jim, con tono conciliador.
—¡Elisabeth Nébula Hawkins! ¡James Pléyades Hawkins! —reprendió su madre, con ese tono que no dejaba espacio a réplicas—. Ya sabéis que deberíais estar dormidos.
—Está bien, mamá… —suspiró Elisabeth—. Pero… ¿Podemos dormir juntos esta noche?
Sarah se quedó en silencio unos segundos. Luego asintió desde la ventana, visiblemente conmovida.
—Si me lo pedís con esos ojazos, solo si os acostáis de inmediato. Y mañana no quiero quejas al levantaros, ¿entendido?
—¡Sí! —gritaron ambos al unísono.
Mientras bajaban del tejado con cuidado, tomados de la mano, Abner se quedó unos segundos más mirando el cielo. Sus ojos se posaron en una estrella fugaz que cruzó el Etherium en silencio.
Quizás algún día ellos lleguen más lejos de lo que yo jamás soñé.