ID de la obra: 791

El Planeta del Tesoro: los lazos del Etherium

Het
PG-13
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planificada Midi, escritos 116 páginas, 43.509 palabras, 8 capítulos
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El principio del fin

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13 años más tarde… Se encontraba en una gran aula revestida de madera oscura y brillante, con columnas altas y ventanales que dejaban pasar una luz dorada. Estaba de pie, al frente, mientras un público expectante la observaba desde sus asientos en forma de anfiteatro.¡Excelente, señorita Hawkins! —exclamó el rector de la Universidad Estelar de Montresor, un hombre mayor con insignias doradas y traje elegante que le recordaba a los que suele llevar el doctor Doppler —. Su explicación sobre los agujeros negros ha sido clara y brillante. Díganos, por favor… ¿Cómo se forma uno? Elisabeth sonrió con seguridad. Era como si ya hubiese respondido esa pregunta muchas veces, incluso en sueños.Un agujero negro nace cuando una estrella muy grande muere —dijo, con voz firme—. Al final de su vida, ya no puede sostener su propio peso. Su energía se agota, y entonces… se colapsa hacia dentro, como si se doblara sobre sí misma. Todo lo que fue luz, se convierte en un pozo de gravedad del que ni la luz puede escapar. Hubo un breve silencio, luego murmullos. Pero el rostro del rector cambió, y su voz se volvió fría.Muy interesante… pero no creemos que sea suficiente para embarcarse en la próxima expedición de la universidad. El corazón de Elisabeth dio un vuelco. Abrió la boca para protestar, pero no logró emitir sonido. Intentó hablar, pero sus labios no respondían. Todo a su alrededor comenzó a desdibujarse: las voces se volvieron ecos lejanos. Y de pronto, el salón se desvaneció. Estaba en otra habitación, más cálida, más familiar. La vieja habitación de su abuelo en la posada Benbow. Olía a libros y a tabaco de pipa. Junto a la ventana, sentado en su sillón favorito, estaba él. Abner Sirio Hawkins. Su figura parecía más delgada, casi translúcida. Aun así, sus ojos seguían tan vivos como siempre. Elisabeth se acercó, queriendo escuchar su voz una vez más.Lizzie… —dijo él con ternura—. No dejes que Montresor sea tu cárcel. Sal de aquí. Persigue tus sueños. Encuentra tu voz en el Etherium. Lizzie despertó con un sobresalto. Estaba en su cama, empapada en sudor. Afuera, apenas comenzaba a clarear, y las luces del puerto espacial titilaban a lo lejos como estrellas. El eco de las palabras de su abuelo aún flotaba en su mente. Encuentra tu voz en el Etherium. Si fuera tan sencillo, pensó Elisabeth con amargura. Miró a su alrededor. Cerca de la ventana, unos pájaros revoloteaban sobre el oxidado tejado de la posada. Picoteaban, se perseguían, abrían los picos en lo que sin duda era un canto alegre. Pero ella no oía nada. Como siempre, desde hacía ya algunos años. Se llevó una mano al cuello, como si pudiera atrapar el recuerdo entre los dedos y borrarlo. Aquel día en que todo cambió, no solo para ella, sino para toda su familia. Al girarse, la puerta de su habitación se abrió despacio. Su madre entró en silencio, con una taza de vapor entre las manos, como siempre, le consentía demasiado, incluso siendo ya una adulta legalmente. Se fijó que estaba hablando, movía los labios como cada mañana. Por lo que alcanzó a leer, dijo: —Buenos días, Lizzie. ¿Has dormido bien? Elisabeth asintió con una sonrisa leve. Luego hizo un gesto con los dedos: más o menos. Extendió la mano para tomar la taza, que su madre le entregó con suavidad antes de sentarse a su lado en la cama, apoyando una mano sobre la suya. —Estabas murmurando algo en sueños —dijo Sarah, exagerando cada sílaba para que su hija pudiera leerla con claridad. Elisabeth desvió la mirada hacia su mesita de noche, donde reposaban sus audífonos. Sarah lo comprendió al instante. Elisabeth quería oírla, aunque fuera solo un poco. Quería sentir que esa conversación podía ser también suya, no solo leída en los labios. Desde el accidente, Elisabeth usaba el lenguaje de signos la mayor parte del tiempo. Solo hablaba con su madre, con Jim, y a veces —solo a veces— con sus mejores amigos. Le costaba medir el tono, la entonación, y sabía que más de una vez se habían burlado de ella por ello. Dolía. No por lo que decían, sino por cómo la hacían sentir: incompleta. Ajustándose los audífonos con cuidado, respiró hondo. Luego, con voz pausada y baja, midiendo cada palabra, dijo: —Esta vez… estaba en la universidad. Sarah la miró con tristeza. Esa herida no sanaba. Había pasado más de un año desde que Elisabeth, brillante y perfectamente capaz, decidió no presentarse a la Universidad Estelar de Montresor. Tenía miedo. Miedo de no ser tomada en serio, de que su discapacidad pesara más que su talento. Y también estaba Jim. Desde que su padre los dejó, Jim había cambiado. Se saltaba clases, se metía en líos, desafiaba todo lo que podía. La policía lo había detenido más de una vez. El inspector Doyle ya les había advertido: si reincidía antes de cumplir los dieciséis, terminaría en un correccional de menores. Elisabeth no podía permitirlo. Así que pospuso su futuro, dejó atrás los exámenes, y comenzó a ayudar en la posada. Con casi diecinueve años, compaginaba tres trabajos distintos. Limpiaba mesas, servía café, trabajaba de noche en el bar del pueblo. Todo para ayudar a su madre. Todo para pagar las multas de su hermano. Todo para sostener una casa que a veces parecía derrumbarse en silencio, igual que ella. Pero aquella noche había soñado con algo distinto. Con una versión de sí misma que aún creía que podía soñar con las estrellas, con el universo. Elisabeth acabó de beberse el café. Su madre sonrió. A pesar de todo —de lo que había perdido y de las responsabilidades que le habían caído antes de tiempo— su hija seguía siendo admirable. Fuerte. Responsable. Y, aun así, era capaz de sonreír. —Te espero abajo, cariño —dijo Sarah, dejando un beso ligero en su frente antes de salir de la habitación. Elisabeth le hizo una seña rápida con la mano antes de que cruzara la puerta: ¿Y Jim? Sarah se giró, ya desde el pasillo, y respondió con los labios bien marcados: —Tu hermano ha salido pronto para ir a clase. Parece que ahora sí se lo está tomando en serio. Lizzie sonrió. Dudaba que Jim hubiese ido directamente a clase —más probable era que estuviera probando su nueva modificación en la tabla solar detrás del hangar de carga—, pero eligió creer que estaba encarrilando su futuro. Se levantó despacio, sintiendo el frío en el suelo bajo sus pies. Fue directa a la ducha. El agua tibia resbaló por su piel, y por un momento, se permitió cerrar los ojos y dejarse llevar por la sensación. Allí dentro, en el silencio que ya formaba parte de ella, podía imaginar que el mundo aún no había empezado. Que era solo ella y su respiración. Y ese eco íntimo del agua contra el cuerpo. Al salir, se envolvió en una toalla mullida y se dirigió a la cómoda. Eligió un vestido sencillo, pero cómodo, color burdeos, con un delantal oscuro que ató con precisión casi automática. Luego se sentó en el borde de la cama y comenzó a trenzarse el cabello frente al espejo, como siempre hacía. Cuando terminó, levantó la vista. El reflejo que la observaba no era el que imaginaba de niña. De pequeña, se veía explorando mundos, en algún laboratorio u observando constelaciones desde una nave en tránsito. Se imaginaba estudiando las estrellas, no limpiando mesas. Ahora, con casi diecinueve años, veía en el espejo a una joven con los ojos ligeramente cansados, la mandíbula firme y los hombros un poco tensos. Una mujer que había dado más de lo que le correspondía a su edad. Y que, aun así, seguía soñando con escapar. Montresor.Su hogar, su ancla, su prisión. Sal de aquí, y persigue tus sueños, le había dicho su abuelo en el sueño. Lizzie cerró los ojos un segundo más, como si pudiera volver a verlo. A oírlo. Pero solo quedó el silencio. Respiró hondo, se alzó el cuello del delantal y salió de la habitación. Era hora de bajar a la posada. Hora de seguir cumpliendo con lo que el mundo esperaba de ella. Aunque no sabía que ese día no sería como los demás. Al bajar las escaleras de madera, Elisabeth fue recibida por el olor familiar de café recién hecho y pan tostado, mezclado con la fragancia cítrica de las limonzanas, esa fruta ácida y aromática tan típica de Montresor que encantaba a los viajeros. Sin perder tiempo, se dirigió al comedor. Aún estaba vacío, bañado por la luz suave de la mañana que se filtraba a través de los ventanales. Sin necesidad de hablar, comenzó su rutina de siempre: colocar manteles, alinear cubiertos, rellenar los dispensadores de especias y encender el pequeño calentador de la esquina. Movimientos automáticos, precisos, los de quien ha hecho esto cada día durante años. En la cocina abierta, Sarah terminaba de exprimir limonzanas, mientras vigilaba un guiso que burbujeaba lentamente en la gran olla de hierro colocada en el centro. Cuando acabó, comenzó a batir eclipses de luna para sus famosos esferoides glaseados, sin dejar de controlar la vieja cafetera que silbaba como una nave a punto de despegar. Sarah le lanzó una sonrisa desde la cocina. Elisabeth respondió con una inclinación breve de cabeza. Era una de esas rutinas en las que no hacía falta hablar para entenderse. —Tenemos todo reservado hoy —dijo su madre, vocalizando con claridad—. Vendrá, como siempre, la señora Dunwoody. Y… —hizo una pausa para girarse con cierta picardía— también vendrá Delbert. Ha pedido su mesa de siempre junto a la ventana. Elisabeth frunció el ceño sin poder evitarlo. —Lizzie —continuó Sarah, alzando una ceja—, no pongas esa cara. Sabes que no lo hace con mala intención. Solo quiere que retomes tus estudios. Sería tu mentor, igual que tu abuelo lo fue para él. Elisabeth asintió, aunque sin entusiasmo. No era ningún secreto que el doctor Delbert Doppler, quien era un amigo de la familia desde hace años, había estado visitando la posada más de lo habitual, siempre con el mismo objetivo: "hacerla entrar en razón". Decía que debía presentarse a los exámenes de acceso a la Universidad Estelar de Montresor. Era una de las mejores instituciones dedicadas al estudio de la astrofísica, la misma en la que su abuelo había estudiado y donde se había convertido en un miembro destacado de la facultad. Elisabeth sabía que, con sus calificaciones del instituto, aprobar no sería un obstáculo. Había sido la mejor alumna de su promoción, y los exámenes serían un mero trámite. Pero había dos sombras que pesaban sobre ella: ser la nieta de Abner Hawkins… y su sordera. El primero era un peso de expectativas. El segundo, una barrera invisible que nadie decía en voz alta, pero que ella sentía en cada mirada. Mientras colocaba la última taza en su sitio, se preguntó, como tantas veces, si era ella misma quien había cerrado la puerta… La campanilla de la puerta sonó con un tintineo agudo, anunciando la primera llegada del día. Elisabeth, que estaba colocando las servilletas en la mesa más cercana a la ventana, no necesitó mirar para saber quién era. Un aroma familiar a pergaminos viejos y tinta fresca, mezclado con la fragancia especiada de su colonia, la confirmó. —¡Elisabeth Hawkins! —exclamó el doctor Delbert Doppler al entrar, con su habitual energía atropellada. Vestía como siempre: chaleco un poco desordenado de color verde, corbata torcida a juego del mismo color y un abrigo largo de color burdeos del que sobresalían papeles y pergaminos. Bajo el brazo llevaba varios tomos bastante gruesos que parecía pesar más de lo recomendable. Elisabeth respiró hondo y lo recibió con una leve sonrisa. Alzó las manos y formó las señas: «Buenos días, doctor.» Doppler respondió, con señas algo torpes pero comprensibles. Desde el accidente, había hecho un esfuerzo admirable por aprender su lenguaje, aunque aún se notaba su nerviosismo al formar algunos gestos. «Buenos días, Lizzie. Mesa. Ventana. Como siempre.» Ella asintió y lo condujo hasta su lugar habitual. Doppler dejó el libro sobre la mesa con un golpe que levantó un pequeño suspiro de polvo. Luego, con una mezcla de señas y palabras vocalizadas, añadió: «Hoy traigo… algo especial. Mira.» Abrió el libro por una página llena de diagramas de órbitas y campos gravitacionales. Lizzie le dedicó una mirada paciente. Formó las señas con calma: «Doctor… no otra vez.» Doppler alzó las manos, casi suplicante. «Sí, otra vez. Tu talento es… como el de tu abuelo. Universidad Estelar. Debes intentarlo.» Sarah apareció desde la barra con la cafetera, sonriendo con paciencia. Vocalizó con claridad para que Elisabeth pudiera leer sus labios: —Delbert, deja respirar a la niña. — ¡Sarah, querida! ¡Buenos días! Recuerda que nuestra Lizzie ya no es ninguna niña. El doctor le lanzó una mirada casi indignada y volvió a dirigir sus señas a Lizzie, con un gesto que intentaba ser dramático: «Respirar. Sí… pero las estrellas… no esperan.» Elisabeth soltó una pequeña risa muda y colocó una taza limpia frente a él. Formó las señas con cierta ironía: «No soy mi abuelo.» Doppler la observó unos segundos, con esa mezcla de obstinación y afecto que solo él podía sostener. Finalmente, bajó un poco las manos, suspirando. «No. Pero tienes su misma chispa. Y eso… sería una tragedia que se quedara aquí.» Lizzie apartó la mirada, incómoda, y se ocupó de acomodar las mesas. La campanilla de la puerta volvió a sonar, anunciando a los primeros clientes del mediodía. Un par de comerciantes locales entraron, atraídos por el inconfundible aroma de los guisos y los esferoides glaseados que Sarah Hawkins preparaba. Lizzie se apresuró a recibirlos con una sonrisa cordial, acomodándolos en una mesa cercana. Mientras tomaba nota de su pedido, echó un vistazo de reojo hacia la ventana. Allí, sentado en su rincón habitual, el doctor Doppler hojeaba el periódico del día con gesto distraído. Siempre que venía, dejaba algo detrás. No eran solo sus palabras, sino esa semilla persistente que plantaba en su mente: la idea de que su lugar no estaba en esa posada. Lizzie sabía que él lo hacía con la mejor intención, pero no podía. No podía dejar a su madre sola con el negocio, menos aún con la creciente clientela. Y mucho menos cuando Jim se negaba a ayudar de manera constante. Con la bandeja en mano, se acercó a la ventana y dejó la mirada escapar por el cristal. Afuera, el cielo estaba encapotado, se anunciaba tormenta para esa tarde. Miró a los acantilados que los rodeaban, pensando que en algún lugar su hermano estaría surcando los cielos con tabla solar. Lizzie apretó los labios, deseando que Jim no se estuviera metiendo en otro problema. Mientras tanto, el benjamín de la familia, Jim Hawkins, ponía a prueba las últimas mejoras que había hecho a su tabla solar. No muy lejos del pueblo de Benbow, se encontraba en las afueras, más concretamente cerca de la vieja cantera, la misma que daba trabajo a la mayor parte de sus habitantes. El terreno, árido y plagado de riscos, no era el lugar más seguro para probar un vehículo modificado, pero para Jim era perfecto: lejos de miradas curiosas y, sobre todo, de inspectores con ganas de multarlo. Para él, montar su tabla y surcar el cielo era más que un pasatiempo. Era la única forma de liberarse. Cada impulso de energía bajo sus pies lo alejaba de la posada, del colegio, de sus responsabilidades… y también de esa vida en el que se sentía atrapado. Allí, surcando el cielo, sintiendo cómo el viento le daba en la cara, no había futuro incierto ni pasado doloroso. No existía el día en que su abuelo murió. Tampoco el día en que su padre decidió irse de Montresor, dejando atrás una familia. Apagó el motor y dejó que la tabla cayera en picado. Cerró los ojos por un instante, sintiendo la adrenalina, recorrerle las venas. Giró, trazando piruetas en el aire, cada vez más cerca del suelo. En el último momento, encendió el motor, desplegó la vela de la tabla y, con un impulso repentino, volvió a ganar altura. Entonces, aceleró a toda velocidad. Aceleró. El motor de plasma respondió con un rugido profundo, y la tabla se inclinó bruscamente, llevándolo directo a través de un área restringida de la cantera. La adrenalina le quemaba las venas. Allí, en medio del laberinto de maquinaria pesada, puso a prueba su destreza: esquivó tubos, sorteó grúas y zigzagueó entre vigas que parecían cerrar el paso. Con precisión milimétrica, se tumbó sobre la tabla para deslizarse por un estrecho hueco bajo uno de los enormes engranajes que transportaban minerales. Salió por el otro lado con el corazón desbocado y una sonrisa involuntaria. Se sentía invencible. La tabla giró en una curva cerrada sobre el borde de la cantera. El viento frío le azotó el rostro y, por un instante, sintió algo muy parecido a la felicidad. Pero la libertad, como siempre, duraba poco. Detrás de él, el zumbido metálico y las luces rojas de un par de patrullas de robocops rompieron el momento. Las alarmas comenzaron a resonar, exigiendo que detuviera el vehículo de inmediato. Jim maldijo por lo bajo. —Genial… —masculló con sarcasmo—. A mamá y a Liz les va a encantar. De vuelta en la posada, el ambiente era frenético. El comedor estaba lleno y tanto Elisabeth como Sarah se movían de mesa en mesa sin un segundo de respiro. En una esquina, la señora Dunwoody —una alienígena de un solo ojo y varios tentáculos— agitaba su copa pidiendo otra ronda de zumo de limonzana, incapaz de saciarse. En la mesa contigua, Sarah servía a una familia de alienígenas de la raza ranae: un plato humeante de esferoides glaseados, otro con un par de eclipses de luna, y un tazón rebosante de gusanolas zoralianas, que el más pequeño devoraba con un entusiasmo. Mientras tanto, Elisabeth atendía la mesa del doctor Doppler, que leía absorto uno de los tomos que había traído consigo. Había pedido su plato favorito: guiso alponiano con ración extra de semillas solares. Lizzie, haciendo señas rápidas, se disculpó por la demora, pero esa mañana era de locos; el doctor, le respondió con un gesto que no había problema. Ella regresó a su rutina, limpiando otra mesa, cuando un movimiento la hizo detenerse. De reojo, vio a una niña de la familia ranae acercarse con sigilo a la mesa del doctor justo en el momento en que este se disponía a dar el primer bocado. Lizzie tuvo que morderse el labio para no soltar una carcajada al ver cómo la pequeña, con una lengua larguísima y sorprendentemente ágil, le robaba la comida directamente de la cuchara. Doppler la miró, atónito, mientras la niña regresaba triunfante a su mesa. Lizzie se alejó rápidamente hacia la cocina sin perder el tiempo. En la cocina, comenzó a apilar platos y cubiertos sucios en el fregadero. El ruido constante de la sala se sentía amortiguado, casi lejano. Estaba sumergida en la tarea cuando le pareció escuchar una puerta abrirse de golpe y, a continuación, la voz de su madre gritando algo. Frunció el ceño. Aunque los audífonos le ayudaban, había sonidos que no lograba captar con nitidez. Y ese grito… no estaba segura si había sido de enfado, sorpresa o alarma. Se secó las manos apresuradamente y se asomó al comedor. Allí, en la puerta, estaba Jim… escoltado por un par de robocops. —Le hemos detenido conduciendo un vehículo solar en un área restringida —informó uno de los robots con voz metálica. —Infracción de tráfico 904, sección 15, epígrafe… —añadió el otro, quedándose en blanco un segundo. —Seis —le sopló Jim con descaro. —Gracias. —No hay de qué. —¡Jim! —Sarah alzó la voz, reprimiendo la tentación de llevárselo de la oreja. Elisabeth, apoyada en el marco de la cocina, observaba la escena con una mezcla de cansancio y tristeza. Otra vez. Otra multa. Otro problema que pagar. —Como sabe, señora, eso es una infracción de la libertad condicional —añadió el primer robocop con tono severo. Sarah palideció. Se acercó a los robots con pasos nerviosos, intentando mantener la compostura. Sabía que una infracción más podría significar que Jim acabara en el correccional de menores. Elisabeth intercambió una mirada con su madre; también estaba preocupada. Jim podía ser una cabra loca, pero la idea de que su hermano terminara tras un muro frío y gris le revolvía el estómago. —Sí, lo entiendo —dijo Sarah, intentando sonar tranquila—. ¿Pero podríamos…? —Disculpen —interrumpió una voz masculina. Todos giraron la cabeza. Era el doctor Doppler, que se levantaba de su mesa con gesto diplomático, ajustándose el chaleco. —Agentes, con permiso, escuchen… —continuó Doppler, acercándose con una calma cuidadosamente ensayada—. Soy un célebre astrofísico, el doctor Delbert Doppler. Me conocen, ¿verdad? Los dos robocops lo miraron en silencio, sin responder. —¿No? Bueno… este recorte… —dijo, rebuscando con torpeza en el bolsillo interior de su chaleco y sacando un trozo arrugado de periódico. —¿Usted es el padre? —preguntó uno de los robots, con un tono que dejaba claro que su paciencia se agotaba. —¿Qué? Por dios, no —respondió el doctor de inmediato, con gesto casi ofendido. —Santo cielo, no —añadió Sarah, entre divertida y nerviosa—. Es solo un viejo amigo de la familia. —¡Apártese, señor! —ordenaron los robocops al unísono cuando Doppler intentó acercarles el recorte. El doctor dio un salto atrás, alzando las manos en señal de paz. —Gracias, Delbert. Ya me hago cargo yo —dijo Sarah, con una sonrisa forzada. —De acuerdo, Sarah, como quieras… —musitó él, retirándose hacia su mesa con dignidad herida—. Pero no dejes volver a hacerlo. —Debido a las reiteradas violaciones de la ley 15 C, hemos incautado su vehículo —continuó uno de los robocops, girando la cabeza hacia Jim—. Un error más e irá de cabeza al correccional de menores. —El trullo —añadió el segundo. —El talego —continuó el primero. Sarah respiró hondo y, con una sonrisa tensa, respondió: —Gracias, agentes. No volverá a ocurrir. Los robocops soltaron a Jim, que se sacudió la chaqueta con gesto desafiante. En ese momento, Elisabeth cruzó el comedor y lo abrazó con fuerza. Jim, algo sorprendido, tardó un segundo en devolvérselo. —Conocemos bien a estos chavales —comentó uno de los robots, girándose hacia su compañero. —Insensatos —replicó el otro con voz metálica. —No tienen futuro —añadió el primero. —Fracasados —concluyó el segundo. Jim les lanzó una mirada cargada de rabia. —Hasta lueguito —se despidió el primero, con un tono casi burlón. —En marcha —ordenó el segundo. Ambos salieron sincronizados, y la puerta de la posada se cerró con un golpe seco detrás de ellos. El silencio que quedó fue denso. Sarah pasó una mano por la frente, Elisabeth aún tenía el ceño fruncido y Jim miraba al suelo, con los puños cerrados. Sarah, al percatarse de que estaban en silencio, se giró y vio que todos los clientes fueron espectadores de toda la escena. Al ver que la mujer los estaba viendo, enseguida se pusieron a comer o hacer otra cosa, disimulando lo cotillas que eran. Jim se separó de su hermana, este le lanzó una leva sonrisa. Quería muchísimo a su hermana, era de las pocas que lo defendía e intentaba animarlo con cosas nuevas para hacer y en verdad se sentía mal por pasar de ella. —Jim, ya estoy harta. —le dijo Sarah, enfadada. Jim no se atrevía a mirar a su madre en la cara, pues estaba muy avergonzado. Siempre la acababa defraudando. —¿Es que quieres acabar en el correccional? Jim le dio la espalda a Sarah y se fue a agarrar una bandeja para limpiar una mesa vacía. —Jim, mírame. —insistió su madre. —ya es bastante difícil mantener el negocio a flote sin tu ayuda, para que- —Mamá, no he hecho nada—le cortó Jim—Si no había nadie, pero es que la poli no se me despega de los- La mirada de reproche de Sarah fue suficiente para callarlo. —Es igual…—dijo finalmente Jim abatido y frustrado. —¡Señora Hawkins! Mi zumito—canturreó insistente la señora Dunwoody. Siempre tan oportuna. —Sí, ahora la atiendo señora Dunwoody—le contestó Sarah, quien estaba apurada por la situación. —Jim, eres muy joven. No quiero que tires por la borda todo tu futuro. —y se fue atenderla. —Menudo futuro—murmuró Jim, quien se fue a la cocina a dejar los platos sucios. Elisabeth lo siguió. Al entrar en la cocina, Elisabeth vio a su hermano tirar los restos de comida a la basura y dejar la pila llena de platos sucios. Jim apenas se giró, buscando la ventana que daba acceso al tejado. Su intención era evidente: desaparecer. —¡Jim! —lo llamó Lizzie, y su voz se quebró, saliéndole un gallo involuntario. Él se detuvo en seco y giró la cabeza. La vio, firme en la puerta, con los brazos cruzados. Elisabeth enseguida le hizo señas: «¿Qué ha pasado exactamente?» Claro, pensó Jim, ella no había podido escuchar bien a los robots y tampoco leer sus labios, ya que no tenían. O, simplemente, quería escuchar su versión. —He entrado en un área restringida de la cantera —respondió, vocalizando con cuidado, modulando las palabras para que pudiera entenderlo. Elisabeth frunció el ceño y sus manos se movieron rápidas: «¿Por qué lo has hecho, Jim? Debes tener cuidado.» «¡Ya lo sé, Lizzie!» Respondió él con señas, algo a la defensiva. Ella lo miró en silencio, con una tristeza que no necesitaba palabras. Ojalá su hermano se abriera más con ella, que compartiera lo que de verdad sentía. Aunque… una parte de sí misma reconocía que ella tampoco siempre compartía lo suyo. Lizzie respiró hondo y volvió a mover las manos: «Jim, ¿y si trabajas en un taller de reparación? Con tus habilidades seguro que te contratan como aprendiz.» Jim la observó. Su hermana siempre encontraba algo bueno en él, siempre luchaba por verlo como alguien que aún podía cambiar. Pero ¿valía la pena? ¿Ese era realmente el futuro que quería? No… él ya no veía un futuro para sí mismo. «Déjalo, Lizzie. Yo ya no tengo remedio.» Y con eso, se giró, empujó la ventana y desapareció hacia el tejado. —¡Jim! Espera… no… —dijo ella, pero ya era tarde. Se quedó unos segundos frente a la ventana abierta, sintiendo el aire frío entrar en la cocina. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía ayudarlo? A este paso, acabaría en el correccional. Volvió lentamente a la pila. El agua tibia corría sobre los platos, pero su mente estaba en otra parte. No podía irse, no podía dejar Montresor. Ni por su madre. Ni por Jim. Mientras fregaba, unas lágrimas silenciosas cayeron por sus mejillas, perdiéndose entre la espuma. La jornada transcurrió sin más incidentes en la posada hasta la hora del cierre de comidas. El negocio funcionaba mejor como restaurante que como hospedaje: casi nadie se quedaba a dormir. La mayoría, al ver el edificio, pensaban que era demasiado viejo y anticuado. Sin embargo, los lugareños sabían lo bien que cocinaba Sarah, y por eso casi siempre estaba lleno a la hora de comer. Pero Elisabeth sabía que un lugar como ese no podía sostenerse solo a base de menús y buenas intenciones. Por suerte, ese día no le tocaba turno en la cafetería al final del camino. Solo iba tres veces por semana a ayudar, más que nada porque su madre conocía a la dueña y cualquier ingreso extra servía. Allí su trabajo era sencillo: preparar café, limpiar mesas… y, sobre todo, no tener que hablar con la gente. Aunque ya la mayoría la conocía y, con paciencia, intentaban comunicarse con ella. Donde sí debía trabajar esa noche era en la taberna del pueblo. Casi todas las noches se pasaba allí, sirviendo copas y limpiando después del cierre. Era un lugar ruidoso, pero familiar: todos la conocían y la trataban bien… casi todos. Había excepciones, claro. Algún cliente que bebía más de la cuenta y confundía su silencio con sumisión. Pero Lizzie no era sumisa. Y los pocos que lo intentaban, pronto aprendían que tenía reflejos rápidos y un buen derechazo si intentaban sobrepasarse con ella. Lizzie aprovechó la calma para dejar la cocina impecable. Trabajó de arriba abajo, fregando las superficies, ordenando los utensilios y apilando los cubiertos recién lavados, mientras su madre se encargaba del salón, conversando de vez en cuando con el doctor Doppler. Sarah, aunque no lo admitiera, encontraba cierto alivio en esas charlas. Cuando terminó la limpieza, Lizzie subió a su habitación para cambiarse antes de salir hacia la taberna. Eligió una blusa blanca, amplia en los hombros, que caía con naturalidad, unos pantalones ceñidos y botas altas. No era un atuendo llamativo, pero tampoco descuidado: en la taberna uno no podía presentarse con cualquier cosa. Tenía que verse presentable, lo suficiente para encajar, pero también práctica para trabajar toda la noche. Se miró un instante en el espejo. No buscaba impresionar a nadie, pero sabía que, en ese ambiente, la apariencia podía marcar la diferencia entre pasar desapercibida o ser subestimada. Bajó las escaleras y se despidió de su madre y del doctor. Antes de cruzar la puerta, alcanzó a oír a Delbert decir con su tono habitual de preocupación: —No deberías dejar que Lizzie trabaje en una taberna llena de borrachos. Sarah suspiró. Al principio también había dudado, pero Elisabeth insistió… y más aún porque el sueldo era mucho mejor que en cualquier otro lugar. Al salir de la posada, Lizzie notó que el aire olía a lluvia. El cielo, cargado de nubes oscuras, amenazaba con estallar en cualquier momento. Se ajustó un abrigo largo con capucha, tomó un paraguas y echó a andar a paso ligero por el sendero que conducía al pueblo. Por costumbre, se giró para buscar con la mirada a su hermano. Lo vio, sentado junto al tejado, cabizbajo, lanzando piedras contra las tejas. Qué ironía, pensó. No podía entretenerse. Si se detenía, llegaría justa a la taberna. No sabía que esa sería la última vez que vería la posada. La última vez que cruzaría el umbral de su único hogar. No se percató de que, sobre las nubes, una nave descendía sin control, trazando un arco de humo y fuego. Su trayectoria apuntaba directo hacia uno de los hangares cercanos a la posada. En cuestión de minutos, ese accidente marcaría para siempre la vida de la familia Hawkins.
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