ID de la obra: 804

Hermanas

Het
G
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 39 páginas, 10.236 palabras, 5 capítulos
Descripción:
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Tener una hija como Kurumi, la moralidad deja de existir

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One-Shot: Tener una hija como Kurumi, la moralidad deja de existir La noche había caído hace ya horas, y el aire en la habitación se sentía espeso, cargado de una calidez húmeda que no era sólo por el verano. Las cortinas estaban apenas corridas, dejando entrar una luz tenue, casi tímida, que delineaba las siluetas sobre el futón arrugado. El leve aroma del incienso que ardía en la esquina del cuarto se mezclaba con el más denso de los cuerpos, el sudor, la piel viva. En la mesa baja, un par de copas vacías y la botella abierta de sake aún tibio eran los únicos testigos del inicio de lo que allí ocurría. El silencio del exterior contrastaba con el sonido constante —no estridente, pero inconfundible— de cuerpos que se buscaban sin tregua. Había un ritmo en todo: el roce de las sábanas que se resistían al movimiento, los jadeos entrecortados que rompían la oscuridad, el golpeteo húmedo y sincopado que marcaba la danza íntima de tres almas entregadas. La habitación, a esas horas, ya no era solo un espacio físico. Era un santuario, un rincón oculto del deseo donde el tiempo parecía desvanecerse, tragado por el vaivén incansable de la pasión. ────── ✦ ────── • La noche había terminado… pero no así el eco de lo que ocurrió en ella. Los rayos tenues del amanecer apenas atravesaban los paneles de papel del castillo. Todo estaba en silencio, salvo por una persistente vibración que seguía flotando en la memoria de los muros. Risas apagadas. Suspiros cortados. El golpeteo rítmico de un futón que, durante horas, había protestado bajo el peso de cuerpos inquietos. Todo eso había terminado. Y Sengo… simplemente estaba sentado. En la cornisa exterior del ala este, con las piernas cruzadas, el cuerpo desnudo cubierto apenas por un yukata suelto, el rostro completamente vacío de expresión. Un ojo rojo observaba el horizonte. El otro, oculto por el parche, seguía inerte como si deseara no recordar nada. Pensaba en el sake. En el somnífero que ya conocía demasiado bien. Y en la risa baja de su hija. Su hija. Kurumi. Ese nombre tenía peso. Un peso que arrastraba la moralidad hacia un abismo sin fondo. Sengo no suspiraba. No pestañeaba. Solo… existía. Entonces, los pasos suaves de alguien lo sacaron de ese limbo. “¿Papá?” Era Alicia. La niña, vestida aún con su pijama, se frotaba un ojo. Su cabello estaba alborotado. Había dormido sola, como siempre. Kurumi no estaba. Sengo no giró del todo, apenas ladeó la cabeza. “Buenos días.” Alicia bostezó. “¿No dormiste?” “Dormí… lo necesario.” Ella notó algo raro en el tono de su padre. Algo apagado, como si no quisiera hablar. “¿Está todo bien?” Sengo cerró el único ojo visible. No iba a mentir… pero tampoco a confesar. “Alicia. Escucha con atención.” La niña parpadeó. Su padre no solía hablarle así. “¿Sí?” Él abrió de nuevo su ojo y lo fijó en ella con una seriedad que helaba. “No pases tanto tiempo con Kurumi.” “¿Eh?” “Lo digo en serio. Busca a Shiro. O haz tus cosas sola. Pero no la sigas todo el tiempo.” Alicia frunció el ceño, confundida. “¿Por qué? ¿Kurumi-nee hizo algo?” Sengo bajó la mirada, observando su propia mano… la misma que había acariciado una oscuridad disfrazada de ternura. “Kurumi no es como tú. Ni como nadie. Tiene un mundo propio… y es mejor no entrar en él.” “¿Estás… enojado con ella?” Sengo negó con la cabeza. “No se trata de enojo. Se trata de salud mental.” Se puso de pie lentamente. “Kurumi no es una mala persona… Solo es… libre. Demasiado libre. Lo suficiente como para arrastrar todo a su paso. Y llevarte a un pozo sin fondo.” Alicia se quedó en silencio. Bajó la mirada. Sengo se giró por completo, caminando hacia dentro. Antes de cruzar el umbral, dejó una última frase caer como una sentencia. “Hay personas que no deben ser comprendidas. Solo evitadas.” Y con eso, el castillo volvió al silencio. Menos… el futón que aún no había sido recogido. ────── ✦ ────── • El murmullo del agua cayendo por la cascada era constante, como un susurro que arrullaba al bosque. El sol de media mañana se colaba entre los árboles altos, dejando manchas doradas sobre la superficie del río cristalino. Alicia y Shiro se encontraban sentadas en una roca grande y lisa, las cañas de pescar extendidas, las líneas quietas sobre el agua. No hablaban mucho. No hacía falta. Era una de esas tardes donde el silencio no era incómodo, sino reconfortante. Alicia movía los pies en el aire, tarareando una melodía sin letra. De vez en cuando lanzaba una mirada lateral a su hermana mayor. Shiro, como siempre, leía. El libro descansaba sobre sus rodillas, mientras su otra mano sujetaba la caña con calma inquebrantable. Vestía su uniforme militar blanco, adaptado perfectamente a su forma infantil. Era curioso —a pesar de lo elegante y sobrio del atuendo, Shiro parecía cómoda con él, incluso en medio del bosque. Pero Alicia no podía dejar de mirar. Una marca en el cuello. Justo por encima del cuello de la chaqueta, donde el uniforme no cubría del todo. Algo que parecía… ¿una mordida? “Shiro-nee…” preguntó Alicia de pronto. “¿Te duele?” Shiro no levantó la vista de su libro. “¿Qué cosa?” “Tu cuello. Tienes… marcas ahí.” Shiro pasó la página con total naturalidad. “Ah. Eso.” Silencio. Alicia esperó una explicación que no llegó. Se mordió el labio inferior. “¿Es de Kurumi-nee?” Shiro cerró el libro con calma. Finalmente, giró el rostro hacia ella. Su expresión era neutra, pero sus ojos, esos ojos que a veces no parecían de niña, la miraban con una gravedad que no coincidía con su cuerpo pequeño. “¿Papá te dijo algo?” “Un poco…” respondió Alicia con cautela. “Dijo que no debería pasar mucho tiempo con Kurumi-nee.” Shiro asintió, como si eso fuera lo más sensato que había oído en días. “Tiene razón.” “Pero… ¿por qué?” insistió Alicia. Su voz no era acusatoria, sino llena de esa curiosidad que solo los niños bien criados pueden expresar. Shiro volvió a mirar el agua. Su reflejo se distorsionaba con el movimiento del río. “Kurumi no conoce límites. A veces es adorable. A veces… demasiado intensa.” “¿Y eso?” Alicia señaló disimuladamente su cuello. “¿Fue algo de esa intensidad?” Shiro no respondió de inmediato. Dejó que la corriente llevara su anzuelo más lejos. “Es una muestra de la locura de Kurumi, que termina arrastrándote con ella.” “¿Te molesta?” Shiro inclinó la cabeza hacia un lado. “Ya no. Al principio, sí. Pero… aprendí a entenderla. Aunque eso implique dejar de entenderme a mí misma.” Alicia se quedó en silencio. Bajó la mirada a su caña de pescar, que no se movía en absoluto. “¿Voy a terminar como ustedes?” La pregunta salió como un susurro. Shiro la miró. Por un momento, el bosque se detuvo. Solo el agua seguía fluyendo. “No,” dijo Shiro, con voz suave. “Mientras nunca te acerques demasiado a Kurumi. No lo harás.” Alicia parpadeó, sin comprender del todo. “Entonces… ¿debería distanciarme de Kurumi-nee?” Shiro esbozó una sonrisa leve. No burlona. No triste. Simplemente… resignada. “Deberías.” Un pez tiró de su línea. Shiro lo pescó con precisión, sacándolo del agua de un tirón y dejándolo caer en la canasta de bambú sin emoción alguna. Alicia no pescó nada ese día. Pero se llevó algo más pesado: una semilla de duda que, con el tiempo, crecería. Porque la advertencia de su padre no se le borraría nunca. Y ahora, al ver a su hermana con marcas en la piel y ojos que no habitaba ver en ella, empezó a entender por qué. ────── ✦ ────── • El cielo estaba despejado, teñido de un azul pálido que solo se ve en las mañanas tranquilas del Valle Sagrado. Las nubes flotaban como suspiros, y una ligera brisa movía las hojas secas por el jardín de piedra. Entre los árboles meticulosamente podados, dos figuras pequeñas caminaban sin prisa. Sengo caminaba con las manos dentro de las mangas de su kimono oscuro, su parche negro cubriendo el ojo izquierdo y sus pequeños cuernos apenas visibles entre el cabello blanco desordenado. A su lado, Leticia caminaba descalza sobre las piedras calientes, su cabello rubio recogido en una trenza alta sujeta por un gran lazo negro. Ambos parecían niños, y sin embargo, los siglos se notaban en sus miradas. El lazo negro de Leticia no era un adorno. Era un sello. Uno que suprimía su verdadero poder y también su forma adulta. Era un pacto consigo misma, para no despertar lo que debía seguir dormido. Sengo, por su parte, había aceptado el camino de la [divinidad] en la facción budista. Su apariencia infantil no era por vanidad ni comodidad: era una estrategia. Reducía su presencia espiritual, disminuía su fuerza a la mitad y le permitía pasar desapercibido incluso para los seres más antiguos de Little Garden. En un mundo donde ser notado era una sentencia de muerte, la debilidad era una máscara poderosa. “Deberías llevarte a Alicia,” dijo Sengo sin rodeos, deteniéndose junto a un cerezo que aún no florecía. Leticia lo miró de reojo, sus ojos color rojo brillando suavemente bajo la luz solar. “¿Tan mal está la situación?” “Está Kurumi. Eso debería responder tu pregunta.” Leticia suspiró, cruzando los brazos. “Kurumi siempre fue... intensa. Pero no creí que llegarías al punto de querer separar a Alicia.” Sengo no respondió de inmediato. Se limitó a mirar el tronco del árbol, como si las grietas en la corteza tuvieran más sentido que el mundo a su alrededor. “Kurumi no tiene frenos,” dijo al fin, con voz baja. “Y peor aún, es inteligente. Sabe cuándo actuar. Sabe cuándo parecer inocente... y cuándo dejar que la locura hable por ella. Alicia no entiende eso. Y si pasa más tiempo con sus hermanas, especialmente con Kurumi...” Hizo una pausa, como si midiera el peso de las palabras. “Traerá consecuencias. Irreversibles.” Leticia asintió lentamente. Comprendía. Siempre lo había hecho. Había convivido con Kurumi. Había visto sus arranques, sus silencios, sus juegos mentales. La idea de que esa locura pudiera alcanzar a Alicia era inaceptable. “¿Ella sabe?” preguntó. “Sabe lo suficiente,” dijo Sengo, mirando el cielo sin expresión. “Le advertí. Pero... es joven. Quiere ver lo mejor en los demás.” “Como su madre,” musitó Leticia con una leve sonrisa melancólica. Sengo la miró por un instante, sin negar ni confirmar nada. “Tú puedes guiarla mejor que yo. Yo... ya no sirvo para eso.” Leticia frunció el ceño. “No digas eso. Alicia te adora.” “Y precisamente por eso debería alejarme.” El silencio los envolvió unos segundos más. Solo el murmullo del viento entre los árboles llenaba el espacio. “¿Cuánto tiempo podrás seguir así?” preguntó Leticia en voz baja. “Fingiendo ser débil. Fingiendo que todo está bajo control.” Sengo ladeó la cabeza, su ojo rojo sin emoción. “El tiempo suficiente para engañar al mundo. Hasta que Azi despierte. Hasta que todo vuelva a empezar.” Leticia bajó la mirada. “Cuando ese día llegue... Alicia no debería estar aquí.” “Entonces prepárala. Llévala lejos, si puedes. Aunque no sé si sea posible escapar del legado que le dimos.” Ambos niños permanecieron en silencio un momento más. Pero eran niños solo en forma. En sus ojos, cargaban milenios. Y aunque nada más se dijo, ambos sabían lo que estaba en juego. Porque cuando se tiene una hija como Kurumi… La moralidad deja de existir.
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