ID de la obra: 814

Provocarte Hasta Que Me Rompas (Hong-ki x Do-chul) Two-Shot Smut

Slash
NC-17
Finalizada
2
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
34 páginas, 15.334 palabras, 2 capítulos
Descripción:
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Un Estúpido Plan

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Las luces del Electric Dreams parpadeaban de forma constante y alternativa, manchando con sus colores blancos, rojos y, esporádicamente, azules, las paredes del club.  La marea de gente que se encontraba congregada era asfixiante y el espacio que quedaba libre para dirigirse de un lugar  a otro era casi inexistente. La euforia parecía extenderse sin ningún tipo de control en cada una de las personas que saltaban y bailaban dentro de la pista, haciendo que una fuerza desconocida les obligara a gritar a niveles exagerados. —¿En serio teníamos que venir aquí? —habló, o más bien, gritó Do-chul tratando de hacerse oír entre el enorme escándalo que les rodeaba.  Hong-ki esbozó una enorme sonrisa y se acercó un poco más; no demasiado, pero sí lo suficiente como para ser oído y lograr ponerle nervioso.  —La música y el ambiente son buenos —replicó juguetón, justo antes de separarse para continuar moviendo su cuerpo de forma rítmica con la música. Bajo la penumbra de las luces nadie podía hacerse plenamente consciente de lo que estaba haciendo, pero Do-chul, situado apenas a unos centímetros de él, lo sabía perfectamente.  Estaba haciendo justo lo que siempre conseguía ablandar su racionalidad. Seducirle.  Hong-ki se sacudía de forma fluida, como si cada fibra de su ser supiera cómo debía interpretar las notas de la canción, aquella que sonaba con golpes duros y constantes, marcando un ritmo perfecto para sus caderas que se balanceaban de forma sensual.  Todo su cuerpo serpenteaba, permitiendo que su pelvis chocara contra el aire en un golpe seco, solo para retroceder al instante con un pequeño círculo de su cintura y tomar impulso para golpear nuevamente hacia adelante. A la vista de aquellos movimientos, cualquiera podría pensar que estaba realizando un baile tremendamente “varonil”, cargado por la necesidad de atraer con sus demostraciones de habilidad sexual a la mujeres que lo rodeaban.  Pero Hong-ki ni siquiera era consciente de que existieran más personas que ellos dos.  Le estaba bailando a él, con el ansia de demostrarle una vez más como su cuerpo podría moverse sobre el suyo mientras ambos gemían y jadeaban, susurrándose al oído cosas que escandalizarían a todas las mentes cerradas y estúpidas que sabían que les vigilaban.  Do-chul suspiró, reprimiendo las inmensas ganas de agarrarle por la cintura y atraerle hacía él para atrapar sus labios en beso feroz que le castigara por arrastrarle de una forma tan sencilla hacia la locura y el descontrol de sus instintos, incluso haciéndole olvidar que se encontraba en un club de mala muerte y rodeado de gente.  Y, como si su pareja hubiera leído aquellas intenciones, ya fuera en sus ojos o en el temblor de sus manos traicioneras, pronto vio como Hong-ki comenzaba a girar sobre sí mismo, subiendo los brazos hacia el techo y sin detener en ningún momento los rítmicos balanceos de sus caderas, hasta que por fin le dio la espalda.  Los niveles de su provocación comenzaron a subir, en forma de un ligero cosquilleo, por las piernas de Do-chul hasta acariciarle la entrepierna.  Do-chul siempre había amado que Hong-ki se vistiera de la forma en la que él quería, porque había aprendido que, con cada prenda de ropa que elegía y usaba, construía una parte de su personalidad y, por ende, constituía una parte más que adorar con veneración.  Y ahora, no podía hacer otra cosa más que agradecer a todos los dioses que estuvieran implicados en la decisión de vestimenta de aquella noche, que incluía una camisa blanca de tirantes que dejaba al descubierto una buena parte de los hombros tonificados de Hong-ki, así como sus brazos fuertes y curtidos.  A través de la tela, Do-chul podía ver cómo la espalda se contraía justo en el punto en el que los omóplatos, tensos por la actividad de sus hombros estirados, apretaban los músculos y los hacía moverse de forma constante y perfecta bajo la piel.  Casi de forma natural, sus ojos bajaron poco a poco, recorriendo toda la columna vertebral de Hong-ki hasta que llegó a sus caderas, que continuaban meciéndose de la forma en la que lo habían hecho hasta el momento, aunque con un ligero matiz añadido: ahora, toda la fuerza realizada en el balanceo se dirigía, casi de forma imperceptible para quien no estuviera dentro de la burbuja en la que ambos se encontraban, hacia atrás.  Su espalda estaba más arqueada y sus nalgas, firmes y redondeadas, rebotaban bajo la mirada de Do-chul cuando en la tarea de, supuestamente tomar impulso, golpeaban con fuerza el aire que tenía tras él.  De nuevo, le estaba tentando. Quería obligar a su mente a navegar en los recuerdos de noches pasadas en las que aquel mismo cuerpo, libre de la tela que ahora le privaba de observar más, le había demostrado el movimiento exacto que experimentaban aquellas nalgas cuando eran apretadas por sus manos y chocaban contra su pelvis.  Casi sin que Do-chul fuera consciente de lo que estaba haciendo, Hong-ki comenzó a dar pasos hacia atrás, sin detener nunca los balanceos de sus caderas y uniendo al baile los movimientos de su cintura, que creaban semicírculos de un lado hacia otro y aumentaban la provocación. Porque eso era lo que estaba haciendo. Provocándole . Los pasos continuaron cerrando la distancia entre ellos, hipnotizándole con cada nuevo gesto que formaba su cuerpo.  Do-chul solo logró reaccionar cuando, de pronto, uno de los balanceos de aquellas caderas que le estaban volviendo loco, hizo que sus pieles llenas de tela se rozaran. Apenas un simple roce…, pero directo a la entrepierna de Do-chul, quien pudo sentir como toda la sangre de su cabeza le bajaba directamente hacia la polla. —Hong-ki, sabes que no… —dijo, colocando sus manos sobre los omóplatos de su pareja y empujándolo suavemente para que se apartara. Al instante, la posición del otro hombre se volvió más rígida y por unos segundos, que se sucedieron de una forma terriblemente lenta, se mantuvo quieto, tal y como si su mente aún no hubiera procesado el rechazo. Pasó muy poco tiempo, aunque fue suficiente para que Do-chul contuviera la respiración mientras los oídos se le llenaban con el latido de su corazón, hasta que Hong-ki bajó los brazos y se giró para enfrentarlo. Su rostro estaba visiblemente marcado por la decepción y la angustia, y, sin embargo, se esforzaba por esbozar una sonrisa en los labios. Una sonrisa que se presentaba rota y decadente. A Do-chul se le partió el corazón al ver aquel semblante en su pareja, pero sabía que él lo entendía. Corea no era un lugar en el que los homosexuales pudieran expresarse libremente. Y quizás nunca lo fuera. —¿Por qué no vas a por otra botella de soju? —le pidió Hong-ki, con voz coqueta, tendiéndole la botella ya vacía que sostenía con su mano derecha. Do-chul frunció el ceño; parecía evidente que el disgusto le había durado más bien poco. —Si lo haces —proclamó Hong-ki, manteniendo una sonrisa pícara en los labios, mientras se inclinaba un poco hacia adelante para bajar el tono de su voz—, esta noche te dejo follarme suave. Las arrugas entre las cejas de Do-chul se volvieron mucho más pronunciadas ante aquel comentario.  —¡Siempre lo hago suave! —protestó con indignación.  —Pero esta vez no me quejaré por ello —le contestó burlonamente Hong-ki, ampliando su sonrisa y volviendo a tenderle la botella vacía, ahora de forma mucho más pronunciada.  Do-chul cruzó sus brazos sobre el pecho, irguió la postura y apretó los labios; todo en su cuerpo gritaba el desagrado que aquellas últimas palabras le habían causado. Mantuvo su mirada fija hacia el frente, observando cada pequeño matiz en el rostro de su pareja, casi como si sus ojos buscaran hacerle entender cuanto le estaba molestando su comportamiento.  La sonrisa de Hong-ki poco a poco fue desapareciendo de su boca, pero no así la chispa de picardía y burla que brillaba justo en el centro de sus pupilas.  —Por favor —insistió, formando un puchero tembloroso con sus labios e inclinando levemente la cabeza hacia un lado. Parecía un pequeño cachorrito, triste y abandonado, que suplicaba por un poco de comida. —Eres un niño malcriado —protestó Do-chul, incapaz de hacer frente a aquella visión, justo antes de arrebatarle la botella.  Al instante, Hong-ki recuperó una enorme sonrisa llena de satisfacción. —Te espero aquí —le dijo, reanudando su baile, ahora con mucha menos intensidad.  Do-chul puso los ojos en blanco pero no dijo nada más. Simplemente, se dio la vuelta y se marchó en dirección a la barra. —Dos botellas de soju —le indicó al camarero al llegar.  Éste tan sólo asintió con la cabeza y se giró para buscar las bebidas, dejando a Do-chul sumido en sus pensamientos y rememorando en su mente los últimos minutos.  Se sentía mal por tener que actuar de aquella forma, pero era lo correcto.  Lo correcto…, para mantenerles a salvo.  Hong-ki sabía que, desde que se habían visto obligados a huir de Seúl y habían llegado a Incheon, Do-chul había preferido mantener un perfil bajo y casi escondido, con apariciones lo suficientemente reservadas como para asegurarse (ahora que apenas contaban con un par de meses residiendo en la ciudad) de que sus acreedores no les habían perseguido hasta allí.  Lo habían dejado todo atrás, todo aquello que conocían y que habían convertido en el centro de sus vidas desde que tenían uso de razón, para poder establecerse en un lugar juntos y empezar de nuevo.  Después de mucho buscar y tras largas noches durmiendo en las calles, habían encontrado un  apartamento en el distrito de Bupyeong, que ofrecía buenas oportunidades tanto de alquileres como en la continuación de sus intereses: Do-chul había entrado en un nuevo gimnasio y Hong-ki había logrado hacerse con un pequeño local desde el que vendía algunas piezas de ropa que conseguía de formas extrañas y de las que Do-chul ni siquiera había querido preguntar.  El establecimiento de ese pequeño local, que ahora se encargaba de pagar las facturas de la vivienda en la que ambos residían, se había convertido en la mayor fuente de ego para Hong-ki y de fastidio para Do-chul puesto que, el dinero con el que se había logrado adquirir provenía de una de aquellas apuestas en las carreras de caballos que tanto detestaba Do-chul.  Esa victoria, extraña y conveniente, había ofrecido la oportunidad a Hong-ki de mostrarse aún más insoportable que de costumbre, halagándose constantemente en su habilidad para discernir un buen caballo y permitiéndose soñar con que aquella suerte le acompañara en su nuevo negocio para que, “bajo su talento y destreza”, pronto lograra añadir a sus colecciones diseños propios,  Alguna vez, incluso, había hablado de sus diseños como la posibilidad de crear una marca de moda elogiada por toda Corea del Sur.  Do-chul estaba tremendamente orgulloso de lo que había logrado y de ver cómo, por fin, su ahora pareja, tenía unas aspiraciones que no le condujeran irremediablemente a ser perseguido de forma recurrente por acreedores furiosos y sedientos de extraerle hasta la última gota de sangre.  Y, sin embargo, parecía que aquella nueva faceta y vida no habían logrado arrancar a Hong-ki de su desconexión total con la realidad que le rodeaba. No parecía consciente de que en lugares públicos ellos no podían expresarse de la forma en la que lo hacían en la intimidad debido a su misma naturaleza: eran dos hombres.  No eran una pareja de un hombre y una mujer, y en la mente de la sociedad que habitaban, no era entendible ningún comportamiento romántico que se alejara de ese ámbito que unía el lado femenino con el masculino.  A ojos del resto de gente, ellos debían ser un secreto. Un débil susurro en la oscuridad y el rumor de lenguas cuyas palabras nadie cree o, de lo contrario, quizás se verían obligados a huir también de Incheon. Lo más lamentable de todo era que, de darse el caso, en aquella ocasión no sería un grupo de personas reclamando su dinero lo que les empujaría a irse, sino una turba enfurecida (que perfectamente podría estar compuesta por toda la ciudad) persiguiéndoles por cometer el gran pecado de amarse.  Pero aquella amenaza no parecía importar a Hong-ki, porque siempre le pedía más. Que le tomara de la mano mientras caminaban… Que le apretara contra las paredes de las discotecas y le besara con la misma pasión con la que lo hacían el resto de parejas…  O que gimiera más alto su nombre cuando follaban. —Son diez mil wones.  La voz del camarero, tan firme como amigable, le sacó repentinamente de sus pensamientos. De forma inmediata, metió la mano en el bolsillo de su pantalón de chándal negro y extrajo un pequeño fajo de billetes. Tomó dos, los colocó sobre la barra, de donde fueron tomados con habilidad por el camarero, y agarró las dos botellas ya destapadas de soju que se encontraban sobre la misma.  —Que disfrute —fue lo último que escuchó decir al camarero antes de darse la vuelta.  Al hacerlo, sus ojos inmediatamente recorrieron cada rincón en una búsqueda ansiosa por localizar Hong-ki. Sabía que no sería demasiado difícil, y eso sí debía agradecérselo a la extrovertida personalidad de su pareja.  De hecho, no pasaron siquiera un par de minutos hasta que sus ojos encontraron aquellos hombros que había desnudado en tantas ocasiones y que ahora resplandecían libres y hermosos con las luces del ambiente.  Sin embargo, su instinto logró ver algo más: a unos pocos metros de distancia de Hong-ki había un hombre.  Parecía joven (Do-chul no le calculó más de treinta años), y todo en su postura indicaba el ansia que sentía de vivir cada uno de los segundos que aquella juventud le ofrecía. Movía su cuerpo de forma exagerada, sin importarle ni lo más mínimo el seguir el ritmo que, muy claramente, marcaba la música.  Y, lo que más le estaba molestando a Do-chul: no apartaba la vista de Hong-ki.  Cualquiera podría pensar que simplemente estaba observando con interés el llamativo baile que aquel hombre estaba ofreciendo a la pista y a todos los que le rodeaban…, pero Do-chul sabía que no era así.  La forma en la que estaba mirando a Hong-ki era fulminante y directa, casi depredadora y con hambre, como si fuera un león a punto de abalanzarse sobre un pedazo de carne, jugoso y tierno. Sus movimientos bien podrían parecer los de una persona normal que tan solo busca divertirse como lo hacen todos aquellos jóvenes de su edad.  Tal y como lo hacía Hong-ki y, supuestamente debería, Do-chul.  Pero había un deje muy diferente en su baile como para engañar a la visión fulminante de Do-chul, que le escaneaba de arriba a abajo mientras su mente se llenaba de pensamientos violentos e incontrolables.  Aquel hombre retorcía su cuerpo de formas demasiado antinaturales como para ser justificadas en el seguimiento de la canción que ahora sonaba y cuyo ritmo no encajaba ni de lejos con el que él estaba siguiendo.  Era evidente que sus oídos no estaban prestando atención a lo que ocurría a su alrededor y, Do-chul entendió que todos los esfuerzos de sus instintos básicos estaban puestos en su verdadero objetivo: seguir devorando con la mirada a Hong-ki.  Aunque, claro, Do-chul sabía que terminaría por no conformarse con ello. Bajo su ardiente mirada, pudo observar cómo aquel hombre comenzaba a golpear con más fuerza sus caderas hacia adelante, de forma que pudiera aprovechar la inercia de los choques para avanzar poco a poco y, con ello, ir logrando cerrar la distancia entre Hong-ki y él.  De inmediato, Do-chul reanudó el paso, acercándose con una velocidad ansiosa y nerviosa. Sus ojos se clavaron en el cuerpo danzante de su pareja, que parecía completamente ajeno a la carrera que ambos hombres estaban emprendiendo en su dirección, aunque solo uno de ellos era plenamente consciente de aquella “competición”.  Do-chul podía sentir sus hombros tensándose contra la tela de su camisa que, a pesar de no encontrarse con ningún botón abrochado, parecía encontrarse terriblemente apretada contra su carne.  Sus dedos se aferraban al cristal de las botellas que aún tenía entre sus manos, no tanto en el afán de sostenerlas, sino como un catalizador de una fuerza que sabía que debía reprimir para que no le incendiara el alma.  No tenía porqué estar nervioso, a fin de cuentas, confiaba plenamente en Hong-ki. Ambos habían dejado muy claro la exclusividad de su relación, y conocía demasiado bien a su pareja como para saber que si eso no era lo que quería se lo habría dicho desde el primer momento.  Hong-ki podía ser un perfecto imbécil y un mentiroso compulsivo… Pero no con él… O, más bien, no con ese tema. Y, menos aún, sabiendo todo lo que ya le había demostrado Do-chul que significaba para él como pareja.  Entonces, ¿por qué no podía apartar aquellas escenas de su mente? Esas escenas en las que de un puñetazo enviaba al hombre que tan rápida y sensualmente se acercaba a su pareja hacia el suelo solo para que, una vez allí, los golpes siguieran sucediéndose sin control.  Imágenes en las que sus nudillos terminaban llenos de la sangre de aquel idiota que se creía capaz de si quiera intentar arrebatarle al hombre por el que había huido sin importarle lo más mínimo que fuera lo que dejaba atrás.  Pretendía arrebatarle al hombre por el que había comprendido que nada de lo que abandonara en Seúl importaba porque, desde que lo tenía a él, le había hecho sentir que lo tenía todo.  Aquellos pensamientos tan sólo acentuaron el hervor de su sangre y parecieron impulsarla directamente hacia sus puños, como si todo su cuerpo estuviera decidido a formar en la realidad lo que su mente estaba creando.  «No soy un jodido animal», pensó Do-chul mientras apretaba los dientes, con tanta fuerza que parecían a punto de reventar en su boca, y seguía su camino.  Para su desgracia, el otro hombre llegó antes que él y no tardó ni un segundo en tratar de entablar una conversación con Hong-ki, quien se encontraba dándole la espalda:  —Bailas bien —le dijo coquetamente, mientras se acercaba peligrosamente a su cuerpo. Esas dos palabras partieron definitivamente los pocos restos de cordura y serenidad que quedaban dentro de la cabeza de Do-chul.  La ira explotó en sus venas mientras sus ojos engullían a cámara lenta cada uno de los movimientos de ese hombre, que muy pronto se convertiría en su víctima.  El mundo parecía haberse quedado en silencio, y lo único que llegaba a los oídos de Do-chul era el ritmo anormalmente acelerado de su corazón, que casi parecía tratar de emular un tambor marcando el ritmo previo a la guerra, y que se entremezclaba con la suave respiración del otro hombre.  Una respiración que parecía demasiado tranquila para sus nervios acelerados y crispados, que entendían aquella calma casi como una burla hacia los celos que le estaban consumiendo y le retaban a acabar con el pulso que vibraba bajo la piel.  Maldita sea, se suponía que como boxeador había aprendido a controlar sus emociones y usar sus golpes de forma calculada y limpia…, pero ahí estaba de nuevo Hong-ki, demostrándole como de equivocado estaba en todo lo que siempre había confiado como una certeza.  Ahora no había vuelta atrás.  Do-chul, ya irremediablemente embriagado por una furia que parecía incontrolable, dejó que su cuerpo se moviera sin las ataduras propias de la racionalidad y, de inmediato, pudo sentir como todos sus músculos se tensaban, dispuestos para la inminente pelea… Pero todo se detuvo de un momento a otro con la misma facilidad con la que había empezado.  Aún sin percatarse de la tensión que flotaba a su alrededor, Hong-ki se dio la vuelta para enfrentar las palabras que le habían sido dirigidas. La suave sonrisa que adornaba casi de forma permanente aquellos labios que hacían soñar a Do-chul le recibieron, apagando con su calidez y dulzura todo el fuego que le había corroído las entrañas tan solo unos instantes atrás.  Los ojos de Hong-ki se movieron con curiosidad y picardía de un lado a otro, saltando entre los dos hombres que lo flanqueaban, hasta que (para el alivio y orgullo de su pareja) se quedaron fijos sobre la figura de Do-chul.   —¿Por qué has tardado tanto? —le reprendió, formando un puchero con sus labios.  Su gesto provocó en respuesta una amplia sonrisa en el rostro de Do-chul quien se movió con rapidez para situarse a su lado y le tendió una de las botellas de soju mientras miraba de reojo al hombre al que sentía que había derrotado. Deseaba con todas sus fuerzas beber de la imagen decepcionada y avergonzada del hombre al que, desde hacía apenas un par de minutos, había aprendido a despreciar profundamente justo antes de que éste se marchara de vuelta al pozo de soledad y podredumbre del que había salido.  Sin embargo, y para su enorme disgusto, no fue aquello lo que se encontró: continuaba mirándoles con la misma picardía y el interés que había expresado mientras se acercaba a Hong-ki.  Desde aquella reducida distancia, Do-chul casi pudo asegurar que sus primeras impresiones sobre la edad estimada de aquel hombre eran acertadas. Quizás, el hecho de que no tuviera ni un solo pelo en su mandíbula o sobre la boca contribuía a darle un aire más juvenil, así como también podían hacerlo los ceñidos pantalones negros que llevaba o la apretada camisa, cuyos primeros tres botones estaban desabrochados para dejar relucir parte de su pecho y las clavículas, que le cubría parte del torso.  —Me llamo Seok Hyung-sik —dijo, marcando en su tono de voz la más descarada coquetería—. ¿Y tú? Su mirada se encontraba clavada en Hong-ki y sus palabras claramente dejaban fuera de su interés a Do-chul.  —¿Por qué te interesa saberlo? —respondió Hong-ki, girando su cabeza para mirarlo al tiempo que esbozaba una media sonrisa.  —Me ha gustado como bailas —respondió a su vez Hyung-sik. Luego, se mordió el labio inferior con picardía y dio un par de pasos hacia adelante para cerrar aún más la distancia entre ellos—. Tal vez podrías enseñarme alguno de tus pasos favoritos… —Lo siento —intervino Do-chul, dando un pequeño paso hacia adelante para interponerse en su camino—, eso ya lo estaba haciendo conmigo.  Los ojos de Hyung-sik conectaron con los suyos y Do-chul habría podido jurar que parecían tan confundidos con su presencia como lo habría estado cualquiera al ver aparecer un espectro de la nada. Sin embargo, aquella confusión inicial fue rápidamente remplazada por un brillo cargado de desafío y prepotencia.  —¿Y tú eres…? —preguntó, alzando una ceja con un marcado desprecio.  —El que te va a enseñar porque no es buena idea meterse con un boxeador como no te largues ahora mismo —respondió con los dientes apretados Do-chul.  Sin darse cuenta, había cerrado por completo la distancia entre ellos dos y ahora sus frentes y narices se encontraban conectadas.  —¿No te gusta que se metan con tu perra, boxeador? —cuestionó burlonamente Hyung-sik, mientras tensaba más el cuello para apretar más la posición en la que se encontraban—. ¿Tienes miedo de qué yo haga que se lo pase mejor? La pólvora se prendió en cada nervio de Do-chul, haciendo que la explosiva sensación de la adrenalina fuera fluyendo con una rapidez vertiginosa por todas sus venas. Cada músculo de su cuerpo se tensó y, de un momento a otro, cualquier atisbo de racionalidad se desintegró dentro de su cerebro.  Sin pensarlo dos veces, se apartó de forma repentina del empuje que ambos estaban ejerciendo con sus cabezas, logrando con ello tomar por sorpresa a Hyung-sik y desestabilizándolo.  «No soy un jodido animal», quiso recordarle su mente, pero fue en vano.  Su puño ya estaba alzado y dispuesto a cargar con la ferocidad de un león salvaje contra la cara del hombre que había osado llamar a su pareja…, a su Hong-ki, “perra”.  No había nada ni nadie capaz de pararle ahora que se encontraba influenciado por la venenosa mezcla de los celos y la furia… O casi. —No lo hagas, por favor —le suplicó una voz angelical, demasiado hermosa y delicada como para que Do-chul considerara adecuada su presencia entre el cúmulo de violencia y sangre que estaba fluyendo a torrentes por su mente.  Frenó por completo el movimiento de su cuerpo y su respiración se cortó de golpe. Todo parecía haberse congelado. Instintivamente, sus ojos buscaron la fuente de aquella voz que le había interrumpido.  Ahora que su cuerpo parecía haber vuelto a la realidad, tras disipar la neblina de fuego y humo que la ira había construido en los más hondo de entrañas hasta hacerlas hervir, pudo sentir unos dedos aferrándose a la altura de sus clavículas y acompañando a unas palmas que le instaban a detener cualquier intento de avanzar.  Sus ojos rápidamente encontraron el rostro lleno de temor e inquietud de Hong-ki, que se encontraba justo entre sus cuerpo y el de Hyung-sik.   —No lo hagas —repitió, con la angustia marcando claramente cada una de sus palabras.  Do-chul pudo notar como la culpa se asentaba en su pulmones, apretándolos con fuerza para dejarle sin aliento. Sus dientes se encontraban apretados, conteniendo aún parte de la rabia que envolvía su corazón, pero podía notar que su expresión facial había cambiado por completo: ahora, sentía como sus rasgos no eran capaces de evidenciar más que la necesidad de justificarse… De no ser percibido por el hombre al que adoraba como un bruto y un simple animal, incapaz de controlar sus impulsos.  Como alguien peligroso. —Pero él… —trató de defenderse, apartando la vista para volver a observar el rostro de Hyung-sik.  Aquello fue un error.  En cuanto sus miradas volvieron a encontrarse, Do-chul volvió a descubrir la arrogancia que flotaba en aquellos ojos, casi como si la hubiera registrado de forma permanente en el brillo de sus pupilas.  No se arrepentía de nada de lo que había dicho, aun viendo cómo de cerca había estado de agredirlo físicamente. Nada en su semblante o postura parecía indicar que comprendiera la magnitud de la imprudencia que había cometido al atreverse a desafiarlo de aquella forma y, peor aún, de atacar mezquinamente al hombre que significaba la vida para él.  O, más bien, no le importaba lo más mínimo.  Ese pensamiento volvió a avivar la llamas del descontrol en los músculos de Do-chul, que pudo sentir como sus piernas, que hasta entonces había notado paralizadas, casi como si la mirada de Hong-ki las hubiera convertido en piedra para frenar su avance, volvían a sentirse ligeras y hábiles, como instándole a reanudar el ataque frustrado.  —¡Ven aquí hijo de…! —escupió con rabia, permitiendo a su cuerpo moverse de nuevo hacia adelante.  —¡Por favor, Do-chul! —gritó con terror Hong-ki, empujándole con más fuerza hacia atrás—. ¡No importa lo que ha dicho! ¡No me importa! De nuevo, todo se detuvo.  La respiración de Do-chul agitaba sus pulmones con fuerza, como si pretendiera incendiarlos con el roce de sus costillas. Su mirada se mantenía fija en Hyung-sik, quien se había quedado quieto en su lugar y observaba con una cierta diversión provocativa la escena.  —¡Por favor, por favor, Do-chul! —continuaba suplicando desesperadamente Hong-ki—. ¡Basta, por favor! Sus manos se habían deslizado desde las clavículas y el pecho para permitir que sus dedos se aferraran a las solapas de su colorida camisa abierta, enredándose en la tela con una crispación desgarradora.  Era tal la angustia y el dolor que emanaban sus palabras que, de un momento a  otro, Do-chul pudo ver como los muros que su mente, ennegrecida por la furia, había construido sobre sus tímpanos en un intento por aislarle de todo aquello que, una vez más, pudiera alejarle de cumplir con sus instintos más salvajes y violentos, se derrumbaban de forma devastadora. Estaba tratando de proteger a Hong-ki, y no le atormentaba la idea de ejercer la violencia para lograrlo. A fin de cuentas, no sería la primera vez que uno de sus golpes lograba hacer que una nariz se rompiera o que un labio partido le cubriera los nudillos con finos hilos de saliva y sangre. Pero no quería que Hong-ki le tuviera miedo.  Odiaría la sensación de que su pareja temiera a su fuerza por creer que algún día pudiera dirigirla contra su cuerpo. Aquellos pensamientos, acompañados por las continuas súplicas que Hong-ki aún seguía vertiendo sobre oídos contribuyeron a apagar, con la facilidad de un soplido, todo el fuego que bullía en sus entrañas. Sus músculos se relajaron, permitiendo que Hong-ki le alejara poco a poco de la escena, pero no a si su mirada, que seguía examinando a Hyung-ski. —¡Nos vemos pronto, boxeador! —le oyó gritar en la lejanía. —¡No le escuches, Do-chul! —chilló a su vez Hong-ki, anticipando un nuevo ataque de rabia. La mente de Dochul se convirtió en un completo desastre. La ira que había llenado todo su cuerpo y había impulsado a la adrenalina a explotar en sus venas poco a poco se fue disipando de su cuerpo, dejándole solo ante la fría y dura visión de Hong-ki, que se encontraba al borde de la histeria.  Su cuerpo continuaba moviéndose hacia atrás, empujada por los esfuerzos de su pareja que casi parecía arrastrar su cuerpo inerte y desconectado, mientras su cerebro navegaba en el mar de culpa que comenzaba a crearse dentro de su cráneo.  De pronto, pudo sentir como una superficie, lisa y dura, impactaba directamente contra su espalda, haciéndole rebotar sobre sí mismo. El movimiento no había sido brusco ni fuerte, pero logró devolverle la consciencia de una forma abrumadora.  La música y el murmullo incesante de las conversaciones volvieron a golpearle los oídos, como un recuerdo del lugar, marcado por la diversión y el desenfreno, en el que se encontraba.  Volvió a enfocar la vista. Frente a él,  encontró a Hong-ki que mantenía su agarre en las solapas de su camisa, los dientes apretados reluciendo dentro de su boca como si fuera su arma para controlar la angustia, y los antebrazos pegados al cuerpo de Do-chul para afianzar su aprisionamiento contra la pared.  —¿¡En qué estabas pensando!? —chillo con frustración.  Su voz sonó como un jadeo, demasiado cansado y desgarrado como para impactar con la fuerza que requerían aquellas palabras. Y, sin embargo, lograron impactar con una ferocidad salvaje en el maltrecho corazón de Do-chul.  —Lo siento, Hong-ki… —susurró con abatimiento. Sus manos, temblorosas e inseguras bajo la influencia de los restos adrenalina que aún fluían por sus venas , se alzaron de un forma lenta y suave, evitando a toda costa ser demasiado brusco en sus movimientos—. No quería asustarte… Al fin, logró colocar sus dedos justo por encima de las mejillas de Hong-ki. Sus miradas se conectaron al mismo tiempo que aquel gesto derivaba en suaves caricias sobre la piel.  Una sincera tiernamente ofrecida.  —No vine a esta ciudad para permitir que alguien  te insulte, Hong-ki… —susurró con delicadeza Do-chul. —¡Te podían haber hecho daño! —Lo sé… —¡No eres una jodida piedra, Do-chul! —gritó Hong-ki, tirando de forma continua de las solapas de su camisa solo para, segundos después, volver a sacudirla hacia su cuerpo.  Bajo sus tirones, la tela crujía de forma ahogada, como si quisiera suplicar a su dueño que detuviera el maltrato al que estaba siendo expuesta antes de que la fuerza del hombre que cargaba sobre su fina estructura todos sus miedos y frustraciones, terminara por desgarrarla sin remedio.  A pesar de la violencia, las manos de Do-chul continuaban pegadas a las mejillas de Hong-ki, acariciándose con una suavidad y ternura que contrastaban de una forma terrible con la imagen de su camisa revuelta y arrugada.  —Sé que no lo soy, pero no me importa —dijo, y un ligero brillo pareció asentarse justo en el centro de sus pupilas.  Su dedos se movieron ligeramente hacia adelante, acariciando de una forma superficial aquella zona bajo las orejas donde el cuello y la cabeza se unen.  —La única persona que tiene derecho a pensar y decir que eres un idiota soy yo —bromeó en un susurro, ocultando el enorme nudo de angustia y miedo que le apretaba la garganta—. Y pienso defender ese derecho con mi vida si es necesario… Hong-ki apretó los labios, pero no pudo evitar que una ligera sonrisa acompañara al fruncimiento de sus cejas, que parecían tratar de mantener su posición preocupada al tiempo que su cuerpo caía bajo el encanto que tanto le enamoraba de Do-chul.  —Joder… —bufó divertido. Su cabeza se movió de un lado a otro hasta terminar mirando al suelo solo para que, pocos segundos después, volviera a subir y reconectara sus miradas—. Eres un maldito imbécil… Ambos se echaron a reír a carcajadas.  Sus corazones volvían a estar conectados y a salvo de la angustiosa sensación que los había atormentado minutos atrás con una fuerza sofocante.  Bajo aquella calma, Do-chul pareció hacerse de nuevo consciente de su entorno. Sin duda, la posición que habían adoptado, con Hong-ki apretándole contra la pared en un intento por detenerle de su ataque, no estaba siendo recibido de una forma extraña.  Para todos en aquel lugar, solo eran un par de amigos.  Uno de ellos, Do-chul, seguramente estaba siendo percibido como un borracho o un loco que debía ser cuidado por quien, suponían, era un buen amigo que no había bebido tanto y era el más cuerdo entre ambos.  Do-chul no pudo evitar esbozar una ligera sonrisa al pensar en que todos los que le rodeaban pudieran cometer la torpeza de convertir a Hong-ki en un símbolo de cordura y responsabilidad.  De pronto, apartó las manos de las mejillas de Hong-ki dejando a éste navegando en el desconcierto propio del abandono. Pero, antes de que éste pudiera decir nada, le tomó por las muñecas, instándole a soltar su agarre.  —Ven conmigo —le dijo con suavidad.  Hong-ki obedeció, aún sin comprender del todo las acciones de su pareja.  Al momento, Do-chul liberó una de sus muñecas y usó su agarre sobre la otra para arrastrarle hacia un destino desconocido. Se abrían paso entre la muchedumbre de personas que continuaban con sus bailes y cánticos sin inmortales todo el caos que podía haberse generado tan solo unos minutos antes.  Mientras avanzaban por el medio de la pista de baile, Do-chul logró localizar un pequeño lugar que parecía ser evitado de forma consciente por las personas. Sin detener su avance, enfocó un poco la vista y comprendió al instante el por qué de aquella acción por parte de la gente: en el suelo había una enorme mancha que teñía la madera con unos tonos mucho más oscuros a los que le correspondía de forma natural.  Al observar un poco mejor, pudo ver que aquella mancha oscura se encontraba rodeada por miles de pedazos de cristal verdoso y casi opaco que brillaban de una forma casi bella bajo el contraste que ofrecían las luces parpadeantes y coloridas de la discoteca.  En extremos opuestos de la mancha logró localizar además dos pedazos de ese mismo cristal que parecían constituir las piezas más grandes que habían sobrevivido al evidente impacto contra el suelo.  Eran dos cuellos de botella.  Entonces, de una forma estúpidamente reveladora lo comprendió: aquella escena correspondía la respuesta precisa sobre lo que les había ocurrido a las botellas de soju que habían representado el alejamiento de con su pareja y su rencuentro.  Bajo la tensión y el dolor, no había llegado a preguntarse en ningún momento que había hecho Hong-ki, o que había hecho él mismo, con las botellas que había logrado adquirir justo antes de su enfrentamiento.  Pero ahí tenía su respuesta. La viva y cruda representación de lo que había suscitado su violencia y la ira que había permitido que le carcomiera el corazón, y del evidente miedo que se había apoderado de Hong-ki al verle transformarse en un animal salvaje.  Casi podía imaginarse (puesto que no lo había visto), a su pareja dejando caer su preciada botella de soju, aquella por la que le había suplicado burlonamente, en favor de detenerle de hacer una completa locura… Sacudió la cabeza, alejando aquellos pensamientos sombríos que tan solo podían inducirle a caer de nuevo en la angustia de la culpa, y volvió a mirar al frente. No había motivo para seguir culpándose, a fin de cuentas, sabía que contaba con el perdón de Hong-ki, aunque éste no lo hubiera expresado verbalmente.  Además, pensaba compensarlo de la forma en la que sabía que podía gustarle.  Pronto, sus pasos les hicieron llegar al lugar que era su destino: los cuartos de baño.  —¿Do-chul? —preguntó desconcertado Hong-ki.  Sin embargo, su pareja no emitió ninguna palabra que sirviera para aclararle cuales eran sus intenciones. En cambio, se limitó a empujarles a ambos dentro del baño.  —¿Qué hacemos aquí? —volvió a probar suerte.  Y, de nuevo, lo único que recibió fue silencio por parte de Do-chul.  Atravesaron los baños hasta llegar a la pared del fondo, momento en el cual Do-chul le estampó contra la misma, en un movimiento que no llegó a resultar doloroso pero si tremendamente brusco… Y excitante.  En cuanto su cuerpo chocó contra la fría superficie azulejada, pudo sentir como todo el aire escapaba de una sola vez de sus pulmones, dejándole sin aliento al instante. Antes de que pudiera siquiera pensar en recomponerse, Do-chul se movió de forma rápida sobre él, acorrándole contra la pared y apretando sus cuerpos con una actitud posesiva.  —Do-chul… —jadeó sin fuerzas.  Pero el resto de sus palabras murieron en su garganta al ser acalladas por los labios de Do-chul, que se cernieron con fuerza contra los suyos.  La presión de sus cuerpos se intensificó hasta un extremo en el que parecían demasiado cercanos a fundirse en un mismo.  Las manos de Do-chul se encajaron con precisión en los huecos que marcaban la cintura de Hong-ki, aferrándose a su carne como si temiera que al soltarla se desintegrara como polvo, mientras las de éste se reunieron de forma entrelazada sobre la nuca de Do-chul, rodeándole el cuello en un abrazo que le suplicaba que no se apartara.  La intensidad de su beso fue aumentando conforme los segundos se iban sucediendo. Pronto, no fue suficiente con la mera presión de sus bocas chocando la una contra la otra, aunque la ferocidad con la que estaban encontrándose era realmente abrumadora. De forma salvaje e instintiva, sus labios se abrieron al mismo tiempo, en una danza que parecía querer demostrar cuan sincronizados estaban sus deseos y anhelos.  La saliva comenzó a correr de un lado a otro, entremezclándose y uniéndose en una fusión de sus sabores propios y ajenos, conforme sus lenguas se encajaban con más curiosidad en cada movimiento.  Por su parte, los pulmones de ambos, y especialmente los de Hong-ki (quien había empezado aquella ardiente batalla en una clara desventaja), se aferraban a la tarea de suministrar oxígeno a sus cuerpos mientras estos parecían hacer todo lo posible para hacer más difícil su misión.  La espesa neblina de inconsciencia y deseo, junto con las respiraciones entrecortadas y superficiales, dejaron pronto muy en claro quién estaba perdiendo aquella batalla.  A través de aquella cortina de furor y ansia, y mientras su bocas seguían llenando el aire con el húmedo sonido de la saliva cubriendo los labios, Do-chul pudo notar como la presión de las manos de Hong-ki tras su cuello se aflojaba y como, de forma inmediata, sus palmas comenzaba deslizarse por su pecho.  Luego llegaron a su vientre, acariciándolo con delicadeza pero con demasiada superficialidad como para ser percibido como nada más que un leve cosquilleo sobre la piel vestida.  Las intenciones eran claras. No pasaron más que unos pocos segundos hasta que sus manos por fin llegaron a rozar la pelvis de Do-chul pero, en lugar de seguir avanzando, se detuvieron allí, como si una pared invisible le estuviera impidiendo el paso. Sus dedos vibraban ligeramente contra la tela de los pantalones del chándal negro que llevaba, como era casi una costumbre, su pareja.  —Hong-ki… —susurró Do-chul, separando por unos instantes sus labios para hablar.  En lo más hondo de su ser sabía porque Hong-ki vacilaba.  A fin de cuentas, aquella reacción respondía al temor de que sus acciones fueran respondidas de la misma forma que siempre: con el rechazo, el alejamiento y la promesa de satisfacer aquella locura una vez llegaran a casa.  Pero su mente, envuelta en la marea de fuego y deseo que los celos y el instinto de solucionar la angustia que había provocado en Hong-ki por sus reacciones instintivas y violentas, no se lo dejó ver tan claro como era.  En ese momento, la inactividad era demasiado confusa para ser entendida.  —Hong-ki… —repitió, en un tono que casi parecía el gemido desesperado de un animal herido—. Por fav-... Sus palabras se vieron bruscamente interrumpidas por un golpe brusco y metálico que resonó a sus espaldas, rebotando con fuerza en cada una de las paredes.  —¡Que puto asco! —gritó alguien a sus espaldas. —¿Desde cuando se permiten maricones en los lugares públicos? —le secundó otra voz, esta vez femenina. Do-chul se apartó de Hong-ki, rompiendo de un plumazo la fuerte conexión que la falta de espacio había formado entre ellos. Al girarse, pudo observar a una pareja, conformada por un hombre y una mujer. Él no debía tener más de veinte años pero la chica perfectamente podría no tener más de dieciséis años a juzgar por su vestimenta, demasiado parecida a la que había visto usar de forma corriente a los grupos de adolescentes que se reunían en los parques y centros comerciales.  —¿Os hemos jodido el polvo? —preguntó burlonamente el hombre.  Do-chul volvió a sentir como su sangre se prendía fuego. Instintivamente, examinó a aquel tipo, casi como si evaluara cuanto peligro podría ofrecer en caso de desatarse una pelea.  Llevaba una sencilla camisa de color negro y unos pantalones grises, pero lo que remataba su vestimenta era la chaqueta de cuero negro y cremalleras plateadas con las que cubría su torso. —¿Os lo hemos jodido nosotros? —cuestionó a su vez Do-chul.  Había detectado que el maquillaje en los labios de la chica estaba ligeramente corrido y, a juzgar por las manchas rojizas que impregnaban el cuello del chico y que parecían deslizarse por debajo del cuello de su camisa, era evidente a que se debía.  Además, y por si resultara poca información ya que ambos hubieran acudido juntos a los cuartos de baños que eran exclusivamente para hombres, un incipiente erección se revelaba dentro de los pantalones del chico, generando pequeñas sombras sobre sus muslos.  —¿Y a ti qué cojones te importa? —le respondió el chico, rodeando con su brazo la cintura de la chica y atrayéndola hacia su cuerpo—. Lo mío es una princesa… —hizo una ligera pausa, y sus ojos miraron fugazmente a Hong-ki, que se había mantenido tras Do-chul todo ese tiempo—. Bueno, a juzgar por lo que veo, a ti te gustan otro tipo de princesas… —¿Ah sí? —dijo Do-chul, alzando el mentón con un gesto desafiante—. Pues por lo que yo veo a ti te gustan las princesas que todavía no han terminado ni el colegio.   La mecha volvió a prenderse, haciendo arder todo a su paso.  —¿¡Qué es lo que has dicho!? —exclamó con furia aquel hombre, comenzando a caminar con paso rápido hacia él.  —¡Seo-jun! La chica que lo acompañaba se lanzó hacia adelante, colocando su cuerpo como una barrera entre ellos. Do-chul vio aquella escena, con aquel hombre embravecido empujando sus cuerpo hacia él, y no pudo evitar pensar que momento antes, él mismo había representado una escena demasiado parecida.  Sintió vergüenza, no tanto por su acción puesto que seguía siendo consciente de que sus motivos habían sido nobles, sino porque sabía lo que estaba experimentando la chica que estaba conteniendo la fuerza bruta y desbocada de quien, suponía, era su pareja.  Además, la juventud de la chica le causaba ternura.  —Vámonos —le instó Hong-ki, apareciendo a su lado de forma repentina para tomarle la mano y tirar de él hacia la puerta.  Pasaron por el lado de la otra pareja y Do-chul no pudo evitar girarse un poco para mirar a la chica, que seguía tratando de sostener a aquel hombre. —Deberías huir antes de que sea a ti a quien quiera golpear —le dijo con simplicidad.  Pudo ver un ligero destello de confusión en el rostro de la chica justo antes de volver a girarse y seguir el ritmo rápido de los pasos de Hong-ki. —¡Putos enfermos!  Aquello fue lo último que le escuchó gritar a Seo-jun antes de cerrar la puerta del baño con un portazo.  De nuevo, volvían a estar solos.  —Joder… —susurró Hong-ki, esbozando una sonrisa—. Qué noche más movida, ¿verdad? —Y que lo digas —respondió Do-chul, correspondiendo la sonrisa con una propia. Luego, miró de nuevo hacia la puerta del baño, ahora cerrada, y añadió—: Menudo gilipollas… Hong-ki asintió, ampliando su sonrisa.  De forma inconsciente y natural, sus miradas se reconectaron, y un escalofrío, fuerte y cargado por la violencia de un rayo, les atravesó de forma simultánea las columnas vertebrales.  Era algo casi mágico, como si las fuerzas del universo hubieran comprendido todo lo que significaba para ellos hacerse conscientes de la existencia del otro Sus manos seguían entrelazadas, casi una representación física de cómo se encontraban en aquel mismo instante sus corazones, latentes tras las capas de hueso que conformaban sus frágiles costillas.  Ambos, conscientes de los insultos que dejaban atrás y de la lucha que debían hacer para que no les afectara, permanecían unidos por la fuerza de algo tan inexplicable y complejo como natural para ambos.  —Te amo —susurraron al unísono, casi en un jadeo desesperado de verdad.  Aquello, les hizo convertir sus sonrisas en unas carcajadas fuertes y ruidosas, que golpearon los oídos del otro como pequeñas campanillas de cristal y retumbaron hasta lo más hondo de sus pechos, envolviendo su corazón en la ternura de aquello que solo les pertenecía a ellos.  —Gracias por defenderme… —le dijo Hong-ki—, las dos veces.  —No hay nada que agradecer, daría mi  vida por ti —le respondió Do-chul, acercando sus manos entrelazadas hacia su boca para poder plantar un suave beso sobre los nudillos. Luego, esbozó una sonrisa pícara y añadió—. Aunque no te guste como te follo.  —¡Yo no he dicho eso! —Bueno, no fueron tus palabras exactas pero dijiste que no te quejarías si hoy te follaba con suavidad… En su voz Do-chul no dejó ver ni un rastro de ofensa porque, después de todo lo que había pasado aquella noche, no había nada que deseara más que complacer a su pareja.  —Pero es que, Do-chul, además hoy has demostrado lo bien que se te da ser un poco más duro —replicó Hong-ki, señalando hacia la puerta del baño—. Me ha encantado la forma en la que me has besado… —añadió con un susurró—, eras tan posesivo…, tan animal… —Eres tan masoquista… —se burló sin malicia Do-chul.  —¿Qué tiene de malo? —cuestionó Hong-ki con una sonrisa pícara—. ¿Acaso te molesta haberme puesto cachondo? —Ni lo más mínimo —respondió su pareja, plantándole un nuevo beso en el dorso de la mano—. Creo que esta noche puedo intentarlo… —Oh sí, pero de momento —le interrumpió Hong-ki—, me he ganado por lo menos que me compres dos botellas de soju.  Do-chul alzó las cejas, sorprendido.  —¿Y por qué dos? —Una por cada vez que has estado a punto de pelearte —respondió de inmediato su pareja, en un tono irritantemente burlón.  —Eres insoportable —protestó Do-chul, poniendo los ojos en blanco.  Ante sus palabras, Hong-ki no pudo evitar emitir una leve carcajada. Luego, se inclinó un poco hacia adelante, estrechando de nuevo la distancia que los separaba.  —Pero me amas. —Con pasión y locura —le aseguró Do-chul, tomándole por la cintura y atrayéndole hacia un nuevo beso.  Hong-ki se dejó llevar por aquel nuevo contacto de sus labios, mientras su mente hervía bajo el peso de un secreto que no había sido revelado.  Un secreto, que le llenaba el corazón de culpa.  Una culpa que, aunque aún no fuera consciente o al menos no quisiera serlo, pronto se vería obligado a confesar.    🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥🥊🔥   Habían pasado ya un par de horas desde que había ocurrido el accidente dentro de los baños y ni Do-chul ni Hong-ki habían vuelto a saber nada de la pareja que allí habían dejado a solas.  Sin embargo, ninguno de los dos había pensado tampoco en ellos. Estaban demasiado concentrados en cumplir con los tragos que, como Do-chul había prometido, habían formado parte de la continuación de su noche. Y hacía ya varios minutos desde que la última gota de alcohol había resbalado por sus garganta de ambos.  —Deberíamos irnos ya —dijo con picardía Do-chul, jugueteando con su botella de soju vacía, haciendo que el cristal rozara contra la madera de la barra—, se hace tarde…, y no deberíamos despertar a los vecinos.  —No me molestaría si no supiera que te levantarías a abrirles —respondió burlonamente Hong-ki y, antes de que su pareja pudiera reclamarle, añadió—: Necesito ir al baño, luego podemos irnos.  —Si escuchas gemidos cuando llegues no seas tan maleducado como ellos y dales un par de minutos… —le instó Do-chul, esbozando una sonrisa divertida—, el imbécil ese no tenía pinta de aguantar más que eso.  Hong-ki se inclinó un poco hacia adelante, dejando sus labios junto a su oído. —Yo tengo más suerte con eso…  Un escalofrío le recorrió todo el cuello, haciéndole temblar cuando el cálido aliento de su pareja impactó contra su piel. Pero, antes de que pudiera recomponerse o siquiera pensar en decir algo, Hong-ki ya se había erguido y dado la vuelta para dirigirse hacia la zona de los baños.  —Pero será… —susurró divertido, observando como su pareja marchaba felizmente hacia su destino, consciente del estado en el que le había dejado.  Y es que ese era el poder que tenía Hong-ki sobre él.  El poder que sostenía toda su personalidad y que lo arrastraba como un perro hacia donde él quisiera sin que tuviera apenas oportunidad para reclamar o defenderse. No importaba lo que Hong-ki hiciera o dijera, el convencimiento de que nunca lo hacía con la intención de dañarle sino siguiendo su naturaleza impulsiva y poco sensibilizada con las consecuencias de sus actos le habían permitido en más de una ocasión disculpar sus comportamientos tremendamente infantiles y le había mantenido a su lado.  Justo antes de que su mente se permitiera el maravilloso gusto de navegar en aquella sucesión de recuerdos en las que las discusiones había terminado en conversaciones tiernas y disculpas acompañadas de besos, una imagen llego para arrancarle de cuajo esos deliciosos recuerdos. Allí estaba de nuevo él… Hyung-ski.  Pero lo peor no era el hecho de volver a ver a ese hombre, el primero que había buscado pelea con él aquella noche. No, lo peor de todo era que se estaba dirigiendo hacia los baños, la zona en la que inevitablemente volvería a encontrarse con Hong-ki.  Rápidamente, Do-chul se apartó de la barra del bar y se lanzó como una flecha hacia los baños.  No podía permitir que aquel hombre volviera a importar a su pareja, y mucho menos en aquellas zona en la que tan probable era que se encontrara Seo-jun, el segundo hombre que había estado a punto de pelearse. Si ambos se cruzaban con Hong-ki al mismo tiempo lo más probable es que le increparan y, viendo que su desagrado era compartido, nada les impediría usarle como arma arrojadiza contra Do-chul.  Su mente, esa perra traicionera, comenzó a llenarse de forma irremediable con los horribles recuerdos en los que Hong-ki aparecía con la cara repleta de moratones y cortes en las mejillas.  El labio partido e hinchado… Los ojos entrecerrados y sensibles a la luz del sol… La boca llena de sangre emanada de su propia lengua mordida… Esas imágenes que evocaban su fracaso a la hora de proteger a Hong-ki de los puños y el salvajismo de sus acreedores.  ¿Qué no serían capaces de hacer aquellos dos hombres en favor de dañar al hombre que les había amenazado y humillado? Do-chul sacudió la cabeza, negándose a pensar en las numerosas y dolorosas posibilidades, y apretó el paso, aunque se cuidó de no ser detectado en ningún momento por Hyung-ski.  En caso de entablar pelea, siempre podía tratar de pillar desprevenido a uno de sus contrincantes y reducirlo para estar en igualdad de condiciones contra el otro hombre.  Por fin, llegaron a la zona de los baños pero, para su sorpresa, Hyung-ski no se detuvo frente a la puerta que llevaba al cuarto de hombres sino que continuó caminando por el pasillo hasta llegar a una puerta de emergencia que atravesó.  Extrañado, Do-chul siguió sus pasos y esperó a que la puerta se cerrara y todavía unos segundos después para volver a abrirla tratando de hacer el menor ruido posible. Al hacerlo, descubrió que aquella puerta llevaba directamente hacia una especie de calle de paredes hechas de ladrillo rojo y liso.  Miró a su alrededor y pudo ver a Hyung-ski caminando por el lado derecho de esa misma calle.  Pensó en darse la vuelta y regresar a la barra del bar para esperar a que su pareja volviera, pero algo le dijo que le siguiera. Era una simple acorazonada, pero confiaba en que aquello que la estuviera motivando no le hiciera retrasarse demasiado y pudiera estar de vuelta dentro de la discoteca antes de que Hong-ki volviera del baño.  No quería preocuparle.  Con paso lento y calculado, siguió el recorrido de Hyung-ski, procurando en todo momento hacer el menor ruido posible para evitar ser detectado. De pronto, pudo ver como éste giraba hacia la izquierda.  Su paso se aceleró, tratando de alcanzar con más rapidez la esquina de aquella nueva calle para evitar perder a su objetivo. Apretó su espalda contra la pared de ladrillos y se inclinó un poco hacia el borde de la misma para permitir que una pequeña parte de su cabeza sobresaliera y pudiera analizar la situación antes de poder avanzar.  Lo que vio, le dejó completamente helado y le partió el corazón.  Esa “nueva calle” correspondía al inicio de un pequeño y estrecho callejón en el que tan solo se encontraba un contenedor de gran tamaño, situado justo en su lado y pegando a la pared, y que parecía no cumplir su función principal puesto que a lo largo de todo el suelo de cemento podían verse esparcidos numerosos restos de basura, desde cáscaras de plátano hasta latas de refresco.  En el fondo de aquel callejón, apoyado sobre la pared que allí se encontraba y con los brazos cruzados sobre el pecho, se encontraba Hong-ki, quien no parecía en lo absoluto alarmado por la presencia del otro hombre.  Le había mentido.  Y lo peor de todo es que, si lo había hecho para ver a aquel hombre, ¿qué le aseguraba que sus intenciones no fueran las de complacer la coquetería y el interés mostrado por Hyung-sik y que había sido interrumpido por él? ¿Acaso Hong-ki…, su Hong-ki, ese hombre por el que lo había dejado todo atrás, por el que había estado a punto de pelearse en dos ocasiones esa noche, al que le había jurado entregar la vida para protegerlo y con el que hacía unos minutos bromeaba sobre la forma en la que iban a acostarse esa noche…, pensaba engañarlo? —Tienes suerte de que no te cobre más —dijo de pronto Hyung-ski, mientras continuaba acercándose—, tu novio ha estado a punto de pegarme.  —Y tú tienes suerte de que te pague —protestó a su vez Hong-ki, visiblemente ofendido—. Te pedí que me coquetearas un poco para ponerle celoso, no que me llamaras “perra”... Por fin, ambos quedaron a la misma altura, junto a la pared del fondo del callejón. Do-chul, por su parte, se situó detrás de aquel contenedor de color verde que le resultaba tan cercano y desde el que, aprovechando el eco, suponía que podría hacerse conocedor del desarrollo de la conversación.  —¿De qué te estás quejando? —cuestionó con arrogancia Hyung-sik—. Os he visto ir al baño juntos hace un rato así que significa que tu plan ha funcionado, ¿no? —hizo una ligera pausa, observándole de arriba a abajo, hasta que un brillo malévolo apareció en sus ojos—. ¿Habéis follado o no? —Ese no es tu problema —respondió con irritación Hong-ki.  El otro hombre alzó una ceja con soberbia.  —¿Eso significa qué no? —preguntó y, ante el silencio de Hong-ki, añadió—: Vaya, definitivamente tu novio es un aburrimiento… —¡No lo es! Hyung-sik alzó sus hombros con despreocupación.  —De todas formas, si algún día te arrepientes de ser la perra de ese idiota —volvió a hablar—, mi oferta de antes sigue en pie…, y puedo asegurarte que a mi no me importaria follarte en mitad de la pista de baile.  Do-chul pudo sentir como la sangre le hervía al escuchar aquellas palabras y a punto estuvo de salir de su escondrijo para enfrentarlos en aquel mismo momento, pero la voz de Hong-ki le detuvo:   —¡Basta ya! ¡Deja de hablar así de él, ya te dije que no estoy interesado en eso! Desde su escondite, Do-chul pudo observar cómo el cuerpo de Hyung-sik se tensaba. Parecía que no estaba acostumbrado al rechazo y menos aún a que las personas que lo contactaban defendieran con tanta bravura la dignidad de sus parejas.  —Como sea —dijo de pronto Hyung-sik, sacudiendo su mano derecha en el aire como para restarle importancia al asunto—. Dame mi dinero, me voy a largar ya.  Acto seguido, colocó su mano entre ambos, con la palma hacia arriba en una actitud tremendamente demandante. Hong-ki, por su parte, suspiró y movió sus manos para poder sacar su cartera del bolsillo trasero de su pantalón.  —¿Se lo vas a contar a tu noviecito? —volvió a preguntar Hyung-ski, mientras esperaba a que Hong-ki terminara de contar el dinero dentro de su cartera—. ¿Crees que no le va a importar lo que has hecho? —No te preocupes —le tranquilizó Hong-ki, pasándole un pequeño fajo de billetes—, Do-chul no tiene por qué enterarse de… Pero, antes de que pudiera terminar aquella frase, sus oídos captaron unos fuertes chasquidos en la lejanía.  Unos chasquidos que pronto se convirtieron en golpes más firmes y pesados, como si anunciaran el acercamiento de una tormenta que prometía ser devastadora. Y pronto, entendió lo que era aquel sonido, rítmico y peligroso, que parecía ganar intensidad y fuerza conforme pasaban los segundos.  Unos pasos que conocía perfectamente… Y se estaban acercando.
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