Drabbles Mystrade

Greg observó, tratando de que sus rodillas (ya flojas) no le hicieran derrumbarse en el suelo ante la ternura de la escena que contemplaban sus ojos: Mycroft se encontraba tendido sobre su escritorio de trabajo, con la baba cayendo por la comisura de su boca, en un reflejo indiscutible de su comodidad y la presencia de su descanso. Hacía horas desde que aquel importante político, su pareja, se había retirado a la sala que había convertido en oficina personal cuando Greg se mudó  a vivir con él. Lestrade le había advertido que, debido a las horas y a la fuerte carga de trabajo que había soportado a lo largo de la semana, lo más prudente era que retrasara el trabajo pendiente hasta el día siguiente, pero esta propuesta fue firmemente rechazada. Cuando Lestrade decidió ir a la cama, había dirigido primero sus pasos hacia la oficina, en un intento final por arrastrar a su pareja con él. Y aquella escena, que parecía el perfecto reflejo de lo que había sospechado que pasaría, se abrió paso por su mente, derritiéndole el corazón. Rápidamente, dirigió sus pasos hacia la silla en la que reposaba. —Ven aquí, Mycroft —dijo, colocándole sus brazos bajo las axilas—. Te llevaré a la cama. —¿Me he quedado dormido? —murmuró Mycroft mientras se levantaba, aún con los ojos cerrados. —Te lo dije —sonrió divertido Lestrade, arrastrándole lejos del escritorio. —Tengo que seguir con el trabajo... —Ya, ya, Myc —le calmó Greg, llevándolo hacia la salida—. Mañana, ¿de acuerdo? No hubo más réplicas en todo el camino hacia su habitación. Una vez  allí, Lestrade le recostó en la cama y Mycroft se dejó arropar con las suaves sábanas. —Te lo dije —susurró Greg, antes de darle un cálido beso en la frente.