ID de la obra: 824

Vuelve a casa solo

Slash
NC-17
Finalizada
2
Compartir:
2 Me gusta 0 Comentarios 1 Para la colección Descargar

Aftercare

Ajustes de texto
Una vez que pudo recuperar algo del control de su respiración, Sherlock levantó la cabeza con pereza para mirar a Jim, quien mantenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad pero con calma. El rubor aún teñía sus mejillas y le daba un aspecto de apacibilidad y sosiego. Sherlock no resistió el impulso de su cuerpo y se acercó a sus labios, con la suficiente lentitud para que el otro alcanzara a comprender sus intenciones, aún embriagado por las sensaciones que lo inundaban, y le correspondería. Fue un beso real y cálido, de aquellos que llenan el corazón y generan sonrisas. Cuando Sherlock se disponía a apoyar la cabeza de nuevo sobre el cuerpo de Moriarty, pudo ver de reojo sus muñecas: un oscuro círculo rojizo marcaba el lugar golpeado por las esposas. —¡Dios, Jim! —exclamó horrorizado—. ¿¡Estás bien!? Antes de que éste pudiera responder, Sherlock bajó de un salto de la cama, como si todo su cansancio se hubiera evaporado de golpe, y se dirigió a los pies de la misma.  Con urgencia, buscó entre los bolsillos de su pantalón (donde había escondido las esposas) tratando de encontrar las llaves. Cuando al fin escuchó un leve tintineo y sintió las pequeñas estructuras de metal dentro de la tela, las tomó con rapidez y regresó con Moriarty. Con un nerviosismo palpable, introdujo los dientes de la llave dentro de las esposas, liberando las manos de Jim, que lo observaba con una pequeña sonrisa en los labios.  —Tranquilo Sherlock —susurró al escuchar como el metal de sus antiguas ataduras golpeaba contra la madera del cabecero. Sherlock le miró, aún preocupado—. Estoy bien —aseguró, mostrando una sonrisa más amplia. El detective se separó de la cama y salió corriendo de la habitación. Moriarty, por su parte, hizo descender sus manos y las apoyó en su vientre, masajeando con cuidado las marcas.  No había pasado ni un solo minuto hasta que Sherlock regresó, cargado con una palangana con agua, un rollo de vendas, una pequeña pelota de algodón y un bote de agua oxigenada. Rodeó la cama, bajo la atenta mirada de Jim que, aunque entendía sus intenciones, no parecía comprender el dramatismo dado por el detective. Colocó la palangana sobre la mesilla de noche y, junto a ésta, las vendas, el algodón y el agua oxigenada.  —Estoy bien —repitió Moriarty, tratando de tranquilizar a su pareja, al tiempo que se sentaba sobre el colchón. Notaba su miedo. Podía oler como los poros de Sherlock desprendían el sudor, bañándolo en su propio nerviosismo y ahogando su mente en la preocupación absoluta. —Dame tus manos, por favor —pidió, con un débil susurro, el detective.  Jim vaciló por un momento antes de poner sus manos hacia adelante, permitiendo que Sherlock las tomara con cuidado. El detective le dirigió con sutileza hasta el agua de la palangana, y le sumergió las manos hasta la mitad del antebrazo. El agua tibia abrazó las ardientes heridas y Moriarty suspiró con cierto alivio ante la agradable sensación. Cuando Sherlock decidió recorrer el dorso de sus manos para encontrarse con sus marcas recientes, tuvo el temor de que alguna de sus expresiones pudiera asustar al detective; pero Sherlock actuó con calma, deslizando con suavidad las yemas de los dedos por la piel enrojecida, lavando las costras de sangre seca. —Es muy leve. —Lo sé, sólo un rasguño —confirmó Sherlock. —Entonces ¿por qué te preocupas?  —Porque es tu piel —respondió el detective, haciendo emerger las muñecas, ya limpias, de Jim. Tras examinar que el aspecto de las marcas era el correcto para él, añadió—. Manténlas en alto, por favor.  Moriarty obedeció y Sherlock pudo tomar entre sus manos el rollo con las vendas.  —Sé que no es lo más práctico —admitió, cortando un largo pedazo—, pero prefiero secarte las heridas con esto —dijo, apoyando la gasa sobre la piel húmeda. — ¿Qué tienen de malo vuestras toallas? —Preguntó divertido Jim. —Demasiadas pieles muertas, las infecciones son muy probables en una herida abierta. —” Apenas un rasguño ” —le recordó Moriarty.  —Es tu piel —repitió Sherlock, antes de añadir—. No pienso jugarmela con algo tan preciado. Jim esbozó una leve sonrisa. Aquello le estaba gustando. Eran libres. En la soledad, en una oscuridad donde el mundo no pudiera encontrarles, esto es lo que el criminal y el “héroe” más famosos del planeta hacían: amarse, de la forma más sucia y romántica que podía haber.   Cuando su piel por fin estuvo seca, Sherlock le volvió a pedir que mantuviera sus manos en alto para que le permitiera extraer un trozo de la pelota de algodón. Su mano izquierda sostenía aquel esponjoso material blanco, mientras que la derecha se había lanzado a agarrar el bote de agua oxigenada. Una vez abierto el tapón, inclinó la botella dejando que el líquido que contenía se desparramara sobre el algodón. El detective esperó hasta que éste se había empapado y levantó el bote, lo apartó a un lado y, con su mano ahora libre, volvió a tomar las manos de Moriarty.  —Puede que te escueza un poco —advirtió, acercando el algodón hasta las heridas.  —He soportado tener que suplicarte —se burló Jim y, con un tono más bajo, añadió—, creo que podrá soportarlo.  El algodón se posó con delicadeza sobre la piel de Moriarty y éste se estremeció al sentir el ligero dolor de aquella unión. Sherlock le dio cuenta de la muñeca adorada de Jim y buscó la forma de distraerlo.  —¿No te ha gustado que te obliguen a suplicar? —preguntó—. No puedo repetirlo. —Entonces harás que me pegue un tiro en la cabeza —le respondió Jim. El detective irritante. Le gustaba lo que tenía con Moriarty. Una de las partes más complicadas de su relación era tener que ocultarse, tener que fingir un odio que no existía.  —Dijiste que le habías robado hoy las esposas a Lestrade? —le preguntó el criminal.  —Sí —confirmó Sherlock—. Apareció justo cuando pretendía marcharme de la morgue, le abracé y se las robé.   — ¿Le abrazaste? —cuestionó Jim, alzando una ceja.  —Mi hermano Mycroft es ahora su pareja, le di mis felicitaciones y apoyo con una muestra de afecto físico. — ¿Tus felicitaciones y apoyo? —¿Por qué a todos os sorprende tanto? —preguntó el detective—. Mycroft y yo, a pesar de todo, seguimos siendo hermanos y no soy quién para opinar sobre sus relaciones emocionales y sentimentales. Además, no haría caso de mis consejos, por acertados que sean. —Me sorprendes, Sherlock —fue la escueta respuesta de Jim. Por fin las heridas quedaron completamente limpias. Moriarty mantuvo las muñecas en alto, por lo que prometía ser la última vez, mientras el detective cortaba un largo pedazo de las vendas. Tomó primero la mano izquierda del criminal y apoyó el centro de la tela en el dorso del antebrazo a la altura de la muñeca. Desde ahí, comenzó a inscribir toda la zona hasta que decidió que se encontraba lo suficientemente protegido del exterior; hizo un nudo con los dos extremos y plantó un suave beso sobre el vendaje. El rubor se expandió por las mejillas de Jim.  El amor. Un corazón ardiendo. Eso es lo que guardaba el pecho de Moriarty. Entre sus costillas, obligado a llamar la mayor parte del tiempo, se escondía un corazón que fincía ser frío y sin sentimientos pero que, en realidad, se veía envuelto en unas dulces llamadas que tenían por nombre “Sherlock Holmes”. Amado. Así era como Sherlock lo hacía sentir.  Las manos de Sherlock ya habían arrancado otro pedazo de vendaje y lo enrollaban sobre la muñeca derecha de Jim. Cuando la herida ya no era visible, el detective ató de nuevo los extremos de la tela y le besó la mano. —Ya está —dijo con suavidad—. Te amo, Jim. Moriarty pudo notar como sus músculos se deshacían.  —Yo también te amo, Sherlock. El detective le miró con ternura. Aquel era el hombre que amaba, el dueño de su corazón, el único con la capacidad y el derecho de prenderle fuego. —Deberíamos dormir —aconsejó.  —¿Aquí? —preguntó, extrañado, Jim—. ¿Y qué pasa con John? —Esta noche no pasará por el apartamento, además, acorde con él encontrarnos directamente en la morgue para solucionar el caso de tu chica de los rosales —explicó el detective. — ¿Qué te inventarás para justificarlo? —le interrogó, curioso, Moriarty. —Algo se me ocurrirá —dijo y, tomando las sábanas, añadió—, por ahora solo quiero pensar en dormir contigo. Jim se levantó para permitir que las sábanas se levantaran. Con la cama ya abierta, los cuerpos desnudos volvieron a encontrarse bajo su calor, experimentando la suavidad de la piel ajena. Sherlock rodeó con sus brazos el troncó del otro y éste enredó sus piernas con las del detective. —Te jurado, que un día dormiremos juntos por siempre —le aseguró Sherlock, plantando un beso en la frente del criminal. —No lo jures, Sherlock —le pidió Moriarty—. No lo hagas porque corres el riesgo de no poder cumplir tu promesa. —Aunque tenga que morir para lograrlo, lo haré, lo prometo —aseveró con más vehemencia el detective, apretando con fuerza a su pareja. Era pues, una promesa que debía cumplirse, porque, cuando de amar se trata, el corazón pierde los papeles, no escucha a la razón y es capaz de incendiar el mundo y la galaxia entera. Al fin, el calor, el cansancio y, sobre todo, la calma y tranquilidad de aquel abrazo, unido a aquellas sinceras palabras pronunciadas los empujaron a ambos a un arrollador sueño del que no pudieron (o no quisieron, más bien) escapar.
2 Me gusta 0 Comentarios 1 Para la colección Descargar
Comentarios (0)