El deseo de arder juntos
12 de septiembre de 2025, 20:42
Sherlock atravesó la puerta del apartamento con cautela pero con la confianza plena de saber lo que iba a encontrar al otro lado. Tal y como había previsto, Jim Moriarty lo esperaba, vestido con un elegante traje de corte inglés de color gris, sentado en su sillón con un libro abierto en las manos.
—¿En serio? —le reprendió, alzando el papel manchado a la altura de su cara— ¿Una notita?
Jim levantó la vista y apartó el libro a un lado, dejándolo cerrado sobre una mesita situada junto al sillón.
—Sé que te encantan esos jueguecitos Sherlock. Pareces un adolescente.
—¿Lo de los rosales también era parte de tu jueguecito?
—Es más discreto que enviarte unas rosas a casa.
—Basta. Una chica está muerta por tu culpa.
—No vuelvo a regalarte unas flores —le dijo irónicamente Moriarty, poniendo los ojos en blanco.
—Hablo enserio…
—No, no lo estás haciendo —le cortó Jim, levantándose del sillón—. Eres un sociópata, no te importa lo más mínimo. Sólo estás buscando algo con lo que regañarme —dio algunos pasos hacia él, alisándose el traje—. Y me encantaría saber por qué —pidió, al llegar frente a Sherlock, alzando su mirada para enfrentar los ojos del detective.
Las esposas metálicas chasquearon, encerrando las muñecas de Moriarty.
—Creía que era yo el depravado —rio Jim, observando sus manos ahora aprisionadas.
—Se las robé a Lestrade hoy —confesó Sherlock, sujetándolo por la unión de las esposas.
—¿Me las quitarás después o pretendes venderme a la policía?
—Convénceme de que no lo haga.
—¿Prefieres mi trasero encima de ti, o a merced de un montón de hombres musculosos y peligrosos? —le preguntó como respuesta Jim, acercándose poco a poco hasta la cara de Sherlock.
El detective no respondió. En cambio, tiró de Moriarty hasta el sillón en el que previamente había estado y, una vez allí, se sentó. Empujó hacia abajo la cadena que unía los aros metálicos de las esposas con un brusco movimiento, obligando a Jim a caer de rodillas frente a él.
—Convénceme —repitió.
Jim sonrió.
—Siempre supe que deseabas verme esposado pero no sabía que este era el escenario en el que lo imaginabas —se burló.
Sherlock se limitó a dar un pequeño tirón de la cadena hacia sí mismo, invitando a Moriarty a acercar las manos a su entrepierna. Jim le bajó con cuidado la cremallera del pantalón, liberando la presión que estos estaban provocando en la creciente erección del detective y deslizó la goma de los calzoncillos hacia abajo.
El detective gimió cuando Moriarty rodeó la base de polla con una de sus manos y metió el glande en su boca. Jim alzó la vista para observar cómo cambiaban las expresiones de Sherlock mientras introducía cada centímetro nuevo dentro de sí mismo.
Holmes agarró el pelo engominado de Moriarty, sin que le importara despeinarle, y empujó hacia abajo para que éste tragara más de golpe. La saliva corrió por las comisuras de la boca ajena, lubricando su erección y proporcionándole una placentera sensación de calidez.
Jim se esforzaba por mantener un ritmo constante y perfecto para Sherlock. Quería que el detective disfrutara de su lengua y le regalara los gemidos que tanto le ponían. Deslizó sus labios arriba y abajo, rozándose con la suave piel del pene ajeno y ayudándose con la mano que lo sujetaba.
Al cabo de unos minutos, en los que los movimientos de Moriarty consiguieron arrancar las maldiciones y los gemidos del detective, éste le agarró con mayor firmeza del pelo y tiró hacia arriba, arrastrándolo lejos de la erección palpitante. Sherlock ahogó el gruñido disgustado de Jim, que se había visto privado del dulce sabor del líquido preseminal que ya comenzaba a asomar, con un beso feroz, hambriento y lleno de deseo.
La saliva viajó de lengua a lengua, humedeciendo el entorno ajeno e impregnando la dulzura de su sabor en la contraria. El calor apretaba con fuerza sus cuerpos y, en un acto de compasión, Sherlock desabrochó los botones de la chaqueta del traje y la camisa blanca que llevaba Moriarty con su mano libre.
Jim jadeó contra sus labios al sentir las cálidas yemas del detective sobre su piel enrojecida y excitada. Ambos hombres respiraban con fuerza por sus narices, tratando de mantener por el máximo tiempo posible el beso que los conectaba, sin importar que en el proceso sintieran aquella placentera sensación de ahogo. Fue Sherlock quien detuvo la conexión, dejando que un fino hilo de saliva fuera el único recuerdo de aquel intenso beso.
—A mi habitación —ordenó, observando al hombre jadeante y con los ojos entrecerrados que tenía ante sí—. Ahora.
Moriarty asintió con rapidez. Sherlock le liberó de su agarre y esperó hasta que se pusiera de pie y le diera la espalda para levantarse del sillón. Jim caminó con prisa hasta el cuarto del detective, que lo siguió con paso calmado y lento, las manos tras la espalda y su pene erecto asomando bajo su gabardina.
—¡Joder, Sherlock! —le gritó Jim, desde la puerta de la habitación. La parsimonia de Holmes le exasperaba hasta el extremo; deseaba su cuerpo, y lo quería ya—. ¡Date prisa!
El detective sonrió levemente. La visión de un Moriarty tan desesperado y ansioso de su piel y sus caricias era excitante, y le encantaba someter a aquella tortura al criminal. Por fin, llegó hasta la puerta y empujó a Jim dentro de la habitación.
Una amplia cama, flanqueada por dos mesitas de noche con lámparas, cubría la mayor parte del espacio. Sherlock le tomó de las solapas del traje y lo lanzó a la cama. Éste cayó pesadamente sobre el colchón y, antes de que pudiera reaccionar, fue nuevamente atacado por el detective, que se abalanzó sobre él para conectar sus labios con un beso aún más profundo.
Ambos jadearon con pesadez cuando sus labios volvieron a separarse.
—Colócate en el centro de la cama —le ordenó Sherlock, antes de separarse de él.
Jim obedeció. El detective, mientras tanto, pulsó un interruptor de la pared que encendió las dos lamparitas de noche para que éstas iluminaran vagamente la habitación, rodeó la cama y llegó hasta la mesilla que se encontraba al otro lado de ésta. Abrió el primer cajón y sacó unas relucientes esposas.
—¿De dónde sacas tantas esposas? —le preguntó curioso Moriarty.
—La Scotland Yard tiene miles de estas en sus almacenes —le explicó Sherlock, subiendo a la cama para colocarse a horcajadas sobre el cuerpo tendido de Jim—. Llevo años tomando algunas prestadas.
Holmes tomó la cadena de unión de las esposas que llevaba Moriarty y cerró uno de los anillos alrededor. Llevó los brazos del criminal por encima de la cabeza y cerró el otro anillo en uno de los postes que conformaban el cabecero de la cama.
—¿Por algún motivo en especial? —le preguntó coqueto Jim.
—Quizás desde hoy sí —le respondió el detective, dándole un breve beso en los labios.
Entonces, Sherlock volvió a separarse y se dirigió a los pies de la cama. Una vez allí, desabrocho los botones de su gabardina con lentitud bajo la atenta mirada de Jim. Se quitó la bufanda y deslizó la gabardina lejos de su cuerpo, dejándola caer al suelo.
El bulto en los pantalones de Moriarty se hizo más presente y el dolor le impulsó a dejar caer su cabeza contra la almohada, pero, rápidamente, volvió a levantarla para seguir los movimientos del detective.
No quería perderse nada de aquel espectáculo.
La chaqueta había caído sobre la madera del suelo y ahora Sherlock se había entregado a la tarea de deslizar su camisa blanca por sus hombros. La musculatura, tensa y tonificada, mostró la presión que guardaba por aquel excitante momento.
La camisa cayó y el torso desnudo de Sherlock resplandeció con la cálida luz de las lámparas. Se quitó los zapatos y los calcetines con un rápido movimiento, y dejó que sus pantalones y ropa interior acompañaran al resto de su ropa en el suelo.
Jim gimió ante la visión frente a él. Cuando Sherlock tomó su propia erección y comenzó a masturbarse, dejó que su cabeza cayera hacia atrás y cerró los ojos.
Era demasiado para él.
—¿Qué pasa Jim? —se burló el detective, permitiendo que un suave gemido escapara de sus labios para torturar los tímpanos del criminal—. ¿No te gusta?
—Joder… —jadeó Moriarty.
Sherlock se subió a la cama y, manteniendo un suave ritmo en su erección, se entregó a la tarea de desabrochar el cinturón del traje de Jim. Abrió la hebilla metálica, deslizó el cinto fuera de los pantalones y lo dejó caer al suelo.
—¿Por qué no te lo quedas? —preguntó juguetón Moriarty—. Quizás te haga falta.
—No voy a golpearte —respondió Sherlock, divertido. Desabrochando el botón y bajando la cremallera de los pantalones—. Pero te prometo que no lo echarás de menos —añadió, deslizando la tela lejos de las piernas de Jim.
La ropa interior no duró más que unos segundos antes de ser lanzada a un lugar impreciso del cuarto. Ahora, Moriarty se presentaba ante Sherlock vestido tan solo con su chaqueta y camisa desabrochadas, y el cuerpo tembloroso por la expectación.
El detective se giró de nuevo hacia la mesilla, pero esta vez abrió el segundo cajón y extrajo una gran botella de lubricante.
—Métela así —le pidió Moriarty, aún con los ojos cerrados, al escuchar el tapón abrirse.
Sherlock negó con la cabeza, apretando el bote para dejar que un gran chorro cayera sobre sus dedos.
—No pienso hacerlo. Podría hacerte daño.
El criminal apretó los dientes.
—Joder. Hazme daño, haz que sangre, pero métela —exigió, abriendo los ojos y levantando la cabeza para enfrentar sus miradas.
Dos largos dedos se deslizaron dentro de su ano, arrancándole un grito ahogado. Jim apretó los dientes y dejó caer su cabeza contra la almohada. Su respiración se había acelerado y su cuerpo temblaba ante la sorpresa de la intromisión.
—Dios…
—Y querías que te la metiera sin preparación —se burló Sherlock, comenzando a mover con lentitud sus dedos dentro de Moriarty.
—S-sigo queriéndolo —gimió Jim, retorciéndose por el placer.
El detective se rió y, sin hacer caso del comentario del criminal, continuó metiendo y sacando sus dedos. Inclinó la cabeza y empezó a besarle los huesos de la cadera y la pelvis.
—S-si no la vas a meter…, ah…, por lo menos mete dos más…
—Eres un impaciente —le regañó Sherlock.
—No…, ah…, estoy cachondo —le corrigió Jim.
—Aguanta un dedo más —pidió el detective—. No quiero hacerte daño. Piensa que, si lo hago, ya no podré metértela de ninguna forma —le explicó, hundiendo más profundo sus dedos.
—Joder… —gimió Jim, tirando de las esposas.
La idea de que no lo follara había entrado en su macabra mente provocándole un terror inigualable.
No podía hacerle eso.
No ahora.
—Un dedo más —repitió Sherlock.
—¡Joder! ¡Hazlo! —sollozó desesperado Moriarty.
El detective le agarró por la mandíbula y le echó la cabeza hacia atrás, presionándola contra la almohada.
—¡Ruega! —exigió.
Jim apretó los labios y cerró los ojos con fuerza. Era demasiado orgulloso para eso, y estaba decidido a aguantar. Obligaría a Sherlock a meter su dichoso tercer dedo o a follarlo sin él, pero no rogaría.
El gesto no pasó desapercibido para Sherlock, quien sonrió con satisfacción; no esperaba una menor fortaleza de Moriarty.
Pero iba a romperle.
—¿Quieres jugar? —le preguntó, divertido. Se inclinó hasta su oreja y añadió, con un susurro—. Juguemos.
Sherlock le soltó. Bajó con rapidez hasta la entrepierna contraria, y acarició con su lengua el glande.
Jim gimió.
—N-no lo hagas —consiguió decir, notando como el movimiento de los dedos del detective se aceleraba y la yema de los mismos se acercaban peligrosamente a su próstata.
—Entonces ruega —le repitió Sherlock, expulsando su cálido aliento sobre la piel enrojecida.
Jim aspiró profundamente.
—N-no —respondió, tembloroso.
Los dedos del detective se hundieron hasta los nudillos dentro del criminal, alcanzando al fin su próstata, que fue golpeada repetidamente. De forma simultánea, metió el glande, humedecido por el líquido preseminal, en su boca.
Sherlock asistió, observando las expresiones del hombre esposado, al derrumbamiento de Moriarty. Jim gemía, gritaba y se retorcía de placer, completamente incapaz de controlar los espasmos de su cuerpo mientras Sherlock deslizaba con lentitud sus labios sobre toda su longitud.
La mano libre de Sherlock se unió a la boca en la tarea de estimular la polla de Moriarty.
—Tómalo con calma Jim, te vas a hacer daño —se burló, apoyando sus labios sobre el glande, sin detener el roce.
Moriarty apretaba los dientes y trataba de mantener controlada su respiración.
—P-por… —balbuceó.
Sherlock dio un golpe seco en su próstata, arrancándole un intenso gemido.
—¿Decías algo? —preguntó, ralentizando sus movimientos para permitirle hablar.
—P-por favor… —susurró Moriarty.
Un nuevo golpe en la próstata le hizo temblar.
—Más fuerte —exigió Sherlock—. Quiero escucharte rogar.
—¡Por favor! ¡Por favor! —chilló Jim, sacudiendo las manos encadenadas.
—¿¡Por favor qué!? —insistió el detective, golpeando una vez más sus dedos contra Moriarty.
—¡Por favor! ¡Mete el jodido dedo y fóllame! ¡Joder!
El ansiado tercer dedo entró, estirando el ano de Moriarty y despertando cada terminación nerviosa.
—A tus órdenes —dijo triunfante Sherlock, con una sonrisa en sus labios.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! —gritaba Jim, notando cómo se deshacía por el placer.
—Tanto que te ha costado pedirlo y cómo lo estás disfrutando —se burló el detective, empujando sus dedos más profundo.
—¡Cállate!
El ritmo se mantuvo constante y preciso. Aunque Jim no quisiera admitirlo, el roce de los dedos estaba resultando terriblemente satisfactorio.
Pero seguía queriendo más.
—¿Estás preparado para que te folle? —le preguntó por fin el detective, pasados unos segundos.
—D-desde antes de que…, ah…, m-me metieras los dedos.
Sherlock sonrió. Estaba disfrutando tanto de dominar a Jim que parecía un sueño.
Un sueño sucio y perverso.
—No te voy a obligar a que ruegues que te folle —se burló, mientras deslizaba sus dedos lentamente fuera—. No podrías con ello.
—N-no pienso rogarte más —jadeó, desafiante, Moriarty.
Sherlock empujó de nuevo los dedos hacia dentro con un golpe firme y Jim ahogó un grito.
—¿Ah, no? —cuestionó el detective, sintiendo la presión del ano sobre sus nudillos.
—Fóllame… —suplicó Jim, con los dientes apretados—. Fóllame…, por favor…
—Eso creía —dijo divertido Sherlock.
Sacó por fin los dedos y el ano de Jim se contrajo sobre el aire. Tomó de nuevo el bote de lubricante entre sus manos y esparció un gran chorro sobre su erección.
—Por favor…, por favor… —susurraba constantemente Moriarty—. Fóllame…, por favor…
—Tranquilo Jim —le calmó Sherlock, soltando al fin su ya lubricada polla—. No te voy a hacer esperar más.
Con un rápido movimiento se situó entre las temblorosas piernas del criminal quien, en un acto reflejo, flexionó las rodillas hacia arriba, apoyando las plantas de los pies sobre el colchón. Las experiencias vividas anteriormente entre ambos hombres le habían enseñado que en esta posición sentía la penetración mucho más profunda.
Y eso, era exactamente lo que necesitaba en aquel momento.
Sherlock apoyó las manos en el colchón, justo por debajo de las axilas de Moriarty, y se acercó a la arrugada entrada del criminal, que retuvo el aire en sus pulmones. Para su desilusión, el detective comenzó a frotarse contra él. Jim comprendió al instante que aquel acto parecía ser algún tipo de prueba que, seguramente, no duraría apenas unos segundos y evitó protestar.
—Buen chico —dijo satisfecho Sherlock.
La cabeza del pene se deslizó con suavidad dentro de Jim, quien echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, mientras emitía una serie de gemidos cargados de alivio.
A pesar de la intensa preparación, Moriarty permanecía apretado, por lo que Sherlock no comenzó a moverse de inmediato, permitiéndole adaptarse al estiramiento experimentado.
—Los ojos abiertos, Jim —ordenó.
—P-por favor…, por favor, por favor —rogaba sin parar Moriarty.
El detective lo había roto y ahora, el criminal más temido del mundo, se encontraba sometido a la lujuria y no podía detener sus súplicas.
—Ojos abiertos —repitió con un susurro Sherlock.
Moriarty obedeció, mostrándole sus ojos llenos de lágrimas fruto del más intenso placer. Complacido, Sherlock comenzó a mecer sus caderas con suavidad. Las descargas de placer les recorrieron intensamente, y Jim volvió a permitir a sus ojos cerrarse.
—¿Qué te he dicho? —le reprendió el detective, deteniendo sus movimientos.
—P-por favor, Sherlock —suplicó Jim, abriendo de nuevo los llorosos ojos—. N-no puedo…, es demasiado placer —gimió.
—Esta bien —le tranquilizó Sherlock, balanceando el peso de su cuerpo para poder levantar una mano y limpiarle las lágrimas que sobresalían por el borde de los párpados. Apoyó de nuevo la mano en su sitio y añadió—. No pasa nada.
A Sherlock le preocupaba haber abusado de su poder y se inclinó para besar la frente llena de sudor de Jim antes de continuar meciéndose. La reacción de Moriarty le indicó que se encontraba bien, por lo que se aventuró a endurecer sus movimientos. Los gemidos se reanudaron con cada estocada de su pelvis y las sensaciones comenzaron a florecer con mayor intensidad en sus pieles.
Jim sentía como cada centímetro de Sherlock lo llenaba, haciéndole disfrutar de una sensación placentera que no le permitía hacer más que temblar. La irritación de sus muñecas remplazaba el dolor que había pedido sentir mediante el uso del cinturón. Sentir aquel metal rozando contra su piel mientras las embestidas del detective lo hacían gemir era una experiencia realmente maravillosa.
—M-más…, ah…, más fuerte, Sherlock —pidió, abriendo la boca ya casi sin aliento.
El detective lo miraba con admiración. La vista de aquel hombre tan hermoso, completamente sometido a sus deseos, recibiendo cada choque con ansia y anhelante de experimentar toda la fuerza con la que podía ser penetrado, lo llenaba de una excitación sin igual.
Sherlock se inclinó para besar con ferocidad los labios de Jim, ahogando los gemidos que comenzaron a emerger con la aceleración de sus movimientos y el aumento de la intensidad con la que arremetía.
El cuerpo de Jim se balanceaba hacia arriba y hacia abajo sobre el colchón siguiendo el ritmo del detective. La saliva fluía por sus bocas con mayor abundancia debido a la excitación y ambos supieron que se encontraban al borde del orgasmo.
Sherlock se alejó de la cálida piel de Moriarty, abandonando, muy a su pesar, el dulzor de su boca.
—Jim… —llamó. El otro hombre abrió los ojos, que habían permanecido cerrados hasta el momento, y le miró directamente—. V-voy a correrme…, joder…
—Hazlo… —respondió con rapidez el criminal—. Hazlo Sherlock…, joder…, y-yo también v-voy…, ah…, a correrme.
Inmediatamente después, Sherlock aceleró aún más sus movimientos, golpeando sin piedad el cuerpo de Moriarty y arrancándole los gemidos más intensos que había emitido hasta el momento.
La ola del orgasmo atravesó sus pelvis. El primero en correrse fue Jim, quien expulsó una gran cantidad de semen que rebotó en el abdomen de ambos, y se deslizó por sus cuerpos dejando un cálido rastro.
—¡Joder Jim! —gimió Sherlock, expulsando a su vez su propia eyaculación entre las paredes de Moriarty.
Las nubes y el calor provocados por la excitación pronto comenzaron a disiparse para dejar paso al agotamiento y el cansancio. Sherlock se dejó caer hacia adelante, sacó su pene, ya flácido, y se abrazó sobre el tembloroso cuerpo de Jim.
Ambos jadeaban, tratando de recuperar el control perdido en sus respiraciones.
—N-no te haces idea de cuanto te amo —consiguió decir, con dificultad, Sherlock, mientras apretaba su cara contra las costillas de Moriarty.
—T-te amo, Sherlock —respondió a su vez Jim.
Ellos, tan solo ellos, podían comprender cuánta fuerza existía en aquellas palabras que parecían tan simples pero encerraban un secreto más profundo. Un secreto que el mundo no estaba preparado para conocer y, posiblemente, nunca lo estuviera.
Para el resto, siempre serían enemigos pero, para las cuatro paredes que habían visto sus miradas cruzarse, sus labios unirse, sus mentes completarse y sus cuerpos acariciarse, siempre serían unos enamorados con el deseo de arder juntos.